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Trazar en unas pocas líneas el esquema de lo que sería un panorama de la literatura española de ahora mismo es bastante complicado. Pocos panoramas hay más entrecruzados de caminos diferentes ni de perfiles más difusos. A un sinfín de tendencias narrativas y poéticas, casi tantas como escritores, se suman hasta cinco generaciones literarias distintas (incluidos los supervivientes del grupo o generación del 27) que conviven a un tiempo. Por ello, y a la vista de anteriores panoramas esbozados en estas mismas páginas, daremos cuenta, a través de un corte en un período breve, de autores con obra reciente que juzgamos de interés.

Hemos mencionado el término generación. Desde que el alemán Petersen lo aplicó a la historia de la literatura, casi ningún otro concepto ha gozado de menos credibilidad y, paradójicamente ha sido más utilizado que éste, con una porción de cuestiones sin resolver: falta casi siempre el líder o jefe que ejerza el caudillaje; las edades oscilan más allá de lo razonable, dejando a alguien fuera; los acontecimientos generacionales no están claros (¿fue mayo del 68, por ejemplo, tan decisivo en Madrid como en París?; ¿da la fecha, sin un esfuerzo imaginativo, como para montar una generación?) etc. Con todo, sin ser muy quisquilloso, hablar de generaciones, como simple referencia cronológica y distanciadora de comportamientos estilísticos, resulta cómodo.  Así lo hago para el recuento de apariciones literarias de 1992.[[wysiwyg_imageupload:3164:height=120,width=200]]

Desde el punto de vista de la recepción de la obra, el mercado editorial, perífrasis tan del gusto de los especialistas, parece responder a conductas anómalas, al menos en relación con otros países. En esto, como casi en todo, hay mucho aventurerismo: pagos millonarios por libros que nunca llegarán a venderse, lanzamientos publicitarios para la venta masiva de una obra no siempre sólida, saturación del mercado con nuevas colecciones que destrozan los precios de títulos aparecidos en otras, etc. Un conocido editor ha recordado estos días que mientras en los U.S.A. se editan unos 50.000 títulos nuevos cada año (aproximadamente un libro por cada cinco mil habitantes) y en Francia unos 30.000 (un libro por cada dos mil habitantes), en España se editan nada menos que 40.000 títulos nuevos, lo que supone un libro por cada mil habitantes. Ya decía Pareto que el comportamiento de los individuos es alógico. Si acudo a la melancólica repetición de esas cifras, con sus mostrencos nacionalismos, es porque parecen demostrar que no se ha conseguido ni equilibrar el mercado ni hacer a la gente más leída o más culta. Sin embargo, la pueril e interesada obsesión por las novedades y el afán por hacerse con un «best-seller anual» sí está llevando a una saturación que hace peligrar la vida de más de una editorial y el trabajo de mucha gente.

Creo que convendría también hacerse el sordo ante algunas lamentaciones. Como es la de que los libros de ficción (el carácter utilitario de los metafictivos les da mejor salud) se editan cada vez menos (se señala que bajaron un 4% en 1991 con respecto a 1990). La proliferación de obras literarias, y de supuestos entendidos y especialistas a su alrededor, siempre me ha recordado la llegada a algunos países subdesarrollados: son muchos los improvisados guías que le ofrecen sus servicios, pero muy pocos los monumentos que tienen interés para el turista. Leyendo ciertos títulos, oír de reducción o merma en las salidas es un alivio.

