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Artículo publicado bajo el título «Weltethos als «Projekt»» en Merkur. Deutsche Zeitschrift für Europäisches Denken. Traducción de Manuel Fontán del Junco.

«Un buen día, Orlov se atiborró de puré de guisantes y murió. Y cuando Krylov se enteró, también se murió. Y Spridonov murió solo. Y la mujer de Spridonov se cayó de la cómoda y también murió. Y los hijos de Spridonov se ahogaron en la laguna. Y la abuela de Spridonov se dio a la bebida y se echó a la calle. Y Mijailov dejó de peinarse y cogió la sarna. Y Kruglov pintó una mujer con un látigo en la mano y se volvió loco. Y Perechestrov recibió un giro telegráfico por valor de cuatrocientos rublos y comenzó a fanfarronear de tal manera que acabaron por soltarle: buena gente toda ésta, gente íntegra, pero incapaces de mantener la cabeza fría».

¿Algo más? Quizá hay algo más positivo, como esto: «Un encuentro: un hombre se dirige al trabajo y se topa con otro hombre, que también ha comprado pan blanco francés y va de camino a su patria. Y no hay más. Eso es todo».

Autor: Daniil Charms, muerto de hambre en 1942 en la cárcel de Leningrado, y -hasta hoy- todo un consuelo y una ayuda para recuperarse de la impresión: porque el día 28 de agosto de 1993 (y de nuevo el 4 de septiembre de aquél mismo año), uno quedó fulminado por la impresión de la «entrada de las Delegaciones» en el gran salón de baile del Hilton de Chicago, bajo el acompañamiento musical de monjes asiáticos, la «convocación a las fuerzas del bien» y la «inspiración de energías creativas» -seguidas del presidente honorario, el director general, el presidente del Board of Trustees, el Dignitary Marshall, el Attending Marshall, los «altos dignatarios», los «presidentes»-; ni siquiera un Cardenal en persona dejó presentarse a las diez convocatorias hechas por parte de alguna clase de instancia suprema1. El protocolo fijaba trece «bendiciones» -en este caso sin el Cardenal-, y allí estaba representado todo el mundo, desde los Baihais, pasando por los neopaganos (su Ilustrísima la baronesa Cara Margherite-Drusilla), hasta a los zoroastristas. La reunión contaba con 225 miembros «religiosos» (lo que quiera que eso signifique), 55 funcionarios no religiosos -y Carl Friedrich von Weizsäcker-. El decimocuarto Dalai Lama pronunció un discurso.

Se trataba del «Parlamento de las religiones del mundo» en pleno Consejo de Administración. E, innombrado, se cernía sobre todo aquello el nombre de un profesor de Teología de Tubinga. Porque de Hans Küng era la idea de que los «representantes de las religiones» -«¡atención a la cualificación de los firmantes!» (Küng)- reunidos en Chicago debían, por medio de una «Declaración de una Ética Mundial», «afianzar éticamente la Declaración de los Derechos del Hombre de la ONU, tan frecuentemente ignorada, castigada y pasada por alto'».

La cosa iba del «nivel ético» (!), del «nivel de los valores vinculantes, de las normas inamovibles y las convicciones fundamentales», de «la visión de una convivencia pacífica de los pueblos», y de que «todos-nosotros-tenemos-la-responsabilidad-de-un-orden-mundial-mejor». Nada menos.

¿Todos nosotros? ¿La señora de la limpieza de la Universidad de Tübinga? ¿Su compañera en paro? ¿Los mendigos de Calcuta? ¿quizá hasta yo? ¿O Chillida o Tapies o Arvo Pärt? Me temo que si toda esta gente se hubiera tomado en serio aquella responsabilidad ninguno de ellos hubiera podido enriquecer al mundo con lo que cada uno de ellos ha hecho. ¿O es que acaso no coopera uno a un mundo mejor en la medida en que hace bien lo que de todos modos ya hace? Porque tampoco Maximiliano Kolbe, Franz Jägerstetter o el campesino de la comarca de Münster que salvó a un judío ocultándolo tuvieron la intención de «movilizarse por algo» -desde luego que no por un orden mundial mejor-. Lo que quisieron fue hacer lo justo y evitar lo injusto, y eso les convirtió en héroes.

