Tiempo de lectura: 13 min.

Jane Austen advierte en el encabezamiento de su Historia que no habrá muchas fechas en ella. No voy a ser menos —sería más en este caso— que la autora, de sobra conocida por el público lector y espectador, y explayarme en erudiciones a propósito de un texto que se mofa de ellas. Solo decir que cuando compuso esta obrita era el 26 de noviembre de 1791, apenas tenía dieciséis años y ya poseía los mismos dones y el mismo dominio del material y de la forma que la harían maestra del ingenio. Ingenio que va en primer lugar dirigido contra el que narra, a la vez parodia y escudo protector. La obra que aquí parodiaba es la muy popular Historia de Inglaterra de Goldsmith, de uso en todas las escuelas de la época.

Su simpatía y compasión por la Reina de Escocia y por la causa de los Estuardo es auténtica y las conservó toda su vida; su alegato apasionado también lo es. Esto ha hecho pensar a algunos que la joven escritora tenía dificultades con su tono. No creo que haya tal. La sensatez de Jane Austen tiene una comicidad maravillosa que despojaríamos de todo su encanto si nos olvidáramos de su genuina sensibilidad. Es precisamente ese tono a la vez sentido y consciente de su propio exceso lo que tiene un sabor tan peculiar. Sería un error igualmente cómico tomarse la ironía demasiado en serio, como quien se ríe de una anécdota en el lugar equivocado en vez de sonreír por el donaire con que se cuenta.

La Historia de Inglaterra fue vuelta a copiar a mano e ilustrada por la hermana de la autora junto a otros escritos juveniles destinados al solaz de su familia. Incluida en el segundo de los tres volúmenes en 4º, pasó a los descendientes de su hermano Francis, al que se alude en el texto compárandolo con Drake. Propiedad ahora de la Biblioteca británica, los tres cuadernos se editaron en 1993.

 

ENRIQUE IV

ENRIQUE IV ascendió al trono de Inglatérra para su gran satisfacción en el año 1399, después de haber convencido a su primo y predecesor Ricardo II de que abdicara en su favor, y se retiró para el resto de sus días en el castillo de Pomfret, donde sucedió que fue asesinado. Hay que suponer que Enrique estaba casado, pues con certeza tuvo cuatro hijos, pero está fuera de mi alcance informar al lector quién fue su mujer. Sea como fuere, no vivió para siempre, sino que al caer enfermo, su hijo, el Príncipe de Gales vino a llevarse la corona, después de lo cual el Rey pronunció un largo discurso sobre el que remito al lector a las Obras de Shakespear,1 y el Príncipe pronunció uno todavía más largo. Estando las cosas así arregladas entre los dos, el Rey murió y le sucedió su hijo Enrique que previamente había atizado a Sir William Gascoigne.

ENRIQUE V

Después de tomar la sucesión del trono, este Príncipe se reformó por entero y se volvió simpático, desechó a todos sus disolutos compañeros y nunca más volvió a zurrar a Sir William Gascoigne. Durante su reinado se quemó vivo a Lord Cobham, pero no recuerdo el motivo. Su Majestad puso entonces sus pensamientos en Francia, adonde fue y luchó en la famosa batalla de Agincourt. Después se casó con la hija del Rey, Catherine, una mujer muy agradable según cuenta Shakespeare. Sin embargo y muy a pesar de todo ello, el Rey murió y lo sucedió su hijo Enrique.

ENRIQUE VI

No puedo decir gran cosa del juicio de este Monarca. Ni lo haría si pudiera, ya que era un Lancasteriano. Supongo que ustedes saben todo sobre las guerras entre él y el Duque de York, quien estaba en el buen bando. Si no lo saben, será mejor que lean alguna otra historia, ya que no voy a extenderme mucho en ésta, siendo su único propósito descargar mi bilis y demostrar mi ira contra todos aquéllos cuyos partidos y principios no casan con los míos, y no el de suministrar información. Este Rey se casó con Margarita de Anjou, mujer cuyas penas e infortunios fueron tan grandes, que yo, que la detesto, casi la compadezco. Fue en este reinado cuando Juana de Arco vivió y provoco tanto escándalo entre los ingleses. No debieron haberla quemado, pero lo hicieron. Hubo varias batallas entre Yorkistas y Lancasterianos, en las que los primeros (como está mandado) normalmente vencían. A la larga fueron derrotados por completo. El Rey fue asesinado, a la Reina se la envió a su casa y EDUARDO IV ascendió al trono.

