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A medida que crecía la conciencia de modernidad en los hombres del Renacimiento, se acentuaba el contraste entre los «antiguos» y los «modernos». Estos sintieron la necesidad de proclamar su mayoría de edad y recurrieron a la idea de emancipación y autonomía. La controversia cultural se riñó en dos frentes. En el estético, el asunto de la «imitación». Durante el siglo XVII tuvo lugar la famosa «Querelle des Anciens et des Modernes» sobre preceptiva literaria y teatral, pero en realidad desde el mismo arranque del Humanismo hasta el Romanticismo, enfrentado al Clasicismo, la cuestión fue siempre si los artistas debían imitar la autoridad de los clásicos greco-latinos o si podían innovar según su musa. Toda la modernidad estética es un tránsito de la imitación de los clásicos (Winckelmann) a la emancipación de ellos mediante la vitalidad del genio, ajeno a reglas, libre y creador (Kant).

En el terreno filosófico-político, la idea fuerza fue también la emancipación. Polemizaron todos los autores del siglo XVIII (franceses y alemanes), intentando definir lo genuino de su tiempo y repitiendo una y otra vez «¿qué es la Ilustración?» (opúsculo de Kant). La Ilustración significa también emancipación de los antiguos, sus tradiciones y tinieblas, y exaltación de la autonomía de la razón, ciencia, progreso, derechos individuales. Benjamin Constant, en su célebre conferencia ante el Ateneo de París de 1819, disertó sobre la «libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», manifestando un grado máximo de conciencia de la contraposición entre los antiguos y los modernos, y criticando a los revolucionarios que habían leído a Rousseau y abate Mably y equivocadamente trataron de instaurar la libertad pretérita de las antiguas repúblicas, tan normativas para los políticos como para los artistas, los poetas y escultores clásicos.

Ahora el debate no es el de «antiguos y modernos», sino el de «modernos y postmodernos». Se trata de presentar los términos de este debate exponiendo la idea postmoderna, equivalente a las modernas de «imitación-genio», «ilustración» y «emancipación».

Presentación de la idea más influyente del siglo

Preguntamos ahora por la idea que ha animado el siglo xx entero en todas sus manifestaciones culturales, desde la filosofía a la psicología, de la sociología a la lingüística, las ciencias naturales y las ciencias históricas; la más influyente por presidir todas las direcciones y avances del pensamiento y la ciencia coetáneos.

Se va a enunciar a continuación la expresada idea, sobremanerasimple y comprensible, y acto continuo se procederá a enriquecerla con alusiones a las particulares formas que ha adoptado en las principales orientaciones del pensamiento contemporáneo. Con ello se pretende contribuir a difundir el debate de nuestro tiempo, evitando que los que ignoran su exacta dimensión se excluyan a sí mismos de él. En ocasiones, son los mejores de cada especialidad, los que más han avanzado en ella revelando la actualidad de esa misma idea, los que desconocen la comunidad intelectual que ella funda entre ellos; y otros investigadores que han hecho lo propio en su respectivo campo.

Esta idea es la idea de la postmodernidad, entendiendo postmodernidad en su acepción más amplia lo que adviene con el agotamiento de la modernidad a fines del siglo XIX, y no solo el llamado postestructuralismo francés de años 70 y siguientes. Siglo xix, siglo del positivismo. En su segunda mitad, tras la muerte de Hegel y con el progreso de las ciencias, elevan la voz sus principales apóstoles: Claude Bernard, Renán, Taine, Mili, Darwin, Spencer, el neokantismo alemán. El paradigma moderno descansa en la pareja sujeto-objeto, y en el siglo anterior adoptó una forma radical: no hay más sujeto que el científico sin prejuicios y no hay más objeto que la realidad empírica verificable, medible, predecible. Este dualismo constituye un especial concepto de verdad como exactitud, precisión, ley. El sujeto sin previas condiciones, usando un método seguro, obtiene una verdad exacta y eterna sobre la objetividad del mundo, que se suma en progreso indefinido al depósito acumulado de verdades conquistadas por la humanidad.

