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El Diario de un hombre superfluo es, junto a Padres e hijos, tal vez una de las obras más significativas de Turguéniev, por lo que de repercusión y eco tuvo para la literatura rusa del XIX, El título no engaña; se trata de un diario, bien que atípico y relativamente corto, en el que las anotaciones de los últimos diez días de vida del moribundo, el terrateniente Chulkaturin, dibujan de hecho el perfil de toda una vida. Desde su lecho de muerte, Chulkaturin reconstruye a grandes rasgos su absurda existencia, en la que la parte más importante de las anotaciones recaen en los recuerdos de un ser que ha fracasado en el amor, y por lo tanto, también en la vida. Unas confesiones sobrecogedoras salen de boca de un hombre que se siente como un ser que sobra, que excede, que está de más en un mundo en el que, por añadidura, a él no le dio tiempo a construirse su propio nido, ni a consolidar su amor, ni a terminar de encontrar aquello que se supone da sentido a la existencia.

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El diario resulta tanto más estremecedor cuanto trata de un ser que desde su más tierna infancia ya sintió la gélida ausencia de la ternura maternal. A la cicatriz que deja en el alma infantil la frialdad de la autoritaria y distante madre de Chulkaturin, se contraponen las «cálidas lágrimas» de su padre. Sin pudor alguno, el protagonista confiesa que «Mi madre… siempre me trató igual: con cariño y frialdad a un tiempo. En los libros para niños a menudo se encuentran madres así: rectas y justas. Ella me quería; pero yo a ella no. ¡Sí! Evitaba a mi virtuosa madre y adoraba a mi inmoral padre».

La expresión de «lishni chelovek», con la que Turguéniev se refiere a este «hombre supérfluo», sirve en realidad para toda una tipología de héroes, o mejor dicho, de antihéroes, de la literatura rusa, a los que es común su carácter errante y su sentirse de sobra. Al igual que al Chulkaturin de Turguéniev, también el apuesto Pechorin (El héroe de nuestro tiempo, de Lérmontov) y el propio Onéguin, de Pushkin, son sujetos desarraigados, «sin nido», que siempre están fuera de lugar, sin meta, sin finalidad en sus vidas; son ellos los que heredan parte del escepticismo hamletiano y parte del idealismo quijotesco, del que pronto hablaremos.

PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS

Si el Diario de un hombre supérfluo nos ofrece la biografía de un ser que no sabe para qué ha existido, las Páginas autobiográficas nos presentan diez textos (a los que la edición española ha sumado un brillante apéndice) sobre las vivencias, la experiencia y los recuerdos del propio Turguéniev. Se trata de artículos y ensayos que aparecieron publicados en distintos medios entre los años 1869 y 1883, y que conocieron la edición, que ahora se traduce, en vida del autor. Sin un hilo conductor concreto, la obra resulta interesante por cuanto ofrece la parte acaso más desconocida y humana del autor de Padres e hijos. La edición española ha sido vertida a un espléndido castellano (lo que, por desgracia, no siempre sucede tratándose de clásicos rusos), del que es responsable Víctor Gallego.

En el prefacio —una breve pero acertada descripción del ambiente universitario de Berlín poshegeliano—, Turguéniev pinta a grandes rasgos las características que definirán a los más renombrados occidentalistas de su país: Bakunin, Stankévich, Granovski, etc. Este contexto ayuda a situar y a comprender mejor el capítulo relativo a Belinski, a quien Turguéniev dedica encendidos elogios. Aunque resulte muy logrado el dibujo del carácter y las extravagancias de este crítico literario (el primero que se consideró «liberal» en el contexto del autoritarismo zarista), las excesivas alabanzas a este crítico y folletinista, con ocasión del fallecimiento de éste, revelan la dificultad sentida por Turguéniev de zanjar la deuda que un día contrajo con él, su padrino literario. La descripción del ambiente en el que se desenvolvió Belinski prepara el interesante enfoque a la pugna existente entre los occidentalistas, a los que pertenecía Turguéniev, y los eslavófilos, un enfrentamiento que se prolongaría a lo largo de todo el siglo.

Del capítulo dedicado a Gógol y a sus contemporáneos, destaca el contenido del obituario escrito con motivo de la muerte del primero; un artículo que costó a Turguéniev un mes de encarcelamiento y el posterior destierro en su casa de campo.

El relato titulado «El hombre de las lentes grises» tiene su origen en los recuerdos de Turguéniev del turbulento 48 francés. En medio de las revueltas revolucionarias, el autor, dando muestras de su habitual delicadeza, entabla amistad con un desconocido en un café de París. El carácter enigmático del desconocido y unos diálogos de gran calado metafísico dibujan una extraña aunque interesante relación, que termina para el lector con una ilusión anticipada de triunfo del socialismo.

