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Leer o no Leer. José Manuel Mora Fandos. Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, 96 págs.

No piensen que están ante un ensayo académico. No. Llamémoslo entonces una toma de temperatura. Cuando uno quiere aclararse consigo mismo, y confía en que la escritura puede ser un buen camino, no desea perder cierta calidez. Le parece que perderla sería perderse. Pero eso de escribirse sin perderse, quizás le ponga al indagador que escribe en la tesitura de tener que improvisar novedades, incluso un género de escritura a la medida, a la medida de quién y cómo se es. Esto inquieta un poco: de entrada, puede ser difícil escapar de ese pensamiento que establece una relación directa entre un montón disperso de apuntes y su deriva hacia una pulida reflexión impersonal. Quizás hemos llegado a pensar que ese texto abstracto es la meta, cuando se quiere reflexionar sobre la verdad de algo, y que unos lectores abstractos, como intelectos separados que van libando ideas de cáliz en cáliz, son sus receptores naturales. Esto es una exageración, claro.

Para mí se trata de ver, de ver otra vía para ver, sin perder la temperatura. Hace poco escuché una anécdota muy divertida: una niña de seis años, un auténtico torbellino en el aula, de repente guarda un sospechoso silencio: está haciendo un dibujo. El profesor se acerca con alivio, y le pregunta intrigado: “¿Qué estás dibujando”? Y la niña: “Un dibujo de Dios”, y el profesor: “Pero si nadie ha visto a Dios”, y la niña: “Pues lo van a ver enseguida”. El mayor aprendizaje de la escritura de Leer o no leer ha sido la experiencia de ver con palabras lo que de entrada no es fácil de ver, pero está. Y hace falta una buena carga de desprejuicio e ingenuidad, entrar en considerables pérdidas de pudor, para confiar en la posibilidad de esa visión. Hacerse niño. No voy a disculparme por ponerme un poco paternalista y dar consejos—al fin y al cabo es lo que hacen con toda naturalidad los niños antes de entrar en la edad adulta—, así que ahí va: deberíamos buscar una visión más audaz, al menos un propósito de ver lo que de entrada, por algún motivo, no es fácil de ver. Ver, en buena medida, es un querer ver. Y un confiar en el ver.

En Leer o no leer, quise ver lo que, a lo largo de casi toda mi vida, he hecho con la lectura, y lo que la lectura ha hecho conmigo. Comprenderán ahora un poco mejor por qué esta reserva hacia la palestra académica: estamos hablando de identidad. Ese misterio que no se ventila simplemente escribiendo inteligentemente sobre roles sociales, constructos, género, comunidades, tradiciones… aunque algo haya de todo eso. Yo quería pasear por esas regiones íntimas vedadas al ensayo académico, y hacerlo sin sensación de transitar por el lado oscuro de la cerca, presa de la incomunicación, el idiotismo o la privacy; sino con la confiada y cálida intuición de que lo que surgiera serviría para comunicar con alguien. Por eso se abrieron a la escritura los portillos de los campos literarios, y las metáforas ondearon sus pañuelos. Así que encontrarán bastante literatura en las páginas de este libro.

Leer o no leer: el eco hamletiano del “ser o no ser” quiere maridar el asunto de la lectura con el de la identidad. Para mí la relación es tan innegable como unas cosquillas. Y el proceso clave de esta química es el de la lectura. ¿No es sospechoso que en los programas de estudio, en los temarios, en la pedagogía, hablemos tan poco de la lectura; mientras no paramos de hacerlo sobre libros? Qué fácil es caer en el fetichismo del libro —sobre todo por las inercias comerciales y mediáticas—:

los grandes libros, los clásicos, los fundamentales, lo que no te puedes perder, los más vendidos, los top ten, los premios Nobel de literatura… No soy un crítico externo al sistema, ni un okupa de la cultura. Reconozco los hechos de civilización, agradezco y me beneficio del buen trabajo de los buenos profesionales del mundo del libro y de la comunicación, y quiero contribuir a las excelentes tradiciones que contribuyen a lo mejor de nosotros. Pero me gusta señalar el siguiente fenómeno: al terminar de leer, devolvemos el libro a la estantería, mientras que la lectura que hicimos nos acompaña. Y no como el loro sobre el hombro del pirata. La lectura es metabolismo, bromatología, digestión, finalmente ADN. Nos hace. Como la mancha de chocolate Lindt, una buena lectura queda para la eternidad.

¿Cómo puede ser esto? Ya hace tiempo que cuando se quiere ensalzar el valor intelectual de un autor se dice, “Véase su innegable modernidad, para los esquemas de su tiempo”. Así, Hammurabi con su talión era modernidad pura, Sócrates un modernista un tanto pesado para sus conciudadanos, Benito Jerónimo Feijoo un moderno con hábito… Pues yo quiero dar un paso más y reivindicar la postmodernidad como la última novedad en valor intelectual, y presentar a un postmoderno innegable, Gregorio de Nisa, que vino a decir algo tan fuerte, y con estilo –que es lo que más interesa-, como: “A través de nuestras acciones, somos padres de nosotros mismos”. Es cierto que no escribió “progenitor”, que no distinguió entre A o B —tampoco los protomodernos aprobarían el examen de un temario de modernidad actualizado—, pero su “innegable postmodernidad” le viene de esa relación entre acciones e identidad, libertad y persona, relación con uno mismo y felicidad. Bien, pues la lectura es una acción muy poderosa, con la que nos hacemos hijos de nosotros mismos.

Cuántas decisiones, reflexiones, conocimiento personal, supone y al mismo tiempo provoca la lectura. No hay nada más prochoice. Qué leemos, por qué, cuándo, cómo, para qué, orientados por quién, con quién compartimos la lectura, qué exigimos al libro, qué esperanzas traemos a este diálogo, qué acciones provoca, a qué decisiones puede empujar, qué queremos encontrar en la relectura, si nuestro modo de leer conecta con una tradición concreta de modo de leer…: un puñado de preguntas que hacen identidad.

Vuelvo a traer mi condición de profesor —no puedo evitarlo—: invisibilizamos esta fuerza identitaria de la lectura en la educación. Hacemos creer que la lectura obedece en resumidas cuentas al mecanismo de una máquina expendedora de refrescos: los libros como productos perfectamente manufacturados, al alcance del consumidor, con tal de que se accionen los procedimientos pertinentes. Si no gusta un sabor, se pulsa el botón de al lado. Si leer es una técnica que se enseñó en los primeros cursos de Primaria, así que, ¿por qué volver sobre ello, cuando nuestro objetivo principal es transmitir a los alumnos tantos contenidos, adiestrarlos en tantas competencias para ser competitivos en el mercado laboral?

Vale, pero, por cierto, ¿dónde queda la educación en todo esto?; cariño, ¿dónde te has dejado al niño?

En Leer o no leer he seguido una senda principal: la dimensión narrativa de la identidad. Al terminar de escribir fui entendiendo que estaba realizando una venganza y una liberación. El tema de la identidad narrativa ya hace décadas que campó por los ámbitos académicos; pensadores tan solventes como Paul Ricoeur, Alasdair MacIntyre o Julián Marías enseñaron a ver esta dimensión que trasciende la biología en biografía. Pero el sistema académico tantas veces tiene el efecto perverso de impedir la salida de conocimientos hacia el resto de la ciudadanía; parece como si, conseguidos los objetivos intraacadémicos, no quedaran fuerzas o voluntad para hacerlo. Así que, como el Zorro, había que robar a los ricos para dárselo a los pobres. El sentido de la dimensión narrativa de la identidad me parece algo sumamente poderoso —sensatamente entendido—, que debe ser liberado en medio de los fluidos comunicativos y educativos para contribuir a una mejor visión de nosotros mismos. Y es en la lectura, donde se pueden descubrir infinitos ejemplos y analogías de nuestro modo de ser con el modo de ser de una narración.

Por esta razón, una de las cuatro secciones del libro lleva el título “De libros y maletas”, y en otra, “De lo leído” he vuelto a esos textos cálidos que han tenido que ver con mi identidad: La Ilíada de Homero, Antígona de Sófocles, Las cartas a Lucilio de Séneca, Las confesiones de San Agustín, Shakespeare, El Principito de Saint-Exupéry, las intrigas de Agatha Christie, los Cuatro Cuartetos de T. S. Eliot, tantas páginas de Josep Pla… En “Historia antigua” retorno a las brumas infantiles de mi aprendizaje de la lectura, hasta la adolescencia. Y en “Ritos” descubro lo que el modo de leer dice sobre uno mismo.

Al terminar de escribir Leer o no leer—en ese momento en que has de hacer un resumen para el envío a las editoriales, y luego para los medios de comunicación—, constaté analógicamente para mi libro la verdad de lo que decía Rousseau que pasaba con las cartas de amor: que al comenzar a escribirlas no sabes qué vas a decir, y al terminarlas no sabes qué has dicho.

Bien, quizás sí tengo una cosa clara, un tanto paradójica: sólo escribes con satisfacción de lo que conoces bien, y que la manera de saber lo que conoces bien es poniéndote a escribirlo. Y si se da esta condición, lo normal es que lo escrito funcione térmicamente con los lectores.

Doctor en Filología Inglesa (Universitat de València) con una tesis sobre la obra poética y ensayística de T. S. Eliot. Ha sido profesor de español en la University of Wales, College of Cardiff, y profesor visitante en las universidades de Tampere (Finlandia), Florencia y Lund (Suecia). En la actualidad pertenece al Departamento de Literaturas Hispánicas de la Universidad Complutense de Madrid y da clases de escritura creativa en el Máster Universitario en Escritura Creativa de la UCM.