EDUARDO IV

Este monarca fue famoso solo por su apostura y osadía, de las cuales el retrato que de él nos ha llegado y su impertérrito proceder al casarse con una mujer estando ya comprometido con otra, son pruebas suficientes. Su mujer fue Elizabeth Woodville, que de viuda fue, la pobrecita, confinada en un convento por ese monstruo de iniquidad y avaricia, Enrique VII. Una de las amantes de Eduardo fue Jane Shore, de la que se ha escrito una obra de teatro, pero es una tragedia y por lo tanto no vale la pena leerla. Después de acometer tan nobles hechos, su Majestad murió y fue sucedido por su hijo.

EDUARDO V

Este infortunado Príncipe vivió tan poco que nadie tuvo tiempo de pintar su retrato. Su asesinato fue tramado por su tío, cuyo nombre era Ricardo III.

RICARDO III

Por lo general, los historiadores han tratado muy duramente el carácter de este Príncipe, pero al ser un York, yo más bien me inclino a juzgarle un hombre muy decente. Cierto que se ha afirmado sin reservas que mató a sus dos sobrinos y a su mujer, pero también se ha dicho que no mató a sus dos sobrinos, lo que me inclino a dar por verdadero, y si éste es el caso también puede afirmarse que no mató a su mujer, pues si Perkin Warbek fue realmente el Duque de York, ¿por qué no habría de ser Lambert Simnel la viuda de Richard?2 . Inocente o culpable, no reinó mucho tiempo en paz, pues Enrique Tudor, conde de Richmond, el más grande villano que jamas haya vivido, armó un buen jaleo para apoderarse de la corona y, al matar al Rey en la batalla de Bosworth, accedió al trono.

ENRIQUE VII

Poco después de su llegada al trono, este monarca casó con la princesa Elizabeth de York, con cuya alianza demostró claramente que juzgaba su derecho inferior al de ella, por mucho que fingiera lo contrario. De este matrimonio tuvo dos hijos y dos hijas, la mayor de las cuales se casó con el Rey de Escocia y tuvo la fortuna de ser abuela de una de las personalidades más eximias del mundo. Pero de ella tendré ocasión de hablar con mayor abundamiento en el futuro. La más joven, Mary, casó primero con el Rey de Francia y después con el duque de Suffolk, del que tuvo una hija que con el tiempo sería la madre de Lady Jane Grey, que, aunque inferior a su adorable prima la Reina de los escoceses, fue una encantadora joven, famosa por leer griego mientras otros andaban de caza. Fue durante el reino de Enrique VII cuando los antedichos Perkin Warbeck y Lambert Simmel hicieron su aparición. El primero fue puesto en los cepos, buscó refugio en la abadía de Beaulieu y fue decapitado junto al conde de Warwick. Al otro lo pusieron en la cocina del Rey. Su Majestad murió y lo sucedió su hijo Enrique, cuyo único mérito fue no ser tan completamente malvado como lo fue su hija Isabel.

ENRIQUE VIII

Afrenta sería para mis lectores si no les considerara tan versados en las incidencias de este reinado como lo estoy yo. Será pues ahorrarles la tarea de leer otra vez lo que ya han leído y a mí el problema de escribir lo que no recuerdo con exactitud, si me limito a trazar un breve esbozo de los principales acontecimientos que lo marcaron. Entre ellos puede destacarse al cardenal Wolsey diciendo al abad de la abadía de Leicester que «había venido a posar sus huesos entre ellos», la Reforma de la Religión y las cabalgatas del Rey por las calles de Londres junto a Ana Bolena. No obstante, es de justicia, además de mi deber, declarar que esta simpática mujer era completamente inocente de los crímenes que se le imputaban, de lo cual su belleza, su elegancia y alegría eran pruebas suficientes, por no hablar de sus solemnes protestas de inocencia, de la debilidad de los cargos contra ella ni de la personalidad del Rey; todas las cuales vienen a ser confirmaciones, aun siendo quizá livianas en comparación con las alegadas en primer lugar. Sin gustarme poner muchas fechas, creo conveniente dar alguna, y por supuesto elegiré las más necesarias para el conocimiento del lector, así que estimo conveniente informarle que la carta de Ana al Rey tiene fecha del 6 de mayo. Los crímenes y crueldades de este Rey fueron demasiado numerosos para ser mencionados (como espero esta historia haya mostrado), y nada puede decirse para vindicarle excepto que su abolición de las casas de Religión y su abandonarlas a las ruinosas depredaciones del tiempo han redundado en inconmensurable beneficio del paisaje de toda Inglaterra, lo que fue probablemente una razón fundamental para hacerlo, pues de otro modo, ¿por qué habría un hombre sin religión como él tomarse la molestia de abolir una que había sido establecida desde tiempos remotos en el reino? La quinta esposa de su Majestad era la sobrina del duque de Norfolk y, aunque universalmente exculpada de los crímenes por los que fue decapitada, mucha gente la ha supuesto llevando una vida desenfrenada antes de su matrimonio, cosa que pongo muy en duda, pues era pariente de aquel duque de Norfolk tan ardiente defensor de la causa de la Reina de Escocia y que a la postre por ello cayó víctima. La última esposa del Rey planeó sobrevivirle, pero lo consiguió con dificultad. Fue sucedido por su único hijo Eduardo.

