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Otra cosa no tendrán las guerras, pero si el dudoso privilegio de que nadie, en su transcurso, parece dar un chavo por la vida de nadie y, como en los periodos de peste, cualquier código de valores queda seriamente afectado. La depreciación de la vida humana, su oscura reducción a un azar misterioso, a una accesoria naturaleza, en medio de un absurdo torbellino, son marcas indelebles que sellan la conciencia de quienes han vivido una guerra.

Bajo esas premisas hay que leer La tela de araña (l). Su autor, el judío austríaco Joseph Roth (Schwabendorf, Galitzia, 1894  París, 1939), la escribió con el recuerdo aún fresco de la Primera Guerra Mundial. Fue publicada por entregas en el otoño de 1923 en un periódico de Viena y cabe presumirle una aceptable acogida, no tan entusiasta, sin embargo, como para merecer una reedición en libro, que tardaría mucho en llegar (1967). Tras este folletón en treinta capítulos breves, Roth publicó Hotel Savoy (1924), El profeta callado (1929), Job (1930), de asunto bíblico, y La marcha de Radetzky (1932). Luego vendría el exilio, primero a Alemania y más tarde a Francia, en 1933, las  Confesiones de un asesino (1936)  y La cripta de los capuchinos (1938). Al tema que mejor conocía, el del alcohol, le debió la escritura de su última obra memorable, La leyenda del santo bebedor (1938), y el hecho de su propia muerte. A Joseph Roth y a Malcom  Lowry he oído elogiar en tantas ocasiones, por tantos labios tan cargados de razones y de copas, que hasta un abstemio como yo debe reconocer que, en el caso de Roth, el epíteto de genial puede no ser inmerecido.

CONTRA LA TENTACIÓN TOTALITARIA

La tela de araña no es sólo una novela de judíos, pese a tener en sus más conspicuos malvados y en sus más abyectas motivaciones personajes de este origen. Desde luego, la espiral de violencia de la cual el texto da cuenta tiene también por destinatario principal al pueblo judío, en una especie de anticipo o premonición del holocausto. Tampoco es una novela de malhechores o de vulgares delincuentes como en alguna ocasión se ha presentado. En esencia, es un relato sobre la aparición del nazismo en sus primeras formas de mafiosos grupos de choque: reventando mítines, propinando palizas, creando grupos armados capaces de contrarrestar huelgas, o eliminando a cualquier precio al adversario,  lítico e ideológico. En esa actividad cruzada de consignas nacionalsocialistas se abre paso alguien de porte insignificante, subestimado por su familia y hazmerreír de los amigos, Theodor Lohse. Pese a haber salido indemne de la Guerra del 14, es una de sus víctimas: desmovilizado forzoso -como tantos otros que lo fueron por las imposiciones de las potencias vencedoras- pasará de teniente provisional a preceptor del hijo de un joyero. Este próspero comerciante judío casado con una hermosa mujer es el que alimenta el ansia de revancha de Lohse ante un mundo que siente como injusto. A su vez, el  ideal de autoridad emancipadora le llegará con la imagen del mítico general Ludendorff, el organizador, junto a Hitler, del putsch del 9  de noviembre de 1923. A Ludendorff le escribe una carta; con su escueta respuesta y con la militancia en una organización clandestina, comienza el ascenso social. Como en toda irresistible ascensión, en ésta ni la delación ni el crimen pueden ser un obstáculo…

Pero no voy a la novela, cuyas páginas siempre le sabrán a poco al lector.

Hay en ella una porción de militares que representan la autoridad suprema, el ideal de servicio ciego, el heroísmo y la gloria. La crisis económica y moral propició el surgimiento de abundantes modelos autoritarios -militares o no- en toda Europa a lo largo de la década: el  almirante Horthy en Hungría  (1920), Mussolini en Italia (1922), Primo de Rivera en España (1923), el mariscal Pilsudskí en Polonia (1926), Voldemaras en Lituania  (1928), Salazar en Portugal (1932), Hitler (1933) en Alemania. Con semejante caldo de cultivo, Joseph Roth presta especial atención a la estrambótica figura del militar botarate y antiheroico, al miles gloriosus del que Valle Inclán decía, por esas fechas, que era de la estirpe de aquellos bizarros coroneles que en las procesiones se caían del caballo. Junto a sus trajines de salas de banderas y de discursos siempre iguales coloca Roth al arribista sin escrúpulos protagonista de la obra.

Fue Joseph Roth contemporáneo de escritores especialistas en reinventar el lenguaje y hacerle salir ángulos punzantes y enfoques insospechados: dadaístas, expresionistas, surrealistas. Su estilo, sintético y abrasador, es tan moderno como la mejor poesía narrativa actual. Su rápida y contundente captación de la crisis social, económica y política, con masas famélicas e implorantes -resuelta en no más de treinta líneas-, constituye una fórmula narrativa que recuerda, por su técnica, el montaje de hierro  del cine épico de Eisenstein y, por su emotividad descoyuntada y trágica, la pintura que nos dejaron los alemanes Otto Dix y George Grosz. No puedo decir más.

