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Esa pregunta o una ligera variante -«¿Pero es que se puede aprender a escribir buenos cuentos, una narración consistente, un relato de unos cinco folios, ficciones…?»- rompe a volar el primer día de clase con mis alumnos de segundo de la Facultad de Comunicación.

Estudian Audiovisual: se matricularon con la idea de ser guionistas, filmar reportajes, llegar a productores, presentar informativos o rodar películas que no importa que no se codeen con las más taquilleras. Soltar esa pregunta desde la tarima de profesor equivale, evidentemente, a creer en la convicción del sí, puesto que, implícita, palpita la de si se puede enseñar a escribir.

La primera sesión de curso, ya se sabe, necesita el porte de la exposición de objetivos. Y los enumero:
– Asimilar nociones esenciales de narratología.
– Arraigar actitudes características de quien escribe ficciones, relatos (más adelante las especifico).
– Propiciar situaciones de creatividad literaria y plasmarlas por escrito.
– Sugerir procedimientos y recursos de escritura con adaptación especial a la narrativa.
– Avanzar en aspectos nucleares del cuento y el microrrelato.
– Facilitar instrumental teórico y de reflexión para el análisis y la interpretación de textos narrativos.
– Y leer.

Y escribir. Además de saber dar razón de lo que se escribe. Y volver sobre lo mismo una vez y otra más y una tercera, no cesar de componer, aplicándose esos consejos milenarios de que «A escribir se aprende escribiendo» y el apotegma de Plinio el Viejo en su Historia natural (35,84): Nulla dies sine linea. Que coincide con esa consideración de Flannery OConnor, quizá la recomendación más afortunada y certera sobre definición y composición de un cuento: el mejor medio para saber qué es un relato consiste en sentarse a escribir uno. Y el objetivo de mayor importancia queda claro: que cada cual encuentre su propio rumbo en la escritura y lo siga con decisión y tenacidad. Personalmente. Por eso, uno mismo, una misma, se marca sus objetivos singulares.

Dos términos resalto de ese planteamiento introductorio: asimilar y actitudes. Asimilar significa hacer parecido, hacer propio, incorporar, apropiarse de… De la misma manera que nos referimos a alguien si no asimila la vitamina D, por ejemplo. Y cada curso que se sucede estoy más convencido de que lo educativo apunta a la transmisión y a la incorporación de actitudes.

En esa primera clase de la asignatura argumento que resulta costoso embarcarse en la escritura de una novela -y lo laborioso de corregirla-, pero recurro a John Gardner, el escritor y profesor del aventajadísimo cuentista Raymond Carver, en cuyas clases exigía a los novelistas en ciernes la entrega del primer capítulo más el esquema del desarrollo completo de la obra. Teniendo entre los codos varias asignaturas y prácticas, los estudiantes no suelen aventurarse en ese semestre a teclear narraciones de doscientos folios y se internan por los vericuetos de la narrativa breve. Como Carver.

UNA PRUEBA DE IMPROVISACIÓN (Y DE INFORMACIÓN)

También ese primer día de aula, entrego una hoja A3, una especie de cuestionario-formulario que me proporciona información sobra cada alumno, que debe completar sobre la marcha, improvisando. En el curso 2004-05, para la asignatura de CIE (Comunicación e información escrita) II Escritura de Ficción consistió en esto que comenzaba así:

«Si precisamente hoy la inspiración o la retentiva o su capacidad no le obedecen, y lo que deja redactado aquí no retrata con exactitud ni su estilo ni sus posibilidades de escritura, no se preocupe: de momento se trata de improvisar en difíciles circunstancias. Como las de ahora. Procure al menos esmerarse en la letra».

Vamos a empezar por una definición personal.

1. ¿Qué es para usted un cuento?
2. Anote el título de -al menos- cinco cuentos que haya leído y le hayan gustado de verdad.
3. Resuma uno de esos relatos.
4. ¿Qué es lo contrario de vender?
5. ¿Qué elementos le parecen importantes en un cuento, en una narración? Enumérelos.
6. ¿Qué espera de esta asignatura? ¿Qué objetivos le gustaría alcanzar?
7. Una cuestión importante: defina qué es una ventana.
8. ¿Significa lo mismo rápido que veloz? ¿Las moscas son veloces o rápidas?
9. ¿Cómo enseñaría usted a un oso a bailar?
10. Lea este texto una sola vez y a continuación solucione brevemente las dos cuestiones que se plantean. Dentro de unas semanas debatiremos nuestras posibles interpretaciones.

