Tiempo de lectura: 7 min.

 

El acercamiento de Paz a la situación internacional de su época no nació, sin embargo, de sus experiencias diplomáticas. No añadió nada nuevo a la profundidad de sus análisis el hecho de que fuera nombrado embajador de México en la India (1962-1968). Antes bien, este y otros destinos diplomáticos le sirvieron, desde la perspectiva de su inmutable universalidad, para reflexionar sobre las culturas del continente asiático, que tanto le habían interesado desde sus primeros viajes a tierras del Extremo Oriente a comienzos de la década de 1950. Es probablemente el aspecto menos difundido de un escritor empeñado en buscar un hilo conductor al laberinto de la historia y las culturas de México y América Latina.

Octavio Paz no era precisamente un meticuloso analista de la actividad política. Los detalles secundarios no le interesaban porque pretendía centrarse en esencias capaces de explicarlo todo. El núcleo de sus reflexiones trascendía el hecho político en sí mismo. Era un perfecto representante de lo que podríamos llamar metahistoria o metapolítica. Esto es algo que ciertos investigadores de las ciencias sociales, a la búsqueda perpetua de categorías empíricas, nunca podrán entender, pues se sale de los consabidos gráficos y tablas estadísticas. De ahí que en alguna ocasión, saliendo al paso de quienes quieren cuantificarlo todo, el escritor mexicano se atreviera a decir que en las facultades de ciencias políticas habría que estudiar las tragedias de Esquilo y Shakespeare. Por desgracia, esta ocurrente propuesta de Paz no está llamada a tener éxito, ni en su tiempo ni en el nuestro. Nos hemos olvidado del componente trágico de la política y hemos querido reemplazarlo por las ilusiones del marketing. En cualquier caso, el estudio de la actividad política no puede obviar el estudio de las ideas. En esto coincidían Octavio Paz e Isaiah Berlin: en el reconocimiento de la fuerza que tienen las ideas políticas. Esta fuerza ha demostrado ser más arrolladora en el caso de las ideologías, como los totalitarismos del siglo xx, elevada a la categoría de religión. También tiene una fuerza similar el mesianismo político-religioso. Paz vio un ejemplo de este último en la república islámica de Irán. En concreto, analizó la llegada al poder del ayatolá Jomeini en su ensayo La rebelión de los particularismos, publicado inicialmente como artículo de prensa e incluido con posterioridad en su libro Tiempo nublado, cuya primera edición es de 1983.

Octavio Paz certificaba en aquel ensayo, contra lo que creía el marxismo dominante en la intelectualidad de Occidente y en vastas áreas geográficas del planeta, el retorno de creencias, ideas y movimientos que se suponía desaparecidos de la superficie histórica. Lo escribió en momentos en que no había finalizado el siglo xx, y ni siquiera la guerra fría. Nuestro autor consideraba desde hace tiempo petrificadas a las revoluciones marxistas, en su versión soviética o de socialismo de países subdesarrollados. Sus ideales originarios habían desembocado en estructuras opresivas y burocratizadas. Esta denuncia, procedente de un desengañado del comunismo, había causado grandes sinsabores a Octavio Paz entre los intelectuales latinoamericanos, que en la década de 1980 todavía querían creer en los logros y esperanzas de las revoluciones cubana y nicaragüense. Paz se empeñaba en remar contra la corriente al afirmar que el concepto de revolución carecía a aquellas alturas de sentido. Lo que estaba desencadenándose en el mundo eran más revueltas que revoluciones. El ejemplo de Irán le parecía manifiesto. Consideraba las revueltas no solo como disturbios o mudanzas violentas de una situación. Antes bien, significaban un cambio marcado por un regreso a los orígenes. Tras leer este ensayo de Paz, llegamos a la conclusión de que carece de trascendencia la pregunta planteada en aquella conocida anécdota de Luis XVI al enterarse de la toma de la Bastilla. El rey pregunta al duque de La Rochefoucauld-Liancourt si aquello es una revuelta y recibe la réplica de que se trata de una revolución. La terminología no puede ocultar la realidad de un cambio. La revolución buscaba el advenimiento de un mundo nuevo. En cambio, la revuelta persigue la restauración de un pasado glorioso, por no decir mitificado. La revuelta es, ante todo, patrimonio de los nacionalismos, los particularismos a los que se refiere Paz en su ensayo. Un revolucionario marxista los englobaría, sin duda, en el cajón de sastre del término «contrarrevolución». El escritor mexicano le corregiría alegando que no estamos ante un mero retorno a un orden antiguo sino que se trata de un cambio original porque intenta regresar a los orígenes de una cultura o civilización. Un conocido analista internacional, Zbigniew Brzezinski, se ha referido al despertar político global como característico de nuestra época, un tiempo de particularismos, nacionalismos e individualismos colectivos. Vivimos en una era de resurrecciones y renacimientos. Por tanto, los analistas del presente deberían tener muy en cuenta la Historia. El pasado no se repite de la misma forma, aunque el presente es siempre hijo de ese pasado. De ahí la necesidad de conocer la metahistoria a la que tanto se refería Octavio Paz.

