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En lo esencial, este litigio está sentenciado desde los griegos:

«Pero, ¿no es distinto el caso de la Política del de las demás ciencias y facultades? En las otras, son los mismos los que transmiten la facultad y los que la ejercitan, como los médicos y los pintores, mientras que la Política profesan enseñarla los sofistas, pero ninguno de ellos la ejerce, sino los hombres de Estado, los cuales a su vez parecen hacerlo en virtud de cierta facultad natural y experiencia, más que por la reflexión; no vemos, en efecto, que escriban ni hablen de tales cuestiones (aunque sería, sin duda, mejor que componer discursos judiciales o políticos), ni que hayan hecho políticos a sus hijos, o a alguno de sus amigos. Sin embargo, sería razonable hacerlo, si pudieran, pues ni podrían dejar nada mejor a sus ciudades, ni preferirían para sí mismos, ni por tanto para sus seres queridos, la posesión de otra facultad más bien que ésta. Con todo, la experiencia parece contribuir a ella no poco; de no ser así, los hombres no llegarían a ser políticos por la costumbre de la Política, y por esta razón los que aspiran a saber de Política parecen necesitar, además, experiencia» (Aristóteles, Ética, 1180-1181a).
«… Cuando se trata de cosas prácticas el fin no es haberlas considerado todas y conocerlas, sino más bien hacerlas» (Ética, 1179b).

La Política, sea lo que sea, es una cosa muy peculiar. El sentido común es esencial en Política porque, como el Derecho, es una ciencia práctica, prudencial. Este rasgo distintivo determina la respuesta al problema que nos ocupa.

«La Política no es empresa puramente racional», escribió Sir Michael Oakeshott, y en ello se parece al hombre mismo. Aunque exista una ciencia política, a la que llamamos así por reflexionar sobre los problemas políticos, no es posible hacer de la política una ciencia servida por una técnica, como la Física. Si la Política fuese una ciencia como la Física —por no mencionar la Lógica—, el sentido común debería dejar paso a la razón pura y al método, y los políticos, a los científicos.

Los pueblos más cultos no siempre han sido los más libres; basta comparar Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania durante el siglo xix. Los griegos hicieron mejor Filosofía del Derecho que los romanos, pero no mejor Derecho que el romano.

El sentido común también es importante porque la Política tiene varios aspectos marcadamente diferentes, y su armonización es un asunto prudencial en el que ninguna teoría nos puede guiar.

El Derecho comparte (parcialmente) esa índole commonsensical de la Política. A veces ello pueda oscurecerse en la percepción ordinaria, sobre todo por culpa de profesores y teóricos, pero el poderoso pensamiento orsiano, poniéndonos entre la espada y la pared, devuelve las cosas a su elemental desnudez:

«Basta para un jurista, y para hablar de derecho natural como jurista, ver sencillamente las cosas como son. Que el hombre no debe ser un inútil…, que las viviendas son para habitarlas, y no para… especular…; que hay que devolver lo prestado y cumplir la palabra dada; que el matrimonio es para procurar la perpetuación del género humano; que una familia necesita una casa; que el niño que se ha quedado sin padres necesita que alguien vele por él…; que un hombre no es una cosa, sino un ser racional, y que ni su cuerpo ni sus servicios son cosas; que tampoco de las cosas hay que abusar, sino que éstas deben servir para su propio fin, y no deben estropearse como hacen a veces los niños con sus juguetes… etc., es de sentido común».
«No creo que nadie, de cara a cara -y sin bibliografías-, pueda negar la evidencia de cosas tan elementales como éstas, aunque algunos ideólogos les den vueltas, inútiles para un jurista, pero que puedan influir en las masas y también en la demencia de algunos legisladores. También puede haber algún avaro que se crea que el dinero es para guardarlo en un arca, y poder contemplarlo de vez en cuando.
Si alguien considera que esta filosofía del sentido común es poco refinada, hará bien en no seguir leyendo estas lecciones; pero dudo de que un jurista propiamente dicho no se encuentre en su casa con ellas…»(d’Ors).