Pescando
Lo veía allá abajo empequeñeciéndose por la distancia. Agitaba los brazos como una marioneta en medio de un enjambre de puntos blancos y su gorra boyaba1 lejos, solitaria. Después la imagen empezó a nublarse, ya casi no lo veo. Trato de hacer memoria. Estábamos en la escollera, él había intentado proteger sus sardinas de las gaviotas; recuerdo un revuelo de alas blancas alrededor de la cabeza y, confusamente, el aleteo violento que le castigó la cara cuando un picotazo certero nos separó. Y a él que se quedaba allí, hueco, debatiéndose. Y yo que me iba -que me voy- cautivo, por el aire cada vez más seco, mirándolo.
1 boyar: Flotar como una boya.

10a. A bote pronto. Esta historia la narra……..
10b. Y así -en dos líneas y media- podría resumirse lo que pasa…
11. ¿Con qué argumentos -razonables, irracionales, convincentes, sospechosos, increíbles, inverosímiles, peregrinos, rotundos…- justificaría usted no asistir con asiduidad a las sesiones de esta asignatura?
12. Los dos personajes centrales de una película mantienen este diálogo. Pongamos que se llaman Fred y Gretta. Están en París. Alguien habla en una calle a través de unos altavoces. Fred es el primero en intervenir:
– Mi alemán está algo oxidado. ¿Qué dicen?
– Es la Gestapo. Dicen que esperan entrar en París mañana. Y también qué tenemos que hacer cuando entren. El mundo desmoronándose y escogemos este momento para enamorarnos.
– Sí… es mal momento, desde luego. ¿Dónde estabas hace diez años?
– Tenía los dientes torcidos y llevaba aparato. ¿Y tú?
– Yo buscaba trabajo.
Se oye un cañonazo a lo lejos y ella dice:
– ¿Ha sido un cañonazo o un latido de mi corazón?
– Es el nuevo 77 alemán. Y a juzgar por el sonido, está sólo a unos cincuenta kilómetros.
En las películas distinguimos las voces de los personajes y sabemos quién es el hombre y quién la mujer. Los vemos en la pantalla. La pregunta se centra en lo siguiente: ¿qué información poseemos de los protagonistas a través de este escueto diálogo? Información sobre la época, el lugar, los personajes y sus circunstancias, su situación o su pasado, su manera de ser. Especifíquelo. No se trata de inventar, sino de inferir, de extraer según las palabras que se cruzan.
13. ¿Qué le parece este párrafo?
Era un día maravilloso en el que los rayos del sol, cual dardos de oro, venían a herir inocuamente la superficie de las hojas que, lánguidas, pendían de tallos y ramas, oscilantes en un blando céfiro primaveral que las acunaba amoroso con la ternura de una madre.
¿Lo escribiría usted así? ¿Cómo lo escribiría?
14. Busque diez fórmulas -puede limitarse a cambiar de adjetivo- para expresar con palabras distintas las ideas de «lector voraz».
15. Cuente una anécdota que le ocurriera el curso pasado. O algo que ha vivido hace poco. O tal vez ese recuerdo de la infancia tan adherido a su memoria.

Costará creer que pasé horas elaborando esta quincena de cuestiones. Suelo añadir otras que reemplazan a algunas. Por ejemplo, ¿por qué las zanahorias son de color zanahoria?, ¿cuántas ruedas lleva un coche?, ¿cuántas caras tiene un lápiz clásico de seis aristas marca Staedtler número 2 HB (es un prisma, por supuesto)? Evidentemente, marco un tono un tanto festivo porque los alumnos, cuando tecleen sus primeras prácticas tendrán que acabar desabrochándose el corazón y revestir o disfrazar de ficción testimonios de lo que ellos y ellas -son mayoritariamente alumnas- han vivido, escuchado, observado, averiguado. Y tarde o temprano descubrirán por sus propias fuerzas que el ingenio es hermano de la brevedad. O al revés: no sabemos qué nació antes. Aunque Chesterton desató -desanudó- la paradoja.

