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Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) es un interesantísimo escritor todoterreno -polígrafo, se decía antaño- habitualmente encasillado como autor de libros de viaje por los aficionados al reduccionismo mezquino de las etiquetas. «Los escritores no vienen con una etiqueta pegada al abrigo», gusta de repetir él, recordando la frase de Nabokov. Licenciado en Filología Hispánica en la Universidad de Palma de Mallorca en 1978, ha residido en los lugares más variopintos -un hospital de Burundi, una isla de Malasia, una granja del oeste de Irlanda- hasta finalmente establecerse en 1989 en Sevilla, donde reside.

En su escritura se dan cita diversos géneros: la novela (La fiebre de Siam, 1988), el relato breve (Orco, 2000; Playa de los alemanes, 2006), la crónica de viajes (Tánger, 1993; Norte grande, 2002; Lugares que no cambian, 2004), el dietario (Terra incognita, 1997; Canciones gitanas, 2000) y, por supuesto, la poesía, con títulos como La estación de las lluvias (2001), Ciudades de paso (2001), Tres fresnos (2003) y Mono aullador (2005). Ha recibido los premios Renacimiento y Ateneo de Sevilla de poesía. Las tres piezas que ofrezco aquí valen como ejemplo de lo que la inteligencia de Jordá es capaz de hacer con la tradición, renovándola y proponiendo siempre una mirada personal: «Mirlo» nos devuelve a un tema moderno -la oposición entre ética y estética o la impasibilidad de una actitud lart pour lart– a través del epítome del pájaro, imagen ya clásica desde Keats y Shelley; «Y si esto fuese amor» recupera lejanamente algunos de los motivos neoplatónicos que tanto juego dieron para la poesía amorosa del XVI; y «La diosa blanca» nos recuerda la figura del poeta asistido por una deidad femenina. Este último caso ilustra además la tendencia de Jordá a la voz discursiva, al poema de largo aliento en el que se busca la sugerencia mediante la saturación de la anécdota, en esta ocasión mediante el recuerdo y homenaje a la segunda esposa del afamado escritor inglés Robert Graves, toda una leyenda en la Mallorca natal de nuestro poeta tras establecer su residencia en Deiá desde finales de la década de los veinte. Sólo que en esta ocasión el retrato de la figura legendaria se bosqueja a través de los ojos del personaje secundario de Beryl: la fiel compañera que inspira al poeta y le proporciona confianza y sosiego, salvándolo de sus propios fantasmas. Un poema sobre muchas cosas -el amor, el paso del tiempo en las relaciones personales, la paradoja del poeta como ser alado y divino pero de frágil intimidad, la posición entre literatura y vida- pero, ante todo, un poema que delata una fina inteligencia.

Una poética contra las poéticas

Nunca he tenido muy claro para qué sirven las poéticas. Todas las que he leído me han parecido un producto a partes iguales de la charlatanería, el autobombo y los delirios de grandeza. ¿Hay algo más patético que alguien que publique una Poética pospoética o metapoética o antipoética? Uno puede disculpar que se publique esa clase de poéticas para llamar la atención o para lograr media columna en el periódico local -hay que hacer de todo en esta vida para darse a conocer-, pero lo peor de estas poéticas es que sus autores se las toman en serio. Estarían bien como juego de colegiales o como esos productos de marketing con que se intentan promocionar los periódicos (algo así como los pareos o las tazas de Forges o los DVD de Bruce Lee), pero cuando las publican padres de familia o directores de fundaciones culturales, todas esas poéticas dan bastante risa. ¿Hay algo más estúpido que un manifiesto titulado, por poner un ejemplo bastante conocido, «La otra sentimentalidad»? Porque uno se pregunta cuál era la primera sentimentalidad, esa que no es la sensibilidad correcta o adecuada o productiva (en términos poéticos, quiero creer). En fin, todo esto es bastante ridículo. Y sobre todo pueril, muy pueril.

Sólo tengo una cosa clara en materia de definiciones teóricas. Quiero que un poema contenga los tres elementos que para mí forman la ecuación del pensamiento poético: emoción, inteligencia y música, por este orden. Eso es todo.

EDUARDO JORDÁ

 

 

La diosa blanca

In memoriam Beryl Graves

Otros hablan de airosas criaturas pelirrojas,

ondulantes muchachas con cestas de esparto

y sandalias de cuero,tibias, inconstantes

y casi nunca dóciles;chicas que caminan

a la luz de la luna, y saltan cercas

cuando entran en los huertos prohibidos

a coger las manzanas del Edén.

Muchachas que espolean la sangre marchita

del poeta que espera su llegada

pisoteando la hierba, contando las nubes,

pateando piedras, ramas, pájaros muertos,

pues ya se ha vuelto un fauno

ansioso por llegar a la montaña sagrada

que la muchacha esconde entre su cuerpo.

Pero éstas nunca han sido diosas blancas.

No. Sólo hay una diosa verdadera,

una sola, no más, y lo es

porque no aceptará nunca ese nombre.

Ella eligió al poeta, o él a ella,

en un dichoso instante de embriaguez,

muchos años atrás, cuando eran jóvenes,

tan jóvenes que acaso no recuerdan

cómo fue su sonrisa en aquel día.

Y desde entonces ella no quiso separarse

del poeta arrogante, frío, airado,

abrupto como un río de montaña,

que a veces, demasiadas, la trataba con desprecio

porque ella nunca quiso abandonarlo.

Pero ella había hecho su elección:

prefirió ser su hierba, su piedra, su rama.

O su pájaro muerto.

Y ahora, en la vejez, mientras él escribe

(o dormita sentado en su escritorio),

ella aleja a pelmazos y acreedores,

mantiene a raya a todos los rufianes,

y hace hervir la marmita

con la carne y la col que le venden a crédito.

Y lleva, día a día, las cuentas de la casa,

ahorrando aceite y leña, nunca vino,

porque el vino le ayuda al gran poeta

a soportar el frío de su mente

(y además favorece la circulación).

Por las noches, paciente, ella calienta

la cama del marido,

que sueña con sus pálidas muchachas

volubles y brumosas como un día de otoño,

o respira asustado, sin poder dormir más,

y ella entonces le coge la mano,

y la acaricia y respira, respira muy despacio,

porque hay que respirar,

respirar, respirar con calma,

hasta lograr que llegue el sueño.

Y ya de madrugada, cuando el poeta tiembla

de frío o de dolor,

aunque al fin se ha dormido,

ella vela a su lado, ahuyentando

sus sueños más sombríos,

sus terrores secretos,

como ese camino oscuro que no acaba

y que no llega nunca a ningún sitio

(él lo ha descrito ya en muchos poemas).

Y así pasan los días.

Y al final de su vida, el rostro del poeta

es idéntico al rostro agrietado de su esposa:

la misma cabellera crespa, el mismo mentón,

esa misma nariz partida, y los mismos ojos grises

como un amanecer en un mar nórdico.

Y aunque él no se da cuenta, ella sí sabe

que sus fisonomías se han fundido

igual que se han fundido sus dos almas,

y sonríe por vez primera en mucho tiempo.

Cada vez que el poeta escribe un poema

con rabia, con esfuerzo, con dolor,

amasa su poesía con los huesos

de esa mujer callada que vive a su lado.

Y sólo ella lo sabe. Y sólo ella es feliz.

¿Y si esto fuera amor?

¿Y si esto fuera amor?

La rabia de saber que no es posible

que algún día lleguemos a ser uno

-un solo cuerpo con una sola alma-,

y así y todo internarse entre las sombras

en busca del milagro que nos cure

de ser tan poca cosa: un solo cuerpo,

un solo corazón, una mente única.

¿Y si esto fuera amor?

La mano que se escurre de mi mano

y me arrastra sin fuerzas, y se enfría,

y que persigo a tientas, tropezando

tembloroso con árboles de hielo,

como si yo estuviera acompañándote

-ya sé que no es posible- al más allá.

 

Mirlo

Conocemos su canto en la mañana,

temprano, muy temprano,

cuando nos reconforta oírlo, alegre,

bajo la lluvia desvelada.

Pero nada sabemos de sus hábitos

de pájaro agresor que coloniza

territorios ajenos,

y que destruye nidos, y que roba

los huevos más pequeños,

y que hace desdichados

a otros pájaros menos testarudos.

De su vida secreta, no sabemos

nada; o mejor dicho,

preferimos creer que no sabemos.

Nos basta con su canto,

su canto desvelado que nos mece.

Pero otros muchos pájaros, más débiles,

o quizá más modestos,

pagan por ese canto con sus vidas.

Doctor en Filología Hispánica. Doctor en Filología Inglesa. Premio Arcipreste de Hita de Poesía, 2000