Esta importancia del sentido común es una buena noticia. Buena y democrática: la Política es de sentido común y si éste es «común», es por ser patrimonio de todos. Pongamos nuestra confianza en el hombre, en el sentido común del hombre razonable. Desconfiemos de los políticos; recelemos también de los intelectuales metidos a políticos. Releamos los argumentos chestertonianos en Ortodoxia.

De aquí se sigue otra consecuencia: la planta de la democracia crecerá mejor sobre el suelo del sentido común porque no es una técnica legislativa o institucional sino una actitud, que en la mayor parte de los sitios no acaba de florecer del todo, ni siquiera en democracias relativamente consolidadas como Alemania, Japón o España.

Al final, resulta que el sentido común es importante no solo para hacer Política -sobre esto quizá no haya mucha discusión-, sino también para comprenderla -sobre esto quizá haya más discusión-.

LA ESPECÍFICA ÍNDOLE DE LA POLÍTICA

Incluso Platón acepta, en algún momento, la peculiaridad de la Política. Sócrates interviene en el Protágoras en defensa del realismo político:

«—Lo que yo enseño [dice Protágoras] es… la gestión de los asuntos políticos, cómo hacer la más efectiva contribución a los asuntos de la ciudad tanto por medio de la palabra como de la acción.
—…Me parece [responde Sócrates] que me estás hablando del arte de gobernar una ciudad, y que estás prometiendo convertir a los hombres en buenos ciudadanos.
—Ésa, Sócrates…, es precisamente la tarea que he emprendido.
—Es espléndido haber descubierto eso… si es que en efecto [lo] has descubierto… No pensaba yo que eso… pudiera ser enseñado, pero ya que tú dices que lo enseñas, no veo cómo puedo dudar de ti. Debo explicarte por qué no pienso que pueda ser enseñado o transmitido de un hombre a otro… Como el resto de los griegos, yo afirmo que los atenienses son sabios. Pues bien… cuando se trata de un asunto político, cualquiera puede levantarse y dar su opinión, sea carpintero, herrero o curtidor, mercader o armador, rico o pobre, noble o de baja cuna, y nadie le objeta… que intente dar consejo sobre algo que nunca aprendió ni acerca de lo cual tuvo instrucción alguna. Así que es claro que ellos [los atenienses] no consideran [la Política] como cosa que pueda ser enseñada. Y no solo es ello así en los asuntos públicos, sino que también en la vida privada nuestros más sabios y mejores ciudadanos son incapaces de transmitir a otros la excelencia que ellos poseen. Pues Pericles, el padre de estos jóvenes, los educó muy bien en aquellas materias en las que había profesores, pero en las materias en las que él mismo es sabio ni él los instruye ni hace que algún otro los instruya, sino que ellos vagabundean por su cuenta como reses sagradas buscando pasto, esperando obtener la excelencia por casualidad. O toma el caso de Clinias… Así que, Protágoras, cuando considero estos hechos, no pienso que la excelencia pueda ser enseñada» (Protágoras, 318e-320b).

Solo donde se valora el sentido común hay democracia profunda, porque el sentido común está al alcance de cualquier fortuna y de las profesiones menos cultivadas. Por eso la democracia es anglosajona, por su belief in the common man, que en otros países no se da ni siquiera hoy («No se impondrán multas que no sean razonables», «no se harán registros no razonables», «no se impondrán fianzas excesivas ni multas excesivas». Este lenguaje, típico del Bill of Rights inglés y de la Constitución norteamericana, solo tiene sentido si opera sobre un trasfondo de sentido común. De lo contrario, los conceptos de «razonable» y «excesivo» serían lo más vulnerable a una crítica racionalista). Por eso la razonabilidad, que ahora va penetrando entre nosotros como concepto jurídico es anglosajona. Cuando Sir Ivor Jennings explicaba el imperio del Derecho en su librito The Queen ‘s Government, decía que el inglés medio no sabrá mucho Derecho, pero al fin y al cabo sabe lo que está bien y mal. Y si retrocedemos a los griegos, encontramos otras palabras de Sócrates que valen por una fundamentación de la democracia sobre la base del sentido común y de la específica índole de la actividad política:

«—Como el resto de los griegos, yo afirmo que los atenienses son sabios. Pues bien, observo que cuando en la asamblea de la ciudad hay que tomar una decisión sobre algún asunto de construcción, llaman a los constructores para que den su consejo sobre los edificios, y cuando se trata de fabricación de naves llaman a los constructores navales, y así en todos los casos en que tratan un tema que ellos piensan que puede ser aprendido y enseñado. Pero si intenta dar consejos algún otro a quien no consideran experto no le aceptarán ninguno, no importando cuán apuesto, rico o bien nacido sea, sino que se burlarán de él y lo abuchearán hasta que o bien el orador frustrado sea acallado y ceda por su propio acuerdo o bien los arqueros lo retiren o expulsen por orden de los prítanos. De esta forma actúan en lo que consideran que es una materia técnica. Pero cuando se trata de un asunto político, cualquiera puede levantarse y dar su opinión… y nadie le objeta, como objetaban a los que acabo de mencionar, que intente dar consejo sobre algo que nunca aprendió» (Protágoras, 319b-d).

En la Política práctica, un teórico -incluso un teórico de la Ciencia Política o del Derecho Constitucional- no siempre tiene muchas más probabilidades de acertar que un tendero, e incluso podría tener menos, pues el oficio de tendero obliga más a usar el sentido común. Si la Política no fuera cosa de sentido común valdría el experto credite, socavándose así uno de los fundamentos de la democracia (solo le quedaría el otro, el principio quod omnes tangit).

LOS TRES ASPECTOS DE LA POLÍTICA

La Política es difícil de capturar porque es mudable, interiormente desigual y heterogénea, pues tiene, por lo menos, tres aspectos. El primero es el pragmático: la Política como arte inapresable e intuitivo, como una praxis en cuyo ejercicio se necesita astucia, realismo, prudencia, intuición, sentido de la oportunidad, visión de conjunto, capacidad de hacerse una idea rápida de la situación y capacidad de tomar decisiones.

El segundo aspecto es el proyectivo, que consiste en concebir planes para el futuro de la comunidad política. La acción política no puede limitarse a un hacer efímero que se desvanece apenas consumado; siempre se obedece a un proyecto, aunque sea inconsciente. Incluso si, por hipótesis, el actor pretendiese lo contrario, lo típico de la actividad política es su trascendencia, porque desencadena una secuencia de repercusiones sociales y produce unas consecuencias duraderas cuyo sentido no será fácil de invertir.

El tercero es el aspecto teórico: tener un esquema de ideas que ofrezca una interpretación política mínimamente coherente y universal. La dimensión teórica y la proyectiva están relacionadas, pues normalmente las ideologías suministran tanto teorías como proyectos. El aspecto proyectivo está, a su vez, relacionado con el pragmático, pero es evidente que éste y el teórico son dispares. Esa disparidad hace difícil que alguien brille en los tres aspectos a la vez. Lo más corriente es lo contrario, porque la excelencia en lo teórico puede acabar por dañar la capacidad práctica, mientras que, a la inversa, la capacidad práctica no siempre va asociada al conocimiento teórico. Es frecuente que los grandes teóricos sean políticamente inhábiles, y de hecho los anglosajones recelan de los intelectuales que intervienen en Política, al revés que los europeos continentales y latinoamericanos.

IMPORTANCIA DEL SENTIDO COMÚN

Al ser actividad prudencial que no se reduce a pura racionalidad, no es preciso insistir en la importancia del sentido común para la práctica de la Política.

El sentido común es importante incluso para la comprensión teórica de la Política. Ello se sigue de la propia índole del objeto estudiado, ya que, si no es puramente teórico, puede la razón pura no ser capaz de captarlo. Esto explica los numerosos fracasos de los científicos al tratar de explicar qué sea la Política. Por tanto, no hace falta sentido común solo para hacer Política, sino también para entenderla. Por falta de sentido común, bastantes teorías sobre la Política han errado el tiro.

