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Terrence Malick es decididamente una «rara avis» en el panorama cinematográfico. Basta echar un vistazo a los títulos de las películas de este cineasta lírico y reflexivo, que incluyen palabras nada triviales como «malo», «tierra», «días», «cielo», «maravilla», «vida», «nuevo mundo», o la alusión a «delgadas líneas rojas», para llegar a esta conclusión. Por no hablar del irregular ritmo en la producción de una obra de indudables cualidades artísticas, aunque sin espectaculares resultados en taquilla, o lo que es lo mismo, entre el gran público. Dos películas separadas por un lapso de cinco años cimentan el aura de artista consumado. Veinte años de ausencia alimentan la leyenda y preparan el glorioso retorno. Y luego, tras recuperar el paso tranquilo, llega el frenesí, hasta el punto de tener en fase de postproducción, mientras se escriben estas líneas, tres películas.

Los enigmas en torno a Malick arrancan ya con su nacimiento, que unos sitúan en Waco, Texas, y otros en Ottawa, Illinois. Sí hay acuerdo en la fecha, el 30 de noviembre de 1943, y en una infancia transcurrida en los grandes espacios abiertos de Texas y Oklahoma, luego presentes en su cine. Parece que sus padres son cristianos de origen sirio, a él se le suele relacionar con la iglesia episcopaliana, y desde luego su cine presenta claras resonancias bíblicas, con citas explícitas de Job y el apóstol Pablo.

¿Cómo llegó Terrence Malick a dirigir películas? Antes, gracias a su imponente físico, jugó al fútbol americano en el instituto, trabajó en los campos petrolíferos, pasó por Harvard, estudió filosofía, conoció en Alemania y tradujo a Martin Heidegger, y logró una beca Rodham en Oxford. Ejerció de periodista en Life y New Yorker, y aunque destacado en Bolivia, nunca terminó un reportaje sobre el filósofo francés Régis Debray, ligado al Che Guevara. Profesor de Filosofía en el MIT, en 1969 decide matricularse en el American Film Institute. «No era buen profesor», confesaba en la única entrevista que existe con Malick, publicada en Sight and Sound (primavera, 1979), hasta tal grado llega su aversión a las declaraciones públicas. «No poseía el gancho que debería tener uno con los estudiantes. Las películas siempre me habían gustado de un modo naif. Hacerlasno parecía una carrera menos improbable que otras».

En el AFI de Los Ángeles aprende cine y rueda su primer corto, Lanton Mills (1969), historia de cowboys atracadores de bancos. Y conoce a Mike Medavoy, su agente y futuro productor de La delgada línea roja. Él le consigue sus primeros trabajos remunerados en cine, la revisión y reescritura de guiones, con Jack Nicholson y su Aquellosaños (Drive, She Said, 1971), y la saga de Harry, el sucio(Harry Dirty, Don Siegel, 1971), donde sus contribuciones no son decisivas. Sí aparece como guionista de Los indeseables(Pocket Money, Stuart Rosenberg, 1972) y en Deadhead Miles (Vernon Zimmerman, 1973), pero no son títulos en que se reconozca a Malick.

Y llegó Malas tierras (Badlands, 1973), la historia de dos jóvenes asesinos, Kit y Holly, que cometen sus crímenes en 1958 en Montana y Dakota del Sur. Ellos se encuentran desubicados, sienten una mutua atracción, y él resuelve con violencia lo que le contraría, nunca con particular complacencia. A diferencia de otras historias de parejas criminales —El demonio de las armas (Gun Crazy, Joseph H. Lewis, 1950), Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) o, muy posterior, Asesinos natos (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994)—, la road-movie de Malick, aunque inspirada en un personaje auténtico, Charles Starkweather, tiene un aire de irrealidad romántica, porque muestra en los personajes, casi infantiles y con dificultades para comunicarse, algo parecido a una genuina inocencia. Tras acabar la película, Malick reconoció el aleteo aventurero de Tom Sawyer y Huck Finn.

