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Es imposible ser hombre y no inclinarse; un hombre
así no podría soportarse a sí mismo, ni un hombre así
ni ningún hombre. Si rechaza a Dios se inclina ante
un ídolo, de madera, de oro o de metal.
Dostoyevsky, El adolescente

A lo largo de estas páginas1 nos proponemos ofrecer al lector una reflexión sobre la novela como sistema expresivo propio de la modernidad. De una manera más concreta diremos que nuestra interpretación concentra su atención en la concepción del hombre que se manifiesta 3 través de este género literario. Obviamente no queremos sugerir la idea de que, en conjunto, toda la novela escrita desde Cervantes repose en una concepción antropológica monolítica, pero sí que comunica una temática acerca de una antropología que lleva a sus espaldas la crisis del orden clásico y del orden medieval. En este sentido, y más concretamente, diremos que la nóvela habla de las peripecias del hombre que se comprende a sí mismo como sujeto.

A diferencia de la antropología o antropologías clásico-griegas, en las que la autocomprensión del hombre no se puede desvincular del orden político y, por lo tanto, tampoco del orden ético y del o otológico (el hombre es un «animal cívico» o un «animal con logos»); a diferencia también de la antropología dominante en la tradición judeocrfetiana en la que el hombre no se puede concebir de manera autónoma, es decir, al margen de Dios (precisamente porque el hombre es una realidad creada, es una imago Dei), el grueso fundamental de la antropología moderna destaca la centralidad dei carácter subjetivo del hombre, esto es, de su individualidad y de su libertad. Esto explica la importancia extraordinaria que adquiere la psicología a partir del siglo XVII. El hombre se entiende como sujeto, el sujeto como sustancia y ésta como lo que no necesita de nada para existir. En este sentido, textos fundacionales para la modernidad como el Discurso del método y las Meditaciones metafísicas de Descartes suponen para nosotros, en este contexto, una referencia de enorme importancia.

Ciertamente, hemos formulado esta cadena de conceptos de una manera muy abstracta, pero las novelas que nos proponemos tomar en consideración en estas páginas expresan una manera de trasladar esta estructura abstracta a un orden descriptivo mucho más concreto, contextualizado y matizado.

El carácter esquemático de lo que vamos a decir nos obliga a avanzar sin precisar tanto como querríamos las tensiones que históricamente se han producido en la configuración de las diferentes antropologías modernas. Nos limitaremos a destacar aquí que el carácter subjetivo del hombre moderno supone una noción de libertad que actúa como categoría central a la hora de ordenar la autoconciencia del hombre. Que el hombre moderno se concibe a sí mismo como un sujeto libre, quiere decir también que recae sobre él la responsabilidad de ordenar significativamente los ejes fundamentales de su existencia y de su mundo; es decir, de dar autónomamente un sentido a su vida y a la realidad que le circunda.

La novela moderna nos muestra justamente la tensión constitutiva que supone para el sujeto encontrarse frente a esta responsabilidad. Y muy a menudo nos muestra también cómo sucumbe en el intento de dar una dirección ordenada a los impulsos más importantes de su existencia. La emergencia de la subjetividad como categoría central de la antropología irá de la mano de una desestructuración simbólica del orden coherente de la realidad.

A la luz de unas pocas obras literarias de gran calidad consideraremos de forma crítica algunas de las categorías fundamentales de la autocomprensión del sujeto moderno -esto es, la libertad, la autonomía, la afirmación de la propia voluntad y espontaneidad, etcétera-.

Nos fijaremos principalmente (aunque no exclusivamente) en las siguientes obras: Don Quijote de la Mancha de Cervantes, Le Rouge et le Noir de Stendhal, Madame Bovary de Flaubert y Memorias del subsuelo de Dostoyevski2. Estas obras nos pueden ayudar a clarificar los mecanismos que, en última instancia, intervienen en la configuración y determinación de la voluntad del sujeto libre y, a la vez, nos permitirán comprender de qué manera la afirmación de la soberanía de este sujeto que dice haberse liberado de las tutelas de las épocas premodernas es más problemática de lo que en principio podría parecer.

La gran novela detecta contradicciones francamente importantes en el perfil de esta nueva antropología que se encuentra en la base de un conjunto de concepciones políticas, pedagógicas, filosóficas, estéticas, etc. En este sentido tendremos ocasión de comprobar que cuanto más afirma el sujeto la autonomía de su personalidad, más víctima es de un conjunto nada menospreciable de ilusiones metafísicas que, muy a menudo, le conducen a la ruina más completa. Cuanto más la subjetividad afirma la propia libertad más tiende a sentirse excluida del lugar donde debería encontrarse, más víctima es del desconcierto que supone creer que su centro de gravedad se encuentra lejos de ella y de su entorno inmediato. Por esta razón el sujeto de la novela raramente escapa a la melancolía, al sentimiento de quedar excluido de lo que le permitiría llevar una vida feliz, del sentimiento de estar llamado a llevar a cabo en solitario algo para lo cual no tiene la fuerza suficiente.

DON QUIJOTE

Lo que resulta decisivo del modelo humano que tematiza Cervantes es que, a diferencia.de una concepción subjetiva (substantiva) del yo, 1afigura del Quijote resulta ininteligible sin la presencia de otro que actúa como autoridad, como auténtica medida de la realidad y de toda virtud, como criterio de determinación del sentido y del valor del objeto. En el caso del hidalgo de la Mancha el otro es el caballero andante descrito por autores como Amadís de Gaula en las innumerables obras que el señor Alonso Quijano leía antes de salir a campo abierto en búsqueda de aventuras.

Hemos dicho ya que una de las características principales de la modernidad se concreta en el hecho de que el hombre se comprende a sí mismo como sujeto. Esta autocomprensión se combina con una transformación paralela: la de la realidad del mundo que se establece como una realidad objetiva. No hay objeto sin sujeto, ni sujeto sin objeto. Uno y otro son correlativos. De esta manera la pintura que la gran novela hará del mundo se convertirá en un gran espejo amplificador de los conflictos que ocupan el alma del sujeto. Es a raíz de esto que, en el contexto de la novela de Cervantes, el mundo que se abre al sujeto tampoco puede entenderse sin la presencia activa del otro. Este otro .-el mediador, en el lenguaje de René Girard3– es un modelo que tiene la fuerza capaz de transformar la percepción de la realidad en un juego de sugestiones, en las cuales se expresa la dependencia del sujeto respecto del modelo que imita, así como su insuficiencia ontológica. El mundo, de esta manera, se convierte en un escenario de un sistema complejo de sugestiones que incitan de forma sistemática a comportarse miméticamente. Los paisajes de Castilla son vistos como campos de batalla, los molinos de viento como gigantes, los ganados como ejércitos de caballeros, las posadas se convierten en castillos, las campesinas en damas de una corte imaginaria, etc.

