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Probablemente la obra de ficción que más me ha impactado en los últimos años ha sido la novela La carretera de Cormack McCarthy (Mondadori, Barcelona, 2007). La conversación de un padre y un hijo, varios años después de lo que parece un holocausto nuclear, arrastrando a lo largo de una carretera norteamericana un carrito de supermercado con sus últimos enseres. Ha desaparecido todo signo de vida; se dirigen hacia el sur en busca siempre de comida, a la vez que huyen de otros supervivientes que quieren matarlos y probablemente comérselos. De tarde en tarde se encuentran con escenas espeluznantes. En las primeras páginas, puede leerse este cruce de palabras entre padre e hijo:

-Ten presente que las cosas que te metes en la cabeza están ahí parasiempre -dijo.

-¿Algunas cosas las olvidas, no?

-Sí. Olvidas lo que quieres recordar y recuerdas lo que quieres olvidar.

Y en las páginas finales, cuando el padre está ya gravemente enfermo, reaparece de nuevo ese tema:

-Cógeme la mano -dijo-. No creo que debas ver esto.

-¿Porque lo que se te mete en la cabeza es para siempre?

-Sí.

-No pasa nada, papá.

-¿No pasa nada?

-Ya los tengo metidos.

-No quiero que mires.

-Seguirán estando ahí.

Cuando hace algún tiempo leí esas palabras me pareció que expresaban de forma lúcida el deterioro de la memoria y la imaginación personal y colectiva que está sufriendo la cultura audiovisual contemporánea y que afecta -me parece a mí- en buena medida a los creativos.

LITERATURA Y MORALIDAD

No soy agorero ni especialmente negativo o pesimista, pero es prácticamente unánime el reconocimiento de que la violencia más brutal, la sexualidad más explícita, la crueldad más despiadada o las más diversas formas de lo cutre y lo sórdido, ocupan buena parte del espacio público audiovisual, conformando el imaginario y las vidas de sus consumidores. Como escribía recientemente John D. Peters, «uno de los temas de nuestro tiempo es cómo la pornografía se ha tornado central» (mainstream). Sin embargo, no quiero referirme particularmente a la pornografía -que es un perverso negocio que ocupa profesionalmente a miles de personas y esclaviza a tantos millones de jóvenes y adultos, generando además enormes beneficios a muchos empresarios del sector-, porque hoy en día nadie considera que la pornografía sea arte. Baste quizá recordar lo que escribía el veterano crítico de Time, Richard Corliss, con ocasión del documental Inside Deep Throat: «Hay mucha pornografía por ahí afuera, pero nadie la llama arte» (Time, 29 de marzo de 2005).

El problema real se encuentra en la falta de imaginación, en la pobreza de recursos de tantos creativos que repiten machaconamente unos temas ya sobados, o que simplemente pretenden todavía hacer algo novedoso ridiculizando a la religión o asumiendo una desenfadada actitud de un descaro supuestamente transgresor. Sin embargo, no parece que los creativos bienintencionados, a pesar de sus esfuerzos, lo hagan realmente mucho mejor. Hay -me parece- un problema más radical que me gustaría expresar con una lúcida anotación de Simone Weil en La gravedad y la gracia (Trotta, Madrid, 1994):

«El mal imaginario es romántico, variado; el mal real, triste, monótono,desértico, tedioso. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagante. Por lo tanto, la «literatura de imaginación» o es aburrida o es inmoral (o una mezcla de ambas). No escapa a esta alternativa como no sea que, a fuerza de arte, pase del lado de la realidad, cosa que sólo el genio puede hacer».

¡Qué profunda sabiduría encierran estas sencillas palabras! Este es para mí el problema central de la cultura audiovisual. A nuestra imaginación el bien parece aburrido y el mal atractivo, pero en la realidad el mal es terriblemente degradante y, por el contrario, el bien es del todo cautivador.

