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La Carta Encíclica Fieles etratio, que Juan Pablo II hizo pública el pasado 14 de septiembre de 1998, es un documento excepcional porque, entre otras cosas, defiende una actividad algo desprestigiada en nuestros días: la filosofía.

EN PRIMER LUGAR, y para comenzar por lo más aparente, Juan Pablo II ha vuelto a demostrar su valentía e independencia de juicio, su inagotable capacidad de sorprender, al dar a la imprenta, a los veinte años de su pontificado, la mayor y mejor defensa y estimación de la filosofía que probablemente ha salido de la pluma de un Papa en toda la historia de la Iglesia. Y ello en un momento en que la filosofía no está de moda ni en los medios civiles ni en los eclesiásticos.

Además, y como ya ha sido puesto de manifiesto en escritos recientes, este Papa —a través de sus diversas tomas de posición a lo largo de estos años, la última relevante de las cuales es esta encíclica— ha conseguido dar la vuelta a la famosa polémica entre la razón y la fe, hasta convertir a la Iglesia Católica en la institución que hoy más  defiende en el mundo los derechos y la relevancia de la razón y la racionalidad.

Fides e.t ratio es un escrito realizado con religión y religiosidad, con  filosofía y actitud filosófica. Con religiosidad, porque acoge respetuosamente la realidad y se toma en serio las cuestiones últimas existenciales. Con religión,  porque cree en Alguien y algo transcendentales. Con actitud  filosófica, porque busca sinceramente y a fondo   conocer y saber la verdad. Con filosofía, porque muestra que conoce bien los métodos y contenidos del saber filosófico.

LA VERDAD COMO UNIDAD

La clave principal del escrito y de la preocupación papal está en el tema de la verdad, que es el ritameüo y leitmotiv de todo el pensamiento de Juan Pablo II. La verdad existe como unidad, pues es este el rasgo definitorio por excelencia de todo conocimiento. El conocimiento es luz, la luz es espacio y el espacio es una diversidad, una variedad unificada. Unificar es así el ejercicio de manifestar la verdad. Sin diversidad no habría nada que relacionar, la verdad no sería vida, y, de otro lado, la unidad pura, sin variedad, tampoco vive. El espíritu de verdad pide, por tanto, buscar siempre el respeto de la diversidad en la unidad.

Eso es lo que se hace constantemente a lo largo de toda la encíclica. Lo básico que se pide es respetar la diferencia entre el que conoce y lo conocido, lo que es también una clave de toda la argumentación. No solo se puede decir que la verdad es una correspondencia entre cognoscente y conocido, sino que es verdad que se da tal correspondencia. Dicho en otros términos, bien sabidos, el conocimiento no es lo único que hay o —expresado de otro modo— no es posible identificar la realidad con el conocer.

Conocer es el acto de establecer una identidad entre el que conoce y aquello que se conoce, pero esa identidad no suprime la diferencia entre ambos. Tan fácil como eso. O, si se quiere, tan difícil, pues ello implica que la unidad no suprime la diferencia y, todavía más, que el conocimiento no basta para comprender la realidad.

Aquí vamos de sorpresa en sorpresa, y esta última parece la más fuerte. En efecto, la paradoja está en que el conocimiento conoce que, siendo así que todo es cognoscible, no todo es conocimiento. De nuevo, se repite algo claro para la experiencia de cualquier conciencia y, al tiempo, imposible de explicar  por parte de ninguna. A esto es a lo que se puede llamar —y la encíclica alude en repetidas ocasiones a ello— el límite constitutivo de todo conocimiento.

Lo que está al otro lado de ese límite es la voluntad. Al otro lado no está la cosa, lo sensible, el objeto, o el ser en general, como con frecuencia se ha señalado. Frente a la cosa está lo incosificable, frente a lo sensible lo inteligible, frente al objeto el sujeto, frente al ser en general el no ser en general, y —como ya queda dicho— frente al cognoscente lo conocido. Pero el conocer no es ninguno de esos extremos citados. Si se puede hablar así, conocer es conocer y nada más, uniformar una diversidad iluminándola. Lo que tiene al otro lado de su límite es el conocer.

