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El 31 de marzo se ha cumplido el centenario de Octavio Paz, premio Cervantes en 1981 y Nobel de Literatura en 1990. Convencionalmente, pues, uno de los principales escritores de lengua española de la segunda mitad del siglo xx en que también recibieron el Nobel Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Vicente Aleixandre, Gabriel García Márquez, Camilo José Cela y Mario Vargas Llosa. Todos ellos, aunque no solo ellos, son grandes escritores, poetas o novelistas.

Se me antoja que Octavio Paz fue sobre todo crítico literario. En la nómina transcrita hay quienes han escrito libros memorables de teoría literaria (Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y, fuera de la lista, Borges), pero en nadie como en él esa condición es tan significativa.

Al decir crítica literaria, quiero decir teoría de la literatura, poética, reflexión sobre el ser humano, el arte y el lenguaje. Lo principal no es que se refiera a tal o cual texto, o a tal o cual manifestación, sino a la clave que explica tal o cual manifestación, tal o cual texto, y hasta toda manifestación y todo texto en cuanto la relación del ser humano y el lenguaje pertenece al orden de lo universal. Esa preocupación está enraizada en la cultura grecolatina, era también la del intelectual mexicano Alfonso Reyes al que Paz tuvo por maestro. Y se le conoce.

Paz es uno más de los que encarna el trayecto del intelectual del siglo xx, hijo de madre católica, joven marxista cuya biográficamente poco significativa participación en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, creada en Madrid en 1936 contra la sublevación del general Franco, tanto ha dado que hablar, maduro liberal, fundador de las revistas Plural y Vuelta que consagrarían públicamente el giro liberal que referimos.

Octavio Paz se desligó de su compromiso con la España republicana al ver la brutal represión que se llevaba a cabo contra los militantes del Partido Obrero de la Unificación Marxista de Cataluña, entre los que contaba con amigos. Descreyó del marxismo por razones prácticas y teóricas, por el estalinismo y porque encontró una contradicción en los términos, advertida por muchos intelectuales lúcidos.

Su posición al respecto se podría condensar en el resumen que Tzvetan Todorov hacía en el Congreso de Semiótica de Madrid en 1983:

«En los países comunistas se llega incluso a la proeza que consiste en la determinación recíproca de la ciencia y de la moral: la ciencia es buena porque la doctrina que le proporciona sus conceptos y sus preceptos es justa; pero dicha doctrina es a su vez buena porque es científica. Para superar esta aparente antinomia, se puede afirmar que la relación mantenida por las ciencias humanas con la ética o, en otro nivel, de los hechos con los valores, es a la vez necesaria y extrínseca».

Seguramente tiene que ver con esta concepción el que Octavio Paz renunciara a su cargo de embajador de su país en Delhi a causa de la masacre de la plaza de Tlatelolco (México, D.F.) que tuvo lugar el 2 de octubre de 1968. Paz denunció además perseverantemente la violación de los derechos humanos en los países comunistas, lo que al final le acarreó las críticas de la izquierda latinoamericana y de ciertos cenáculos universitarios donde había sido por décadas indiscutida referencia. Nada que ver con Sartre.

Poesía y poema

Para delinear el modelo de Octavio Paz como poeta, como escritor comprometido según una concepción muy siglo xx, podemos bucear en su obra El arco y la lira, especialmente ilustrativa al respecto. Este libro trae sus orígenes de 1942, en que José Bergamín invita a Octavio Paz a escribir algo con motivo del cuarto centenario de san Juan de la Cruz, se publica en 1956 y conoce una nueva edición, firmada en Delhi en 1967, en donde añade el capítulo «Los signos en rotación», que demuestra cómo acoge nuestro autor la sensata dialéctica entre lo permanente y lo histórico, que es tan propia del ser humano. Raíces, pues, en la primera mitad del siglo xxy sustentación en las proximidades del mayo francés, fecha simbólica, donde las haya, para nuestra historia reciente de la cultura.