En cambio, durante el siglo XX postmoderno, como demuestra su idea más influyente, se produce un incontestable sobrepasamiento del positivismo decimonónico y su enteco concepto de verdad. En esto reside la originalidad de nuestro tiempo. Pero a la vez demostraremos que la quintaesencia de esta postmodernidad, su idea, sin menoscabode su originalidad, prolonga una tradición milenaria, a la que no contradice, sino por el contrario respeta, por donde la postmodernidad no tiene motivo para situarse aparte de la carrera de los siglos, como pretende.

La idea más influyente de este siglo dice así: todos los conceptosde nuestra razón, así los ordinarios y comunes como los científicos y técnicos, dependen de una previa constelación mental de evidenciasinconscientes, históricas, lingüísticas y de origen social. En otras palabras, lo sabido depende de lo consabido, lo que vemos de lo evidente, el juicio del prejuicio, el conocimiento del previo reconocimiento, la ciencia de la creencia.

El nuevo paradigma postmoderno disuelve el dualismo de la relación sujeto-objeto en un monismo que trasciende a uno y otro: no más contraposición entre conciencia y objetividad positiva, empírica; en lugar de ello se produce una condensación de ambos en una instancia previa y superior. La conciencia retorna a un estado pre-subjetivo, donde tampoco el objeto es susceptible de una verdad exacta, porque el concepto de verdad tradicional (correspondencia del pensamiento con la cosa) se muda en uno múltiple, vivo, móvil y relativista, en que cada perspectiva revela un ángulo de la verdad inagotable. En suma, el siglo XX es el más antipositivista de los siglos al hacerseinsostenible el concepto de verdad basado en la supuesta seguridad de los «hechos positivos».

La lenta elaboración de una idea

Con todo, un germen de este espíritu antipositivo histórico-sociallo encontramos ya en el mismo siglo XIX en Hegel, Comte y Marx. La realidad positiva y las ideas conscientes de la razón individual son emanaciones de una mentalidad teórica inconsciente social en evolución: el «espíritu objetivo» hegeliano, la noción de «estado» en el francés -inventor del término «positivismo»- y la «ideología» en el pensamiento del tercero. Ahora bien, en los tres casos esa mentalidad téorica previa pertenece a una filosofía de la historia, lo que quieredecir que estos pensadores, si primero supieron ver que las ideas de la razón expresan el sustrato social inconsciente de su tiempo, luego se alejan del siglo XX cuando invierten el sentido de la dependencia y afirman que ese substrato social depende asimismo del desarrollo de una gran idea racional: la idea moderna de progreso.

Entre ellos y nosotros media la pérdida de la fe en la idea del progreso, que se asociaba a los avances de la ciencia. A fines de fines de ese siglo XIX, la idea más influyente del venidero se hallaba incitante y provocativa en la atmósfera (Nietzsche, Dilthey, Bergson) en forma de crítica de la ciencia: la ciencia racional esconde deseos de dominación muy poco racionales; y también -se dice- el positivismo descansa en el concepto de hecho positivo, y este concepto, como todos los conceptos, depende de la evolución de nuestras creencias, luego el positivismo debe ceder su primacía a una cuestión previa y más fundamental.