Si nos acogemos a un criterio drásticamente reduccionista, dos son las tendencias esenciales en la poesía española contemporánea. Una es la llamada poesía de la experiencia, heredera formal y temáticamente del mundo clásico, el modernismo y la generación del 50 (Jaime Gil de Biedma, Francisco Brines). Se aleja de las estridencias vanguardistas, cultiva el distanciamiento por el humor, metros conocidos, las referencias culturales del pasado y la anécdota personal. Sobre esta corriente predominante, aunque con contraejemplos significativos, se ha publicado un libro incisivo y divertido: La poesía figurativa. Crónica parcial de quince arios de poesía española, (Madrid, Ed. Renacimiento, 1992) del poeta y crítico José Luis García Martín. La otra corriente es, fundamentalmente, la llamada poética del silencio, aunque también cabe hablar de otros apellidos (escuela leonesa, grupo de Valladolid, etc.) Prefieren un desnudamiento del verso hasta quintaesenciar a veces su contenido y su forma, en la línea de la poesía pura; o reflexionan, a través de lametapoesía, en el poema sobre el poema mismo. Están más vinculados a autores como el poeta mexicano Octavio Paz, o las vanguardias, que la anterior. Creen en una esencia poética de difícil contextualización literaria y apuestan por la condición demiúrgica del poeta. Aunque, desde el punto de vista práctico, lo importante son los resultados y las diferencias de escuela no debieran serlo personales, tanto en los congresos como en esas terapias ocupacionales de algunos cursos de verano se ha llegado a radicales enfrentamientos.

Como recuperación precisamente de la mencionada generación del 50, la «Colección Retorno» de la madrileña Ediciones La Palma, ha editado obras hace tiempo agotadas. El vuelo de la celebración (1976) de Claudio Rodríguez, Cuanto sé de mí de José Hierro, Antiguo muchacho (1950) de Pablo García Baena, Como si hubiera muerto un niño (1961) de Carlos Sahagún, han salido a la calle en 1992. Se anuncian títulos de Francisco Brines, Rafael Morales, Eladio Cabañero y Luis Feria, también inencontrables.

Faltos de un estudio que se ocupe de sus respectivas obras, los malagueños María Victoria Atencia y Rafael Pérez Estrada (1934), y el sevillano Joaquín Márquez (1934) pertenecen a la misma generación del 50, aunque presentan especiales rasgos de insularidad lírica. De una antigua dicción y una sintaxis larga, Atencia da en El Puente (Valencia, Ed. Pretextos, 1992) veinticinco poemas en torno a la Praga de Kafka que confirman su oficio. En La intrusa (Sevilla, Ed. Renacimiento, 1992), de mayor variedad temática, insiste en la tendencia sacralizadora de una poesía que requiere la adopción continua del hipérbaton, subidas de tono en los apostrofes y afirmaciones dramáticas de un sujeto poético compungido. Todo un poco teatral, quizá, pero espléndido en el fondo (el que apunta a la precariedad de la existencia). Pérez Estrada, por su parte, recoge en los poemas de La noche nos persigue (Madrid, Ed. Signos, 1992) un conjunto de percepciones rápidas y precisas que inciden en la riquísima imaginería del autor. El pensamiento analógico surge con fuerza en una captación inusual de situaciones, personas y objetos. La irregularidad métrica de los poemas, en los que se plantea a veces como el titubeo de una afirmación o una idea, suele cerrarse con eficaces esticomicias de sentido irónico. Joaquín Márquez, autor también de varias novelas, ha hecho una muy buena selección de poemas amorosos de entre su abundante producción: De tanto amor eterno. Antología 1973-1990 (Sevilla, Ed. Renacimiento, 1992). Inolvidables los poemas sobre figuras del pasado: Juana de Ponthieu, el califa Abu Yacuf Yusuf, Jacobo Casanova.

 

LAS NUEVAS PROMOCIONES

De una generación posterior, Juan Luis Panero (Madrid, 1942), en la línea de sus anteriores Juegos para aplazar la muerte (1984) o Antes que llegue la noche (1985), ofrece en Los viajes sin fin (Barcelona, Ed. Tusquets, 1992) temas de su universo poético: las sombras tenaces del paso del tiempo, la mirada sin entusiasmo paseando por las calles de París o de Méjico, fantasmales habitaciones de hotel, el reiterado recuerdo de la muerte, la evocación de autores con aura de malditos.