He ido coleccionado respuestas de varias promociones, claro está. La contestación a la primera pregunta proporciona definiciones esquemáticas de cuento y varios despistes que rinden homenaje a las piezas que les refirieron de ese lejano país del érase una vez la infancia. Algunos de estos despistados se ensucian en la siguiente cuestión, porque dan títulos de literatura exclusivamente para niños, adaptaciones de los hermanos Grimm, incluso de Disney. Pero no es momento de desanimarse mientras se revisan las contestaciones improvisadas del primer día de asignatura. Más hiriente es encontrase con títulos de novelas (que posiblemente no han leído) desfilando en el hueco de la respuesta. Si se repite un título de cuento, puede ser indicio de que lo trabajaron en una asignatura del curso anterior. Pero denota el entusiasmo que se ahondó en sus páginas y en su retentiva. Me preocuparía más como docente si, tras el semestre de la materia en el aula, no pudieran consignar ningún título de cuento. Recuerdo que el curso pasado anoté, de mis alumnas y alumnos, este comentario en mi diario de la asignatura:

Abrumador, preocupante predominio de cuentos infantiles (animales: zorros, cuervos, toda la larga familia Disney desde sirenitas, wendys, y peces huérfanos).

Pero hay recuerdos esperanzadores: García Márquez, Seguir de pobres de Ignacio Aldecoa, Carver, Benedetti, Carver, Poe. Pero se cuela alguna novela (La casa de los espíritus de Isabel Allende, El amor en los tiempos del cólera. O el mismísimo Harry Potter, Los tres mosqueteros (que son cuatro) o incluso varias novelas cortas (El caballero de la armadura oxidada, sea lo que sea).

La tercera pregunta refleja una comprobación, por supuesto: quien no logra resumir el asunto de un relato es como si no lo hubiera leído.

El cuarto ítem parece sencillo de aclarar, y en menos de una línea: ¿qué es lo contrario de vender? Se me hace comprensible que bastantes personas respondan que comprar es lo contrario de vender. Sin embargo no es exactamente así. Quien trabaje en un concesionario de Ferrari, o un comerciante de alfombras iraníes auténticas, pongo por caso, sabe que en su calendario pueden repetirse varios días sin vender nada, y que lo contrario de vender es justamente no vender. Comprar es una acción recíproca, que complementa. Un toma y daca. Si alguien da un regalo, otro lo recibe. Últimamente parece que, según las nociones de asertividad y del tao, en una negociación se puede dar la alegre simetría del «yo gano, tú ganas». Es cierto. Existen tres clases de antonimia, como se sabe: la gradual (los dos términos se oponen de forma gradual y existen otras palabras que significan lo mismo con diferente estadio: blanco y negro (hay gris), frío y caliente (existen templado, gélido, helado, tibio…); los antónimos complementarios: el significado de una palabra elimina al de la otra; un clásico ejemplo, vivo y muerto: no se puede estar vivo y muerto a la vez; y los antónimos recíprocos, donde el significado de una palabra implica el de la aparentemente opuesta; por ejemplo: comprar y vender.

Ahora bien, qué ocurre con enseñar…

Se suele decir que se puede aprender a escribir, pero no enseñar. Parece ser un tipo singular de aprendizaje. Cómo se da, entonces… Me detengo en esta cuestión. Volveré, intermitente, a la prueba inicial y sus resultados.

EN TORNO AL APRENDER (Y AL ESCRIBIR)