EDUARDO VI

Como este príncipe solo tenía nueve años cuando su padre murió, mucha gente lo consideró demasiado joven para gobernar, y al ser el anterior Rey de la misma opinión, se eligió al hermano de su madre, duque de Somerset, como Protector del reino durante su minoría. Este hombre fue por lo general de un carácter muy simpático y es en cierto modo un favorito mío, aunque de ningún modo pretendo afirmar que fuera igual a aquellos hombres principalísimos, el conde Robert de Essex, Delamare o Gilpin. Fue decapitado, de lo cual bien pudiera haber estado orgulloso, si hubiera sabido que tal fue la muerte de María, Reina de Escocia; pero como era imposible que se percatara de lo que no había sucedido todavía, no parece que se sintiera especialmente encantado con el modo que sucedió. Después de su fallecimiento el duque de Northumberland tuvo a su cargo al Rey y al reino y tan bien llevó a cabo ambos cometidos que el Rey murió y el reino pasó a su nuera, la citada Lady Jane Grey, que ya ha sido mencionada por leer griego. No es seguro si realmente entendía esa lengua o si su estudio procedía de un exceso de vanidad, en la que creo siempre fue muy destacada. Sea cual sea la causa, continuó dando toda su vida las mismas muestras de sapiencia y desprecio por lo que generalmente se consideraba placer, pues se declaró contrariada al ser nombrada Reina y, al ser llevada al patíbulo, escribió una frase en latín y otra en griego al ver el cadáver de su marido que por casualidad se cruzó en el camino.

MARÍA

Esta mujer tuvo la fortuna de ser llevada al trono de Inglaterra, a pesar de la superiores pretensiones, mérito y belleza de sus primas María Reina de Escocia y Jane Grey. Tampoco puedo compadecer al reino por las desgracias que sufrieron durante su reinado, pues las merecieron por completo al permitirle suceder a su hermano —doble insensatez, pues debieron prever que al morir sin hijos, sería sucedida por esa desgracia de la humanidad, esa plaga de la sociedad, Isabel—. Muchos fueron los que cayeron mártires de la religión protestante durante su reinado; supongo que no menos de la docena. Casó con Felipe, Rey de España, famoso durante el reinado de su hermana por construir armadas. Murió sin descendencia y entonces vino el terrible momento en que la destructora de todo consuelo, la pérfida traidora a la confianza en ella puesta y la asesina de su prima ascendió al trono.