El diagnóstico de Simone Weil sobre la literatura de ficción -que vale-también para la cinematografía- es severo, pues afirma una disyuntiva entre aburrimiento o inmoralidad, o incluso prevé una mezcla grosera de ambos elementos (como quizá ocurre en no pocos casos de los productos audiovisuales de la actualidad). Lo más interesante es quizá su afirmación final de que para superar esa lamentable alternativa lo que hace falta es que la ficción, la imaginación, a fuerza de arte, se pase del lado de la realidad y esto es algo que sólo los genios son capaces de hacer.

Nuestro tiempo necesita de esos genios -sin duda hay ya algunos- capaces de expresar con nuevas palabras, con nuevas imágenes, con nuevas metáforas, con nuevas ficciones, las verdades más profundas que experimentamos en la realidad de nuestras vidas. Genios que expresen esas verdades más hondas en forma de atractivas historias que cautiven nuestra imaginación y que sean capaces de llenar de emoción y de sentido las vidas de nuestros contemporáneos, tantas veces monótonas. Sólo así será posible restañar esa imaginación herida para regenerar el espacio de la cultura audiovisual contemporánea. Me parece que cuando Benedicto XVI afirma que «cuanto más logremos vivir en la belleza de la verdad, tanto más la fe podrá volver a ser creativa también en nuestro tiempo y a expresarse de forma artística convincente» (6 de agosto de 2008, Bolzano), está pensando en algo así.

IMAGINACIÓN, RAZÓN Y CREATIVIDAD

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La imaginación es el corazón de nuestra razón. La imaginación es el motor de nuestra actividad cognoscitiva; toda la tradición filosófica ha sostenido que no podemos pensar sin imágenes, pues son las imágenes las que establecen el puente entre los datos de nuestra experiencia y la espontaneidad de la razón. La imaginación no es sólo indispensable para el pensamiento de tipo especulativo, sino que lo hace palpitar con las cuestiones más prácticas y con las más hondas aspiraciones vitales de los seres humanos. Además, es la imaginación la que permite que nos comprendamos unos a otros, haciendo posible que nos pongamos en el lugar de los otros y creando espacios compartidos: la imaginación hace posible que nuestros corazones latan al unísono.

Me parece que el eje central de las enseñanzas de Benedicto XVI -su ariete intelectual en el panorama a veces desolador de la cultura postmoderna- se encuentra en su reiterada afirmación de que es preciso ensanchar la razón humana para que en ella quepan el corazón, los sentimientos, la belleza y la bondad, «las fuerzas salvadoras de la fe, el discernimiento entre el bien y el mal» (Spes salvi, n. 23); para que en ella puedan encontrar cabida aquellos elementos más humanos que fueron desechados por el materialismo científico ilustrado de los dos últimos siglos. Este es también el núcleo del famoso discurso de Ratisbona (12 de septiembre de 2006):

«Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al periodo anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. […] La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. […] Sólo lo lo graremos si la razón y la fe se re encuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir su horizonte en toda su amplitud [las cursivas son mías]».

Se trata de ensanchar la noción de conocimiento no sólo para que haya espacio para la fe, sino incluso también para que sea posible entender la propia actividad científica. Cien años atrás, el filósofo y científico norteamericano Charles S. Peirce (1839-1914) daba vueltas una y otra vez al impresionante fenómeno de la creatividad:

«¿No es de todas las cosas la más maravillosa que la mente sea capaz de crear una idea de la que no hay ningún prototipo en la naturaleza, nada con el menor parecido, y que por medio de esta completa ficción sea capaz de predecir los resultados de los experimentos futuros, y que por medio de ese poder haya transformado la faz de la tierra?(Collected Papers 7.686, 1903)».