Quizá tengamos que conformarnos con la imposibilidad de dar con la clave única, la piedra filosofal de la Política, la que nos abriría las puertas y nos daría los criterios para entender todos sus enigmas. La causa es que existen varias claves, varios criterios; la dispersión que resultaría de esa pluralidad, si nos guiara la pura lógica, solo se puede evitar gracias al sentido común. Él sabrá poner los matices, garantizar la proporción y la visión de conjunto y dar el primer lugar a aquel aspecto de la Política que en cada caso deba ocuparlo. Solo el sentido común puede gobernar la apreciación equilibrada y prudencial de esas facetas diferentes, incluso contradictorias, si se llevaran al extremo: pluralismo frente a acuerdo fundamental, orden frente a libertad. Añadamos la capacidad para hacer juicios realistas sobre la probabilidad de que las cosas ocurran de una manera u otra y la sensatez y flexibilidad para defender posiciones distintas, incluso aparentemente opuestas, cuando también las circunstancias sean distintas. Uno puede defender el Estado Social, pero no será sensato hacerlo a cualquier precio; otro puede corregir los excesos del Estado Social, pero no dejar sin sanidad a la gente. Aún más, puede ser que la misma persona aprecie la necesidad de introducir un poco más de Estado Social en un país (o en un momento) y de retirarlo en otro. Solo la prudencia, la wisdom, nos puede guiar; las teorías, la science, no. Fueron los teóricos del Estado Social quienes produjeron los excesos que ahora estamos pagando, y son los teóricos del mercado liberal los que producen luego, por reacción, los excesos que caen sobre los más débiles. El teórico y el extremista parecen estar mandando la Brigada Ligera por las colinas de Balaklava: adelante, adelante; y luego se cuentan los muertos.

Relacionado con el sentido común está el sentido del humor, que nos aporta tres beneficios en la línea que venimos comentando :
a) Mediante la ridiculización de los demás y de uno mismo, el sentido del humor permite restablecer las cosas desorbitadas a sus justas proporciones, y así favorece el sentido de la medida.
b) Nos devuelve a la realidad.
c) Combinado con la ironía, contribuye a formar una actitud de cierta desconfianza y sano escepticismo -no creer a los políticos lo que no creeríamos al vecino de al lado-, imprescindible en Política.

Llegados a este punto, conviene señalar que nuestro planteamiento -guiarse por el sentido común y no por teorías- no es una defensa de la incoherencia ni de la duplicidad. La coherencia moral es una gran virtud personal. En las ciencias prudenciales como la Política y el Derecho, donde lo que importa es conocer la realidad, la coherencia en las explicaciones teóricas no necesariamente ayuda al conocimiento. Pero el problema no es de coherencia moral frente a duplicidad, sino de conocimiento realista, prudencial, aunque tenga fisuras y no sea capaz de atar todos los cabos, frente a conocimiento por sistemas teóricos completos, como el hegeliano y, entre los influyentes ahora en los ambientes jurídicos españoles, el kelseniano. Al cientificista sistemático le cuesta comprender que, a veces, en Política, lo que pasa es que las cosas simplemente ocurren, sin que opere tras ellas ningún espíritu absoluto en alguna de sus fases predeterminadas desde la eternidad.

Lo que estamos diciendo también se aprecia en el Derecho, donde la confrontación entre ambos planteamientos se puede ver desde los juristas romanos hasta nuestros días, y explica el enfrentamiento entre judicialistas y normativistas. El Derecho concebido como sistema normativo no necesita sentido común ni para comprenderlo ni para aplicarlo; solo método lógico-dogmático y subsunción de los hechos en la norma. El sentido común da al Derecho un sesgo antropocéntrico: lo jurídico gira en torno al hombre, no a la norma, ni siquiera la norma fundante (si es que existe).

Aquí, como se ve, defendemos la visión antropocéntrica de la Política y la confianza en el hombre y su razonabilidad. Ahora bien, objeciones no faltan. Es una experiencia ya vieja que el hombre medio, en Política, no siempre es un modelo de comportamiento racional ni de sentido común, cosa que los escritores antiliberales de los años treinta supieron explotar. Aún más, aplica a la Política menos racionalidad y sentido común que a la adquisición de una vivienda.

La técnica moderna de la propaganda comercial y política ha mostrado su capacidad y nuestra debilidad: casi es capaz de fabricar la opinión pública y de crear las necesidades. Por otra parte, los problemas son cada vez más complicados, con lo que los ciudadanos no podríamos informarnos a fondo ni aunque leyéramos los programas electorales en todas sus versiones.

Hay crecientes dificultades que provienen del exterior de nuestra mente, pero la culpa no es solo de esas dificultades externas. En ocasiones, la gente cree al gobierno lo que jamás creería al vendedor de lavadoras. En España, en 1982, bastante gente dio bastante crédito a la promesa electoral del PSOE, manifiestamente imposible de cumplir, de crear 800.000 empleos. A veces actuamos como simples y crédulos que no cuidaran de sus propios intereses. Al final, parece como si estuviéramos asistiendo al acabamiento de lo que fue uno de los presupuestos de la democracia: el hombre medio, interesado en la cosa pública, que se informa, delibera y vota razonablemente.

El problema no tiene una solución definitiva, pero la gente no es tonta. Por un lado, es conforme con la naturaleza humana que dediquemos más tiempo a informarnos sobre nuestra futura vivienda que sobre el Tratado de Maastricht. Ni el Derecho ni la Política están hechos para el héroe del interés público sino para el bonus paterfamilias, que se preocupará más siempre por lo que le afecta más. Por otro lado, quizá haya que admitir que la tecnología de la publicidad puede alcanzar tal sofisticación que llegue a ser más fuerte que nuestra independencia de criterio, si no tomamos precauciones. Los expertos en publicidad lo saben, apelando al sexo para vender bolígrafos. Quizá haya que admitir que la seguridad que teníamos de gobernar nuestra inteligencia y nuestros deseos procede de otra época, con técnicas de propaganda anteriores a los años treinta. Antes, un hombre medianamente cultivado y de criterios independientes podía asegurar el blindaje de su mente; ahora, tendría que huir al desierto o desenchufar la televisión (aparte de la escasez de hombres cultivados e independientes). Le queda otra solución: desarrollar la propia independencia de criterio, cosa que no será fácil, pero tampoco imposible.

La gente no es tonta; la prueba es que la publicidad no les engaña tan fácilmente en materia de viviendas o lavadoras. Y también en Política podemos poner ejemplos de elección popular que resulta ser razonable y realista. Pero como es improbable que las personas corrientes vayamos a dedicar a la Política un esfuerzo grande, nos queda la solución de practicar una combinación de sentido común, desconfianza hacia los políticos y honestidad (sobre el comportamiento del votante y lo que deja que desear escribió ya Joseph Schumpeter en los años cuarenta; véase «Two Concepts of Democracy», en Capitalism, Socialism and Democracy (1942) y en Anthony Quinton, Political Philosophy (1967); especialmente «Human Nature in Politics», donde no trata de la naturaleza humana, sino de la racionalidad del votante).

INTELECTUALES, POLÍTICA Y SENTIDO COMÚN

El intelectualismo político, en España y otros países de su parentela cultural, es, o ha sido, un peligro real mayor que el contrario. Por ejemplo, la nueva Constitución de Colombia no parece, desde luego, un monumento al sentido común. Pero el intelectualismo político también ha estado presente en muchos de los casos en los que un teórico, aplicando sus esquemas librescos y occidentales, redacta una constitución para África, Europa oriental o cualquier otra región culturalmente diferente. Esto no quiere decir que toda persona dedicada al trabajo intelectual, cuando interviene en Política, tenga necesariamente que actuar de forma contraria al sentido común, pero sí es cierto que en los países del common sense los intelectuales tienen poco peso en la Política, a veces casi ninguno, mientras que en otros, por el contrario, tienen un peso considerable.

Los intelectuales saben mucho, pero carecen de experiencia, y sin atender a la experiencia es difícil cultivar el sentido común (dejando ahora de lado los casos en que se le ha menospreciado abiertamente). El perspicaz Tocqueville relacionaba la explosión de los philosophes franceses en el siglo XVIII con la centralización y la carencia de experiencia política práctica. Es de suponer que en un país en el que existan ciudadanos entrenados en la escuela de la participación en la res publica, su propia experiencia les llevará a no poner una confianza exagerada en los intelectuales: «Si los franceses hubieran seguido participando en el gobierno… nunca se habrían dejado inflamar… por las ideas de los escritores» (Tocqueville).

El contraste entre anglosajones y franceses (por no mencionar otros, como los españoles) es fuerte, y apareció ya en Burke, que señalaba que en Inglaterra no había philosophes como en la Francia pre-revolucionaria y, lo que es más importante, los que había no ejercían un influjo social o político comparable:

«No he oído de ningún grupo en Inglaterra, literario ni político… que responda a tal descripción… [Si se trata de los que] el vulgo… comúnmente llama Ateos e Infieles», «admito que nosotros también hemos tenido escritores de ese género, que hicieron cierto ruido en su día. Al presente reposan en… el olvido. ¿Quién de los nacidos en los últimos cuarenta años ha leído una palabra de Colins, Toland, Tindal, Chubb y Morgan y de toda aquella raza que se autodenominaban Librepensadores?… Pregunte a los libreros de Londres qué ha sido de todas estas lumbreras del mundo… Pero sean lo que fueren…, como tal [grupo de intelectuales] no ha existido en Inglaterra, así que su espíritu no ha tenido influencia alguna en… nuestra Constitución ni en ninguna de las diversas reformas y perfeccionamientos que ha sufrido» (Burke).

La situación en Francia era muy distinta, según la describiría, algún tiempo después, el citado Tocqueville:

«La misma condición de estos escritores los predisponía a preferir las teorías generales y abstractas en materia de gobierno y a confiar en ellas ciegamente. En el alejamiento casi infinito en que vivían de la práctica, ninguna experiencia venía a templar los ardores de su naturaleza».
Y así, «los escritores, tomando en sus manos la dirección de la opinión, se encontraron de improviso en el puesto que generalmente ocupan los jefes de los partidos políticos en los países libres» (Tocqueville).

Todo esto no quiere decir que el intelecto sea inútil en política: al contrario, por pragmático que un político sea, siempre le será provechoso saber algo de sistemas electorales o formas de gobierno. Los mismos estudios académicos de Política o Derecho podrían servir para cultivar el realismo y el sentido común. Si no suele ocurrir así, es porque la tradición cultural en que nos movemos ha cultivado poco, casi ha dejado atrofiar, la razón práctica y el sentido común, y después concluye que hay que poner en marcha un vasto movimiento rehabilitador de la razón práctica, como si fuera obligatorio haberla perseguido antes. A veces damos la impresión de haber perdido de vista que el Derecho y la Política son ciencias prácticas, cuya finalidad no es hacer sistemas teóricos sin fisuras, ni siquiera constituciones hermosas, sino resolver pleitos, limitar al poder y hacer constituciones que funcionen. Sir Paul Vinogradoff, al comienzo de su espléndida obrita Common Sense in Law, nos recuerda que los problemas jurídicos, por muy abstrusos que puedan parecer a un lego, por muchos tecnicismos con que sean formulados, son en el fondo problemas de sentido común, que cualquiera puede comprender si se le explican adecuadamente. Lo mismo, y con más razón, puede decirse de los problemas constitucionales y políticos en general.

EJEMPLOS

Los hechos hablan más claro que las palabras. La historia y la experiencia política suministran gran cantidad de ejemplos, tanto de sentido común como de lo contrario. Recordaremos aquí algunos.

Es conforme con el sentido común redactar una Constitución como la norteamericana, corta, practicable, realista e incompleta, pues deja que los jueces, los legisladores y la vida misma la completen con el tiempo.

También fueron ejemplo de sentido común las revoluciones inglesa del siglo XVII y norteamericana del XVIII.

Otro caso interesante es el hábito inglés de no llevar las teorías al extremo. A Dicey, que fue el gran defensor de la teoría de la soberanía parlamentaria, le objetó Leslie Stephen -su primo, y padre de la escritora Virginia Woolf- que, ya que el Parlamento era soberano, por qué no ordenaba matar a todos los niños de ojos azules (según el Derecho Constitucional inglés, el Parlamento de Westminster puede hacer lo que desee, lo mismo dividir el Reino Unido en mil pedazos que prohibir fumar en las calles de París. Su soberanía es el único dogma de una Constitución que se caracteriza por no tener dogma alguno). La respuesta de Dicey le habría parecido muy pobre a cualquier teórico: que los miembros del Parlamento no eran usualmente personas malas y que el pueblo podría negar su obediencia a tal ley.

También es de sentido común no nombrar jueces que no tengan probada experiencia y honestidad (en Inglaterra no se suele llegar a ser juez hasta la madurez).

Ejemplos contrarios al sentido común tampoco faltan. Para empezar, la manía americana de dar por supuesto que las instituciones políticas que funcionan bien en Pennsylvania han de hacerlo igual en Bulgaria, Kazajstán o Sicilia.

La Revolución Francesa, a pesar de toda la mitificación que la acompañó, fue un notable atentado al sentido común. Lo fue la concepción rousseauniana de la democracia, el período del Terror, la virtud de Robespierre, la confianza en la ley y tantos otros de sus aspectos. Tampoco fue muy democrática (en el sentido usual de este término), pues se preocupaba más de afirmar la soberanía (aunque popular), que de limitar el poder y defender los derechos.

El constitucionalismo histórico español también es rico en ejemplos. La famosa Constitución de Cádiz, con 348 artículos pormenorizados hasta el ridículo, con ingenuidades muy conocidas, tampoco merece una opinión muy favorable (salvo que los motivos patrióticos se impongan sobre el frío juicio). Se dice a veces que era buena pero inadecuada para sus circunstancias, como si una constitución inadecuada para sus circunstancias pudiera ser buena. La de 1931, al perecer a manos de Franco, se aseguró un buen nombre, pero en la realidad se inspiró en un discutible modelo, estaba mal hecha (aunque bien escrita), era muy sectaria a pesar del barril de pólvora sobre el que había de aplicarse, y tenía un ejecutivo bicéfalo (presidente de la República y presidente del gobierno) nada recomendable, que por sí solo ya sería una fuente de problemas, aunque las circunstancias hubieran sido pacíficas. Incluso la de 1978 agravia algo al sentido común en algunas de sus partes, como el seguro choque entre los tribunales Constitucional y Supremo, la abierta politización del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial, la larga lista de derechos sociales imposibles de cumplir…

Tampoco merece un buen juicio la Constitución portuguesa de 1976, con 312 artículos (frente a los 7 de la norteamericana). De ellos llama la atención alguno como el 74.3d, que carga sobre el Estado portugués la obligación de garantizar a todos los ciudadanos el acceso a los grados más altos de la creación artística; por no mencionar otros aspectos (la Constitución portuguesa ha sido reformada varias veces y es ahora mucho más moderada. Esa Constitución y la española de 1978 están resultando ser las mejores de la historia constitucional de sus respectivos países, con mucha diferencia. Dejando aparte sus aspectos positivos, tantas veces comentados, no todo el mérito es de sus redactores; también lo es del pueblo, de las circunstancias y, en alguna medida, de los políticos).

Y, en fin, también es contrario al sentido común confiar la judicatura a personas jóvenes, partiendo de la base de que no van a tener más que subsumir los hechos en el Derecho, que ya conocen, por haber superado unos exámenes del Estado.

Catedrático de Derecho Constitucional,.Profesor Ad Honorem, Universidad de Santiago de Compostela.