Cervantes tematiza una primera versión de lo que se convertirá casi en una constante en la narración novelesca de la subjetividad moderna. Podríamos resumir esta constante con la fórmula yo quiero ser (como) tú, es decir, yo no quiero ser yo o, dicho con palabras del propio Stendhal: «¿Por qué soy como soy?»4. El Quijote quiere ser como un caballero que en realidad no existe en ninguna parte, al menos de una manera tangible. Cuando decimos que quiere ser como uno de los caballeros tejidos con los hilos de la imaginación novelesca de los Amadís de Gaula, estamos diciendo también que no quiere ser lo que en realidad él es. Apreciamos en él, pues, un auténtico afán de trascendencia de los propios límites. Esta voluntad de trascender los límites de la propia finitud pone de relieve el sentimiento de una insuficiencia ontológica con la cual el hombre moderno vivirá su subjetividad. Esto nos puede ofrecer una cierta orientación a la hora de comprender la in-quietud constitutiva del hombre moderno, sin la que sería imposible hablar de novela. El argumento de fondo de las obras a las que nos referimos en estas páginas será en buena medida la crónica de esta inquietud propia de la finitud subjetiva.

Lo que resulta auténticamente crucial del tema que nos ocupa es precisamente la naturaleza ontológica del modelo que el sujeto -en el primer caso que citamos: el Quijote- se propone imitar. ¿Quién es este modelo que moviliza toda el alma del señor Quijano? Y en general, ¿quién es el modelo a imitar a los ojos del sujeto? ¿Quién es este modelo que veremos presentado de diferentes formas a lo largo de la historia de la novela?

Para poder elaborar un principio de respuesta a estas preguntas tendríamos que distinguir una doble dimensión:

a) El hecho de que el sujeto perciba, en aquellos que imita, algo moralmente e incluso ontologicamente superior -a pesar de que el lector de la novela pueda fácilmente reconocer (en el caso del Quijote de una manera especialmente clara) la completa gratuidad de los modelos que seducen al protagonista-. La mayoría de los problemas con que chocará el sujeto se derivarán precisamente del hecho de que conciba como sistemáticamente superior aquello (o aquel) que en realidad no es superior. En la base de la ruina del personaje que entra en esta dinámica hay, en definitiva, un error fundamental de discernimiento o una confusión de orden ontológico que consiste en percibir al finito como infinito. El sujeto, víctima del espejismo de un modelo que idolatra, se precipitará por la pendiente de una sugestión destructiva.

Las novelas nos sugieren una y otra vez cómo el sujeto se inclina ante este modelo divinizado, y aún algo más: que cuanto más este sujeto considera necesario quitarse de encima la tutela de un Dios que condiciona la libertad y la soberanía de su subjetividad, más crea, muy a menudo sin darse cuenta, las condiciones para acabar divinizando a otro hombre. Estos movimientos, como ya hemos sugerido, dependen en buena medida de la tensión con que el sujeto vive su propia finitud ontológica y del deseo obstinado y peligroso de trascenderla.

b) Una determinada autopercepción del sujeto. El valor ontológico que se transfiere al mediador es proporcional a la incomodidad con que el sujeto vive esta finitud propia. Para ser más explícitos: el deseo de trascendencia que el sujeto proyecta hacia un modelo que percibe como superior guarda una proporción con el desprecio para lo que él percibe como inferior. De hecho nos movemos dentro de la matriz ontológica platónica, sólo que en el ámbito de una determinada recepción antropológica: el que imita es siempre el inferior. El sujeto, abandonado a sus posibilidades autónomas de simbolización, tiende a generar consciente o inconscientemente una percepción jerárquicamente ordenada de la realidad. El deseo de trascendencia supone una fuerza determinante de ordenación de la realidad. En el caso del Quijote, por ejemplo, la fascinación por el caballero andante será sólo una de las caras de la moneda; la otra resultará el desprecio por todo lo que considera inferior, inmundo y que no está llamado a participar de la noble realidad caballeresca. La grandeza del ídolo va ligada a la pequeñez del prójimo:

«Por el Dios que me sustenta -dijo Don Quijote-, que si no fueras mi sobrina derechamente, como hija de mi misma hermana, que había de hacer un tal castigo en ti, por la blasfemia que has dicho, que sonara por todo el mundo. ¿Cómo que es posible que una rapaza que apenas sabe menear doce palillos de randas se atreva a poner lengua y a censurar las historias de los caballeros andantes? ¿Qué dijera el señor Amadis si lo tal oyera?»5.

MADAME BOVARY

En la novela de Flaubert encontramos un estadio diferente de la relación mimética entre la protagonista y el modelo idolatrado, aunque con paralelismos muy considerables con el Quijote. Madame Bovary muestra una mayor intensificación del carácter inconsciente de la mediación. Esto tiene un conjunto de consecuencias que el autor sabe recoger de una manera extraordinariamente ordenada, por ejemplo el incremento del autoodio, la incapacidad creciente de aceptar el estatuto ontológico de la propia finitud, así como la extrema dureza con que se muestra el desprecio respecto de las otras personas que la frecuentan, por ejemplo respecto a su marido.

Como en el caso de la novela de Cervantes, también aquí el personaje principal es incomprensible sin la presencia sistemática de un otro que mediatiza su existencia. La historia de Emma Bovary es la de una mujer gradualmente obsesionada por convertirse en lo que no es, es decir, la historia de una mujer dominada por un deseo cada vez más intenso de trascender su propia realidad: Pero este deseo de trascendencia se proyecta en una dirección claramente perversa, porque se mostrará no como un esfuerzo de llevar la propia realidad a una plenitud ontológica, sino como negación destructiva de la propia existencia6.

Tanto el Quijote como Emma Bovary ofrecen el perfil de un ser humano que se siente exiliado del lugar que le corresponde y que, por tanto, se lanza a la búsqueda de una patria.

Emma es también una lectora apasionada de libros. Esta circunstancia tiene una gran importancia simbólica, que aquí nos limitaremos sólo a mencionar. No lee ciertamente libros de caballería, como el Quijote, pero sí novelas románticas pobladas de lujo, personajes remotos, nobles, seres arrogantes, que viven con naturalidad condiciones completamente imposibles (al menos para ella) y que la predisponen a considerar su propia existencia como una realidad sin interés y sin argumento alguno y, por lo tanto, como una fuente continua de insatisfacción. Más adelante volveremos a referirnos a la importancia simbólica de la lectura de libros.

ROJO Y NEGRO

El problema de la inquietud ontológica propia de la subjetividad moderna es también abordado magníficamente por Stendhal.

Para el autor de Le Rouge et le Noir la tendencia a la imitación de aquel que no somos como método para trascender la propia realidad se llama vanidad. Muy al comienzo de la novela que citamos encontramos ya la primera escenificación de este modelo de relación entre las personas; en aquellas páginas vemos cómo M. Valenod -el alcalde de Verriéres- mediatiza (es decir: determina) los deseos de M. de Rènal. Desde el punto de vista de los mecanismos explicativos de Stendhal el vanidoso sólo desea lo que es deseado por otro y de ahí que, en su deseo, puede haber implícitamente la voluntad no sólo de poseer, sino de vencer a través de la posesión.