Jesús Munárriz en Otros labios me sueñan (Madrid, Ed. Hiperión, 1992) utiliza el monólogo para dar vida poética a diversos personajes. Conocidos, unos (el emperador Adriano y el hereje Prisciliano; el poeta Antonio Machado), encarnaciones de seres anónimos, otros (un renegado, una prostituta, un converso, una cocinera, el soldado desconocido), el autor, al modo de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, les presta su voz poética y fantasea su realidad. Problemática resulta la ofrecida por Leopoldo María Panero en Heroína y otros poemas (Madrid, Ed. Libertarias, 1992): con técnica minimalista, se pretende elevar a la categoría de arte la anécdota de la patología. La mortífera droga trasciende la metáfora, pero el vuelo del poema se queda en las primeras nubes.

Jaime Siles (Valencia 1951) ofrece en su compilación Poesía 1969-1990 (Madrid, Ed. Visor, 1992) libros que van desde su primero Génesis de la luz hasta el último Semáforos, semáforos (Premio Fundación Loewe 1989). Lo ha dicho en acertadas razones Jorge Rodríguez Padrón: en la exploración del lenguaje y del espacio, de los poetas de su generación (la de los «novísimos») «quizá sea Jaime Siles el que haya ido más lejos». Eso sí: a mí me gusta más cuando regresa. De la misma generación, Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1952) ha visto igualmente publicada una antología que con el título de 77 Poemas (Sevilla, Eds. de la Universidad, 1992) recoge piezas de su fecunda trayectoria poética.

Entre los poetas más jóvenes, Felipe Benítez Reyes (Rota, Cádiz, 1960) ha reunido en un solo volumen, Poesía 1979-1987 (Madrid, Ed. Hiperión, 1992), su poemas de libros anteriores, precedidos de un ponderado e inteligente prólogo de Luis García Montero, profesor y poeta. Por último, una clara vocación de ruptura encierran los versos de Días perdidos en los transportes públicos (Barcelona, Ed. Anthropos, 1992) de Roger Wolfe (nacido en Westerham, estado de Kent, Inglaterra, en 1962): inspirado en la música rock, el llamado «realismo sucio» y los escenarios urbanos, este gigante lírico ha escrito un libro no apto para almas demasiado sensibles.

 

DE LA NARRATIVA

La novela en España es el género literario por antonomasia. Se diría que no hay autor que no se sienta atraído por él ni alcance a ver legitimada su carrera sin una incursión en la narrativa: algo así como las rituales abluciones de una escritura incomprensiblemente superior. La generosa nómina de novelistas se ha visto incrementada últimamente con la entrada de numerosos poetas. Algunos hacen bueno el sarcasmo de Juan Luis Panero sobre los que abandonaron la poesía porque ya antes la poesía les había abandonado a ellos. En otros, el cambio se produce con aceptable fortuna. Que sirve a su vez de reclamo: hoy, hasta un conocido sastre, popularizador de los trajes con arrugas, amenaza con publicar una novela. En cualquier país occidental escribir es práctica común que tiene ámbitos de existencia familiar o privada muy estimables; en éste, con apenas lecturas de por medio, se hace forzoso exponer el rapto de la mente a una pública exhibición de tragasables.

Perteneciente, como Camilo J. Cela o Miguel Delibes, a la generación del 36, Gonzalo Torrente Ballester (El Ferrol, 1910) ha publicado una reciente historia de trama sencilla e impecable factura, La muerte del Decano (Barcelona, Ed. Planeta, 1992). Situada temporalmente en la posguerra, la intensa comunicación de los personajes dibuja la antítesis del poder omnímodo de la dictadura. Les recomiendo que la lean. De la misma generación, inscrito en el grupo de los novelistas del exilio, es Manuel Andújar (La Carolina, Jaén, 1913). Vuelto a España en 1967, desde la primera, Cristal herido (1945), ha publicado ocho novelas. En la última, con su peculiar formalismo barroco y trasfondo galdosiano, recoge la relación entre dos mujeres y ese personaje que es Un caballero de barba azafranada (Barcelona, Ed. Anthropos, 1992). De planteamiento onírico y derivaciones dramáticas en clave de farsa, lo mejor es su estilo.

