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Sin Manuel Machado (1874-1947) y sin Borges no es concebible la poesía española del fin de siglo. Su huella es perceptible en Julio Martínez Mesanza, Miguel d’Ors y Jon Juaristi, la tríada capitolina de nuestra lírica contemporánea. Su rastro es luz y orienta a los más jóvenes por el oscuro bosque de la creación literaria. A Borges ya me he referido en esta misma sección. De Manuel Machado poco puedo decir salvo que, en compañía de Federico García Lorca, me parece el poeta español más genial de este si glo que ahora termina. En una ocasión ya lejana, intervine en un curso tinerfeño de la UIMP, dirigido por mis amigos Blanca Garí y Juan Francisco Fuentes, con el tema «Autorretratos líricos contemporáneos». Y, claro, no paré de hablar de los de don Manuel Machado, auténtico inventor del género.

Desde «Adelfos», en Alma (1898-1900), hasta el «Nuevo autorretrato», de Phoenix (1935), pasando por «Retrato», «Prólogo-Epílogo» y «Yo, poeta decadente», de El mal poema (1909), Manuel Machado se dibuja poéticamente a sí mismo con un ingenio, una frescura y una claridad tales que se diría que asistimos en sus versos al teatro sin tiempo de los mitos, cuando podía uno tumbarse a la sombra de un árbol a oír el canto del ruiseñor y el reloj suspendía, por un siglo o por un milenio, su carrera veloz hacia la muerte. Transcribo ahora el primer autorretrato de don Manuel ( Poesía. Opera omnia lyrica, Madrid, Editora Nacional, 1942, páginas 3-4), ese que casi todo el mundo se sabe de memoria, y un poema mío en honor del maestro, publicado en  Cuadernos Hispanoamericanos allá por 1974, coincidiendo con su centenario.

ADELFOS

Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron
-soy de la raza mora, vieja amiga del Sol-,
que todo lo ganaron y todo lo perdieron.
Tengo el alma de nardo del árabe español.

Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer…
Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna …
De cuando en cuando, un beso y un nombre de mujer.

En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos …;
y la rosa simbólica de mi única pasión
es una flor que nace en tierras ignoradas
y que no tiene aroma, ni forma, ni color.

Besos, ¡para no darlos! Gloria … ¡la que me deben!
¡Que todo como un aura se venga para mí!
¡Que las olas me traigan y las olas me lleven
y que jamás me obliguen el camino a elegir!

¡Ambición! No la tengo. ¡Amor! No lo he sentido.
No ardí nunca en un fuego de fe ni gratitud.
Un vago afán de arte tuve… Ya lo he perdido.
Ni el vicio me seduce, ni adoro la virtud.

De mi alta aristocracia dudar jamás  se pudo.
No se ganan, se heredan, elegancia y blasón …
Pero el lema de casa, el mote del escudo,
es una nube vaga que eclipsa un vano sol.

Nada os pido. Ni os amo, ni os odio.
Con dejarme, lo que hago por vosotros hacer podéis por mí…
¡Que la vida se tome la pena de matarme,
ya que yo no me tomo la pena de vivir!…

Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer…
De cuando en cuando un beso, sin ilusión ninguna.
¡El beso generoso que no he de devolver!

M. M. París, 1899

DE Y POR MANUEL MACHADO

La felicidad no es, evidentemente, sólo un cuerpo,
ni el destello casi apagado de unos ojos sobre la cama.
Si fuera así, no hubiese sido necesario encontrar en Alberto Magno
cierta referencia a los bueyes atribuida a Heráclito.
Todo esto se me ocurre porque acabo de recibir un precioso ramo de serpientes
y tengo un libro de Manuel Machado abierto sobre la mesa.
El libro es una princeps  de Alma, como era de esperar,
y está abierto por un poema llamado «Oriente».
En el poema se nos habla de Marco Antonio y de Cleopatra, y de un siervo que
muere al beber una copa.
Ello me ha conducido, sin poderlo evitar, a Plutarco,
y debo reconocer que he leído su Antonio con el mismo entusiasmo de aquellos
días.
(Luego descubriría que había olvidado por enésima vez
que Shakespeare lo conoció en la versión inglesa de North,
y que sir Thomas North conocía el griego aproximadamente igual que Unamuno.)

Mientras me asaltan todos estos fantasmas eruditos, los automóviles siguen
murmurando a mi alrededor.
El hecho de que la gran ciudad se vaya poniendo inhabitable es algo que no me
disgusta,
como no me disgustan las chicas de las pinball machines,
ni las películas de Hawks con Cary Grant o Wayne,
ni los guiones de Dash Hammett para el pincel heroico de Alex Raymond.
El poeta -recuerdo un topos de Petrarca- va caminando casi siempre por
campos muy desiertos,
y no negaré que estoy pensando en ciertos desiertos americanos
(me los recuerdan esos crótalos que acabo de alojar en un jarrón
para que nadie, nadie, ni siquiera mi perro, los vaya a confundir
con el bouquet de rosas que alguien dejó olvidado junto a la almohada.)

A veces -vuelvo a Shak.espeare- una nube se parece a un dragón,
el viento a un oso o a una ciudadela relativamente expugnable.
Son imágenes, imágenes que se ciernen sobre nuestras cabezas,
posibles máscaras del invierno o velos del atardecer.
Lo que hoy es un caballo -sigue Shakespeare- puede ser luego un pensamiento
o un anillo de compromiso:
hasta los compromisos son, en el fondo, vanidad.
Si del poema «Oriente», una perfecta gema modernista,
he pasado a Plutarco en busca de la perdida adolescencia
y he llegado a fijar mis reales por una tarde en cinco actos de una tragedia que no había sabido leer,
no ha sido -lo prometo- para empañar el brillo de la joya  primera,
ni para convertirla en simple piedra, estampa o rata de laboratorio;
permanece en mí todo su impacto argumental, la difícil tersura de sus palabras.
Y detrás del respeto que me ofrece lo inútil -amistad, gesto, gema-
puedo ver hoy al hombre que ha partido su mentira conmigo,
puedo ver a Manuel Machado, sonriente en su prínceps  sobre la mesa,
a Manuel el prodigioso, a Manuel el funámbulo,
a quien debo querer hasta el final, porque así lo quisieron mis abuelos, y yo les
obedezco en todo,
y, al cabo, sólo Marco Antonio será capaz de derrotar a Marco Antonio,
y todo esto no deja -no puede dejar- de ser bello en este momento en que sigo
propagando por los desiertos del mundo, tal vez americanos,
las ondas de unos pasos tan tardos y tan lentos al menos como los de Petrarca,
por este camino clausurado por donde voy, aunque los áspides me consuelen,
solo y recluso en esa bilis negra que vierte al castellano el cultismo «melancolía».

L. A. de C.
San Lorenzo de El Escorial, 1974

Filólogo. Profesor de investigación del ILC/CCHS/CSIC. Poeta. De la Real Academia de la Historia.