«Poesía» no es solo el género que por lo común hoy denominamos así, el discurso metrificado y, por lo general, lírico. De la poesía de la que habla el poeta Octavio Paz es más bien lo que en los siglos xix y xx hemos llamado «literatura», la creación hecha con palabras, que, como recuerda, citando a Aristóteles, no tiene necesariamente que ver con el metro: «Nada hay de común, excepto la métrica, entre Homero y Empédocles; y por esto con justicia se llama poeta al primero y fisiólogo al segundo».

«La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar el mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía re-vela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia, sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo».

Una experiencia cósmica de la poesía como la que se acaba de describir, de un lado, hace imposible la retórica; de otro, conecta al poeta, al ser humano con las aspiraciones más íntimas e inefables. El poema, como concreción de la poesía, deberá echar mano de unas reglas de estilo, pero las reglas de estilo no lo explican: son las mismas, como ya enseñaba el maestro Jakobson para un poema místico que para un eslogan publicitario. Una experiencia así conecta el poema con la persona y con la sociedad, pero ni siquiera avala una psicocrítica o una sociocrítica en cuanto que estas disciplinas lo someten a una malla analítica, igualmente reglada.

¿Qué es la poesía? ¿Qué es el poeta? ¿Qué es el poema? Las preguntas fundamentales de la poética quedan sin respuesta. Acaso reclamen la seguridad de una instancia superior que enlaza en el Unum, el pulchrum, el verum y el bonum. Por el momento, la metafísica es la gran ausente y si intuitivamente parece que se cuela por todas las rendijas de la imponente enumeración, a veces nada hace pensar que esté presente en rincón alguno, ni siquiera como nostalgia: «El poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!».

El poeta que surge de aquí no es sino consecuencia del trato desnudo con el poema. Veamos.

La otra orilla 

La poética de Octavio Paz se asienta en la «extrañeza» como principio (diré yo) metafísico: el poema es fruto del asombro ante una realidad cotidiana que de pronto se re-vela como lo nunca visto. Trae a colación la obra El condenado por desconfiado de Tirso de Molina. El asceta Paulo se sueña muerto y en sueños conoce la revelación de que irá al infierno. Tras despertar, el demonio en forma de ángel le ordena ir a Nápoles. Allí encontrará la solución a sus cavilaciones en la figura de Enrico, el hombre peor del mundo, pero con dos virtudes, el Amor y la Fe. Paulo se decide a imitar a Enrico en su conducta criminal. Al final de la obra, Enrico se arrepiente y se salva. Paulo se despeña en el infierno. En el contexto del debate teológico sobre la Predestinación, Paulo se pierde porque está centrado en sí mismo. Enrico se salva porque ha sido capaz de entregarse al mundo de la Gracia. Más allá de la disputa teológica de época, Paz ve aquí la ilustración de la posibilidad instantánea de la revelación, del cambio fulminante.

Todavía aducirá otro ejemplo del mismo contexto, El esclavo del demonio de Mira de Amescua. Al comienzo del drama, el predicador D. Gil sorprende al galán en el momento en que escala el balcón de Lisarda, su amada. El fraile lo convence de que desista de su deshonesto intento. Y el galán se va. Pero cuando esto ha ocurrido, un sentimiento de orgullo por su buena acción embarga al sacerdote y de la soberbia pasa a la lujuria. Y desde ahí se despeña: robo, asesinato, parricidio. Paz considera ambos casos como «saltos», «actos que nos arrancan de este mundo y nos hacen penetrar en otra orilla sin que sepamos a ciencia cierta si somos nosotros o lo sobrenatural quien nos lanza».

Como experiencia, el poema se inserta en la experiencia de lo sagrado y la semejanza entre el amor y la experiencia de lo sagrado son algo más que coincidencias. «Se trata de actos que brotan de la misma fuente. En distintos niveles de la existencia se da el salto y se pretende llegar a la otra orilla. La comunión, por citar un ejemplo muy socorrido, opera como un cambio de la naturaleza del creyente. El manjar sagrado nos transmuta. Y ese ser «otros» no es sino recobrar nuestra naturaleza o condición original».