ISABEL

Fue particular infortunio para esta mujer tener malos ministros, pues siendo como era perversa, no pudo haber cometido tamaña tropelía si no se hubieran confabulado hombres tan viles y depravados y no la hubieran animado en sus crímenes. Sé que mucha gente ha sostenido y creído que Lord Burleigh, Sir Francis Walsingham y el resto de los que ocupaban los cargos principales eran ministros de valía, experimentados y capaces. Pero, !oh¡ qué ciegos deben de estar tales escritores y tales lectores al verdadero mérito, al mérito despreciado, ignorado y difamado, si son capaces de persistir en esas opiniones una vez que mediten que esos hombres, esos hombres tan cacareados, fueron escándalos tales para su país y su sexo que asistieron a la Reina y le permitieron confinar por espacio de diecinueve años a una mujer, que si no valieran las protestas del mérito y parentesco, al menos como Reina y como quien se dignó a depositar en ella su confianza, tenía todos los motivos para esperar asistencia y protección; y a la larga permitieron a Isabel arrojar a esta simpática mujer a una muerte intempestiva, inmerecida y escandalosa. ¿Puede alguien, si por un instante medita en esta mancha, esta mancha imperecedera sobre sus entendimientos y personalidades, conceder algún elogio a Lord Burleigh o Sir Francis Walsingham? ¡Oh lo que no hubo esta encantadora Princesa, cuyo único amigo fue entonces el duque de Norfolk, ahora lo son solo el Sr. Whitaker, la Sra. Lefroy, la Sra. Knight y yo misma, que fue abandonada por su hijo, encerrada por su prima, maltratada, vilipendiada y vejada por todos, lo que no hubo de sufrir en su nobilísimo espíritu cuando le informaron de que Isabel había dado órdenes para que muriera! Mas lo llevó con la fortaleza más inalterable, firme en su interior, constante en su religión y preparada para afrontar el cruel destino al que estaba condenada, con una magnanimidad que solo podía proceder del saberse inocente. Y con todo, ¿podrás creer posible, lector, que unos encallecidos y fanáticos protestantes llegaran a maltratarla por esa firmeza en la religión católica que tanto crédito le otorga? Mas esto es una prueba palpable de la mezquindad de sus almas y de la parcialidad de juicio de quienes la acusan. Fue ejecutada en la Gran Sala del Castillo de Fotheringay -¡sagrado lugar!- el miércoles 8 de febrero de 1585, para el perpetuo reproche de Isabel, sus ministros y toda Inglaterra. Puede que no sea banal antes de concluir el relato de esta malhadada Reina, observar que había sido acusada de varios crímenes durante el tiempo que reinó en Escocia, de los que con toda seriedad aseguro a mi lector era completamente inocente; no habiendo sido más culpable que de las imprudencias a las que fue empujada por la candidez de su corazón, su juventud y su educación. Espero haber disipado con estas verdades cualquier sospecha y cualquier duda que puedan haber surgido en la mente del lector a causa de lo que otros historiadores han escrito de ella y continuaré para mencionar los restantes acontecimientos que señalaron el reinado de Isabel. Fue por aquel tiempo cuando Sir Francis Drake, el primer navegante inglés que rodeó la tierra, vivió para ornato de su país y profesión. Aun siendo grande y celebrado justamente como marino, no me contengo de augurar que será igualado en este siglo o en el siguiente por uno que, aunque ahora muy joven, ya promete cumplir las ardientes y optimistas esperanzas de sus parientes y amigos, entre los que puedo contar a la simpática señorita a quien este trabajo está dedicado y a mi no menos simpática persona.

De diferente profesión y brillante en otra esfera de la vida, aunque igualmente conspicuo en su personalidad de conde como Drake lo fue de marino, era Robert Devereux, Lord Essex. Este desventurado joven no tenía prendas muy distintas de aquel igualmente desventurado Frederic Delamere. El símil puede llevarse aún más lejos, y comparar a Isabel, el tormento de Essex, con la Emmeline de Delamere. Sería interminable relatar los infortunios de este noble y valiente conde. Baste decir que fue decapitado el 25 de febrero, después de haber sido Lord Lugarteniente de Irlanda, después de palmotear su espada y de prestar muchos otros servicios a su país. Isabel no sobrevivió mucho a su pérdida y murió tan desgraciada que, si no fuera una ofensa a la memoria de María, la compadecería.

JACOBO I

Aunque este Rey tuvo algunos defectos, en tre los cuales el principal fue permitir la muerte de su madre, examinado por entero no puede dejar de agradarme. Casó con Anne de Dinamarca y tuvo varios hijos; para su fortuna, su primogénito el Príncipe Enrique murió antes de que su padre o él mismo pudieran sufrir los males que se precipitaron sobre su desventurado hermano.

Como tengo simpatía por la religión católica, sufro infinito pesar cuando me veo obligada a reprochar el proceder de cualquiera de sus miembros, mas al creer que la verdad es excusa muy grande para el historiador, he de decir que en este reinado los católicos romanos de Inglaterra no se portaron como caballeros con los protestantes. Su proceder con la Familia Real y ambas cámaras del Parlamento bien puede considerarse como muy incivil, e incluso Sir Henry Percy, siendo el hombre de mejor crianza de su partido, no tuvo nada de aquella elemental gentileza que en todas partes conforta, y sus atenciones se redujeron a Lord Mounteagle.