Hay aprendizajes espontáneos, según estudió Smith observando cómo en la niñez aprendemos un idioma, aplicando después sus constataciones al campo de la escritura, por sencillos que sean sus primeros cimientos. Sigo en estas ideas la exposición del profesor Cassany en el libro que procede de su tesis de licenciatura, Describir el escribir: cómo se aprende a escribir, que trata de «los procesos mentales de la escritura», qué «ocurre en el interior de la mente cuando escribimos». Aprendizajes espontáneos, primer punto. Fijémonos en ese chavalín a quien su padre sujeta de la mano izquierda mientras pasean torpes y despaciosos por una acera. «Huuy, mira qué perro». Si dice: «Ven aquí, no vaya a ser que ese chucho te meta un mordisco», protegerá en ese momento a su niño pero posiblemente le esté instruyendo en el temor a esos animales para el resto de su vida. El miedo, en efecto, se aprende. Daniel Cassany resume las ideas de Smith y anota varias características del aprendizaje que podría calificarse de espontáneo. Esa manera de aprender puede ser incidental (aprendemos sin que aprender sea nuestro propósito primordial); no necesariamente implica esfuerzo (de hecho, apenas hay que esforzarse para aprender así); el aprendizaje se hereda (es «vicarial», es decir, aprendemos de lo que hace o ha hecho otro); se puede también aprender en colaboración (los demás nos ayudan a conseguir lo que queremos); puede ser inconsciente (no tenemos conciencia de nuestro aprendizaje: más adelante puede que nos demos cuenta de que utilizamos una palabra o una expresión que antes no empleábamos). Smith, y también Cassany, se refieren a la lengua en uso: aprendemos el uso de la lengua. Aprendemos al ver cómo se usa la lengua con un propósito concreto y en una situación determinada.

Otro factor de aprendizaje es el pertenecer al grupo: aprendemos un uso de la lengua porque nos interesa poder hacer lo que se consigue con este uso. Asimismo, aprendemos una determinada forma de usar la lengua. Nos gusta esta forma y este uso de la lengua de la misma manera que gusta la persona de quien lo aprendemos. En este sentido queremos ser como ella. Pertenecemos o queremos pertenecer al mismo grupo que esta persona y, por ello, aprendemos y queremos aprender la lengua de este grupo.

¿Cómo aprenden los osos a bailar? Pregunta nueve de la prueba de improvisación. Los osos aprenden obligados a seguir un procedimiento salvaje: mediante reacciones de reflejos condicionados. Solían ser miembros ambulantes -trashumantes, nómadas-, de sangre zíngara, quienes preparaban una plancha rusiente de hierro sobre la que impelían al oso a subirse. Mientras se encaramaba, se tocaba un tambor o se soplaba la trompeta. El oso, con sus cuatro garras planas, procuraba no quemarse. Para eso levantaba las zarpas y quedaba enhiesto. Pero sus pies alternaban. Ese movimiento alternativo -el derecho arriba, luego el izquierdo, derecho por un lado, izquierdo por otro, viene, va, a un lado, al contrario- asociado al sonido condicionante, hacía con el tiempo, crudamente, que la fiera pareciera danzar nada más arrancar el primer compás músico.

En una entrevista de finales de 1998, Julian Barnes, entonces autor de El loro de Flaubert, dijo, comentando una pregunta de si le gustaría conmover a las estrellas, lo siguiente:

 -Eso es de una frase maravillosa que, por supuesto, corresponde a Madame Bovary: La palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas. Pues creo que mi actitud es un poco diferente -respondió Julian Barnes-. Naturalmente deseo que las estrellas se conmuevan, pero no creo que el problema radique en el lenguaje. […]. No es culpa del lenguaje si el escritor no consigue que las estrellas se conmuevan: la culpa es del escritor. Si sólo eres capaz de componer una melodía para que bailen los osos, es porque careces de lo necesario para ser un buen escritor. Aunque lo cierto es que ninguno de nosotros es lo suficientemente bueno.

Al periodista parece que le sorprendió la respuesta y añadió: «¿Ninguna? ¿Por qué?»

-Porque se tarda mucho tiempo en el aprendizaje -reconoció Barnes-. No es como aprender a ser dentista o a hacer zapatos. No quiero que nadie piense que eso sea fácil, pero se basa en un aprendizaje que requiere el periodo limitado de unos años, al cabo del cual sabes el 90% de tu oficio. Y si después te limitas a estar al día en los últimos avances, todo va bien. En cambio, ser escritor no es así. Cada vez que empiezo un nuevo libro, es como si no supiera nada, como si fuese el primero.