Las dos ciencias en vanguardia, casi podría decirse que creadaspara el estudio de la idea más influyente, ciencias por tanto cifra de todo el siglo XX, son la psicología social y la sociología del conocimiento, que investigan la presencia silente de la sociedad en las almas. Fundador de ambas es Emil Durkheim. Cierto que Gabriel Tarde había antes desarrollado su teoría sobre los conceptos que unos pocos «inventores» crean para difundirse luego por «imitación» al resto de la sociedad inconsciente (Leyes de la imitación, 1890 y Lógica social, 1895). Pero el libro de Durkheim Las formas elementales de la vida religiosa (1912), donde más ampliamente describe la esencia de la conciencia colectiva, contiene como el germen del siglo que empieza encerrado en su conclusión. Expone el origen social-histórico de los conceptos y de las categorías, contrastando con la posición kantiana y sus a priori individuales y ahistóricos. Según Durkheim, solo la sociedad, no la experiencia del individuo, tiene la elevación,la continuidad, la generalidad necesaria para que surjan los conceptos ideales, permanentes, universales, comunicables. Los conceptos y las categorías mentales son segregados por la sociedad, cambiantes y en evolución como ésta. Si los conceptos científicos nos parecen verdaderos es porque hoy reconocemos una autoridad a la ciencia, tenemos una fe en la ciencia como antes una fe religiosa. Y fuera de la conclusión del libro: «Hablamos una lengua que no hemos forjado nosotros; nos servimos de instrumentos que no hemos inventado; invocamos derechos que no hemos instituido; a cada generación se le transmite todo un tesoro de conocimientos que ella no ha amasado, y así sucesivamente. Estos beneficios variados de la civilización se los debemos a la sociedad y aunque, por lo general, ignoramos de donde proceden, al menos sabemos que no son obra nuestra. Pero son precisamente ellos los que otorgan al hombre su fisonomía propia entre todos los demás seres; pues el hombre solo es hombre por el hecho de estar civilizado». Véanse aquí reunidas todas las notas característicasde la idea más influyente del siglo.

La psicología social descansa en los mismos presupuestos: la sociedad manipula y moldea nuestra psique, dictándonos los patrones de un comportamiento normal y uno anormal o desviado. Una de las contribuciones más importantes de esta ciencia estriba en haber averiguado el carácter histórico y relativo de lo que sucesivamente se reputa normal y anormal, y al mismo tiempo haber revelado la increíble presión que el grupo social impone sobre el individuo para que adapte su conducta a la normalidad por ella definida. Esta presión carga directamente sobre el inconsciente y consigue que la espontaneidad del individuo se conduzca en la dirección adecuada. Este es el fundamento de toda la teoría de la represión en Freud y del «otro generalizado» de Mead, quien insiste más que el austríaco en el carácter lingüístico o simbólico de las relaciones sociales y de la construcción del Self.

Cuando nuestro interés se centra en el tipo de sociedad o en el tipo social de hombre que presuponen las formaciones téoricas de la mente, sean elaborados sistemás filosóficos o visiones naturales del mundo, entonces pasamos de la psicología social a la sociología del conocimiento. Una vieja cuestión que ocupaba al inquieto Max Scheler era la superación del positivismo decimonónico. Inspirándose en las obras de Bergson, creyó descubrir el sentimiento o deseo que anima las ciencias empíricas: éstas se hallan, como la misma técnica, al servicio de un deseo de dominación y transformación de la naturaleza; en cambio, la metafísica responde a un anhelo amoroso de mera contemplación de esencias (La esencia de la filosofía y la condición moral del saber filosófico, 1917-18). Más tarde, en la segunda etapa de su evolución filosófica (Problemas de una sociología del saber, 1924), descubre una perfecta continuidad entre la teología medieval y la ciencia experimental renacentista. En efecto, la idea de un Creadordistinto a la naturaleza creada y no divina, y el mandato de trabajar la naturaleza contenido en la Biblia dejaron franco el camino para que las ciencias estudiaran racionalmente una naturaleza mecánica inerte y sin dioses. La escolástica representa una explosión de racionalismo,un apoteosis de lógica y dialéctica que prepara subsiguientes evoluciones de la ciencia positiva; como ya viera Nietzsche, el cristianismo y la ciencia comparten un mismo pathos: el ascetismo. En antropología filosófica de Scheler, el instinto de dominación de la ciencia se corresponde con un impulso de vida y fuerza, el «pragmatismo»que el hombre comparte con los animales; en contraste, es exclusivamente humana la facultad de emanciparse de los instintos vitales y pragmáticos y elevarse desde las cosas y los bienes hacia la objetividad de valores y esencias ideales, contemplándolos con un amor libre de ataduras. Solo el hombre goza del privilegio de ensimismarse y no hacer nada.