Hay quien vaticina que la crisis económica traerá en el futuro una mayor participación del hombre de la calle en sus propios destinos o, por el contrario, con el amedrentamiento de las masas, la exigencia al Estado de una mayor autoridad. Quiero creer que, para un espíritu  sensible, la lectura de esta novela  de Joseph Roth será una vacuna  contra cualquier tentación totalitaria.

UNA TRADICIÓN ANCESTRAL

En uno de los numerosos cuentos que escribió a lo largo de su dilatada vida, Isaac Bashevís Singer (Radzymin, Polonia, 1904-Florida, U.S.A., 1991), la mujer de un rabino discute con su hijo sobre el significado de la Mona Lisa. Cree la buena señora que todo arte es superstición; e idolatría, la sonriente imagen de Leonardo. El chaval le espera con gesto rebelde:

‒ ¿Qué pretendes, madre?
¿Que los franceses vayan en peregrinación al rabino de Gur y recojan las migas de su mesa?  En Europa quieren belleza, no la Torá de un viejo que recita los Salmos y tiene una hernia.

Quien así habla es el joven Singer, hijo y nieto de rabinos, luego escritor en lengua yiddish, emigrado a Estados Unidos en 1935 y premio Nobel de literatura en 1978. Sus palabras equivalen al proyecto ideológico de uno de los modelos narrativos que puso en  marcha, inmerso en la preocupación por la vida moderna y de espaldas a una tradición ancestral. A Singer lo vemos debatirse continuamente entre esas dos tendencias: la de una rancia tradición judía, con ritos y costumbres contemplados desde una ortodoxia indiscutible, y la que, instalada en pleno siglo XX, con el bagaje cultural y científico que ello supone, se rebela contra un mundo forzosamente limitado, rozando la heterodoxia del credo judío.

Dentro de la primera línea, y de forma muy especial en sus cuentos, Singer configura un modelo de narración doblemente tradicional  formal y temáticamente- en una matriz narrativa que atiende más al desarrollo psicológico de los personajes y a los incidentes de las escenas intermedias que a su desenlace final. Esto no es accesorio: cuando Edgar A. Poe ponía el énfasis en el desenlace del cuento, como cuando los formalistas rusos   ‒B. Eichembaum-, vinculados a las vanguardias, teorizan sobre su funcionamiento, defendiendo la importancia del final del relato como su elemento detonante, están pensando en los modelos literarios sajones. Piensan en la short story o la trick story, como recuerda Borges a propósito de los cuentos de O. Henry. Acogido a un patrón eslavo, de larga tradición en la literatura rusa del XIX, Singer va por otro lado: recrea situaciones en varias secuencias numeradas que dilatan la aparición del desenlace. Su fábula se hace morosa y calma como una noche de aldea. Tiene con frecuencia la monotonía de la plegaria en una sinagoga. Y el aliño de alguna implícita moraleja permite su divulgación como literatura infantil (2).

En el último volumen de cuentos de Singer aparecido en castellano, Un amigo de Kafka y otros relatos (3), los titulados “Un amigo de Kafka”, “Invitados en una noche de invierno”, “Henne Fuego” o “El deshollinador” están en esta línea. Vienen inspirados por una tradición oral, como lo demuestran las frecuentes apelaciones al oyente o las facecias, con que la comunidad judía recrea sus topoi y da cuenta de la vida de sus miembros. Incluso cuando la protagonista es la ciudad moderna -verdadero hortus conclusus de valor edénico para muchos inmigrantes judíos, aunque denostado por Singer- ese sentido oral del relato y su vinculación temática con la tradición talmúdica no se pierden. Una tradición en la que se agiganta la figura de autoridad del rabino. En algún cuento parece que el autor hubiese roto con la ortodoxia de sus antepasados, pero  el orden de las creencias se restablece y el conflicto del atormentado protagonista queda reducido a una pasajera crisis de fe  sentido autobiográfico- al modo unamuniano.

Lleva a cabo Singer una indagación en el alma humana que desvela aspectos curiosos o extravagantes de sus personajes. Los judíos norteamericanos -también aparecen los de su Polonia natal, los de Israel- provocan las situaciones más divertidas: un productor de espectáculos teatrales incapaz de organizar nada serio, en “Schloime-  un editor embarcado en líos inimaginables, en “El chiste”­, etc. Son cuentos en los que la mirada de Singer se carga de suspicacia para poder contar, con ironía, el resultado de sus averiguaciones a la parroquia.