Sobre el aprendizaje de la escritura ha reflexionado también el apasionado escritor, ensayista y profesor de la Universidad de Harvard Enrique Anderson Imbert. Según él, como toda actividad literaria es subjetiva, personal, se plantea si existe «algún criterio objetivo que asegure la posibilidad de aprender a escribir». Certifica que no. Pero, sin embargo, «la enseñanza de la prosa -queda hueco para añadir la escritura de relatos- es posible». La realidad muestra que sí: se imparten cursos, talleres, seminarios, los autores revelan sus secretos de oficio y sus estratagemas de estilo, se multiplican los manuales de retórica… se supone -sigo parafraseando a Anderson Imbert- que logran satisfacer el deseo de aprender) «en la medida en que el aprendiz sabe elegir, de los consejos, que le ofrecen, solamente aquellos que le convienen». Anderson Imbert incurre en los extremos del temperamento: el timorato que acepta y que imita todo y, enfrente, el arrogante a quien sólo la intuición le guía pero «desconoce sus deudas con la cultura». Por supuesto, concluye que en el término medio se equilibran las cosas y predomina la realidad. Y sentencia, expertamente: «Se aprende lo que se quiere aprender». A pesar de que tal vez no se halle en los manuales, que suelen adolecer de la contradicción, las reservas puntillosas y las constricciones

Finalmente, para Anderson Imbert, un método excelente lo traza el ser amigo de un excelente escritor dispuesto a corregir -¡ahí es nada!-, como lo testimonian los sublimes casos de Guy de Maupassant, cuyos textos corrigió durante siete años Flaubert las mañanas de domingo, o el otro gran cuentista decimonónico, Chejov, sin pereza para remitir cartas a hermanos y parientes indicándoles correcciones de escritura y cambios o supresiones.

Lo contrario de aprender es no aprender.

¿QUÉ ES UNA VENTANA?

Varios de los objetivos que consignan los alumnos sobre qué esperan de la asignatura -la sexta cuestión de la prueba de improvisación- suelen coincidir: atrapar la atención del lector, desarrollar, potenciar la capacidad creativa y la imaginación, conocer técnicas de escritura, encontrar estímulos para escribir. Tengo recopiladas otras expectativas: «Encontrar también gusto, satisfacción, placer en la escritura y en el leer». O esta otra, a medias humilde y magnánima: «Mejorar, de paso, el grado de perfección: desde la ortografía hasta la exactitud». O esta ristra que enlazaron varios de la misma promoción: «Borrar el miedo a escribir. Conducir las ideas hasta el papel. Corregir errores, enmendarse. Tener tenacidad, constancia, soltura, ductilidad. Mejorar en la escritura. Alcanzar matrícula de honor -tampoco está mal, añado yo, que digo que sacar un cinco es un fracaso en esta materia-. Escribir un buen relato (caray… uno de los objetivos más cuerdos: objetivo SMART: específico, medible, alcanzable, reto realista, en tiempo fijo). Y bastantes piden amenidad en la exposición.

No coinciden las definiciones que dan sobre ventana, que se abren en dos vertientes: una descriptiva objetiva, específica, y otra valorativa. Una ventana es por ejemplo una frontera al mundo, incluso un recuerdo -dejan escrito mis alumnos- o hasta un hueco en la vida y otras consideraciones teñidas de lirismo de línea y media como mucho. Reconozcamos que cuesta improvisar y el corazón abierto sin cortinas da golpetazos por donde puede. En cambio, otro grupo alega definiciones más ajustadas, objetivas, próximas a la acepción académica del diccionario: «abertura más o menos elevada sobre el suelo, que se deja en una pared para dar luz y ventilación». Nadie hasta ahora -ni tenían por qué hacerlo- alude al pariente etimológico de ventana: ventus, es decir, viento, y mucho menos a una entrada que el DRAE aún conserva en su vigésima segunda edición, la desusada finiestra, del latín fenestram, que desapareció por la competencia de siniestra.

Durante el curso apelaré a esta división de enfoques de definición de ventana para referirme al tratamiento de conceptos objetivos, científicos, por un lado, y por otro que arrastran la intuición y la perspectiva personal. Y la referencia a la desaparición en nuestro idioma de la vieja finiestra encarnará las zozobras y avatares del curso de la historia y el tiempo.