Por eso, así como solo puede haber cosas si no todo es cosa, y solo existe lo sensible en el contraste con lo inteligible, y no hay cognoscente más que porque hay conocido, y objeto porque hay sujeto y viceversa;   precisamente por todo eso, no hay conocer sin querer y viceversa. El querer es el límite constitutivo del conocer, como el conocer lo es del querer ¿Qué significa aquí límite? Simplemente, que lo uno no puede nunca ni ser lo otro ni existir sin lo otro.

De esto se dio cuenta Sócrates, y por eso sostuvo la tesis de que el verdadero sabio no es el que solo conoce, sino el que ama el saber. Paralelamente, Juan Pablo II mantiene que  el conocer, la razón, no puede ej ercitarse más que con el apoyo en la fe. No se debe olvidar que la fe es la presentación inicial del querer, del amar: no se puede amar sin creer, y, a su vez, solo cree plenamente el que ama. Creer y amar —j unto con esperar— son diferentes dimensiones de la misma actividad.

Pero Sócrates también afirmaba que él no era sólo el que amaba el saber, sino que igualmente era el que de verdad sabía acerca del amor. No hubiera sido consecuente, de haber sostenido otra tesis. Y, de la misma forma, el Papa subraya que sin la razón, la fe queda muerta, vacía. Se da aquí un conocido paralelismo —en un plano más profundo y existencial— con la conocida tesis kantiana de que conceptos sin intuiciones son vacíos, e intuiciones sin conceptos son ciegas.

Los capítulos II y III de la encíclica llevan por título, respectivamente, «Credo ut intelligam» e «Intelligo tu credam», siguiendo la indicación tan profunda anselmiana, y antes agustiniana y platónico-socrática.

Conocer no es lo mismo que amar, pero no se puede ejercitar sin amar; y lo mismo al revés: amar no es conocer, pero no se da sin conocimiento. Razonar no es creer, pero no se da sin fe; creer no es conocer por razón, pero no se da sin la razón.

El conocimiento nos abre a la realidad, pero la voluntad abre la realidad para nosotros: nos introduce en su interior, y, de esa forma, nos interioriza también a nosotros. Lo «exterior» es lo claro, el brillo, la luz, lo esencial. Lo «interior» es lo oscuro, lo místico —la palabra griega ya lo indica—, lo existencial.

Dicho de forma más completa: primero está la realidad, después el conocimiento de ella —un conocer que fuera sólo conocer sería nada—, y después el amor de ella —amamos lo que conocemos—. El conocimiento, en este sentido, es mediación.

EL PROBLEMA Y EL MISTERIO

El problema se encuentra en que no estamos seguros de la adecuación de nuestro conocimiento a la realidad, ni de nuestro querer a nuestro conocimiento. A causa de ello, nos sentimos inquietos y perdidos. Es tan grande y fascinante el poder de nuestro conocimiento para abrirnos a la realidad y de nuestra voluntad para meternos en ella, que precisamente por ello desesperamos de nuestras capacidades al experimentar las imperfecciones de que se ven afectadas. Pues sólo el que —sin reflexionar sobre ello— tiene mucha esperanza, puede desesperar.

Así pues, la situación del ser humano es problemática: siente en sí una perfección que es imperfecta. De ahí surge el deseo de resolver el problema, que es deseo de conocer según perfección, o sea, según verdad. La expresión deseo de conocer o similares aparece múltiples veces en la encíclica, así como la de anhelo y búsqueda de la verdad.