Lo permenente de su filosofía estriba en haber averiguado la existencia de un pathos sentimental detrás de los saberes (instinto de dominación y amor moral), y finalmente en hacer hecho correspondencias entre ese pathos y el tipo de sociedad. Como resumen, una larga cita de Conocimiento y trabajo (1926):

«Esta desagradable situación de la cultura intelectual de la época del alto capitalismo solo puede ser superada lentamente, por una parte, en los procesos descritos de la relativización de la metafísica mecanicista y de la aspiración a la elevación del conocimiento realmente puro de la naturaleza. Por otra, puede superarse a través de la afirmación de la verdadera filosofía y metafísica. Es por ello que el capitalismo creciente y progresivo puede soportar a su vez un estrato total de hombre puramente teoréticos y al mismo tiempo de hombres tales que rompan con las teorías de las clases autoritarias, con la metafísica burguesa y proletaria, es decir, que rompan con el mecanicismo absoluto y con el pragmatismo filosófico. En esta élite, y en sus manos, descansa exclusivamente el futuro desarrollo humano del saber. Tanto la ciencia como la filosofía serían arrancadas paulatinamente por ellos de la servidumbre indigna a los intereses de dominio meramente técnico sobre la naturaleza y el hombre» (pág. 308).

Antes de los de Scheler habíanse publicado trabajos sobre sociología de algunos de los saberes: en particular, sociología de la religión por Ernst Troeltsch y Max Weber; después de él, entre millares de ellos, destacan por su influjo los artículos de Ideología y utopía (1929) de Karl Mannheim, en el que el autor trata de escapar en vano del inevitable relativismo al que por modo necesario conduce esta ciencia, y La estructura de las revoluciones científicas (1962) de T.S. Kuhn, donde se da suelta al relativismo tras demostrar que los descubrimientos científicos, aun los más rigurosos y seguros para la ciencia, dependen de un paradigma de creencias irracionales vigentes en cada tiempo que delimitan con carácter previo el ámbito de lo susceptible de conocimiento: el experimiento empírico del científico está condicionado por un previo concepto de realidad, hecho, verdad, espacio, etc., que escapa al dominio científico.

La idea preside todas las direcciones del pensamiento: la Dialéctica

En Economía y sociedad, Max Weber trazó los tipos ideales de legitimación. A la que definía nuestra época denominó «racionalidadinstrumental» o «racionalidad respecto a fines» que describe la razón científico-técnica del positivismo. Justamente una airada repulsa al positivismo burgués caracterizará a los renovadores de la teoría marxista agrupados en la llamada «Escuela de Frankfurt». A diferencia de Marx, todavía embrujado por la aparente perfección de las ciencias naturales, Horkheimer en su Teoría tradicional y teoría crítica (1937) abjura de todo positivismo acrítico y conservador y aboga por una teoría crítica de las ideologías. El positivismo y su expresión, la razón científico-técnica, abstrae de las necesidades de emancipaciónrevolucionaria del individuo y entretanto los intereses de la clase dominante arraigan y la revolución moral se aleja. Es precisa una crítica de la ideología burguesa-empírica-científica dominante para, evitando la domesticación del individuo, preparar la emancipación liberadora. Se unen, como se ve, una sociología del conocimiento -razóncientífico-técnica como ideología burguesa- y la psicología freudiana de liberación de las represiones.