UNA SEGUNDA MANERA

El otro modelo narrativo de Singer se corresponde con proyectos de más altos vuelos: menús más pesados a los que su espíritu de pertinaz vegetariano se atrevía. Están servidos en novelas como Escoria (4) y Enemigos (5). Profundas vivencias eróticas, experiencias esotéricas, relacionadas desde el medievo con el corpus escrito de la Cábala, y un intento de racionalización de todas esas fuerzas dictadas por la superstición y el instinto conviven en ellas.

En esta segunda manera, el microcosmos judío parece cercado por preceptos tan estrictos, que a cada paso surge la transgresión atizadora de la conflictividad novelesca hasta el paroxismo.

En Escoria, Max, un judío polaco cincuentón regresa a su Varsovia natal desde Argentina, en donde ha amasado una fortuna. Deja tras sí a su mujer y el rastro de un hijo recientemente fallecido. El regreso a la atmósfera de ruidos, olores y sabores de la infancia, a barrios y calles conocidos, es un en sí mismo para este judío errante. De hecho, si el mundo judío desapareciese podría ser reconstruido con el recuento de las sensaciones atesoradas por Singer en la memoria de sus personajes. Max viene a Europa como quien busca la Tierra Prometida. La experiencia de un matrimonio sin alicientes y la de una vida de nuevo rico, que socialmente lo ha conseguido todo, aniquila el deseo. Pero el fantasma de la impotencia es uno más al que se suman el de la muerte y el de  rígidos preceptos que durante años el personaje no ha respetado. Por ello la Varsovia de 1906 es para él la vuelta fecunda a los orígenes: el reencuentro con la necesidad, el hambre, la pasión. Con todo aquello que al ser satisfecho devuelve la felicidad a quien la ha perdido. Pero demasiadas cosas impiden conseguirla. Un cerco de sueños premonitorios y de prácticas esotéricas se confunden con la precaria fe religiosa de la infancia, que Max quiere recomponer. Al dictado de un oscuro impulso, su relación con la hija de un rabino es tan inútil -y tan cargada de culpa» como la búsqueda, a través de las voces de una médium, del hijo desaparecido. Los acercamientos a la decidida Tsirele, a la experta Reyzl, a la inocente Basha o a la frustrada Theresa son otros tantos caminos sin salida. Para el judío que vive bajo la amenaza del Ángel de la Muerte, una simple pesadilla es un sueño punitivo que más tarde o más temprano siempre acaba cumpliéndose.

CONOCER LO FEMENINO

Dice un proverbio chino que quien ama a dos mujeres a la vez ha vendido su alma. En esta tesitura se encuentra Herman Broder, el judío polaco protagonista de Enemigos. Vive en Nueva York, casado en segundas nupcias con Yadwiga, una campesina que lo ayudó a escapar de la persecución nazi durante la Segunda Guerra Mundial. A su vez, mantiene relaciones con Masha, una bella divorciada de temperamento apasionado. Y recibe una llamada telefónica en la que se le comunica que Tamara, su primera esposa, dada por muerta en un fusilamiento, acaba de llegar a Estados Unidos. Con semejante argumento sólo se puede escribir un sainete plagado de situaciones insufribles o una obra maestra. Así puede calificarse esta novela, genial hasta en la elección de la paradoja que le da título: Enemigos. Una historia de amor.

Cuenta Silio Itálico, en los primeros años de nuestra Era, que en el gaditano templo de Sancti Petri, hoy desaparecido, fìguraba una leyenda que prohibía la entrada a las mujeres y los cerdos. El poeta latino dejaba constancia de una prohibición tan antigua como la que impedía el acceso a la mujer -sentida obviamente como enemiga de la vinud o peligro para la castidad- a ciertos recintos sagrados. Y vinculaba su suerte a la proscripción  como la Torá judía hace- de un animal tenido por impuro. Lo recordamos ahora porque este doble prejuicio es el mismo que invade de forma insidiosa muchas páginas de la obra de Singer. Incontables son las referencias gastronómicas, pero en todas se procura evitar la ingestión de carne de cerdo. Del peligro del otro enemigo, la mujer, al protagonista le resulta más difícil sustraerse.

Pero los enemigos de Herman Broder no son las mujeres a las que ama, sino su propia incontinencia.  De eso sabía mucho Singer, embarcado durante los años mozos en un peculiar camino de perfección. De tanto amarlas acabó conociéndolas. Y esto es Enemigos: un completo análisis de los sentimientos y los comportamientos femeninos realizado desde diversas perspectivas. Primero, desde la objetiva reseña, en sus voces y gestos, de tres caracteres distintos: el de la dúctil y pasiva Yadwiga, el de la sanguínea y temperamental Masha y el de la intelectual y afectuosa Tamara. En segundo lugar, en las reacciones con otras mujeres: la hostilidad de Masha con su madre es pareja de su cálida defensa, de su temor a que enferme, etc. Por último, desde el desolado y siempre inerme punto de vista del varón protagonista. Adentrarse en la lectura de esta novela es ir más allá de la tosquedad de Schopenhauer cuando afirmaba que las mujeres no alcanzan nunca la madurez. Es asistir a la voluntad derrotada del protagonista, a su sistemático apartamiento de un proyecto coherente. Y es recordar que a la entrada de otro templo, el de Apolo en Delfos, figuraba también una leyenda que Sócrates hizo suya y Herman Broder, a efectos prácticos, ignora: “Conócete a ti mismo”.