Con todo, en el caso de Le Rouge et le Noir la complejidad de la relación marcada por la mediación se escenifica principalmente alrededor de los movimientos de dos de los protagonistas de la novela: Julien Sorel y Mathilde de La Mole. Aunque resulta imposible resumir esta compleja trama en pocas palabras, sí que intentaremos recordar aquí el perfil de la tensa relación que se establece entre él y ella.

La acción tiene lugar en la residencia del marqués de La Mole, que ha contratado Julien Sorel como secretario personal, atraído como está por su sorprendente inteligencia y por el carácter discreto de su personalidad.

Mathilde, la joven y bella hija del riquísimo marqués, es intensamente deseada por muchos de los cortesanos que frecuentan los salones del Hôtel de La Mole; pero ella no siente sino desprecio por todos estos personajes. Mathilde está seducida por la idea romántica en virtud de la cual las grandes pasiones sólo pueden abrirse paso en medio de inmensas dificultades. Por esta razón, a sus ojos, sólo las personas extraordinarias y heroicas son capaces de vivir con autenticidad. Un ejemplo de ello son los protagonistas de Manon Lescaut, La nouvelle Heloïse, Lettres d’une religieuse portugaise, etc.; o bien como Boniface de La Mole, antepasado de Mathilde del siglo XVI, que fue capaz de morir por el amor de la reina de Navarra.

De nuevo encontramos aquí el mecanismo de la mediación libresca al que nos hemos referido más arriba. Stendhal muestra una extraordinaria lucidez cuando escribe en este contexto «L’amour passioné était encore plutôt un modèle qu’on imitait qu’une réalité»7. La fascinación que Mathilde siente por estas formas apasionadas, poco convencionales a los ojos de la sociedad, guarda relación directa con el perfil de una personalidad orgullosa como es ella, para quien «Tout doit être singulier dans le sort d’une fille comme moi»8. Y en consecuencia, también en relación directa con el desprecio para los Caylus, Luz, Croisenois, etc. -para todos sus pretendientes, personas que a sus ojos nada tienen de extraordinario ni en absoluto se mostrarían capaces de arriesgar su comodidad-. De aquí el interés que muestra Mathilde por una relación que presente dificultades y peligros. No tardará mucho en dirigir su atención a Julien Sorel, pero sólo en la medida que éste exhiba una indiferencia altiva hacia todo lo que el resto de personas que se dan cita regularmente en el Hôtel de La Mole desean vivamente. De esta forma, Julien aparece como una persona excepcional y, en consecuencia, difícil de obtener, es decir, interesante.

Por otra parte, para Julien -un hombre de provincias, de origen humilde, acomplejado por el paisaje humano de las clases altas de París- el solo hecho de atraer la atención de Mathilde de La Mole supone ya un triunfo inesperado para su vanidad. Sorel dispone de una inteligencia táctica muy afinada para comprender las fuerzas que están en juego: cuanto más frío y distante se muestre respecto de Mathilde, más ésta se interesará por él. Esta es una ley romántica fundamental en la relación de la pareja. Julien sabe hablar muy calculadamente sobre la grandeza y la heroicidad de las verdaderas pasiones, como las que ve encarnadas en la figura de Napoleón, y contraponerlas a la mediocridad del carácter que domina en la Francia de la Restauración, a la circunspección y pusilanimidad con que actúan los que cortejan a Mathilde. El éxito de Julien está en proporción directa con el desprecio que muestre por el mundo al que él, en realidad, querría pertenecer (esto es: la aristocracia parisina) y por extensión al desprecio que muestre por Mathilde. Entiende perfectamente que sólo puede tener éxito sobre la base de su hipocresía: «Si elle voit combien je l’adore, je la perd»9. Julien se encontrará continuamente frente al peligro de pasar de ser un hombre idolatrado por Mathilde al hecho de que ésta interprete su propia pasión como «une faiblesse pour un des laquais»10. Esto explica que el mayor error que puede cometer Julien sea mostrarse tal como es, revelar su interés por ella, su pasión: «Et vous ne m’aimez plus, moi que vous adore!», le dice un día Julien, después de un largo paseo, trastornado por el amor y la infelicidad. Esta estupidez era la que tenía por más grande de cuantas podía cometer.

Este comentario destruirá en un abrir y cerrar de ojos todo el placer que mademoiselle de La Mole hallaba en hablar con él de «l’état de son coeur»11. Si tomamos en consideración el contexto de la subjetividad romántica tendríamos que decir que sólo somos capaces de amar a los que nos desprecian y despreciar a los que nos aman. El resultado no podría ser nunca una comunión en el amor, sino una victoria sobre el orgullo del otro. De hecho la única cuestión que resulta relevante para el hombre ambicioso, como lo es Julien, es conseguir lo que se propone, esto es: tener éxito, en el caso que nos ocupa, vencer a los pretendientes cortesanos (mediadores idolatrados, a la vez que rivales odiados) así como a la misma Mathilde. Cuando Julien siente la certeza de que Mathilde le ama se dice a sí mismo: «Après tout, mon roman est fini, et à moi seul tout le mérite. J’ai su me faire aimer de ce monstre d’orgueil, ajoutait-il en regardant Mathilde; son père ne peut vivre sans elle, et elle sans moi»12. De esta manera Stendhal muestra cómo la pasión romántica es exactamente lo contrario de lo que podría parecer a una mirada poco cauta: no una entrega apasionada al otro, sino una lucha sin cuartel entre dos subjetividades orgullosas.

MEMORIAS DEL SUBSUELO

Tratemos de repasar brevemente de qué manera se muestra la subjetividad mediatizada en el caso de la breve pero intensísima novela de Dostoyevski Memorias del subsuelo.

Esta obra supone en buena medida la exasperación de las características fundamentales que hemos ido destacando de la subjetividad moderna y contemporánea. La pintura que nos ofrece Dostoyevski es magistral.

La autoconciencia del sujeto no es necesariamente el ámbito donde se manifiesta plenamente lo que hay de verdad en la subjetividad, pero sí que puede ser un punto de partida para aquellos que se proponen entenderla. Podríamos decir lo mismo que el joven protagonista de las Memorias del subsuelo. Su punto de partida es la conciencia de ser completamente excepcional: «Yo soy único, mientras que los otros son todos iguales»13; los otros, a los ojos del protagonista, son todos unos estúpidos que se parecen a un rebaño de corderos. En cambio él (siempre según su punto de vista) presenta el perfil de una personalidad extraordinaria. La relación que establecerá el protagonista con los otros queda profundamente marcada por esta perspectiva.