Es sabido cómo los representantes de esta escuela depusieron al cabo toda esperanza en su célebre abdicación de la modernidad (Dialéctica de la Ilustración y Eclipse de Razón, 1947) y que Marcuse incluso llego a desenmascarar en la ciencia y la técnica a la peor de las ideologías (Hombre unidimensional, 1964), pero en todo caso lo decisivo era destacar la plena vigencia de la idea más influyente del siglo: un esquema mental social-histórico, aquí llamado ideología, que orienta el conocimiento del individuo antes de su comercio intelectual con la realidad en torno.

Todo la empresa de Habermas de continuar el proyecto inacabado de la modernidad comparte idéntico fundamento: la crítica del empirismo conservador del siglo XIX, productor de la «jaula de hierro» de la racionalidad científico-técnica. Como Scheler antes en Conocimiento y trabajo, Habermas en Conocimiento e interés (1968) analiza los impulsos que preceden a cada sentimiento en la idea de que los intereses son esos horizontes que no solo no impiden el conocimiento, sino que son su condición de posibilidad: interés técnico o trabajo en la acción racional respecto a fines de la ciencia y técnica; interésmoral-práctico en la interacción simbólico-linguística. Reprocha al positivismo, que se jacta de hacer ciencia libre de valores (irracionales y subjetivos), el haber privatizado la racionalidad moral y práctica que conduce a la emancipación política del individuo, sustituyéndola por una administración técnica de los asuntos públicos encaminada a la mayor producción y bienestar de unos consumidores despolitizados.

Habermas, echando a un lado el positivismo, quiere recuperar el proyecto ilustrado y la legitimación de la democracia fundada en el sentido práctico y público de la razón, su función moral emancipadora y crítica. Quiere que la teoría guíe la praxis sin caer en el control científico-técnico de la razón instrumental. Hay otra racionalidad distinta de ésta: la interacción social, que descansa en la comunicación lingüística exenta de dominación. Si el error del positivismo ha sido confundir los dos planos (teoría y praxis, técnica y sociedad, filosofía y ciencia), Habermas quiere distinguirlos con cuidado para afirmar la acción comunicativa, la discusión libre, que legitime una democracia que forme su voluntad general emancipada de la «comunicación distorsionada» del capitalismo tardío. Este sería el campo auténtico de la Filosofía y de la Política no técnica. Esta otra clase de racionalidad, que llama «razón comunicativa», es supra-individual, lingüística y social, exactamente de acuerdo con la idea más influyente del siglo.

La idea inspira también a la Hermenéutica

Aunque es de rúbrica contraponer la Dialéctica de Frankfurt y la Hermenéutica de Heidegger y epígonos, lo cierto es que ambas corrientes de pensamiento comparten la misma idea: una pre-comprensión de origen social y lingüístico precede al conocimiento individual. En ambos el mismo desvío al positivismo anticuado, que en su ingenuidad desconoce la cuestión previa. Donde la escuela marxista dice «ideología», los hermeneutas dicen «precomprensión», «mundo»,»estado de abierto», «prejuicio». Las ciencias naturales creen explicar la realidad, pero el conocimiento que creen alcanzar depende de la comprensión del mundo que constituye la realidad, entendiendo por mundo el lenguaje con que la sociedad confiere significados a las cosas y las acciones. Heidegger expresa con habilidad de artista el sigiloso influjo de la precomprensión o mundo, que dimana del efecto imperativo de lo que «hace la gente», de lo que «se» hace:

En este no sorprender, antes bien resultar inapresable, es donde despliega el «se» su verdadera dictadura. Disfrutamos y gozamos como se goza; leemos, vemos y juzgamos de literatura como se ve y juzga; incluso nos apartamos de la gente como la gente se aparta de ella; encontramos intolerable lo que se encuentra intolerable. El «se», que no es nadie determinado y que son todos, si bien no como suma, prescribe la forma de ser de la cotidianeidad (parágrafo 27 de Ser y tiempo, 1927).