Cervantes murió creyendo que su novela bizantina sobre Persiles y Segismunda -una rareza de amores y aventuras increíbles- era su mejor obra. No sería extraño que algo semejante le hubiese ocurrido a Singer con su última novela, El rey de los campos (6).

LA HUMANIDAD A LA DERIVA

Las referencias temporales de este relato, como corresponde a cualquier tentativa épica, no son explícitas. Algunos indicios dispares -los orígenes de Polonia, las prácticas cristianas en las catacumbas de Roma, etc.- sólo permiten una datación incierta. Semejante ucronía se corresponde con la condición errática de los personajes y sus singulares peripecias: luchas tribales entre woyaks y lesniks en la más remota Polonia, el levantamiento de las mujeres de éstos para arrebatarle el poder al cruel Rudy y devolvérselo al humanísimo Cybula, el largo viaje hasta la civilización de Miasto, los encuentros con el judío Ben Dosa y con el obispo cristiano Mieczyslaw, las durísimas condiciones de vida en el valle del Vístula, las nuevas invasiones…

El conflicto ideológico surge con el enfrentamiento entre el zapatero judío (7) y el obispo, rivales en la captación de seguidores para sus respectivos credos. Aunque en esta parte -capítulo IX de la Segunda- Singer parece más inclinado a mostrar el piadoso criterio del primero que a favorecer el hieratismo irrecuperable del segundo, ninguno de los dos resulta convincente y parecen figuras de cartón piedra para una película de romanos. El debate espiritual entre los antagonistas resulta plano; la verdadera voz del narrador puede percibirse en la del desconcertado rey Cybula cuando se pregunta escéptico: ¿Qué pretenden de mí con sus necias creencias? (…) ¡Qué se vayan al diablo, Ben Dosa y el obispo! Nosotros ya tenemos suficientes problemas como para preocuparnos por ellos.

En semejantes palabras está el grito desesperado de Singer, obsesionado por una humanidad a la deriva. No es ajena a ella el sexo como fuerza creadora de temores y conflictos. El krol o rey Cybula mantiene relaciones tanto con su esposa, Yagoda, como con la madre de ésta, la insaciable Kora, y aún la relación incestuosa con Laska, la hija, queda apuntada. En semejante laberinto, el hombre que ha perdido todo control de sí mismo queda a merced de un impulso que hace sombría su existencia. De ahí también la dolorosa revelación de amoríos entre los que han obtenido el favor de una misma mujer: la hace Leon Tortshiner a Herman,el protagonista de Enemigos, e incurre en ella el guerrero Shliwka con el destronado rey de los campos, Cybula, al filo de su agonía. Son abrumadoras confesiones que se añaden a otras desgracias –la pérdida de la confianza de seres queridos, el desprestigio social, la anulación de la propia voluntad- como corolario de la condición errante del héroe singeriano.

El rey de los campos es una rareza narrativa, sí, y una obra de senectud en la que late un destino trágico: sus figuras miran, sin comprenderlo, el enigma de la vida y del más allá. Lo dijo Borges al leer el Gilgamesh: son páginas que inspiran el horror de lo que es muy antiguo y obligan a sentir el incalculable peso del Tiempo.

NOTAS

1. Barcelona, Ed. Sirmio, l99l.
2. Numerosas editoriales han publicado colecciones de cuentos de Singer con este enfoque: Un día de placer, Bruguera, 1981; Cuentos judíos de la aldea de Chelm, Lumen, 1982; El cuento de los tres deseos, Debate, 1985, etc.
3. Madrid, Cátedra, 1990.
4. Barcelona, Ed. Planeta, 1991.
5. Barcelona, Plaza & Janés, 1992.
6. Barcelona, Plaza & Janés, 1992.
7. Cuando redacto estas notas llega a mi mesa una voluminosa fábula de connotaciones históricas sobre aquel zapatero judío  quizá surgido de algún texto bíblico no canónico que tovo el nombre de Ahashverus desde el siglo XVI, condenado a errar eternamente por haber negado a Cristo un vaso de agua en el Gólgota. Su autor es el académico francés Jean D’Ormesson: Historia del judío errante, Barcelona, Planeta, 1992.