Por esta razón una de las intenciones principales con las que el protagonista se relacionará con los otros será para mostrarles justamente su indiferencia, para poner de manifiesto el hecho de que él podría prescindir perfectamente de tener una relación con todos ellos. Según esto, el protagonista necesita exhibir su supuesta autonomía, su autosuficiencia casi divina, su desprecio hacia la vulgaridad de los otros. De estíi forma, aunque sea él quien se obstine en asistir a la cena en homenaje a Zerkov, a pesar de que nadie le ha invitado, entiende que es un honor para los otros y no para él juntarse con ellos para compartir la cena. He ahí la paradoja: el protagonista quiere, tiene ínteres en manifestar su indiferencia, como cuando el protagonista de la novela se pasea durante tres horas por la habitación donde se encuentra Zerkov y sus amigos haciendo ruido deliberadamente al caminar para así atraer su atención y mostrarles, con su silencio, el desprecio que éstos le inspiran.

Es evidente que se trata de una indiferencia que nada tiene que ver con virtudes como la abstinencia o la sobriedad. El protagonista imita la autosuficiencia de un dios, o mejor dicho, imita aquel a quien él ha divinizado, que no es otro que Zerkov. El hecho de que necesite de los otros (entre ellos al mismo Zerkov) para mostrarles su indiferencia, pone en relieve lo orgulloso y lo doloroso de su soledad; una soledad, en definitiva, de la que no podría salir nunca una auténtica comunidad con las otras personas. La manera como el hombre dei subsuelo se relaciona con el mundo es precisamente exhibiendo su aislamiento. En efecto, su subjetividad le lleva no a una comunión, sino a una separación, tanto más radical como mayor sea su orgullo.

Resulta obvio que quien busca ser reconocido en su superioridad y autosuficiencia casi divinas se encuentra constantemente en peligro se ser humillado. Y quien corre constantemente el peligro de ser humillado es también aquel que constantemente tiene miedo de los otros; tanto más cuando se da la circunstancia de que no puede mostrar este miedo sin qué entre en contradicción con la indiferencia que pretende dar a entender que siente. Es un continuo estuerzo para mostrar desprecio a aquellos que en realidad diviniza; para mostrar indiferencia a aquellos de quien en realidad depende. Zerkov es altivo, arrogante, humilla al protagonista con su indiferencia, parece como si le considerase un insecto, y es precisamente por esto por la que acude a su lado, pues justo cuando Zerkov desprecia se muestra simultáneamente como un ser superior. La mediación es aquí terrible y las tensiones a las que conduce al personaje son extraordinariamente autodestructivás. Atisvamos lo que está en la base de un complejo de perfil masoquista.

LA MEDIACIÓN EN RENÉ GIFIARD

René Girard nos ofrece una manera muy eticaz de ordenar los diferente tipos de mediación que aparecen en las novelas que hemos mencionado. Nos referimos a la mediación interna y a la mediación externa. Proponemos aquí una caracterización basada en dos criterios.

I. La mediación interna y externa ordenada en función del tiempo y del espacio.

En el caso del Quijote, la relación entre él y los caballeros ideados por Amadís de Gaula es de pura admiración, de una divinización casi consciente14. Los personajes que poblaban la mente del Quijote no tenían una existencia tangible en ninguna parte. No había, por decirlo así, ningún tipo de posibilidad de compartir un mismo tiempo y un mismo espacio con ellos.

En el caso de Madame Bovary hay también esta distancia infranqueable entre ella y los modelos parisienses que articulan su proyecto insensato de vida. Como en el caso del Quijote, se produce una pérdida muy notable del sentido de la realidad, la cual resulta fuertemente autodestructiva, aunque en esta destrucción tampoco intervenga activamente el mediador. Madame Bovary comparte con el mediador el tiempo, pero la relación es fundamentalmente imaginaria, novelesca: el sujeto y el mediador no consolidan ninguna relación personal.

Dicho de otra manera: aunque la distancia que hay entre Emma Bovary y las damas de París es menor en comparación con la distancia que hay entre el Quijote y los caballeros de Amadís de Gaula (de hecho Emma llega a tocar el mediador o a entrar fugazmente en contacto con el escenario que frecuenta el mediador, concretamente en el capítulo X, donde se narra el baile de Vaubyessard), lo cierto es que la relación entre el sujeto y el ídolo descrita por Flaubert es aún, esencialmente, libresca. El libro sigue siendo el símbolo de la mediación externa; se trata del nexo de comunicación por donde se comunica la seducción del mediador. No en vano la novela (el roman) es una de las piezas claves del romanticismo; es decir, lo que hace posible la personalidad romántica es precisamente la manera como el libro vehicula la mediación.

Contrariamente, en Stendhal, a pesar de que el libro sigue presente como símbolo de la mediación extema (la lectura sistemática de las Memorias de Santa Helena de Napoleón por parte de Julien Sorel es buen ejemplo de ello, aunque no el único) el contacto del protagonista con el mediador es aquí mucho más tangible. Julien Sorel se convierte en el amante de Mathilde, convivirá diariamente con la mujer que goza de un estilo de vida que Sorel habría querido tener desde su nacimiento15. Con razón podemos decir con René Girard que en la vida del joven protagonista de la novela de Stendhal se produce un salto del exterior al interior del espacio idolatrado, un salto que no encontramos ni en El Quijote ni en Madame Bovary16.

Rojo y negro muestra una modulación nueva de todo el problema de la subjetividad. Nos damos cuenta de la existencia de un fenómeno nuevo en la estructura triangular del deseo, de un fenómeno que justamente depende de la proximidad entre el mediador y el sujeto. En la trama dramática de Rojo y negro el mediador al que se tiende a imitar, aquel a quien el sujeto atribuye la autoridad de determinar el prestigio de los objetos, muestra una ambigüedad fundamental: el mediador no sólo es el modelo, sino también el obstáculo. Es el modelo porque ejerce en el sujeto la seducción propia del ídolo (y de esta forma el sujeto deseará aquello que desee el ídolo); es obstáculo también porque comparte con el sujeto el mismo espacio y el mismo tiempo y, por tanto, en virtud de su superioridad, puede quitarle fácilmente el objeto deseado. De esta ambigüedad dependerán toda una serie de figuras de conciencia que alimentarán temáticamente un número no poco importante de novelas.

El Quijote se había enamorado de una campesina que él bautiza con el nombre de Dulcinea del Toboso, dado que todo caballero andante tiene que tener una dama a quien dedicar los triunfos de sus batallas. Es evidente que no hay ningún caballero que pueda robarle a Dulcinea; el mediador se encuentra demasiado lejos, es demasiado imaginario, demasiado intangible para convertirse en rival. Pero, en el caso de Julien Sorel, el mediador vive a su lado, frecuenta los mismos ambientes, determina constantemente los objetos a desear y se encuentra también de esta manera continuamente en el punto de humillarlo porque le puede robar en cualquier momento el objeto deseado. El mediador no es ya un caballero andante que sólo vive en la imaginación del lector de novelas; tampoco es como las damas de la alta sociedad francesa que Madame Bovary, casada con un médico rural en las provincias, tiene la posibilidad de ver en una sola ocasión en toda su vida. En la obra de Stendhal, el mediador forma parte del entorno social del mismo sujeto, por esto la relación que se establece entre unos y otros estará marcada por una mayor intensidad y complejidad.