Claro que a ninguno de ellos se refiere el «todos nosotros» de Küng. El proyecto de una ética mundial, el libro Projekt Weltethos de Hans Küng, está dedicado a un presidente emérito del Bundesbank y a la esposa de éste. Ese «todos nosotros» para quienes se proyecta el nuevo Ethos mundial se refiere, naturalmente, a las «fuerzas directivas de la ciencia, la economía y la política y -también- de la religión». Ellos son los que deben adquirir conciencia de su responsabilidad global.

Y, la verdad, no hay absolutamente nada que objetar a ello; Küng se ha ocupado exhaustivamente de que no pueda decirse nada, propiamente hablando, contra su proyecto. Ha previsto de antemano todas las críticas. Porque su camino es «la razonable vía del término medio». Se mueve «entre el libertinaje y el legalismo». «Entre el ansia de propiedad privada y la crítica de la propiedad privada». «Entre el hedonismo y el ascetismo». «Entre el placer meramente fisiológico y la enemistad hacia el placer» (¿qué significa eso? ¿a favor de una especie de sexualidad carente de placer e higiénicamente regulada, o qué?)». «Entre lo mundano y lo que niega el mundo». «Entre el racionalismo y el irracionalismo». «Entre la fe ciega en la ciencia y la demonización de la ciencia». «Entre la euforia por la técnica y el odio a la técnica». «Entre la democracia formal y la democracia popular». «Entre el fanatismo por la verdad y el olvido de la verdad». «Entre la ética del éxito y la ética de la convicciones». «Entre antimodernidad y ultramodernidad». «Entre el socialismo estatalista, el neocapitalismo y el estilo nipón». «Entre el absolutismo y el relativismo», etcétera, etcétera.

Küng, que es suizo, considera que nos encontramos en ese feliz momento histórico -un momento, por supuesto, postmoderno- en el que todas las ideologías han hecho «bancarrota» y lo que nos ha quedado es «lo humano», que, liberado ya al parecer de toda ideología, hace por fin su aparición en toda su pureza como medida de nuestra acción, de nuestro pensamiento y también de todos los procesos sociales – y está a la espera de que lo convirtamos en algo operativo y eficaz.

El kit de supervivencia de la Humanidad (según Hans Küng)

Y resulta que de esa transformación operativa de lo humano depende nada menos que «la supervivencia de la Humanidad», un objetivo cuya aportación más importante hay que esperar de las religiones. Para lo cual éstas deben ponerse en contacto y convertir en una comunidad colectiva y, por así decirlo, estratégicamente instrumentada, lo que tienen -en sentido distributivo- en común.

Claro que para eso necesitan la ayuda del Instituí que tiene Hans Küng en Tubinga. Porque la cadena de condiciones para la supervivencia de la Humanidad reza así: «no hay supervivencia sin Ethos mundial. No hay paz mundial sin paz religiosa. No hay paz religiosa sin diálogo religioso. Y no hay diálogo religioso sin una investigación en los fundamentos», es decir, sin «el empeño de un nuevo proyecto de investigación» al que Küng quiere «dedicar los años venideros, a fin de hacer justicia, de modo adecuado a los tiempos, a las más señaladas tradiciones religiosas y comunidades de la Humanidad, sirviendo así al entendimiento ecuménico de las religiones».

Si esa cadena de conditiones sine qua non fuera correcta, desde luego que los cinco millones de marcos que un mecenas privado ha puesto a disposición del proyecto de Küng constituirían la más provechosa Fundación jamás organizada en la historia de la ciencia. Con todo, me parece más razonable empezar por poner en relación esa inversión con el valor científico que esta investigación se atribuye a sí misma. Es natural que a uno le asalten dudas acerca de su valor científico, porque se trata de una gran inversión, que hay que justificar, y sobre todo porque, además, hay razones para esperar que los intereses de conocimiento que dirigen esta investigación estarán dirigidos, antes que nada, a aquello que -según las religiones- es lo mas importante para el hombre.

Sobre la cadena de condiciones, solo lo siguiente: que la supervivencia de la humanidad a largo plazo tenga como condición la paz mundial, es pensar con deseos. Es cierto que hay modernos sistemas de armamento cuya puesta en funcionamiento en casos extremos conduciría a la entera humanidad al sufrimiento compartido. Pero, en primer lugar, ese uso de ese armamento es improbable. Es mucho más probable que lo que tenga lugar sea una serie de guerras por territorios y recursos, guerras que diezmarían a la humanidad, pero que de ningún modo amenazarían su subsistencia. Y eso vale incluso para «grandes guerras». Además, en segundo lugar, no hay por qué excluir del todo que un potente y violento exterminio de grandes partes de la humanidad y la recaída del resto de supervivientes en arcaicas formas de organizarse para sobrevivir sea algo que, a la larga, aminorara la presión ecológica del planeta y acabara con la degeneración de la civilización mundial -fenómenos éstos que podrían amenazar muy pronto la existencia de la Humanidad-, Yo no creo que vaya a suceder algo así. Pero la suposición es al menos tan plausible como la equiparación de paz mundial con supervivencia de la humanidad.