La misma perspectiva doble -el subjetivismo imaginativo frente a la búsqueda del rigor objetivo y universal- reaparece en los procedimientos pedagógicos empleados para hacer bailar a nuestro pobre oso. Alguien, prudente, indica: «Antes debe aprender el instructor». Métodos más taxativos como éstos: «Le vician a la comida mejicana; se asesora con Balú; limitándose a ponerle música; con dedicación; con racioncitas de comida…». O a lo bestia: «sujetándole de las patas; echándole pulgas (tal vez atrapar esos insectos sea aún más difícil); obligándole a ponerse sobre dos patas (por ahí se empieza, desde luego); presentándole motivadoramente a una osa aficionada al baile; disfrazándose el instructor de osa; haciéndole corteses preguntas. Un alumno se permitió desvelar su pasado y su experiencia: «De la misma manera que enseñé a las jirafas y elefantes» -formarían una buena compañía de baile…-. Y un grupo de sensatos apuesta por los reflejos condicionados: premios o castigos. Todos los años me pregunto por qué nadie objeta si hay que enseñarle en una estación del año que no sea invierno, los meses en que esos animales dormitan tan pensativamente.

Tampoco encuentra muchos seguidores la interpretación cabal del microrrelato «Pescando». La relación es estrambótica. Piensan que el narrador es «El superviviente», o «Una de las personas que ha vivido la separación», «Un pescador», «El individuo que ha permanecido en la embarcación», «El amigo que se va», «Un mosquito», «El personaje que se está alejando», «Un pez» (escribe alguien que había tachado Un pájaro), «Una sardina», «Un padre», «Un adulto que recuerda su niñez o un niño que se ha hecho adulto» (lo mismo da que da lo mismo), «Una mujer», «La caña de pescar del pescador», «La barca de un pescador»… Tantas posibilidades no pueden darse, desde luego, para descubrir que este microrrelato del argentino Raúl Brasca lo narra el ojo del pescador picoteado, arrancado de su cuenca, por una gaviota hambrienta, como usted habrá percibido. Ese texto inolvidable sirve para ejemplificar técnicas narrativas y distinguir elementos de la ficción. Pero más adelante lo trataremos.

APRENDEMOS

No pretendo convencer a nadie. Ningún enamorado necesita conocer la definición del amor para notarlo rebullir por dentro. En ninguna autoescuela se enseña a usar el claxon y, no obstante, cualquiera sabe arrancar bocinazos airados para protestar a otro conductor que a punto ha estado de abalanzársele, o el mismo chófer, más pacífico, logra transformar en festivas melodías agudas de saludo la bocina de su coche. No se enseña pero se aprende.

Casi dos mil quinientos años atrás, a la izquierda del tiempo, Isócrates hacía ver a sus alumnos qué cuatro elementos consideraba imprescindibles para la educación filosófica y retórica: la physis, la paideía, la chreía y la empireía. Es decir: las disposiciones naturales, la formación transmitida, el entrenamiento personal y las experiencias. En esos cuatro largos puntos cardinales se apoya el aprendizaje de la escritura creativa, repito yo. Y claro que se puede aprender, como veremos más adelante, cuando tratemos de presentar los fundamentos de narratología y desentrañar la esencia de contar.

Aunque, de todos modos, confío en que si algo debe quedar nítido sea, como me sentenciaron unos días antes de dar mi primera clase, que la mejor forma de aprender es enseñar.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Ortega, Alfonso, Retórica. El arte de hablar en público. Historia. método y técnicas oratorias, Madrid, s.e., 1989, p. 34.
Anderson Imbert, Enrique, La prosa. Modalidades y usos, Barcelona, Ariel, 1998, pp. 177-185.
Barnes, Julian, entrevista en El Dominical, 27 de diciembre de 1998, p. 74.
Brasca, Raúl, «Pescando», en Las aguas madres, Buenos Aires, Sudamericana, 1994.
Cassanny, Daniel, Describir el escribir. Cómo se aprende a escribir, Madrid, Paidós, 1999, pp. 63-70 [La primera edición catalana tiene fecha de 1987].
Corrales, José Luis, Líneas de voz: prácticas de escritura creativa para jóvenes, Madrid, Akal, 2002.
Gardner, John, Para ser novelista. Prólogo de Raymond Carver. Traducción de Víctor Conill, Madrid, Fuentetaja, 2001, p. 15. [El original se publicó en 1983].
Connor, OFlannery, El negro artificial y otros escritos, Madrid, Encuentro, 2000, p. 284

Profesor Univ. Rey Juan Carlos.