En el caso de la mediación interna, el mediador se convertirá en el ángel que muestra la puerta del paraíso y que a la vez impide que se acceda a él. Esta ambigüedad guarda una proporción entre sus dos dimensiones, porque cuanto más el mediador sea capaz de constituirse como obstáculo para la consecución del objeto deseado, más capacidad tendrá para erigirse como ídolo. Esta proporción depende en buena parte del hecho de que la subsistencia del deseo implica su insatisfacción.

La diferencia del modelo triangular de Cervantes y el de Stendhal radica principalmente en la distancia que hay entre el sujeto y el mediador idolatrado. Cervantes propone una relación triangular en que el contacto entre el Quijote y los caballeros dibujados por Amadís de Gaula es imposible. Esto le impide odiar a los caballeros. En cambio Juliel Sorel es incomprensible sin el odio y sin el autoodio. Por eso la tensión de Sorel es mucho más autodestructiva, mucho más envenenada y peligrosa.

Por otra parte, cuanto más se aproxima el mediador, más intenso se convierte el deseo de poseer el objeto que el mediador señala con su autoridad; de esta manera, más se vacía el objeto de un valor tangible y más gana en valor metafísico o simbólico. Las Memorias del subsuelo de Dostoyevski nos brindan un caso muy elocuente de lo queremos decir; nos referimos nuevamente al banquete de Zerkov. Desde todos los puntos de vista, para el protagonista de la novela resulta completamente desaconsejable asistir a una cena a la que nadie le ha invitado y en la que sabe que encontrará un ambiente hostil y humillante. Puede desconcertar al lector que el protagonista haga todo lo que se encuentra en su mano para acudir a la misma, para ser aceptado en la mesa por un conjunto de personas para quien él no significa absolutamente nada.

Los mecanismos que intervienen en la obstinación del protagonista para asistir a la cena se hacen comprensibles a la luz de la categoría de mediación interna. Lo importante para el protagonista no es, obviamente, la cena, sino su valor simbólico: participar en el grupo de amigos de Zerkov, encontrarse entre los elegidos, participar del mundo creado alrededor del ídolo. El carácter perverso de esta dinámica se manifiesta en que el protagonista siente un impulso irresistible a frecuentar precisamente aquellos ambientes que le resultan humillantes. La estrategia narrativa de Dostoyevski consiste en situar el mediador (en este caso, Zerkov) en primer plano, dejando a un segundo plano el objeto (en este caso, el valor tangible que pueda tener una cena) y colocar el protagonista en medio de una relación simbólica casi desnuda. Encontraríamos escenas tan agudas o más en El eterno marido o en Demonios, donde el lector queda desconcertado por la importancia desproporcionada que el protagonista concede a un determinado hecho u objeto. La proximidad del mediador implica una intensificación tremenda de la contradicción entre idolatrización y odio. Más que nunca, lo que resulta crucial no es ni la posesión del objeto que el mediador determina como objeto de prestigio, ni el uso o el beneficio que el protagonista podría obtener, sino el significado simbólico de esta posesión. Pero cuanto más intenso sea el deseo del objeto que el mediador determina como centro de prestigio, más intenso será también el dolor que se generará para poderlo conseguir y mayor también será la decepción y el aburrimiento después de haberlo obtenido. Por esto Dostoyevski puede poner en duda que el hombre moderno busque la felicidad (como proclama una determinada concepción, digamos racionalista o ilustrada, del hombre); antes bien, hay motivos para pensar todo lo contrario, es decir, que lo que el hombre anhela es el sufrimiento:

«¿… no podría ser que la prosperidad le resultase antipática al hombre? ¿No podría ser que prefiriese el sufrimiento y que éste le resultase tan provechoso como la prosperidad? Que el hombre ama con pasión el sufrimiento es un hecho comprobado […]. Estoy seguro de que el hombre no dejará nunca de amar el verdadero sufrimiento, la destrucción y el caos»17.

El deseo de la trascendencia no aleja ciertamente la subjetividad moderna de otras antropologías, pero los autores que estamos considerando aquí nos ayudan a entender que la dirección hacia la que proyecta este deseo es extraordinariamente problemática.

II. La mediación externa e interna ordenada en función de la publicidad o privacidad de la mediación.

Una de las diferencias más importantes entre la mediación externa e interna es que el héroe de la mediación externa proclama bien alto la verdadera naturaleza del deseo, mientras que el de la mediación interna hace todo lo posible para ocultarla.

El Quijote proclama la fascinación que siente por su ídolo de una manera reiterada, explícita, perfectamente abierta; en cambio Emma Bovary expresa esta fascinación con mucha más privacidad y discreción. De entrada esto tiene un efecto narrativo muy destacable y es que en la descripción de la trayectoria de Emma Bovary apenas hay lugar para el humor. Esta pérdida es muy significativa: Emma despierta en el lector un sentimiento muy diferente del que despertaba el Caballero de la triste figura: por muy triste que fuese su figura, lo cierto es que daba pie a un individuo cómico. En la pintura que Flaubert dibuja encontramos una angustia creciente, un dramatismo compacto que no deja margen para que el lector pueda sonreír.

En el caso del Quijote, no hay un doble lenguaje; no apreciamos ni la existencia de una personalidad hipócrita, ni un orgullo que le impida mostrar un comportamiento abiertamente mimético. Cuanto más importante sea la distancia que hay entre el sujeto y el mediador menos le hará falta al sujeto disimular cuál es la naturaleza de su deseo, más abiertamente se podrá confesar y confesar a todo el mundo su voluntad de imitar y, en definitiva, de no ser aquel que es. En contraste con ello, los héroes de lo que llamamos mediación interna disimulan tanto como pueden esta sumisión casi religiosa respecto al mediador.

Tratemos de esbozar las razones de este hecho.

El mediador, como ya hemos visto, se convierte en un. personaje que, habida cuenta de que puede quedarse con el objeto deseado, es idolatrado por una parte (porque comunica prestigio al objeto en virtud de su autoridad), pero por otra parte es odiado (dado que es un obstáculo para la consecución del objeto). En la medida que el sujeto queda atrapado en la trama de esta relación ambigua, tenderá a sentir la necesidad de relegar al silencio este estado de cosas. De acuerdo con ello, el sujeto se moverá progresivamente entre la simulación y la hipocresía, entre el rencor y el miedo a ser humillado, es decir, sorprendido en su duplicidad. El sujeto tiende a negar completamente la tensión en la que se encuentra, especialmente cuando la dependencia respecto del mediador es más fuerte que nunca, porque esto pone en entredicho justamente la independencia, la libertad y la soberanía que el sujeto moderno considera esenciales para su autodefinición.

Es remarcable que este rencor que siente el protagonista no vaya dirigido solamente al mediador, sino también, y en una proporción idéntica, hacia sí mismo, precisamente porque el sujeto se recrimina continuamente la admiración secreta que siente por el mediador. La conciencia de esta admiración es humillante para el héroe de la novela porque, como ya hemos sugerido, contradice completamente el ideal del hombre que se ha liberado de todo servilismo, del hombre que quiere ser perfectamente espontáneo, perfectamente auténtico y original. Por este motivo todo lo que ve este mediador es abiertamente rechazado, pero en la misma medida secretamente deseado.

La conciencia de esta veneración respecto al modelo es igualmente humillante porque manifiesta que, en última instancia, el sujeto no es, como pretendía ser, dueño (de sí mismo), sino esclavo (de otro). Digámoslo de una forma sucinta: la veneración del ídolo humilla el orgullo constitutivo de un sujeto que querría ser autónomo y perfectamente libre pero que, en cambio, él mismo comprende que es profundamente dependiente. Por eso también el sujeto no estará dispuesto a admitir nunca que el mediador ejerce una influencia en su comportamiento y en sus preferencias; incluso llegará a manifestar el desprecio que le provoca.

Max Scheler caracteriza este rencor a que nos referimos con el nombre de resentimiento. El resentimiento es la expresión moral de la impotencia para ser plenamente lo que se desea ser. Este estado de cosas se expresa de una forma diversificada, es decir, no sólo a través del odio y la admiración que el sujeto siente de una manera aparentemente gratuita, sino también a través de la envidia y los celos (muy especialmente en la medida en que el odio y la admiración conviven de una manera sistemática con el orgullo).

Para comprender este tipo de fenómenos nos hemos obstinado normalmente en analizar la naturaleza del sujeto y del objeto y, en cambio, hemos olvidado casi de manera constante la clave auténticamente significativa de todo este juego, es decir, el mediador y el deseo de imitación que éste inspira en el sujeto, la fascinación por la alteridad, por aquel que yo no soy (es decir: por aquel o aquello que niega lo que yo soy) y que yo querría ser.

Una de las tesis de René Girard es que los sentimientos modernos tratados por la novela se deben fundamentalmente a la existencia de «naturalezas envidiosas» o «temperamentos celosos», es decir, a la existencia de sujetos supeditados a una estructura triangular de mediación interna que, por esta misma razón, necesitan poner énfasis en el hecho de que son extraordinariamente originales, espontáneos, libres, perfectamente singulares. Aquí hay todo un conjunto de deseos vividos modernamente (odio a la sociedad, deseo del desierto, adopción de formas relativamente exóticas de vida, etc.), que expresan de manera más o menos inconsciente la constitución de este complejo individualista.

Es bastante común en los autores de los que hablamos en estas páginas que el descubrimiento del núcleo profundo del sujeto romántico sea el resultado de un largo proceso de maduración personal. Hay autores -como es el caso de Stendhal y Dostoyevski- que pasan a lo largo de su vida por una fase de producción romántica (normalmente ubicada durante el periodo de su juventud) que sirve de punto de partida de su reflexión.

Para Stendhal, inicialmente, la pasión significaba justamente el contrario de la vanidad, es decir, consideraba la pasión como el sello de la autenticidad del sujeto libre, aquello que llenaba el alma de una intensidad metafísica que lo situaba en un plano superior respecto del resto de los humanos. Esto, por ejemplo, es lo que le permitía hablar en su libro De l’Amour (publicado en 1822) de la profunda contraposición entre las figuras de Don Juan y del joven Werther. Gradualmente irá comprendiendo que entre los deseos intensos (anteriormente atribuidos a la pasión) y la vanidad no hay una desconexión tan radical como creía. Para el Stendhal del periodo de madurez, cuando escribe sus grandes novelas, la intensidad de un deseo no valdrá ya de ninguna manera como signo de autenticidad, como tampoco la indiferencia aparente respecto de un determinado objeto o de una determinada persona equivale al desinterés. Tanto los deseos de gran intensidad como la indiferencia más altiva pueden ser reflejos de una subjetividad sometida al complejo de la mediación interna. El caso de Julien Sorel en Rojo y negro es en este sentido realmente emblemático.

En general, una de las virtudes más remarcables de las novelas que estamos comentando en estas páginas, radica en el hecho de que se sitúan en una posición crítica respecto de la subjetividad moderna, sin que ello signifique exhibir una actitud de nostalgia restauracionista respecto al pasado. Quizá de una manera muy particular esta posición crítica se dirige a la forma como la modernidad ha articulado la subjetividad a través de los mitos liberal y romántico. Las novelas insistirán de una manera muy especial en la última de estas formulaciones, la de la subjetividad romántica, que corresponde a la del individuo capaz de generar deseos espontáneos -el individuo que, gracias a la intensidad apasionada de sus sentimientos, pretende destacar heroicamente de la masa que, sometida a unas normas más o menos tradicionales, vive una vida completamente mediocre-.

El romanticismo difícilmente puede subsistir sin la polaridad (maniquea) del hombre sublime y del hombre vulgar, del puro y del impuro, de lo que es extraordinario y de lo que es ordinario; por esta razón, en este contexto espiritual, la trayectoria del sujeto está marcada a menudo por el deseo irrefrenable de distanciarse respecto del que considera inferior -que es todo lo contrario de la kenosis, del agape y de la encarnación-. La crítica romántica al mundo de las convenciones sociales es seguramente, entre otras cosas, la expresión de una recreación del maniqueísmo en un nuevo contexto histórico.

¿Qué características propias del maniqueísmo sería interesante destacar aquí?

a) El cosmos está dominado por una polaridad irreconciliable entre puro e impuro, superior e inferior.
b) Lo que es superior no ama al inferior, sino que lo atrae por su pureza. El superior es superior precisamente en virtud de su identidad y autenticidad -su ser es precisamente la identidad, la plena integración del ser con el deber ser-; es la plena definición, la vida plenamente concentrada alrededor de esta identidad.
c) El inferior, atraído por aquello que es superior, entra en contradicción con su propia realidad. De acuerdo con esto, la materia, que es concreta y tangible, se convierte no en el escenario donde transcurre la vida, sino en un obstáculo para el alma.
d) La experiencia del exilio metafísico, y por lo tanto, de la necesidad de reconciliarse consigo mismo, empuja al sujeto a querer huir de su mundo (fuga mundi) a la búsqueda de una patria.

Pero en el maniqueísmo lo superior no puede redimir lo inferior sin aniquilar su finitud. Esta se ve obligada a inmolarse, tiene que sacrificarse para poder acceder a lo que es puro. El desprecio de sí mismo es una consecuencia monstruosa de esta espiritualidad que precipita al sujeto a su negación: yo no soy nada, el otro lo es todo.