A la generación del 50 se la empieza a llamar por razones distintas a la americana, «generación perdida»: muchos de sus miembros (los novelistas Luis Martín Santos, Jesús Fernández Santos, Juan García Hortelano, y recientemente, Juan Benet; así como el poeta Jaime Gil de Biedma) han desaparecido de forma prematura. A ese grupo pertenecen Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925) y José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1928). Martín Gaite, después de catorce años desde la publicación de su anterior novela, El cuarto de atrás (1978), ha dado una obra largamente gestada, Nubosidad variable (Madrid, Ed. Anagrama, 1992). De enfoque behaviorista, recoge la relación epistolar entre dos amigas ávidas de comunicación tras un distanciamiento de años. Espejo de la soledad y las carencias del mundo femenino, su final es espléndido. Con él recordamos que los viejos narradores nunca mueren. Caballero Bonald, con una frase del Persiles cervantino que le da título, ha escrito en Campo de Agramante (Madrid, Ed. Anagrama, 1992) una novela cuya acción se sitúa en las marismas del Guadalquivir, entre Sanlúcar y Doñana. Un personaje dotado de poderes hiperestésicos capta anticipadamente sonidos de acciones que suceden después y cuenta en primera persona su experiencia. Maderas, pájaros, paisajes insospechados, labores del mar y del campo hacen de la obra un relato arcádico de antiguas y lujosas resonancias mediterráneas. A su rara intensidad le sobran, para mi gusto, algunos rizos barrocos.

A la generación del 68 o del 66 (fecha de promulgación de la Ley de Prensa de Fraga Iribarne) pertenecen Eduardo Mendoza (Barcelona 1943), Eduardo Alonso (Oviedo, 1944) y Javier Marías (Madrid, 1951). El primero ha escrito en El año del diluvio (Barcelona, Ed. Seix Barral, 1992), a partir de una trama folletinesca, que le es tan querida, una buena novela de ambientación rural. De Eduardo Alonso, aunque se trata de una novela breve, debo mencionar El retrato del Schifanoia (Barcelona, Ed. Mario Muchnik, 1992), relato lírico en el que con humor y poesía asistimos a la transmutación en literatura de la soledad del protagonista; Salamanca y Bolonia son los escenarios. Javier Marías ha escrito en Corazón tan blanco (Madrid, Ed. Anagrama, 1992) una novela de estilo insistentemente analógico, pulso titubeante (con varias historias que no llega a desarrollar) y escaso interés. La anécdota que da título a la obra está en Shakespeare; su uso del castellano, a veces también.

La mirada crítica sobre el pasado tiene dos buenos ejemplos. Uno es el escrito por Andrés Trapiello (Manzaneda de Torio, León, 1953) en El buque fantasma (Barcelona, Ed. Plaza & Janés, 1992), Premio de la editorial que lo publica. Aunque falto el narrador de un mayor distanciamiento de los hechos, no es tan floja de méritos como algunos han dicho. Su obra mejor sigue estando en sus diarios (publicados por Pretextos) y ensayos. El segundo ejemplo es la primera incursión en la novela de la poetisa Fanny Rubio (Linares, Jaén, 1949), La sal del chocolate (Barcelona, Seix Barrai, 1992). Antigua militante del P.C.E., la autora lleva a cabo en esta obra, primer título de una anunciada trilogía, un ajuste de cuentas con los elementos próximos al poder en España. Novela con abundantes planos de indefinición argumental, espacial y temporal; al tratarse de un ajuste de cuentas, no hace falta saber sumar ni restar para obtener los resultados apetecidos.

Schopenhauer recomendaba no leer ningún libro que no hubiese cumplido los cien años. Juzguen ustedes si merece la pena contribuir a la crisis del sector con tan insensata actitud. Y, si se leen, ¿cómo resignarse a hablar de esos libros sin crear los inevitables malentendidos? •