Si no se valora lo suficiente el pasado, no es extraño que algunos expertos queden desconcertados ante el vértigo de los acontecimientos. En el caso de Irán, Paz no se asombró de la caída del Sha Mohammed Reza Pahlevi. Había sucumbido ante el empuje de la fe chií, «una religión de combatientes y de mártires». Nuestro autor se limitaba a constatar que la occidentalización forzosa del Sha, desencadenada tras la «revolución blanca» de 1963, tenía que hacer escasa mella en una teocracia militante anclada en la metahistoria. Podemos añadir que el Sha también hizo uso de la metahistoria. Un mal uso sin base en la realidad. Así fueron los fastos organizados por el régimen, en Persépolis en 1971, para conmemorar los 2.500 años del imperio persa aqueménida. No valoró el soberano iraní la posibilidad de que el chiismo pasara, según Octavio Paz, de ser una creencia pasiva de la mayoría a tener un papel activo en la vida política de Irán. El Sha fue una víctima de su creencia ingenua en el progreso material como culminación de toda felicidad terrestre. No tuvo en cuenta la auténtica metahistoria de su país.

No menos ingenuos fueron sus aliados americanos, los mismos que le ayudaron a recuperar el trono en 1953 tras el derrocamiento del primer ministro, Mossadegh, el político de la nacionalización del petróleo. De hecho, Kermit Roosevelt, encargado de coordinar las operaciones de la cia en el país asiático, pensaba que el poder del clero chií se desvanecería progresivamente con el proceso de modernización de Irán. Esa creencia equivocada alentó a Washington a implicarse peligrosamente en la política interna iraní, con el resultado de que la caída del régimen en febrero de 1979 conllevó también la de la influencia de ee.uu. El efecto siguiente sería una encarnizada enemistad, acentuada por la toma de rehenes de la embajada americana en noviembre del mismo año, que se ha prolongado durante más de tres décadas. Cuando se desdeñan las peculiaridades históricas o culturales, se cometen graves errores tácticos. Es, sin duda, otro ejemplo de la falta de prudencia de la política exterior americana, a la que se refería habitualmente Paz al abordar las relaciones de ee.uu. con América Latina.

Washington se hizo cómplice de la desmesura del Sha, descrita en uno de sus mejores libros por el periodista Ryszard Kapuscinski, un autor que compartía el universalismo de Octavio Paz. Ambos autores, maestros de la fusión entre la literatura y el periodismo, habrían sido capaces de describir el estupor del emperador iraní ante el rechazo de su pueblo. Según Kapuscinski, no debería extrañarse en un tiempo en que los pueblos reclaman derechos, y no gracias.

Octavio Paz resaltó que los acontecimientos que llevaron a la caída del Sha no desembocaron en una revolución liberal o marxista. No existía un determinismo histórico, como creían algunos, que llevara necesariamente a ello. Por el contrario, dos de los principales adversarios del régimen se vieron sorprendidos por el rapto de la revolución por el clero chií. Se trataba de una clase media ilustrada, favorecida paradójicamente por las medidas reformadoras del régimen, y de un partido comunista, el Tudeh, organizado férreamente desde la clandestinidad. Ninguno de los dos triunfaría. Paz describe los hechos de un modo muy sencillo: «Los partidarios de Jomeini están unidos por una ideología tradicional, simple y poderosa, que se ha identificado con la nación misma». Liberales y marxistas, persuadidos de la fuerza de sus ideologías occidentales modernizadoras, no percibieron el empuje de la poderosa combinación del nacionalismo y la religión.