Martin Sheen y Sissy Spacek, entonces desconocidos, son perfectos para el propósito de Malick. Su análisis de los personajes de Malas tierras en Sight and Sound marca una pauta de la seriedad con que los encara. «Me gustan más los personajes de mujeres que los de hombres; ellas están más abiertas a lo que tienen alrededor, son más expresivas. Kit, además, es como un libro cerrado, un rasgo no raro en la gente que ha gustado más de lo que debiera la amargura de la vida. Las películas han convertido en mito que el sufrimiento te hace más profundo. Te inclina a hacer consideraciones profundas. Modela el carácter generalmente de modo saludable. Te enseña lecciones que nunca olvidas. La gente que ha sufrido se mueve en las películas con rostros pensativos, como si todo se hubiera derrumbado el día anterior. No es así en la vida real, sin embargo, no siempre. El sufrimiento puede volverte superficial y justo lo contrario de vulnerable y denso. Y ha tenido esa clase de efecto en Kit».

En Malas tierras asoman todas las constantes estilísticas y temáticas del cine de Malick. Un modo de narrar impresionista, con pinceladas aquí y allá, los suyos no son los típicos guiones de manual; la voz en off, que usada por él no cansa, y sirve para verbalizar los pensamientos de un personaje, a veces a modo de plegaria (en filmes posteriores aumentará la complejidad de este recurso, con los pensamientos de un personaje enlazados con los de otro, se dirían ecos de un diálogo mental imposible pero necesario); el modo poético de atrapar la naturaleza, con sus espacios y cielos abiertos, aguas, vegetación, animales; el rodaje de muchas escenas en el crepúsculo o el amanecer, en la llamada hora mágica; la cámara etérea que a veces parece flotar; los planos desde el suelo, vista de gusano, mirando al cielo; y la reflexión sobre la condición humana, con distintos estados de inocencia y abatimiento, y opciones de jugar las cartas que la providencia ha repartido, en búsqueda de un amor y una felicidad que parecen imposibles de ser aprehendidas.

Con la bucólica Días del cielo (Days of Heaven, 1978), Malick lograría el premio a la mejor dirección en Cannes. Cinco años después de su debut, su estilo es más depurado y perfecto, y la trama, si se quiere, más leve e intrigante. A principios del siglo XX, Bill y Abby fingen ser hermanos ante los que les rodean. Tras un enfrentamiento en la fábrica de Chicago donde trabaja él, la pareja de amantes marcha al campo con Linda, una adolescente, y consiguen trabajo en una plantación. Allí el dueño, frágil de salud, se siente atraído por Abby, y Bill la anima a corresponder a sus avances, pensando que la propiedad algún día podría ser de ellos. En manos de un cineasta convencional estos elementos conformarían un triángulo amoroso vulgar. Con Malick sirven para componer una bellísima sinfonía pastoril, con acentos trágicos. Las tareas del campo son celebradas, es un trabajo hermoso, el esfuerzo colectivo de hacer rendir la tierra. Pero igual que la langosta puede asolar una granada cosecha, también las relaciones humanas pueden envenenarse por el engaño, la mentira y los celos, el mal en forma de odio creciente, que Linda, con su voz en off, no deja de detectar.

Tratar de expresar con palabras la hermosura de Días del cielo se diría empeño inútil. ¿Cómo explicar el modo enque se despliegan las fuerzas de la naturaleza, las espigas detrigo mecidas por el viento, las langostas devoradoras, lospájaros del cielo, el cauce de un río o las chispas descontroladasque provocan un incendio y el humo de la locomotora de un tren? No son simples detalles preciosistas, caprichosamente introducidos, sino que estas imágenes y sus sonidos devienen en parte esencial de este poema fílmico.

Dos décadas transcurrieron hasta su reflexiva mirada a la guerra en La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998). La sensación era que no volveríamos a saber de este brillante cineasta, coetáneo de Francis Ford Coppola y Martin Scorsese. Que se había convertido en director maldito, el equivalente fílmico de un J. D. Salinger, alérgico a las comparecencias públicas, con un rico mundo interior que no era capaz de volver a plasmar en celuloide. David Odell, guionista de Cristal oscuro y compañero de estudios de Malick, lo denominó su «periodo Howard Hughes. Tengo el temor de que la próxima vez que le vea tenga las uñas larguísimas». Pero Laura Ziskin, presidenta de Fox cuando el estudio respaldó La delgada línea roja, insiste en que no es alguien «solitario u oscuro, simplemente tiene un acusado sentido de la privacidad». Quienes han trabajado con él insisten en que es encantador, aunque llevado por su alma de artista, despista. En una reunión con actores, en que le decían encontrarse desorientados sobre lo que esperaba de ellos, él, tras escucharles atentamente, dijo que tenían razón y que había sido una reunión estupenda. Todos quedaron contentos, aunque nada hubieran sacado en claro, más allá de que debían confiar y buscar cierta perfección inefable, Malick haría el resto.