Sir Walter Raleigh prosperó en este reino y en el anterior y muchos lo tienen en gran respeto y veneración, pero como era enemigo del noble Essex, no tengo nada que decir en su alabanza, y debo remitir a todo aquél que desee informarse sobre las incidencias de su vida a la obra de teatro del Sr. Sheridan, El Crítico, donde encontrará muchas anécdotas interesantes sobre él y su amigo Christopher Hatton. Su Majestad tenía ese carácter amable que induce a la amistad y con ello poseía una penetración mas aguda que muchos otros para descubrir méritos. Cierta vez oí una charada excelente a propósito de una alfombra y el asunto que ahora trato me la recuerda, y como pienso que el resolverla puede proporcionar alguna diversión a mis lectores, me tomaré la libertad de proponérsela aquí.

Charada:

Mi primero es lo que mi segundo fue para el rey Jacobo I, y me pisas por entero3.

Los principales favoritos de su Majestad fueron Car, que después fue nombrado conde de Somerset y cuyo nombre tal vez tenga que ver en la charada antedicha, y George Villiers, después duque de Buckingham. A la muerte de su Majestad le sucedió su hijo Carlos.

CARLOS I

Este simpático monarca parece haber nacido para sufrir infortunios iguales a los de su adorable abuela; infortunios que no pudo merecer ya que era su descendiente. Con seguridad, nunca antes hubo a la vez tal suma de personalidades detestables en Inglaterra como en este período de su historia, nunca los hombres simpáticos escasearon tanto. En todo el Reino su número se reducía a cinco, aparte de los habitantes de Oxford que siempre fueron fieles a su Rey y leales a sus intereses. Los nombres de estos nobles cinco, que nunca olvidaron sus deberes de subditos ni se hurtaron a la adhesión a su Majestad, son los siguientes: el Rey mismo, siempre pronto a acudir en su propia ayuda, el arzobispo Laúd, el conde de StrafFord; el vizconde de Faukland y el duque de Ormond, no menos esforzados ni apegados a la causa. Por el contrario, los malvados de la época formarían una lista demasiado larga para ser escrita o leída. Me contentaré, pues, con mencionar a los jefes de la banda: Cromwell, Fairfax, Hampden y Pymmay pueden considerarse como los genunos causantes de todos los males, penas y guerras civiles en las que Inglaterra estuvo entrampada por muchos años. Tanto en este reino como en el de Isabel, me veo obligada, a pesar de mi apego a los escoceses, a considerarlos igualmente culpables junto a la totalidad de los ingleses, porque se atrevieron a pensar distinto de sus soberanos, a olvidar la veneración que como a Estuardos era su deber rendirles, a rebelarse en su contra, a destronar y encarcelar a la infortunada María, a oponerse, engañar y vender al no menos infortunado Carlos. Los acontecimientos del reinado de este monarca son demasiado numerosos para mi pluma, y la verdad es que el relato de cualquier suceso (excepto los que mi persona hace) no tiene interés para mí, siendo la razón principal para acometer la Historia de Inglaterra probar la inocencia de la Reina de Escocia, lo que me jacto de haber en efecto conseguido, y la de vejar a Isabel, aunque mucho temo haberme quedado corta en la última parte de mi plan. Por tanto no es mi intención hacer un detallado relato de las desgracias que acaecieron a este Rey por desafuero y crueldad de su Parlamento. Me contentaré con vindicarle del reproche de gobierno arbitrario y tiránico con que a menudo se le ha acusado. Esto, pienso, no es tarea difícil, pues con un solo argumento tengo la seguridad de satisfacer a cualquier persona sensata y bien dispuesta cuyas opiniones hayan sido rectamente guiadas por una buena educación, y este argumento es que él fue un ESTUARDO.

Finis

(Traducción: Andrés Sahuquillo)

1· «Shakespear» (sic.) en el original.
2· Alude a dos personajes que durante el reinado de Enrique VII se hicieron pasar por los príncipes asesinados. Como se ve, el argumento es cómicamente especioso.
3· Intraducible o más bien irresoluble en español. Carpet: alfombra; Car: nombre del favorito al que después se alude; pet: animalito de compañía, favorito (NN. del T.)

Licenciado en Filología clásica, traductor, lector de Español en la Universidad de Durban (Sudáfrica)