Lo problemático se da en el ámbito del conocimiento, mientras que lo misterioso en sentido estricto se refiere a la voluntad: el amor  es un misterio y su objeto siempre algo misterioso. Puesto que en la encíclica se dice que sólo la fe en Jesucristo puede solucionar las dificultades inherentes al conocimiento humano en su relación con la verdad, algún comentarista español ha dicho que el Papa pretende solucionar el misterio de esas dificultades mediante el recurso a otro aún mayor, Jesucristo. Pero una cosa es el problema y otra el misterio. Si un problema es verdadero, se resuelve. Si un misterio es bueno no se resuelve, sino que aumenta mi admiración. Aunque a veces las palabras problema y misterio se usen como sinónimos, es preciso no dejarse confundir en lo que atañe al significado real. Y éste es que el problema del conocimiento en su búsqueda de la verdad no se puede resolver desde sí mismo, sino desde el recurso al misterio, de la misma forma que todo lo misterioso pide y empuja al conocimiento de ello, y no se puede quedar en su mera condición de misterio.

En otros términos, y verdaderamente paradójicos: el problema de  la verdad no se puede resolver sólo desde ella misma, sino que la verdad remite a la esfera del querer; y el misterio del bien no se puede resolver sólo desde él mismo, sino que el bien remite a la esfera del conocer, y ello por la simple razón de que, ya en general, la verdad sola no es verdadera, y el bien solo no es bueno.

En la medida en que la verdad es problemática, el bien es misterioso, y en este punto hace falta detenerse otra vez un momento. Problema y  misterio son dos palabras que pueden tener una referencia positiva y una negativa. Positivamente, tener problemas que desentrañar es un estímulo para la inteligencia, que se aburriría si lo tuviese todo perfectamente sabido; y enfrentarse con el misterio es sentirse maravillado ante la atracción del ser querido, inagotable en su capacidad de hechizo. Negativamente, por el contrario, los problemas me pueden resultar demasiado dificultosos, y conducirme al error, y el misterio puede encerrar un mal hechizamiento.

En exacta sintonía con toda la tradición cristiana, la encíclica dice que existe patentemente una verdad, que es inagotable pero clara, es decir, Jesucristo. Y que, correspondientemente, creer en su misterio supone estar definitivamente seguros. La claridad es la virtud del conocimiento; la seguridad, de la voluntad.

Pero si no creemos en Jesucristo, nunca llegaremos a conocer su verdad: ésa es la paradoja. Y la siguiente es que si no conocemos su verdad, nunca llegaremos a creer verdaderamente en El.

Si la debilidad de nuestro conocer y de nuestro querer hace que problema y misterio se nos presenten con frecuencia con la fuerza de la negatividad, el Papa vuelve a insistir en que esa debilidad desaparece en lo esencial con Jesucristo. El es la Verdad que completa y el Misterio que llena. Con El todos los problemas se convierten en estímulos hacia la verdad y todos los misterios en «hechizos» hacia el Bien.

Jesucristo es la Verdad que resplandece directamente en la inteligencia e indirectamente en la voluntad. Toda la encíclica pivota sobre la idea fundamental de Jesucristo como Verdad, y es, en ese sentido, continuación de la Veritatis Splendor y una nueva presentación del que es posiblemente el hilo conductor de todo el magisterio de Juan Pablo II.

LA AUTONOMÍA DEL FILÓSOFO

Se decía aquí al principio que la Verdad es y existe como unidad de lo diverso. Por esta razón, el Papa insiste tanto, a lo largo de las páginas de la encíclica, en dos temas: de un lado, en la autonomía de la filosofía, y, de otro, en la unidad del saber.