A Robert Geisler y John Roberdeau corresponde el mérito de persuadir a Malick para que descendiera del cielo en que se había quedado en los lejanos días de 1978. Los productores persuadieron al elusivo cineasta para que convirtiera en guión la novela de James Jones La delgada línea roja, ya antes llevada al cine por Andrew Marton en  El ataque duró siete días (The Thin Red Line, 1967). Esta películan o había tenido la repercusión de la más famosa adaptación de Jones, también ambientada en la II GuerraMundial y el Pacífico, De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1953). Malick escribió variosborradores, y cada vez conectaba más con la historiade varios soldados americanos en un lugar paradisíaco, apunto de ser escenario de un culminante enfrentamientocon los japoneses, Guadalcanal. Nadie ha aclarado cuándoo cómo ocurrió, pero en un momento dado Malick estabalisto para ponerse tras la cámara. Medavoy, con PhoenixPictures, se sumó al ambicioso proyecto, e involucró ala Fox. Lo que parece milagroso, pues la envergadura deeste filme era mucho mayor que la de Malas tierras y Días del cielo, y Malick llevaba dos décadas en el dique seco.

Y con las voces en off de los soldados, además de sus diálogos «convencionales», ofreció todo un mosaico de actitudes vitales: el descubrimiento de la vida sencilla,  y los desengaños inesperados; la actitud cínica que aún  la mirada paternal para proteger a tus hombres evitando acciones suicidas; la eficacia material en el cumplimiento del deber, cuyo sentido más hondo no se cuestiona; la oración y el reconocimiento de cierta «chispa» que permite seguir adelante. En esta ocasión, y frente al pensamiento femenino que recogía Malick en sus anteriores filmes, aquí cede el testigo a los hombres. Y el objetivo bélico de tomar una colina tiene una importancia bastante relativa frente al modo en que cada uno encara personalmente su vida.

La ausencia había contribuido a crear una atmósfera reverencial hacia Terry Malick, un prestigio casi mítico. Trabajar con él era algo codiciado, un privilegio, no está uno a las órdenes de un genio todos los días. El reparto masculino de La delgada línea roja era impresionante, pero algunos tuvieron más motivos que otros para sentirse satisfechos: Jim Caviezel, Ben Chaplin, Elias Koteas, Sean Penn, Nick Nolte, e incluso Woody Harrelson, fueron los más afortunados; George Clooney, John Travolta, Adrien Brody, John Cusack, tendrían que conformarse con una muesca en su currículo, habían hecho una película con Malick, pero gran parte de su trabajo cayó en el montaje. La historia se repetiría en películas posteriores, estrellas como Brad Pitt y Ben Affleck trabajarían encantados con él, rebajando su caché.

Un hombre clave en la creación del «mood» del cine de Malick es Jack Fisk, director artístico en todas sus películas. En general cabe decir que en los distintos apartados técnicos se rodea de verdaderos artistas, personas con sensibilidad. A veces repite con ellos, el caso de Fisk, o el del director de fotografía mexicano Emmanuel Lubezki. El español Néstor Almendros ganó el Oscar a la fotografía por Días del cielo. Los más prestigiosos compositores, Ennio Morricone, Hans Zimmer, Jamer Horner, Alexandre Desplat, han aceptado gustosos trabajar con él. La edición de la película es una fase crucial para Malick, que dirige un equipo que debe emplearse a fondo, pues mucho es el material descartado y muy precisos los cortes, el modo en que se ensambla todo, con una banda sonora con mucha música clásica, y los efectos de sonido naturales, ruido de insectos, pájaros, el agua, el viento, y artificiales, los producidos por el hombre…

Parece claro que Malick ha vuelto para quedarse. Así, en 2005 llega El nuevo mundo (The New World), lograda descripción de un encuentro entre civilizaciones muy diferentes y cine más histórico aún que La delgada línearoja. Describe el asentamiento de Jamestown en Virginia en 1607, los avatares del capitán John Smith y su captura por el jefe indio Powhatan, padre de Pocahontas. Aunque tomándose libertades en el idilio entre Smith y la joven india —no existe constancia del mismo—, sí se ajusta a la realidad su secuestro y entrega a los colonos ingleses, y su nueva vida en el mundo «civilizado».