Se sitúa al borde mismo de la experiencia mística y transita por el camino que une Poesía y Religión. «Así, pues, lo sagrado no es sino la expresión de una disposición divinizante, innata en el hombre. Estamos, pues, en presencia de una suerte de «instinto religioso», que tiende a tener conciencia de sí y de sus objetos «gracias al desarrollo del oscuro contenido de esa idea a priori de la que el mismo ha surgido». El contenido de las representaciones de esa disposición es irracional, como el a priori mismo en que se asienta, porque no puede ser reducido a razones ni a conceptos […]. El objeto numinoso es lo radicalmente extraño a nosotros, precisamente por inasible para la razón humana. Cuando queremos expresarlo, no tenemos más remedio que acudir a imágenes y paradojas».

Octavio Paz dice una profunda experiencia del Misterio, pero los autores que invoca son, más o menos, los de la Modernidad a la que él pertenece; Lévy-Bruhl, S. Freud,

G. Jung, Lévi-Strauss, Toynbee, Piaget, Ortega… Estamos ante una poética mística, que tal vez se sitúe en las coordenadas culturales que comentaba T. S. Eliot el siglo pasado: cuando determinados seres humanos pierden la fe tienden a sustituirla por la poesía, aunque antes o después se tengan que dar cuenta de que la poesía no vale como sustituta.

¿Qué pasa con la novela?

La novela es el género por antonomasia del siglo xx. El volumen de producción de novelas es infinitamente superior al de libros de poemas u obras dramáticas. Es indispensable prestarle atención. Por otra parte, la novela es el género de la Modernidad. Y la Edad Moderna, recuerda Paz, pone el fundamento del ser humano en la propia conciencia. Es verdad que en el marxismo, la conciencia es fruto de una alienación de lo real, pero Marx hace de la historia una larga marcha a cuyo fin el hombre alcanzará «el reino de la libertad en el reino de la necesidad», según la conocida frase de Engels, o sea, será dueño de sí mismo, de su propia conciencia.

Esta revolución de la Modernidad se ve envuelta en una contradicción insuperable. Toda revolución es la consagración de un sacrilegio, que se convierte en un nuevo principio sagrado, pero la revolución de la Modernidad es impotente para consagrar los principios en que se funda, se produce un vacío que se llama «espíritu laico» o «neutralidad». Nadie tiene fe, pero todos se hacen ilusiones, ocurriendo lo que señalaba Chesterton: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios, no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo».

«Sin épica no hay sociedad posible, porque no existe sociedad sin héroes en que reconocerse. Jacob Burckhardt fue uno de los primeros en advertir que la épica de la sociedad moderna es la novela. Pero se detuvo en esta afirmación y no penetró en la contradicción que encierra llamar épica a un género ambiguo, en el que caben desde la confesión y la autobiografía hasta el ensayo filosófico […]. El novelista no demuestra ni cuenta: recrea un mundo». La novela es ambigua porque es la poesía épica de una sociedad basada en el análisis y la razón, o sea, en la prosa.

Entre los ejemplos que Octavio Paz propone de la novela como género de la modernidad, destaca El Quijote al que otorga una significación muy parecida a la que vislumbra

G. Lukács en su Teoría de la novela. «La duda del héroe novelesco sobre sí mismo también se proyecta sobre la realidad que lo sustenta. ¿Son molinos o son gigantes lo que ven don Quijote y Sancho? Ninguna de las dos posibilidades es la verdadera, parece decirnos Cervantes: son gigantes y son molinos. El realismo de la novela es una crítica de la realidad y hasta una sospecha de que sea tan irreal como los sueños y las fantasías de don Quijote».

La ironía —dirá Lukács— es el valor más alto de los posibles en un mundo sin Dios. Cervantes (y don Quijote) es un creyente católico y tridentino, pero el género que El Quijote funda es el de una épica sin fundamento: «Una épica que se vuelve contra sí misma y que se niega de una manera triple: como lenguaje poético mordido por la prosa; como creación de héroes y mundos, a los que el humor y el análisis vuelven ambiguos; y como canto, pues aquello que su palabra tiende a consagrar y exaltar se convierte en objeto de análisis y a fin de cuentas en condena sin apelación».

