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Cuando se acercaba, en su edición de 1999, la fecha de inauguración de ARCO, la polémica ya estaba servida. Francia iba a ser el país invitado, y el comisario encargado de la selección, el joven crítico Nicolás Bourriaud, en declaraciones previas al desembarco, había manifestado que la pujanza del panorama artístico francés se debía, acaso por primera vez, a una actividad artística volcada sobre la internacionalidad de sus propuestas. Bourriaud, cuando se vio obligado a justificar la selección de las galerías participantes, no tuvo otro remedio que apelar a la defensa, que esas salas habían llevado a cabo, del reciente arte francés en la escena internacional. Con todo, los suplementos de los diarios que gustan periódicamente de suscitar entre nosotros espejismos de enfrentamientos, tan espurios como desinformados, no vieron motivo de debate en esos aspectos de la identidad artística, del internacionalismo del arte contemporáneo, de la vitalidad vanguardista o cualquier otro de los abordados por arguments de le petit Nicolás. Prefirierion, como siempre, fijarse en algo de más gordura, de más madera, y se agarraron a la supuesta provocación con que el comisario había herido el orgullo español cuando declaró que de Pirineos abajo el artes actual era un lánguido, trasnochado e incomunicado reflejo de la actividad creadora que tiene lugar en los focos verdaderamente relevantes para el arte de hoy. Lo malo es que a nadie se le oculta que, tras la Segunda Guerra Mundial, Francia no detenta ninguna mayoría ni minoría de acciones en esa empresa, Vanguardia S.A., y que el aburrimiento que ahora nos puedan producir Daniel Buren o el recuerdo de la influencia psicoanalítica y marxista del discurso pictórico de Louis Cane o del Viallat de los años setenta todavía es menor que el producido por el marchito continuismo vanguardista de la escena artística dibujada por Bourriaud.

La lástima es que la voluntarista visión de Bourriaud escamoteara, como no pudiera ser de otra manera, lo que de vivo y crucial tiene hoy, si no la práctica artística, sí el debate crítico sobre el arte contemporáneo que se refleja en los ensayistas franceses, pero de esto tampoco parecían saber nada nuestros diarios más proclives a las despistadas polémicas culturales.

Pues bien, si hay una obra y una personalidad de verdadero interés en la reflexión europea sobre el arte actual, en su caso hecha a partir de una implacable revisión de la historia más legalizada del arte del siglo XX y de su manual de tópicos, son las de Jean Clair. Nada más pronunciar su nombre, y más si se hace elogiosamente, el comentarista será muy probablemente tachado de conservador, incluso de reaccionario, y se deducirá que es algún defensor de la tradición figurativa, del oficio de pintar y de la innegociable y permanente actualidad de la pintura. Se dirá eso como si ambas cosas resultaran inseparables y, en cierto modo, es en la existencia o no de esa juntura donde se asienta el meollo de la discusión suscitada por el director del Museo Picasso de París. Así ha ocurrido, por ejemplo, en no pocos de los comentarios escritos a partir de la publicación en España de su libro La responsabilidad del artista (Las vanguardias entre el terror y la razón), el primero de los suyos traducito entre nosotros. En más o menos farragosas reseñas y críticas, el libro de Clair ha sido tomado pronto por un ensayo eminentemente político o, al menos, por una reflexión de política cultural, en todo caso histórica. El propio autor da pie para ellos y, después de todo, las reflexiones estéticas están en el país de encima vinculadas a un ámbito crítico de resonancias primeramente políticas o sociológicas, que es como decir lo mismo. De hecho y para el común, la nostalgia parece estar allí defendida por Clair, o por la posición liberal y antiestatalista de Marc Fumaroli, y el progresismo moderno por el director de Le Monde, Philippe Dagen, y su postura más que ambigua sobre el arte de nuestros contemporáneos. Así es que resulta bastante sencillo encontrar el resumen de La responsabilidad del artista– a cargo, claro, de quienes desde luego se encuentran mucho más próximos de la sociología política que de la afición o del hábito artístico (aquí casi nada se les ha perdido). haciendo pivotar el libro entero sobre el capítulo segundo en el que Clair desentraña la vinculación del futurismo y el expresionismo con la retórica que prestó cobertura al horror totalitario de nuestro siglo, sea nazi o bolchevique.

No me parece, sin embargo, que la repercusión última de los ensayos de Clair, deba ser examinada mediante el análisis de si esa circunstancia histórica es verdad o no, y ahí se agotará su impecable denuncia. Su intención no es exclusivamente historiográfica, e incluso en ese aspecto sería muy difícil rebatir los hechos sobre los que se apoya. Antes de La responsabilidad…, que Gallimard publicó en 1997, Jean Clair había reunido, con el título de Maliconia. Motifs saturniens dans l’art de l’entre-deux-guerres, muchas de sus aportaciones dispersas en catálogos y revistas dedicadas a la tradición figurativa de un arte contemporáneo poco coincidente con el descrito y prescrito por el vanguardismo institucionalizado o, por poner un ejemplo, con el patrón de la modernidad elaborado por el MOMA neoyorkino. A través de estos ensayos, algunos tan célebres como los que acompañaron la exposición Les Réalismes, entre révolution et réaction (Centro Pompidou, 1980) o el dedicado a Giorgio De Chirico y contenido en el catálogo de la muestra preparada por Clair para el mismo centro en 1983, el desenmascaramiento de la supuesta inocencia que emparejaba progresismo político con vanguardia artística se apareció ya como una perturbación -y entonces, muy valietne perturbación- de la perversa calma en que se asentaban los pilares de un arte contemporáneo de discurso único y excluyente. Para ese arte, cualquier evocación de la figura, de la representación, de la disciplina, de una tradición central o de un oficio sometido a aprendizaje, no eran sino sacrilegios. «Semejante «historia» no es, desde luego, la Historia» como dice Clair, pero el hecho es que el arte contemporáneo ha sido entendido, y todavía lo quiere seguir siendo, como una reconstrucción, sostenida sobre intereses ideológicos, que ha primado las innovaciones, las derivaciones y las excentricidades sobre la identidad de una tradición vinculada al arte del pasado. En la tal actitud subyace un entendimient de lo moderno hipostasiado en el concepto de progreso indefinido y rupturista, y ése es el primer tópico que se encargó Clair de deshacer, con tan sólo evocar la verdadera raíz de la reflexión moderna, no otra que la acepción dada por Baudelaire a ese sentido del tiempo que nada tiene que ver con el progreso, «esa religión de imbéciles y perezosos», sino con la melancolía de quieren, en permanente conflicto y sin complacencia ninguna, buscan el perdido equilibrio entre el vértigo de la caducidad y la eternidad invocada por el deseo. Sea como fuere, la modernidad a la que nos ha habituado la vanguardia artística olvidó un día esa raíz, ese ansia desesperada de armonía, y prefirió heredar el irracionalismo romántico, negando así la pertenencia a la actualidad (si esto fuera posible hacerlo) de lo que no caminase, por el sendero de una revolución sin fin, hacia el logro de un nuevo lenguaje de pureza química, a duras penas articulado por una especie de artista convertido en libérrimo y sumamente ingenuo creador absoluto. Digo a sabiendas ingenuo por recordar el término con el que los barrocos llamaban a quienes se hallaban exentos de responsabilidad fiscal. De toda responsabilidad, deberemos decir para referirnos al tipo de artista destilado por el discurso de la vanguardia, incluida la que se debe a la memoria, la que se debe al oficio, la que se debe al lenguaje.

Y así es como los ensayos de Jean Clair apuntan, más que a la revisión de estudios históricos, a la acuciante cuestión actual de la práctica artística legitimada por un arte contemporáneo convertido en género. Oficial y poderoso, ¿por qué sigue gozando ese discurso de una aureola de insumisión? ¿Por qué las preferencias, los gustos, siguen desncadenando polémicas ideológicas, como si no supiéramos de antemano el plato que nos vana servir en el mantel sobre el que se dice de un artista o de su obra que son radicales o subversivos? Es muy probable que la irresponsabilidad del artista que todavía se llama de vanguardia se corresponda con la nulidad de su realización, con la afasia de quien hace tiempo hizo tabula rasa de los lenguajes históricos. Y de ahí su aceptación y su promoción, de su inanidad.

Los ensayos de Clair han optado por escarbar en el montón de ruinas vertido en la escombrera del siglo y han encontrado, sin embargo, los restos, todavía vivos, siempre actuales, de una tradición, de una centralidad. Pero, ¿qué tradición? Ése es el único punto en que a mi juicio se puede discutir a quien -para los que creen que estos escritos hablan sólo de historia del arte moderno o de su contexto político- dirigiera la discutida (reaccionaria, se dijo) Bienal de Venecia de 1995. La suya sería la de un neoclasiscismo melancólico bastante devaluador del precio por el que se mira lo que la vanguardia del siglo XX debe al espíritu de la iconoclastia romántica y nórdica. En esa tradición resultarían fundadoras las figuraciones de entreguerras, los metafísicos italianos, los pintores de la Neue Sachlichkeit alemana, la posguerra inglesa de Freud o de Auerbach y algunos puntos solitarios y oscuros para el conformismo teórico como Bonnard o Balthus. Los fascinantes, subyugantes ensayos que Clair ha dedicado a De Chirico, sus páginas sobre Carrà, sobre Sironi, es una pena que deban aún justificarse. Es como si cada vez que alguien habla de rappel à l’ordre o de un gusto por bel mestiere tuviera que cargar con la responsabilidad (la que no se exige a los ingenuos) de lavarse de la sospecha de, no sé, intolerancia, autoritarismo, falta de respeto por el mestizaje cultural, por la diversidad sexual, por el multiculturalismo étnico, y a saber cuántas cosas más… Como digo, una crítica consecuente hacia Clair debería estar dirigida a la composición de hitos con los que su neoclasicismo parece querer afirmarse. Pero no al honesto y aguerrido empeño por vindicar una tradición sin la que, ciertamente, la pintura no es nada (claro, que eso poco importa para quienes, previamente, no es nada la pintura). Y menos a su certero rastreo de nombres y obras que quisieron (aunque debamos olvidar para ello la picaresca chiriquiana) cargar con la responsabilidad del tiempo. Para ese tipo de artista, olvidado durante décadas en la oscuridad del pudor y la humildad de su oficio (entre nosotros, el de Gaya, el de Xavier Valls y el de no menos de treinta jóvenes pintores españoles de este fin de siglo), el orden, el sospechoso orden, no tenía ni tiene nada que ver con la cómoda instalación en la academia sino con la terrible batalla melancólica de intentar decir algo con un lenguaje que debía afrontar la nietzscheana «soledad de los signos», que debía enfrentarse a la representación de la realidad en un momento en que, sin embargo, no parecía estar en ella la vida.

La clave melancólica se hace fecunda para el entendimiento de lo más solapado de nuestra modernidad artística. En los estudio de Jean Clair, como lo ha sido en no pocos de Giorgio Agamben o, en España, en ese estupendo libro de María Bolaños que se titulaba precisamente Pasajes de la melancolía, debiera resultar, además, disuasoria para quienes sientan la urgencia de asociar orden y antimodernidad. La trágica barbarie de nuestro siglo ha tenido su representación, a veces su profecía, por medios estrictamente pictóricos, a pesar de que la destrucción y el terror siguieran, como pensaba Karl Krauss, a una previa destrucción del lenguaje. El problema de la explicación melancólica es, como siempre, el de reducir pintura a iconografía, porque la vida de la pintura no consiste, digámoslo así, en la subordinación al significado de sus imágenes. Pero esto no debe insinuar merma a un puñado de páginas que concretamente nos hablan del momento en que la pintura cargó con la responsabilidad «de afrontar en lo sucesivo la radical extrañeza de lo real frente a su posible representación».

Escritor, poeta y crítico de arte español