Grandes afinidades con el concepto de «precomprensión» guarda el de «creencias» sobre el que teorizó, como es sabido, Ortega y Gasset en la segunda navegación de su pensamiento. Todo el pensamiento maduro de Ortega se resume en una emancipación del positivismo de su mocedad, primero con un vitalismo de reminiscencias nietszcheanas y luego, tras la renovación espiritual que experimentó hacia 1932, con su proyecto magno de la Aurora de la razón histórica, aportando el nuevo nombre de «razón histórica» a los otros que igualmente designaban los intentos coetáneos de liberación de la racionalidad de las ciencias naturales: ciencias del espíritu, razón comunicativa, precomprensión, etc.

Como introducción de esta Aurora, nunca concluida, Ortega publicó el breve ensayo «Ideas y creencias» (1935-36). Distingue entre ideas que tenemos y creencias que somos y en las que vivimos. Una cosa es pensar en algo y otra contar con ello; por ejemplo, cuando decide salir a la calle, el hombre cuenta con que la calle existe, pero no piensa en ello. Cree que la tierra es una formación física con la misma convicción con que en otro tiempo le parecía evidente estar pisando el torso de Gea, diosa madre. Las creencias son evidencias colectivas, heredadas, involuntarias. El hombre es un heredero de creencias, y esto lo constituye en histórico y le diferencia del animal. El intelectualismo ha creído que lo único que importa es lo que pensamos, las ideas, la consciência. Ortega afirma que lo más eficiente en nuestras vidas son las creencias, que son inconscientes, ajenas a la voluntad. El capítulo segundo del ensayo, «Los mundos interiores», investiga la naturaleza de las ideas. Las ideas son la ficción que inventamos precisamente porque no creemos en ellas; son construcciones ideales, fantasías voluntarias, conscientes, individuales.

De entre las ideas le interesa a Ortega primariamente las científicas. Parte de la ciencia ha llegado a ser creencia, pero en su mayoría son ideas. Pues bien, la ciencia física, que no conoce la realidad sino solo establece ciertas correspondencias, es una interpretación de la realidad imaginada por el físico, es una fantasía. El científico «ensaya figuras imaginarias de mundos y de su posible conducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más firme, y a eso llama verdad. Pero conste: lo verdadero, y aun lo científicamente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico. Hay fantasías exactas. Más aún: solo puede ser exacto lo fantástico. No hay modo de entender bien al hombre si no se repara en que la matemática brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo». Insiste en que justamente porque la ciencia es exacta no puede ser real: «Lo que se llama pensamiento científico no es sino una imaginación exacta. Más aún: a poco que se reflexione se advertirá que la realidad no es nunca exacta y que solo puede ser exacto lo fantástico». Por eso propone una ciencia sub specie poeseos. Y sentencia: «El triángulo y Hamlet tienen el mismo pedigree. Son hijos de la loca de la casa, fantasmagorías».

Lo que en Heidegger es precomprensión y mundo, y en Ortega creencias, es en Gadamer la noción de prejuicio. En su importante Verdad y método (1960) se propone deshacercer el moderno prejuicio contra el prejuicio: «Los prejuicios de un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser», y sigue: «Si se quiere hacer justicia al modo de ser finito e histórico del hombre, es necesario llevar a cabo una drástica rehabilitación del concepto de prejuicio y reconocer que existen prejuicios legítimos». La ciencia «libre de prejuicios» simplemente demuestra ser conservadora por aceptar acríticamente los que la dominan; en cambio, la consciência de los propios prejuicios permite distinguir entre los legítimos y los que no lo son. Si se prescinde del concepto de verdad de las ciencias naturales, que desprecian la Tradición como una ofensa a la racionalidad que las sostiene, y se toma otro concepto de verdad, más próximo al arte, que halle una racionalidad en la Tradición que recibimos y reconocemos, no existe ninguna dificultad en admitir algunos prejuicios como condición esencial de comprensión.

Las investigaciones de Gadamer coinciden con los escritos del segundo Heidegger sobre el ser y el lenguaje como Carta al humanismo (1947) y De camino al habla (1959). Otra línea de estudio del segundo Heidegger, en concreto sus cursos sobre Nietzsche de finales de los treinta y principios de los cuarenta, y la renovación de su crítica a la metafísica occidental en La época de la imagen del mundo (1938) y en Identidad y diferencia (1957), traducidos al francés al comenzar los sesenta, producirá una revolución espiritual en el estructuralismo francés a la moda y conducirá a éste a su post-estructuralismo (Derrida, Foucault) coincidente con la post-historia (Gehlen), sociedad post-industrial (Bell), pensamiento post-metafísico (Habermas), etc.

La metafísica occidental ha impuesto durante tres milenios el principio de identidad: A=A. Tras la frialdad de una evidencia lógica, alienta, escondida, una voluntad de poder de quienes, mediante el discurso o texto (el lenguaje), definen qué es lo idéntico y por tanto lo racional. Es preciso deconstruir el texto de la metafísica occidental, combatiendo el fonocentrismo ambiente, y exaltar, en cambio, como una forma de liberación ontológica, lo diferente, lo no idéntico, los márgenes del texto, lo que ha sido proscrito como irracional por la metafísica. La crítica de texto revela el imperio de ciertos discursos: el de los blancos colonizadores, la burguesía, los hombres sanos frente a los enfermos o locos, los heterosexuales. Foucault indaga la genealogía de los discursos de los sanos (Historia de la locura, 1961), de los buenos y normales (Vigilar y castigar, 1975) y de los honestos (Historia de la sexualidad, 1976-84).

Ontologia de la idea y su concepto de verdad

La conciencia colectiva, la represión social sobre la conciencia, el otro generalizado, la ideología, el Man heideggeriano, las creencias orteguianas, el paradigma científico, la Tradición, el discurso, no son nada esencialmente distinto, comparten idéntica naturaleza. Siempre una composición social, histórica, que ejerce su poder en la forma de evidencia incontestable. Es la idea más importante del siglo, que consuma la superación del positivismo.

El primer agente de esta transformación es el lenguaje vulgar. Se ha dicho que en el siglo xx se opera el tránsito de la conciencia (sujeto) al lenguaje. Otra manera de decirlo es que se verifica el tránsito de la posición central del lenguaje científico a la toma de conciencia de las implicaciones del lenguaje vulgar, natural o no científico. En efecto, el lenguaje científico es artificial, consciente, exacto, intemporal, como se quieren las mismas ciencias, y pertenece al mismo paradigma moderno. En cambio, el lenguaje popular o vulgar es una creación inconsciente y espontánea del pueblo, cambiante y múltiple como la vida, y encierra la metáfora de la esencia de la postmodernidad.

Por medio del lenguaje popular, constructo social, los demás están presentes cuando medito o cuando siento en lo secreto del corazón, y siempre pienso en un idioma ajeno con palabras prestadas, que he recibido con su significado bien recortado y redondeado. Pero no solo el pensamiento, sino aun la percepción sensible es cultural y depende de los significados históricos de cada lenguaje. Se ha demostrado que no vemos nunca manchas ni oimos ruidos ni palpamos bultos, sino que solo vemos, oímos y palpamos significados, esto es, manchas, ruidos y bultos intepretados. A los lejos vemos un poste, una farola o un árbol, y dudamos entre estas interpretaciones, pero solo vemos interpretando. Oímos un portazo o una silla que cae, pero nunca un ruido sin sentido. Los ojos ven y los oídos oyen cosas dotadas de significado, de otra forma son ciegos y sordos. Al arribar Colón por vez primera a costas americanas creyó ver sirenas, hombres pájaro y centauros, según relató por carta a los Reyes Católicos: los símbolos de los relatos góticos de la época configuraban incluso su percepción sensible, no solo el juicio y entendimiento. Vemos, oímos, palpamos distinto según las épocas.

El lenguaje me enajena y proclama mi pertenencia a la sociedad. Es el espíritu inconsciente, social, histórico de las evidencias. No pienso sobre el lenguaje corriente, sino que el lenguaje me permite pensar, pone las evidencias intelectuales y sensibles que soportan ulteriores comprensiones, por donde el lenguaje es una condición inconsciente, previa, que ilumina la realidad y la deslinda, escogiendo una interpretación de las múltiples posibles. Como hay muchos lenguajes, y muchos pueblos, así también hay muchas evidencias distintas entre sí y plurales conceptos de verdad coexisten sin estorbarse. Y como los lenguajes son históricos y relativos a cada pueblo y a cada época, del mismo modo la precomprensión social del individuo es asimismo relativa, histórica y cambiante.

Como es sabido, suele distinguirse la primera y segunda etapa en el pensamiento de Wittgenstein por la mudanza del interés que prestó al lenguaje: en la primera etapa, batalla con Frege y Russell por crear un lenguaje lógico para las ciencias, y ello atraerá la atención del positivismo lógico de Viena; más tarde, en la segunda etapa, abandona el estudio del lenguaje científico y se ocupa del lenguaje vulgar, elaborando su famosa teoría de los juegos e inspirando las futuras evoluciones de la escuela de Oxford y de la filosofía analítica. En la medida en que esta filosofía analítica anglosajona se asienta en el presupuesto del lenguaje natural como fundamento último, contribuye decisivamente al éxito de la idea más influyente del siglo. Un epígono de esta escuela analítica, la psicología cognitiva, logró desterrar el último atisbo de positivismo decimonónico que aún se enseñoreaba en los años cuarenta y cincuenta: el conductismo (Watson como fundador y Skinner como reformador), y justamente esta total superación del radicalismo empírico del conductismo simboliza el redondeamiento final de la idea postmoderna.

Cambia el siglo, cambia la idea

En conclusión, la idea más influyente del siglo se resume en la toma de conciencia por los pensadores de la potencia ontológica creadora de realidad que contiene el lenguaje ordinario o popular, determinando nuestra manera de pensar al mismo tiempo que ocultando su increíble dominio. Esta idea presenta, como se dijo, una gran originalidad, consistente en la atención prestada al lenguaje en su forma vulgar y espontánea, antes despreciada. Pero por otro lado, confirma y prolonga la gran tradición occidental que consagra la secular centralidad del Lenguaje y la Palabra en nuestra cultura (logocentrismo).

Visto el claro entronque de la postmodernidad con la tradición occidental, a cuyo influjo no escapa pese a hacer de su destrucción su principal empresa, venida es la hora de ir más allá del Lenguaje. Desvelado el poderío del Lenguaje sobre nuestro íntimo ser, alienado con voces extrañas, al punto despierta el anhelo de lo más originario.

Se propone entonces la siguiente dirección del pensamiento: pasar de «en el principio fue el logos» a «fue creado a imagen y semejanza»; del conocimiento ex auditu a la concupiscentia oculi; del fonema al icono; del lenguaje y la comprensión a la imagen y la imitación. Es tiempo de levantar el entredicho que pesa en Occidente, el que pronunció la Palabra contra la Imagen. La Imagen es el más allá del Lenguaje.

Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) es doctor en Filosofía y licenciado en Filología Clásica y en Derecho. En 1993 ganó las oposiciones al cuerpo de Letrados del Consejo de Estado con el número 1 de su promoción. Desde 2003 es director de la Fundación Juan March. A lo largo de una década publicó cuatro libros en torno a la ejemplaridad: Imitación y experiencia (2003), Aquiles en el gineceo (2007), Ejemplaridad pública (2009) y Necesario pero imposible (2013). Ha reunido su producción ensayística en dos compilaciones: Tetralogía de la ejemplaridad (2014) y Filosofía mundana. Microensayos completos (2016). En 2004, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo por su primer libro. Es patrono del Teatro Real y del Teatro Abadía. Miembro del Consejo de Dirección de Nueva Revista.