Cree Octavio Paz que la crisis de la Modernidad —que es la crisis de los principios de nuestro mundo— tendería a manifestarse en la novela del siglo xx como regreso al poema (Joyce, Proust, Kafka, como ejemplos). Me parece que, a principio del siglo xxi, podemos decir que la historia no le ha dado la razón. La larga historia de la Modernidad, incompatible, como dice Paz, con el poema (en el sentido estricto del término) no ha experimentado ningún giro, sino que se ha despeñado en Posmodernidad, en el nihilismo, donde la literatura (el poema, no el best-seller) no encuentra, estrictamente hablando, lugar, por más que el mundo de las nuevas tecnologías llame ciberliteratura a un ciberjuego y experimente con la ciberpoesía las posibilidades aleatorias de una combinatoria infinita. No niego (al revés, afirmo) que sigan apareciendo poemas (poesía y prosa), pero como manifestaciones anacrónicas de un inmediato ayer.

Los signos de la rotación

En 1965 Octavio Paz publica en la revista Sur un artículo titulado «Los signos en rotación» que insertaría como último capítulo de su edición de El arco y la lira de 1967. Aparecen aquí los dos imposibles de la poesía, contemplados en la concreción histórica del siglo xx.

Un poema no debería significar, sino ser, pero se trata de un deseo imposible. El poeta querría implicar el mensaje en un código único y distinto, de manera que no pudiera ser mal interpretado, pero si el poema es verdaderamente código (verdaderamente lenguaje), estará sometido a la indeterminación de toda comunicación humana: nada es absolutamente igual en cada interlocutor y en cada momento histórico. En cambio, si el mensaje no pertenece a ningún código compartido, será incomunicable, ininteligible, no existirá como poema (acaso, como música). La poesía de vanguardia ha ofrecido múltiples testimonios en el siglo xx de este imposible.

Por otra parte, la pretensión de convertir la sociedad en comunidad y el poema en poesía práctica se ha revelado como absolutamente quimérica. Octavio Paz certifica ampliamente el fracaso de las previsiones revolucionarias. «No tengo más remedio que repetir, sin ninguna alegría, algunos hechos conocidos por todos: la ausencia de revoluciones en los países que Marx llamaba civilizados y que hoy se llaman industriales o desarrollados; la existencia de regímenes revolucionarios que han abolido la propiedad privada de los medios de producción sin abolir por tanto la explotación del hombre ni las diferencias de clase, jerarquía o función; la sustitución casi total del antagonismo clásico entre proletarios y burgueses, capital y trabajo, por una doble y feroz contradicción: la oposición entre países ricos y pobres y las querellas entre Estados y grupos de Estados que se unen o separan, se alían o combaten movidos por las necesidades de la hora, la geografía y el interés nacional, independientemente de sus sistemas sociales y de las filosofías que dicen profesar. Una descripción de la superficie de la sociedad contemporánea debería comprender otros rasgos no menos turbadores: el agresivo renacimiento de los particularismo raciales, religiosos y lingüísticos al mismo tiempo que la dócil adopción de formas de pensamiento y conducta erigidas en canon universal por la propaganda comercial y política; la elevación del nivel de vida y la degradación del nivel de vida; la soberanía del objeto y la deshumanización de aquellos que lo producen y lo usan; el predominio del colectivismo y la evaporación de la noción de prójimo. Los medios se han vuelto fines: la política económica en lugar de la economía política; la educación sexual y no el conocimiento por el erotismo; la perfección del sistema de comunicaciones y la anulación de los interlocutores; el triunfo del signo sobre el significado en las artes y, ahora, de la cosa sobre la imagen…».

Visto lo visto, ¿qué conclusión debemos extraer? En su famoso poema Hermandad, Octavio Paz había escrito: Soy hombre, duro poco / y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: / las estrellas me escriben. / Sin entender comprendo: / también soy escritura / y en este mismo instante / alguien me deletrea. ¿Estaba el poeta «de vuelta»? Cuando se le ha preguntado por la convicción que sustenta este poema, apenas ha ofrecido más que una interrogación. Paz no volvió al catolicismo de su madre ni se hizo ateo: nos cuenta que un gran poeta francés le dijo: «el ateísmo es un acto de fe». Octavio Paz, sensato, crítico (y autocrítico) no deja nunca, en realidad de transitar por una perplejidad que da mucho que pensar. Es un gran testigo del siglo xx. Nada menos y nada más.

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Universidad y Profesor de Investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid).