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La obra de Mark St. Germain La sesión final de Freud es un duelo titánico entre Sigmund Freud y C. S. Lewis. El interés teatral, desde un punto de vista literario, viene dado por la intensidad de ese duelo; el interés teatral desde un punto de vista filosófico, viene dado por su amplitud, ya que en ese cuarto y entre esos dos hombres se discuten varios de los problemas cruciales y de los retos esenciales del mundo y el pensamiento modernos. Por eso, es tan importante comprender bien las posiciones de ambos protagonistas.

C. S. Lewis está sistemáticamente en inferioridad de condiciones. Quizá un lector apresurado de la obra o un espectador hedónico de la representación no se dé demasiada cuenta. Lo cual es mérito del autor, del actor y, por supuesto, del propio C. S. Lewis. Para admirar a fondo ese triple mérito y para saborear la obra en toda su calidad hay que fijarse, sin embargo, en la complicada posición de nuestro admirado escritor norirlandés.

Empecemos por la situación que ha dado pie al encuentro. Lewis ha sido convocado (más que invitado) a la casa del gran hombre en principio porque ha osado criticarlo en un ensayo. Pónganse ustedes en su piel. En los libros hablamos de las ideas de los demás con una libertad propia de espíritus puros, con la mano suelta y la lengua afilada. Todos tenemos la experiencia de que en los encuentros cara a cara matizamos mucho más nuestras opiniones y damos mucho más juego a la empatía. No digo que sea mejor un ámbito que el otro, ambos son imprescindibles para la vida intelectual, pero resulta muy incómodo cuando de golpe te sacan de uno y te meten en el otro ámbito. No ocurre solamente cuando conoces al autor cuya obra has criticado por escrito. También resulta bastante embarazoso cuando publican las palabras que dijiste cara a cara o escribiste por correspondencia privada. Con todo, el supuesto peor es el cara a cara. Lo ha descrito con gracia el estupendo diarista Iñaki Uriarte:

Saludo al famoso escritor X en el Carlton. Como sería de mala educación poner alguna pega a sus libros, toda la energía de la conversación deriva hacia el polo positivo, y empiezo a halagar y halagar. De permanecer diez minutos más allí creo que hubiera acabado llamándole el Shakespeare de nuestros días. Me largué corriendo.

El pobre C. S. Lewis se encuentra, al principio de la obra, justo en la situación contraria. Saluda al famoso escritor F. en su casa y no puede desprenderse de la crítica que acaba de publicar. Para aumentar su bochorno, Mark St. Germain —que llega a veces a ciertos extremos de crueldad refinada— le hace llegar a su cita «con tanto retraso». C. S. Lewis es un británico abandonado ante la absurda y embarazosa coyuntura de que le ha fallado nada menos que el servicio de ferrocarriles. Solo un fallo del servicio de Correos podría ser peor.

Por si esto fuese poco, está la cuestión de la edad. Vistos desde el futuro, todos los autores del pasado parecen habitar un parnaso atemporal en el que las edades se confunden e igualan, como en el limbo dantesco, el círculo solemne y pausado que habitan los paganos virtuosos, los grandes escritores. No sucede así entre los escritores en vida. La diferencia de edad entre Freud y Lewis es de 42 años. No es extraño que el joven se encuentre cohibido ante un anciano de 83 años, como este le recuerda, con toda la intención, nada más conocerse.

Y más aún. Sigmund Freud está en la cúspide de su fama. Es un autor mundialmente aclamado y mundialmente discutido, lo que en términos estrictamente literarios es igual de impresionante. Por eso puede permitirse decir a su interlocutor: «¡Bravo! Ha aprendido usted algo de mis libros», asumiendo que le ha leído y hasta estudiado, como ha hecho, por supuesto. Hay un claro atisbo de rebelión cuando, más tarde, Lewis le diga que no ha leído su último volumen, pero se nota mucho la voluntariedad del gesto. Mientras tanto, Freud incluso ataca, vanidoso, a uno de los mentores intelectuales de su invitado con una broma que chorrea autosuficiencia: «Chesterton me ha criticado, así que su intelecto me parece claramente bajo sospecha». Lewis se mueve en unos ámbitos mucho más restringidos: la universidad, sus clases, sus conferencias, sus libros infantiles. El prestigio de Freud, una figura tan mítica como los ídolos de su colección de estatuillas, pesaba sobre Lewis. Nótese cómo Freud bromea sobre la resonancia de los libros que ha escrito Lewis y cómo se permite fingir desconocerlos: «¡Ah! ¿Es que ha escrito usted más de uno?».

Y todavía más, por si lo anterior fuese poco: Freud es un hombre profundamente enfermo. Nadie se aplica con el mismo ardor en una discusión intelectual ante un hombre sano y pletórico que ante un anciano con agudos ataques de dolor y unas heridas en carne viva al que queda muy poco tiempo. El espectador de la obra puede compartir ese sentimiento con el propio Lewis. La empatía naturalmente se inclina a consolar al enfermo y a atenderlo, no a rebatirlo sin piedad.

Coherente con todo lo dicho, Mark St. Germain tiene un acierto literario de primera magnitud al situar la obra en el domicilio de Freud. Nos está diciendo —en puro lenguaje teatral— que el vienés juega en casa, mientras que C. S. Lewis padece todas y cada una de las desventajas del «equipo visitante». En el título, observemos que «la sesión final» vuelve a ser «de Freud», de modo que se le otorga un derecho de propiedad sobre la obra y, de algún modo, un papel director en el desarrollo de la sesión, digo, de la acción. A Lewis no se le deja ni un rincón del título. Y Freud se encuentra respaldado por una vida familiar feliz y cumplida, con una mujer amante y amada y una hija brillante y buena que lo adora y que sigue sus pasos intelectuales. En cambio, Lewis, a pesar de ser el paladín conservador del cristianismo, tiene una vida de solterón algo extravagante, sobre la que Freud se encarga, encima, de espolvorear alguna sospecha de turbio contenido sexual.

Hasta ahora, todos los extremos de la inferioridad de condiciones que tiene que encarar C. S. Lewis son circunstanciales, aunque tal cúmulo de circunstancias resulta muy significativo y tiene la función de un correlato objetivo. Procura y consigue representar la inferioridad de fondo a la que debe enfrentarse el intelectual norirlandés.

Parte de la grandeza biográfica y social de Freud es haber configurado el imaginario colectivo de su propia época, y no digamos ya de la nuestra, cuando la obra se representa. En ambos casos, en su tiempo y en el nuestro,

C. S. Lewis tiene que nadar contra corriente. El pensamiento dominante está del lado incrédulo, escéptico y cientificista de Freud. Eso es innegable y se deja sentir, a poco atentos que estemos, en el fluir de la obra. No es extraño que Freud reconozca que «disfruta provocando un debate» ni nos sorprende su gusto por las bromas, los juegos y los chistes. Es la confianza del que se siente superior y seguro. Y es, paradójicamente, la primera ventaja escénica que tiene Lewis. Le pasa lo que en palabras de Chesterton ocurre a los peces: aquellos que nadan contra corriente son los que, sin género de dudas, están vivos. La misma dificultad de su papel y de su posición contribuye a electrificar épicamente al personaje. Otro acierto de St. Germain es hacer del sentido del humor uno de los ejes de la obra. Freud resulta más inclinado a hacer chistes, pero con menos gracia. El duelo entre los dos personajes es, en buena medida, un duelo de sentidos del humor, uno suficiente, expansivo y plano, otro defensivo, reticente y afilado.

Según vamos descendiendo hacia el corazón de la obra, la dificultad de Clive Staples Lewis crece. Todavía más allá de contra quién, y cómo, y cuándo, y dónde, su problema consiste en qué defiende. Habla de la divinidad de Cristo y tampoco lo hace desde una argumentación escolástica, construida y objetivada, sino desde una postura fenomenológica, hija de su tiempo, subjetiva y biográfica.