Entre los diferentes relatos y artículos de Páginas autobiográficas, destaca especialmente por su fuerza y contenido el de «La ejecución de Troppmann», donde Turguéniev hace gala de su oficio de narrador y de su cuidada estilística. Especialmente brillantes resultan los últimos párrafos de la historia, donde se contrapone la efectividad del castigo de la pena capital al impulso de venganza y la endeblez de la palabra «justicia».

Finalmente llegamos al apéndice de la obra titulado «Hamlet y Don Quijote», un ensayo que Nueva Revista ofreció —cuando era inédito en castellano— en abril de 1998, y en el que Turguéniev muestra su talante más filosófico y arriesgado. Sus disertaciones metafísicas no resultan osadas y quedan sobradamente justificadas, acertadas además de brillantemente planteadas. Hallamos en este apéndice, pues, una de las mejores partes de la edición en castellano de estas Páginas autobiográficas.

SHAKESPEARE EN LA ESTEPA

«Lady Macbeth de Mtsensk», así como «El pensador solitario» de Nikolái S. Leskov, los dos relatos incluidos en la presente edición, constituyen dos claros exponentes del género literario del skaz ruso. Como es sabido, Leskov, junto a Nekrasov y Uspenski, fue uno de los representantes más puros de este género, propio de la tradición folclórica de ese país. Hombre sencillo, Leskov se crió entre los más humildes, y junto a ellos aprendió una visión ortodoxa de la vida. En su obra entrevemos con facilidad al hombre piadoso y creyente que se esconde tras la figura literata. Sus relatos suelen tener un gran contenido moral, no es difícil ver en ellos la huella del mensaje evangélico acerca del «bien» y de la «justicia»; incluso cuando éstos se presentan como contratipos.

 

Así sucede precisamente con el primer skaz de esta edición, en el que, con un lenguaje sencillo, directo y nada almibarado, se da cuenta de la historia de una Lady Macbetch rusa. Fiel representante del realismo literario ruso, Leskov contrapone a los tipos positivos de las mujeres, que tan a menudo se encuentran en las obras de Turguéniev o Tolstói, las seductoras, malvadas y crueles mujeres rusas; sólo que, en el caso de «Lady Macbeth de Mtsensk» se trata de una versión rusa de la tragedia shakespeariana, en la que los protagonistas, Catalina Lvovna y Serguéi, señora y criado respectivamente, se entrelazan en una serie de asesinatos a los que conduce la ciega ambición de aquél por heredar la hacienda del marido de Catalina.

En el segundo relato de esta edición, titulado «El pensador solitario», encontramos a un Leskov próximo —acaso inconscientemente— a la corriente eslavófila, toda vez que el relato anticipa la ruptura entre la Rusia ortodoxa y los corruptos funcionarios. Como testigo presencial de la vida funcionarial del XIX, Leskov es un buen juez y conocedor de la

tragedia de los funcionarios de su país. El mismo fue hijo de un modesto funcionario, que desde muy joven tuvo que ganarse la vida trabajando en distintas dependencias ministeriales, hasta que fue expulsado de la carrera pública por discrepancias con sus superiores.

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En línea de Las almas muertas gogolianas, «El pensador solitario» ofrece, no obstante su poca extensión, un rico contenido de denuncia y de crítica a la burocracia, enunciada en solitario el pequeño y ridículo funcionario Rízhov. A pesar de sus aciertos y sus fracasos, este funcionario seguirá viviendo rodeado de su impoluta rectitud moral. Y aunque también Rízhov obtenga su posterior recopensa, tanto esta, como el uniforme que en su día rechazó, seguirán sin decirle nada. Se trata pues de la vida de un santo, o mejor dicho, de un funcionario, al que Leskov santifica, anticipando de este modo la derrota que sufrirá el cristianismo ruso, aplastado por la potente bota burocrática del futuro sistema que sobrevendrá al país.

Como ha ocurrido con frecuencia con el género literario encuadrado en el realismo naturalista ruso —con algunos cuentos de Gógol, de Chéjov, y también con El doble de Dostoyevski, por ejemplo—, el tono cómico de este relato de Leskov ha escondido el trasfondo trágico de sus historias. En la presente edición, aunque se trate de una historia simpática y graciosa, capaz de arrancar la risa a los más serios, «El pensador solitario» funciona, de hecho, como contrapunto al lúgubre final de «Lady Macbeth de Mtsensk»

Doctora en Filología Eslava. Traductora de ruso