En lo relativo a la filosofía, se puede plantear un problema. En efecto, la filosofía como saber que busca la verdad última, es decir, como sabiduría, y como amor de ella, es un ejercicio que se puede hacer cristianamente, si es que el filósofo tiene fe y amor a Jesucristo. La autonomía filosófica de un tal filósofo consiste en que ve reforzada su voluntad de verdad, su amor a la verdad, y toma en cuenta, a su vez, la existencia y significado de Jesús de Nazaret, como ser histórico que afirmó  su divinidad. Esto último es una sugerencia para su pensar. Ningún filósofo puede desatender las sugerencias de la historia real, se trate en este caso de Zoroastro, Buda o Jesucristo. Pero este filósofo no argumenta desde la revelación, ni se ocupa de los modos cristianos de alcanzar la salvación individual del alma, sino que argumenta desde la experiencia y sobre los temas clásicos de la filosofía: el mundo, el hombre, la transcendencia.

Es decir, incluso el filósofo que es cristiano, al filosofar es autónomo con respecto al dato revelado. Usa el primer beneficio divino (la razón y la creación en general), pero no argumenta desde el segundo (la revelación de Jesucristo), aunque pueda y deba servirse de él como inspiración, al igual que cualquier otro filósofo que lo sea de verdad, aunque no sea cristiano.

Lo que el Papa busca al insistir en este punto, si lo entiendo bien, es una estrategia metodológica dirigida a subrayar el valor comunicativo de la verdad. La verdad es, de suyo, ecuménica, global, y el Papa, con la tradición cristiana, está convencido de que argumentar desde la verdad es no sólo un servicio divino —como dice Hegel, la filosofía es permanente servicio divino— sino también y precisamente por ello, el mejor camino para conducir a todos al Dios cristiano.

Si ahora —en la estela de Nietzsche— está de moda sostener la superioridad de los significantes sobre el significado de las palabras, el Papa en repetidas ocasiones a lo largo de la encíclica subraya, por el contrario, la primacía del significado: la verdad es primaria y el punto de vista contrario, una impostura. Pues los que aman el saber se comunican sin palabras «fónicas», y los que no lo aman se comunican menos, pero también lo hacen.

En los últimos tiempos se había subrayado en la Iglesia el aspecto de la fe según el cual creer significa creer a alguien, en este caso, a Jesucristo. Esta encíclica, al volver a afirmar esto, insiste sin embargo con mucha fuerza en que creer es también siempre creer algo, —lo significado— y que ese algo es también y al tiempo la verdad comunicable que, por ello, nos une. Es ecuménica.

Como la verdad es unidad convocante, el Papa vuelve también la vista a otro tema de gran interés, ya mencionado aquí. Se trata de la unidad del saber. Si en diversos lugares de la encíclica Juan Pablo II  subraya el valor positivo de muchas aportaciones modernas, rechaza, sin embargo, un aspecto que siempre ha sido considerado característico de la modernidad: la división del saber. Frente a tal división, enfatiza que su esperanza es un siglo XXI en el que se logre la unidad del saber. Ella es fundamental, no solo para la generalidad del progreso humano sino,  particularmente, para la unidad de vida de cada persona. Es esta una gran idea destacada por el Pontífice: sin la unidad interdisciplinar del saber, es difícil que cada persona halle esa unidad interior, imprescindible para ordenar su vida.

Aunque el escrito papal dedica atención a la teología y, en menor medida, a otros temas, se puede decir que estamos sobre todo ante una formidable defensa de la filosofía, a la que se considera de valor primordial, en sí misma, para la teología y para la vida de cada cristiano y de la Iglesia en general. Como hubiera dicho Eugenio d’Ors, la filosofía es un saber entre otros, pero no se debe hacer riada sin filosofía. Desde luego y según Juan Pablo II, ninguna verdadera vida cristiana es posible sin filosofía, ya que no es posible creer en el Verbo divino (que es la sabiduría encarnada) sin, a continuación, amarlo (y la filosofía es precisamente amar la sabiduría).

Todos los que se dedican a su cultivo, o al menos la aprecian, deben, me parece, un particular agradecimiento a este filósofo y profesor de filosofía que es el Papa actual, por un regalo de tal magnitud como es la encíclica Fides et ratio.

Catedrático de la Universidad de Navarra. Instituto de Empresa y Humanismo.