C. S. Lewis no es un filósofo, sino un escritor de fantasías y un experto en mitos. Alguien que sostiene que «Dios ama las obviedades». En un paseo en moto vio que Cristo era el Salvador. Algo casi cómico, como no oculta: «A San Pablo le golpeó un rayo mientras cabalgaba rumbo a Damasco. A mí me asaltó un pensamiento en el sidecar de mi hermano, camino del zoológico». No son las armas apropiadas para enfrentarse a todo un Freud. Lo cual vuelve de nuevo a engrandecer la figura de un Lewis que, como en los cuentos que tanto le gustaban, parece a ratos el sastrecillo que se atreve con los gigantes. Lewis, además, reconoce sin ambages su inmenso desconcierto ante el misterio del dolor, mientras que Freud se muestra siempre firme en su increencia absoluta.

Tampoco un armamento filosófico más serio hubiese sido definitivo. Es muchísimo más difícil explicar un misterio que negarlo. Otro escalón ontológico e intelectual que debe afrontar Lewis. Lo dice la misma palabra «misterio». Un misterio es, por esencia, aquello que resiste cualquier explicación. Un misterio es aquello que contribuye, por naturaleza, a negarse a sí mismo. Nuevamente, el que sostiene el misterio tiene que ir de alguna manera contra corriente de aquello que él mismo mantiene. El que niega el misterio puede, simplemente, dejarse llevar por la misteriosidad, digamos, del misterio, apoyarse en ella, aprovecharse de ella. La fe exige, como se dice, un acto de fe; la incredulidad y, sobre todo, el agnosticismo es un abandono, casi una voluptuosidad.

Una vez que nos hemos hecho cargo de la situación, podremos entender la grandeza del personaje de C. S. Lewis. Hace todo lo que puede y lo hace muy bien todo. Da testimonio de su fe: cuenta su conversión en lo que tuvo de repentina y de inexplicable. Sabe defender sus tesis con un humor que juega al contragolpe, sin dejar por ello de ser respetuoso con Freud. Y, sobre todo, no olvida su san Agustín y el «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». De una forma muy elegante, sin explicitarlo en ningún momento, Lewis es consciente de que el corazón de Freud se acerca a la hora de su descanso y asume (y adivina) que está inquieto, y deja, como un psicoanalista, que el propio Freud, psicoanalista psicoanalizado, saque afuera esa inquietud. Le espeta: «Nunca he conocido a un no creyente que emplease tanto esfuerzo [como usted] intentando desacreditar la existencia de Dios. Si yo fuera psicoanalista, me intrigarían estos empeños tan constantes». La inteligencia y la sabiduría de Lewis, si uno entiende todas las circunstancias exteriores, interiores e íntimas con las que tiene que bregar, brillan en su máximo esplendor. Un acierto maravilloso de la obra de teatro es que Freud es el primero en darse cuenta de ello y su aprecio y admiración por su visitante no dejan de crecer, paso a paso.

Parece que el texto culmina en ese punto encuentro sentimental, mientras las espadas intelectuales han quedado en todo lo alto. No sería un mal final para Lewis firmar estas tablas, puesto que, como hemos visto, él jugaba con negras, si se me permite introducir por primera vez a estas alturas la metáfora ajedrecista. Sin embargo, el autor invita a nuevos personajes. Quizá el bombardeo ya ha hecho las funciones de coro trágico. Probablemente la música tenga mucho que decirnos. La resistencia de Freud a la más espiritual y a la menos asible de las artes en un símbolo clarísimo, un mensaje esencial. Con todo, lo que está fuera de toda duda es que la voz del rey (¿otra vez la metáfora ajedrecista?) dice mucho, porque se le da la última palabra.

Y su última palabra es recurrir, en una situación desesperada, a Dios. Lo nombra con significativa insistencia. Siendo la situación de Freud también desesperada (en guerra con su enfermedad terminal), se nos invita sutilmente a seguir un paralelismo implícito. El rey, nada menos, toma en sus manos —en su voz— la defensa de las tesis de Lewis.

Poeta, crítico literario y traductor.