En cada uno de los escritores que citamos hay ciertamente un romántico que se resiste a morir, pero también un novelista capaz de recordar los peligros de una subjetividad autodestructiva. Sobre la base de esta subjetividad, el valor de la colectividad y del orden político queda muy a menudo debilitado. La espiritualidad aparentemente más profunda, pura e inspirada por los ideales más elevados y románticos puede convivir de esta manera con las formas más orgullosas de desprecio hacia la supuesta mediocridad de la existencia ordinaria de la mayoría. Flaubert nos dibuja reiteradamente esta situación a lo largo de su novela Madame Bovary. Veamos un ejemplo:

«-¡Las obligaciones! -exclamó Rodolphe- ¡Siempre las obligaciones! ¡Estoy harto de esas palabras! Los que nos cantan constantemente en los oídos «¡La obligación, la obligación!» son una sarta de bobos y de beatas insensatas. La única obligación es sentir aquello que es grande, amar la belleza en vez de aceptar todas las convenciones de la sociedad con las ignominias que nos impone.
-De todos modos… de todos modos -objetaba la señora Bovary.
-¡No, no! ¿Por qué hay que declamar contra las pasiones? ¿Por ventura no son lo mejor que hay en la tierra, la fuente del heroísmo, del entusiasmo, de la poesía, de la música, de las artes, de todo, en fin? -Aún así-replicó Emma-, uno tiene que hacer caso de la opinión de la gente y obedecer a su moral.
-¡ Ah, naturalmente! Hay que tener en cuenta que hay dos morales. La pequeña, la propia de las convenciones, la de los hombres, la que cambia constantemente, la que grita y agita, abajo, como esta sarta de imbéciles que estamos viendo; y la otra, la eterna, la que tenemos a nuestro alrededor y encima de nosotros, como el paisaje que nos rodea y el cielo azul que nos ilumina».

El genio del novelista empieza a mostrarse cuando desenmascara gradualmente las mentiras del ego y su tendencia a presentar como un ejercicio de libertad lo que en realidad no es más que la voluntad de dominio de una subjetividad marcada por la intranquilidad de su insuficiencia. Es esto lo que permite exclamar a Dostoyevski: «¡Cuantas mentiras puede acumular un hombre!»18.

Esta frase presenta el aspecto del balance de toda una vida. La experiencia del Temps retrouvé en Proust es también la experiencia de la muerte del orgullo, lo que quiere decir también el nacimiento a la humildad, a la humanización del hombre. Volver a encontrar el tiempo significa encontrarse a sí mismo, dejar de lado la tensión que supone envidiar, idolatrar y por tanto imitar (en muchos casos secretamente) al otro; comprender, en definitiva, que los impulsos de la propia subjetividad han estado marcados en última instancia por la voluntad de afirmar a un yo vanidoso.

La muerte del Quijote, de Emma Bovary, de Julien Sorel, al final de sus respectivas novelas ofrece un paralelismo que va mucho más allá de una coincidencia estructural: es el reconocimiento de que el hombre, entregado a su ego, se precipita por la pendiente de su autodestrucción. El gran reto del sujeto es liberarse de esta contradicción paralizante por medio de una purificación de su propia realidad y de su propia memoria. El gran reto del sujeto moderno consistirá, de acuerdo con esto, en comprender la necesidad de una transformación radical de su autocomprensión, lo que le permitirá alcanzar un discernimiento mínimo sobre los peligros de la idolatrización. Mientras el hombre se identifique con la subjetividad está abocado a una dinámica marcada por el deseo de convertirse en aquello que no es, por la fuerza de la envidia que le conduce a idolatrar y por tanto también a despreciar. Al fin y al cabo, el ídolo, el mediador, es aquel hacia el que el sujeto proyecta la necesidad de redención de su propia finitud; y es justamente a propósito de esta necesidad cómo se forjan las diferentes figuras de conciencia del sujeto.

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Toda esta peripecia de la incomodidad con que el sujeto moderno vive su propia realidad finita se muestra en la novela de diferentes maneras. No obstante, hay un tema que se repite de forma casi obsesiva, y es el tema del amor romántico.

El amante romántico es una de las expresiones mejor trazadas del sujeto que se esfuerza por trascender su finitud. El amante romántico lleva a la escena un eros que, en cuanto tal, sólo puede sobrevivir sin realizar un proyecto de comunión, es decir, sólo podrá subsistir con la condición de que se mantenga el obstáculo que impide la posesión del objeto deseado. Por esta razón no nos puede extrañar que el amante romántico llegue a desear la infidelidad de aquel a quien dice amar.

Encontramos un buen ejemplo del interés para crear obstáculos con la finalidad de mantener vivo el deseo en los capítulos 33 y 35 de la primera parte de El Quijote, concretamente en la novela titulada El curioso impertinente. La característica fundamental que podríamos retener de esta narración es el hecho de que el esposo parece necesitar que su amigo (el mediador) desee a su esposa para poder seguir amándola (o quizás para poder amarla por primera vez). Sin el interés del amigo (Lotario) por su esposa Camila, ésta pierde para Anselmo todo el valor. Sólo si el amigo se enamora de su propia esposa, el sujeto se siente ratificado en su elección.

No hay novela, ni historia de amor romántico sin la existencia de un obstáculo. Por este motivo, el sujeto se esfuerza para que estos obstáculos se perpetúen, pues de lo contrario su amor (eros) perdería todo su sentido. Esto parece dar fuerza al argumento de Dostoyevski al que nos hemos referido antes, a saber, que no es evidente que el hombre moderno quiera la felicidad. Quizás todas las complejas descripciones hechas por Stendhal, como pone de relieve René Girard, en última instancia no son sino un intento de encontrar una respuesta a la pregunta: «¿Por qué el hombre moderno es incapaz de ser feliz?»19.

Nos limitaremos aquí a apuntar un tema de una enorme importancia: el «deseo de sufrir»20 o, para decirlo con Rougemont, «el entusiasmo de la tristeza metafísica»21 que vemos en todo amor romántico como principio explicativo del masoquismo. La estructura última del masoquismo es incomprensible si se aborda como un desajuste de orden sexual, antes bien, el desajuste sexual que conocemos con el nombre de masoquismo es la expresión de una enfermedad metafísica. Los capítulos VIII-XX de la segunda parte de Rojo y negro nos ofrecen una cantidad nada despreciable de ejemplos de lo que estamos diciendo.

Quizá una de las muestras más elocuentes de la vanidad del amor romántico es que la posesión del objeto deseado conduce una y otra vez al desencanto y al aburrimiento. Por este motivo creemos que una fenomenología de la conciencia moderna no puede obviar la descripción del aburrimiento y de la subsiguiente búsqueda de diversión como uno de los núcleos fuertes de la experiencia del sujeto. En el capítulo XL de la segunda parte de Le Rouge et le Noir leemos: «¡Y decir que había deseado con tanta pasión esta intimidad perfecta que ahora me deja frío!».