La clave está en advertir que la creatividad científica -la creación de nuevas ideas- nunca está justificada deductivamente por los conocimientos precedentes. Se trata de lo que Peirce llamó abducción y es el proceso por el que se generan nuevas hipótesis en ciencia, pero también en la vida corriente y, por supuesto, en la actividad artística y literaria. Se trata del proceso inferencial por el que relacionamos de un modo nuevo elementos de los diversos ámbitos de nuestra experiencia. Tiene a menudo el carácter de una iluminación repentina: «Es la idea de unir lo que nunca antes habíamos soñado unir lo que hace brillar la nueva sugerencia ante nuestra contemplación» (Collected Papers 5.181, 1903). Como ha escrito Sara Barrena en La razón creativa (Rialp, Madrid, 2007), «el artista o el científico no está constreñido por sus ideas previas o por la realidad, sino que hay crecimiento real. Para Peirce se da en la mente humana auténtica creatividad; es posible crear una idea nueva, que suponga un salto respecto a todo lo anterior».

Reconocer la abducción supone admitir el entrelazamiento de la razón con aquellos elementos que el racionalismo había excluido, particularmente con la imaginación, con la facultad que hace que podamos salirnos de lo predeterminado y proseguir de modos nuevos. La imaginación está en la base de toda interpretación, juega un enorme papel en la formación de nuevos hábitos y es esencial para comprender la experiencia: «en ausencia de imaginación los fenómenos no pueden conectarse de manera racional» (Collected Papers1.46, c. 1896). Peirce llega a decir que todo el pensamiento tiene lugar en la imaginación (Collected Papers 3.160, 1880).

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La razón es genuinamente humana cuando es creativa, cuando se sale de los supuestos, cuando organiza nuevas constelaciones de sentido para los datos de la experiencia. La articulación de experiencia y teoría se lleva a cabo en la imaginación, en la sensibilidad interna. Es precisamente esa sensibilidad interna la que está herida en nuestra cultura audiovisual contemporánea. La imaginación está en muchas personas cercenada o limitada empobrecedoramente por numerosas imágenes degradantes y obsesivas o por estereotipos cosificadores: basta pensar en la sistemática imagen objetualizadora de la mujer o en la violencia machista omnipresentes en las pantallas.

Las metáforas -como advirtieron certeramente Lakoff y Johnson- tienen un papel central en la configuración imaginativa de nuestra experiencia. Las metáforas destacan unos aspectos y ocultan otros. Son capaces de crear una nueva realidad: no son simplemente una cuestión de palabras, sino un medio para estructurar nuestro sistema conceptual, y por tanto, nuestras actitudes y nuestras acciones. Las palabras por sí solas no cambian la realidad, pero los cambios en nuestro sistema conceptual cambian lo que es real para nosotros y afectan a la forma en que percibimos el mundo y al modo en que actuamos en él, pues actuamos sobre la base de esas percepciones. Muchos cambios culturales nacen para bien o para mal de la introducción de nuevos conceptos metafóricos.

ALGUNAS CLAVES PARA POTENCIAR LA CREATIVIDAD

Querría apuntar finalmente algunas ideas que puedan ayudar a favorecer la creatividad. Son lugares comunes todos ellos, pero no recetas. Estoy persuadido de que, si los profesores universitarios educamos en esa dirección, saldrán de entre nuestros alumnos esos genios capaces de transformar creativamente el imaginario de nuestra sociedad.

Para escribir, lo primero es tener algo que decir y para ello es indispensable cultivar la propia vitalidad interior. Para cultivar la imaginación hay que leer a los grandes novelistas de los siglos XIX y XX. Un libro por semana, un libro siempre en el bolso o en la cartera. Algo parecido podrá decirse de las grandes películas del siglo pasado y de la actualidad.

Además, si es posible, hay que moverse, hay que viajar todo lo que se pueda, prestando atención a los lugares, a las personas, a las historias. Hay que escribir sólo de lo que uno sabe, de la propia experiencia vivida o imaginada. Como escribió Hemingway, «todo el éxito que he tenido ha sido gracias a escribir de lo que sé». Y añado otra anotación de Hemingway (On Writing, Scribner’s, Nueva York, 1984), «en el mundo lo más difícil de hacer es escribir prosa directa y honrada sobre los seres humanos. Primero tienes que conocer el tema; luego tienes que conocer cómo escribir. Ambas cosas llevan toda una vida para aprenderlas».

Por otra parte, es preciso desarrollar un «espíritu científico» que lleve a cuestionar habitualmente lo que nos viene dado, lo que se ha hecho o dicho hasta ahora, aquello que tendemos naturalmente a pensar. La primera regla de la razón -insiste Peirce una y otra vez- es que para aprender se ha de desear aprender, y por tanto no hay que estar satisfecho ni con lo que uno ya sabe ni con aquello a lo que se siente inclinado naturalmente a pensar (Collected Papers 1.135, 1899). La piedra de toque de la genuina actitud científica -y de toda actitud creativa- se encuentra efectivamente en el examen atento y decidido de las ideas preconcebidas, de los prejuicios culturales y personales, que tan a menudo dominan o pueden llegar a bloquear por completo la búsqueda creativa.

Los escritores de ficción han de querer transmitir algo mediante una historia. Si no hay ese algo no hay historia que contar. Después, «armar» una historia requiere mucho tiempo, horas, meses, años de maduración. «El novelista debe escribir con la cabeza como si escribiera con el corazón, pero jamás debe escribir con el corazón como si escribiera con la cabeza», afirma sabiamente Mercedes Salisachs en La palabra escrita (Ediciones B, Barcelona, 2003). «Las ideas -escribió Menéndez y Pelayo (Ensayos de crítica filosófica, Aldus, Santander, 1948)- son de todo el mundo, o más bien, no son de nadie: en el pensador más original se pueden ir contando uno por uno los hilos del telar ajeno que han ido entrando en la trama; la originalidad sólo en la forma reside». Casi todas las historias desde Homero, Sófocles y Esquilo hasta hoy son más o menos las mismas. En las últimas décadas la literatura occidental se ha enriquecido, sin duda, con numerosas aportaciones de otras tradiciones culturales, pero para el escritor de ficción la novedad, más que en la historia, reside en su personal forma de contarla, en las nuevas metáforas con las que cuenta de un modo nuevo esa misma historia.

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La creatividad requiere búsqueda, esfuerzo por vivir, por pensar y expresarse con autenticidad. «Hay sólo un único medio -escribirá Rilke al joven poeta (Alianza, Madrid,1980)-. Entre en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir […] Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda». La fuente de la originalidad es siempre la autenticidad del propio vivir. Es preciso volcar la imaginación para descubrir cómo la vida cotidiana puede dejar de ser monótona y aburrida hasta convertirse en una apasionante aventura; descubrir la novedad, la alegría y la belleza de lo cotidiano. De manera un tanto lapidaria podría quizás afirmarse, «donde hay aburrimiento, no hay amor», y la inversa vale también: donde hay amor no hay aburrimiento, sino alegría, optimismo y buen humor.

CONCLUSIÓN

De todos modos, la cuestión acerca de cómo abordar el mal en las producciones audiovisuales sigue abierta. Por una parte, una buena pista es-me parece- contraponer el mal siempre al bien, pues los seres humanos necesitamos distinguir entre ambos, incluso dentro de nosotros mismos. Por otra parte, vale la pena mostrar también siempre aquel contraste -tan certeramente detectado por Simone Weil- entre el atractivo del mal imaginario y la realidad terrible e inhumana del mal real, a la vez que intentamos crear nuevas maneras divertidas, atractivas, cautivadoras, para presentar el bien real -que tan importante es en nuestras vidas- a la imaginación de los espectadores y lectores.

No es tarea fácil. Como dejó anotado Jiménez Lozano en su La luz de una candela (Anthropos, Barcelona, 1996), «Maurice Blanchot, glosando a Kafka, dice que escribir es una forma de oración. Y lo es. O, si no, es cacareo».

Profesor de Filosofía en la UNAV. Director del Grupo de Estudios Peirceranos