La originalidad del tratamiento de Malick —como siempre, autor del guión de sus películas— está en el concepto «nuevo mundo», que no lo sería solo para los europeos recién llegados a América, también para los indios, particularmente Pocahontas, el mundo que llevan consigo Smith y los otros es nuevo. En este aspecto, la mirada se asemeja a la de los nativos de La delgada línea roja, y sirve para subrayar la añoranza de una vida edénica donde prima la inocencia, y hasta la ingenuidad. En tal sentido es hermoso constatar que Malick opta por no «matar» la inocencia de Pocahontas, que conservando lo mejor de sí misma, su religiosidad natural, su mente curiosa, incorpora las aportaciones de la civilización, aprende a leer, o queda deslumbrada por una catedral, y encaja sus deficiencias.

El amor tiene muchas caras, y Malick propone otro triángulo amoroso, donde el tercer vértice es el viudo John Rolfe. Y no toma caminos fáciles para, con sus típicos trazos impresionistas y el uso de la voz en off, pintar el entusiasmo y la pasión juveniles, a los que sigue la madurez que dan un hogar y la maternidad, sugiriendo que la vida es rica en matices, y que hay que saber tomar en libertad las decisiones adecuadas. En esta ocasión el cineasta trenza pensamientos masculinos y femeninos, donde Smith es el hombre inseguro, anhelante de felicidad, y Rolfe el experimentado, que encuentra una «piedra preciosa» que delicadamente intentará «adquirir».

Con El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), Malick   ganó la Palma de Oro en Cannes. Y la unanimidad reverencial hacia su obra, que había empezado a resquebrajarse con El nuevo mundo, se vio sacudida nuevamente, lo mismo que ha ocurrido con su último film To the Wonder(2012). ¿Qué ha pasado? La coherencia del autor es innegable. Quizá sus aspiraciones artísticas han subido varios grados, y la búsqueda de la trascendencia resulta más nítida que nunca, lo que no ha agradado a todo el mundo. El árbol de la vida es una película muy ambiciosa. Porque el seguimiento de una familia cristiana en Texas, en los años cincuenta, tres hermanos y los padres, deviene en inesperada cosmovisión, todo está conectado, lo grande y lo pequeño, formamos parte de un plan; singular plegaria y confesión de fe, donde se discurre sobre el sentido de la existencia, y se muestra que la vida ordinaria está trenzada de dolor, amor y perdón, donde el desaliento, la culpabilización del otro y el conformismo reduccionista son tentaciones frecuentes ante la experiencia del mal, «hago lo que no quiero». Pero no falta la gracia, y sobre todo ello se reflexiona, voz en off «again», con imágenes de gran belleza que remiten a los orígenes, cómo empezó todo, y al final, cómo acabará, de modo que el inmenso telón de fondo recuerda que las personas son importantes, pero cada una es solo una pequeña parte de algo más grande que les sobrepasa. Una vez más la banda sonora es fascinante, a la partitura original se suman fragmentos de música clásica exquisitamente seleccionados.

Con To the Wonder Malick ha entrado en la dinámica de variaciones sobre el mismo tema, pero el tema, claro, es «el tema», o sea, el amor, que busca dar sentido pleno a la vida. Tenemos triángulo amoroso, Neil y Marina, que viven en un extático goce amoroso que parece no tener fin, y una antigua novia de él, Jane, que asoma en el horizonte en un momento de dificultad, y se observa que el amor exige compromiso, sacrificio, lucha. Algo que también constata el padre Quintana, un sacerdote que experimenta el silencio de Dios, a pesar de la dedicación a sus fieles, guiado por la caridad. Resulta curioso el efecto logrado por Malick, que si por un momento se pusiera a tiro abandonando timideces, debería ser interrogado acerca de si ha leído «Deus caritas est», la primera encíclica de Benedicto XVI, pues los temas de ese documento aletean en este filme.

Las voces en off de los protagonistas se entrecruzan para que conozcamos sus angustias y anhelos, y también el modo en que se constituyen en oración. Y el «milagro», que repite nuevamente Malick, es contar mucho con apenas nada, un conjunto de impresiones, estados anímicos, momentos en que resulta obligado tomar decisiones. ¿Reiterativo narrativamente? Tal vez, pero bendita reiteración, transida de lirismo, que convierte en poesía lo que en otro produciría vergüenza ajena. Ben Affleck, que es también director, lo resume bien cuando dice que «Malick entiende de verdad algo de lo que me he dado cuenta después de trabajar con él y es que no solo puedes desafiar la sabiduría convencional, si no que debes hacerlo de manera interesante». _

Crítico de Cine. Director de www.decine21.com