Es también una confesión muy próxima al balance que hace el protagonista de Un amour de Swann de Marcel Proust: «Decir que he malgastado años de mi vida, que he querido morir, que he tenido el más grande de los amores por una mujer que no me gustaba, que no era de mi género». La última estación del trayecto que conduce al conocimiento de una persona a quien se ha divinizado es la decepción y el desengaño -excepto si la muerte interrumpe este proceso-. Por este motivo tampoco resulta inusual que la muerte sea la única capaz de dar una apariencia de realidad al deseo o al amor romántico. Vale la pena añadir que el desengaño no es tanto aquello que descalifica a la persona divinizada, como aquello que pone de relieve el error o la confusión fundamental en la que había caído el sujeto que diviniza.

Podríamos expresar esta idea diciendo que la posesión desacraliza; es aquello que da pie a la expresión stendhaliniana «Ce n’est que cela!». En el caso de Dostoyevski este desengaño tiene efectos realmente dramáticos que pueden incluso conducir al suicidio. Esta decepción pone de manifiesto la absurdidad del deseo triangular y de la esperanza depositada en un supuesto redentor. De la misma manera que el deseo y la mediación suponen la existencia de un sujeto abocado a ser el otro de sí mismo, a una exterioridad sistemática, es decir, a una vacuidad y a una vanidad fundamentales, también así el objeto del deseo queda igualmente afectado por esta vacuidad que el sujeto comunica: el objeto mediatizado por la sugestión no es nada, o mejor dicho, no tiene nada que ver con aquello que el sujeto había imaginado que era. Este es el caso de los molinos del Quijote o de las clases altas de París de Emma Bovary. También podemos decir que el objeto afectado por la sugestión no es lo que se creía; antes bien, supone una forma de visualizar la vanidad de la vida del sujeto. Nada de esto podría redimir el sujeto moderno de su dolor y de su finitud.

Finalmente diremos que no es que la lectura que proponemos de estas obras suponga afirmar que la gran novela transmita una visión pesimista de la modernidad en su conjunto; simplemente (y esto ciertamente no es poco) que comprende y narra la extraordinaria fragilidad de un sujeto que aún hoy sigue celebrando una proclamación muy precipitada de su libertad.

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Dos versiones de las Memorias del subsuelo, una en catalán aparecida en el 2002, la otra en castellano, del 2003, muestran hasta qué punto esta obra capital de Dostoyevski sigue despertando el interés de ios lectores españoles. Central es esta novela, por una parte, porque se sitúa en medio del periplo creativo del escritor. En la magnífica introducción que ha hecho para la edición de Cátedra que aquí comentamos, Bela Martinova señala con acierto que las Memorias del subsuelo pueden considerarse continuación de esa obra de juventud, tan original como mal comprendida, que es El doble. «Como si un Goldiakin -ha escrito Martinova- restituido de su dolencia, se erguiera sobre sus pies y tras mucho silencio, prosiguiera su inacabado discurso, pues ahora ya no tiene ningún gemelo o doble que le siga a rodas partes, pisándole los talones, traicionándole a cada paso y a cada palabra pronunciada por él espontánea e ingenuamente» (p, 28).

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El carácter nuclear de estas Memorias se manifiesta asimismo en la continuidad, señalada también en la introducción, entre el hombre del subsuelo y los Stavroguin, Raskólnikov e Ivanes de la novelística madura de Dostoyevski. Variantes de un mismo tipo de «burócrata del saber» que, como explica Martinova, se hace responsable «de todo tipo de teorías capaces de manipular hasta el extremo la vida viva. Serán la encarnación de aquellos otros que se han apartado de la vida comunitaria para acercarse a elevadas teorías acerca de ella; teorías que permiten manipular la vida hasta aniquilarla, de extenuarla hasta matarla, ya que un buen argumento lógico siempre prima frente a todo lo demás» (p. 25).

Llegan, pues, a las librerías dos versiones de una misma obra que no sólo se anticipó, como es sólito señalar a propósito de ella, a la burocracia de la organización de) partido en la ex Unión Soviética, sino a una «enfermedad de la conciencia» que, a caballo entre una analítica obsesiva y una fe manifiestamente infundada, idolátrica, en la ciencia, sigue causando estragos entre los hombres y mujeres del siglo XXI. N . R.

© Ignasi Boada, 2002
© Del texto original en catalán. Diàlegs. Revista d’estudis potítics i socials, 2002
© De la traducción al castellano: Ignasi Boada, 2003

NOTAS

1· Original catalán publicado en Diàlegs. Revista d’estudis polítics i socials, Año 5, octubre-diciembre 2002, núm. 18, págs. 63-88.
2· Trabajamos con la edición del Quijote preparada por Martí de Riquer, Barcelona: Planeta, 1994.
3· Ver Girard, René, Ménsonge romantique et vérité romanesque, París: Grasset, 1961.
4· Stendhal, Le Rouge et fe noir, Editions du Dauphin, París; capítulo XXVIII, 2ª parte, p. 378.
5· Miguel de Cervantes, Quijote, cit., p. 668.
6· La palabra griega amartía, traducida al latín como peccatus, tiene que leerse a la luz del significado del verbo amartános, que significa tanto como errar, no alcanzar un objetivo al lanzar una flecha. El impulso de trascendencia está ahí, pero no se llega al objetivo correcto. Este es el pecado del sujeto novelesco: se moviliza para trascender su finitud pero yerra completamente el objetivo.
7· Stendhal, ibid, cap. XVI, 2ª parte, p. 314. «El amor apasionado era aún más un modelo al que se imitaba que una realidad» (del Tr.).
8·Stendhal, ibid, cap. XIV, 2ª parte, p. 302. «Todo tiene que ser singular en una chica como yo…» (del Tr.).
9· Stendhal, ibid, cap. XXX, 2ª parte, p. 388. «Si ella nota como la adoro, entonces la pierdo» (del Tr.).
10· Stendhal, ibid, cap. XX, 2ª parte, p. 335. «Una débilidad por uno de los lacayos» (del Tr.).
11· Stendhal, ibid, cap. XVIII, 2ª parte, p. 322.
12· Stendhal, ibid, capítulo XXXIV, 2ª parte, p. 405. «Después de todo, mi novela se ha acabado, y a mí se debe todo el mérito. He sabido hacerme amar de este monstruo del orgullo, añadía mirando a Mathilde; su padre no puede vivir sin ella ni ella sin mí» (del Tr.).
13· Dostoyevski, Fiodor, Notes from the Underground, Dover Publications: Nueva York 1992, p. 31.
14· El Quijote llega incluso a hablar explícitamente de su religión para referirse al orden de caballería (Miguel de Cervantes, Ibid., p. 385: «Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga»).
15· Ver especialemente el capítulo VIII y siguiente de la segunda parte de Le Rouge et le Noir.
16· Girard René, ibid., p. 22.
17· Dostoyevski, Fiodor, Notes from the Underground, p. 23.
18· Dostoyevski, Fiodor, Dimonis, Barcelona: Edhasa, 1987, p. 493.
l9· Girard, René, ibid., p. 137.
20· Girard, René, ibid., p. 241.
21· Rougemont, Denis de, L’amour et l’Occident, París: Plon, 1972, p. 231.