Sin embargo, siempre ha habido intelectuales que han querido engañarse a sí mismos. Uno de ellos era Michel Foucault, buque insignia de la posmodernidad, en el que se fundieron el psicoanálisis y el marxismo. El filósofo que intentó convencernos de las afinidades entre la prisión y la escuela, tomó partido a favor del ayatolá Jomeini y sentenció que el clérigo chií había introducido la dimensión espiritual en la política. (« ¿Con qué sueñan los iraníes?», Le Nouvel Observateur, 16-22 de octubre de 1978). Foucault santificaba todo lo que oliese a transgresión. Daba por buenas todas las diatribas de los clérigos iraníes contra ee.uu, el Sha, Occidente y su materialismo. La república islámica de Irán era un ejemplo a seguir porque los occidentales se habían olvidado desde el Renacimiento de la espiritualidad política.

Por contraste, la metahistoria de Octavio Paz es una mejor guía que las ocurrencias de Foucault para comprender el régimen islamista iraní. El escritor mexicano tiene muy claro que para el chiismo religión, política y guerra son «una sola y misma cosa». En cambio, los «iranólogos», como en otro tiempo los sovietólogos, continúan moviéndose en el terreno resbaladizo de la búsqueda de una interpretación convincente de los acontecimientos. Muy probablemente Octavio Paz estaría de acuerdo con George Weigel en su invitación a los analistas políticos a estudiar la teología del islam, y en particular del chiismo. El problema es que algunos se mueven en el corredor estrecho del racionalismo, pues en el fondo no han superado dogmas como los del sociólogo Peter Bergar en 1968. Este aseguraba entonces que las religiones quedarían reducidas en el siglo xxi al papel de sectas minoritarias. Toda incomprensión no deja de ser, en el fondo, un problema de lenguaje. En La rebelión de los particularismos, Paz subrayó que el principal problema de la relación entre ee.uu. y el régimen islamista iraní era la incapacidad de entender cada uno el lenguaje del otro. Con todo, en la percepción de cada uno de los gobiernos, el autor mexicano descubrió cierta simetría. Lo que para uno era «irracionalidad y delirio», para otro era «posesión demoníaca». Acaso Paz estaba abogando por utilizar el método de trabajo de un filósofo liberal al que admiraba, Isaiah Berlin. Consiste en viajar a las fuentes de donde proceden las ideas, lo que implica un permanente esfuerzo de comprensión del adversario ideológico. Esto evita tropezar en ciertos errores como el exceso de confianza en que las ideas de la Ilustración se impondrían por sí mismas, algo denunciado tanto por Paz como Berlin. No se impusieron en la época de la caída del Sha ni tampoco en las sucesivas revueltas de la Primavera Árabe. En otro de sus ensayos, Mutaciones, incluido en Tiempo nublado, Paz sentencia: «La pretendida universalidad de los sistemas elaborados en Occidente durante el siglo xix se ha roto».

La metahistoria, que impregna los análisis de Octavio Paz, es una llamada a descubrir la sabiduría olvidada por las democracias modernas: la dimensión trágica del hombre. Decía el escritor que el hombre que cree en el dominio que la técnica le da sobre el mundo no está dispuesto a leer a los trágicos griegos. Estos eran poetas, al igual que Paz, y sabían mucho de la hubris, la arrogancia fatal, que afecta a los gobernantes. La hubris no está ausente de los ultranacionalismos multiplicados de uno a otro extremo del planeta, con un rabioso afán de independencia y autoafirmación capaz de llevarse por delante las libertades. Todo un contraste con el pensamiento de Paz, en el que el nacionalismo y la universalidad no son términos opuestos sino vasos comunicantes.

Analista de política internacional, escritor y profesor de política comparada.