El motivo por el que la paz mundial nos parece algo que merece la pena desear es que es algo bello en sí. Pero pensada como un medio para la supervivencia de la humanidad, se convierte en un objetivo problemático.

Igualmente cuestionable es el supuesto de que la paz mundial depende de un Ethos global. La historia enseña que hombres y pueblos han reñido entre sí a vida o muerte después de que hubieran estado unidos durante mucho tiempo por un Ethos común. Y los estándares de fidelidad, capacidad de sacrificio y valor vigentes a cada lado eran los mismos. El traidor y el desertor no podían contar con estima alguna de la otra parte, al contrario: precisamente quienes habían causado en combate los daños más graves eran los que recibían, cuando el enemigo los apresaba, un tratamiento especialmente respetuoso, en una tradición que solo a partir de las guerras ideológicas del siglo XX ha experimentado una tendencia a romperse -si bien no se ha roto del todo-. A lo que ha cooperado un Ethos común ha sido, en el mejor de los casos, a la humanización de la guerra, no a su acabamiento. El final de una guerra ha sido casi siempre resultado de un cálculo de intereses. Kant, a quien Küng gustosamente apela «en temas de ética», era de la opinión de que la abolición de la guerra sería una consecuencia de los desorbitados costes de armamento, y no la consecuencia de nuevas convicciones morales.

Es más que suficiente para la paz con desear que el trato entre los hombres esté presidido en todas las partes del mundo por un minimum de respeto; e incluso este postulado pierde su carácter incondicionado en cuanto se lo declara un medio para la paz mundial, algo que se supone que no es.

La transformación de comunidades distributivas en una comunidad colectiva, y la transformación de hábitos morales semejantes en una moral común presuponen el nacimiento de un nuevo sujeto colectivo. (La globalización del mercado todavía no es una transformación de ese calibre, al contrario: puede acabar intensificando los enfrentamientos). Resulta problemático pensar que la «Humanidad» pueda alguna vez convertirse en un sujeto colectivo de ese tipo, y ni siquiera el propio Küng cree (a la manera postmoderna, que es la suya) en una religión unificada. (Que el cristianismo sea la religión definitiva para todos, eso es algo en lo que Küng -a diferencia de los pequeños grupos de primeros cristianos- naturalmente no cree en lo más mínimo).

Cualquier sistema se define por medio de una diferencia entre el «dentro» y el «afuera». No podemos juzgar de manera definitiva si la amenaza de una naturaleza rebelde -una amenaza que toda la humanidad comparte- puede acabar teniendo para la entera humanidad el efecto de fundar una identidad común; pero sí está claro que un Ethos colectivo no fundará un «nosotros» del tipo aludido, porque es más bien el Ethos el que tiene a ese «nosotros» como condición: un hecho, por ejemplo, como que Alemania sea el único país del mundo en reconocer, a cualquier habitante del planeta cuya existencia se halle amenazada, un derecho subjetivo a que el Estado alemán vele por la seguridad de su vida  -autoproclamándose así como Estado mundial por anticipado-, es un curiosum sin precedentes explicable por motivos históricos, no el efectivo comienzo del futuro que se querría anticipar.

Para continuar… ¿será cierto, al menos, que no puede haber Ethos mundial ni paz mundial si no hay paz religiosa? La cuestión de si es posible fundamentar la moral sin contar con la religión ha sido discutida sin cesar desde el siglo XVIII. La respuesta de Küng dice así: los hombres no religiosos poseen con frecuencia una moralidad muy elevada. En todo caso, la religión solo puede fundamentar esa moral -especialmente el carácter incondicionado de las obligaciones morales-, cuando cabe esperar graves perjuicios para quien se comporta moralmente. Esta tesis me parece cierta, pero sigue sin plantear si las fundamentaciones son importantes para un Ethos y hasta qué punto lo son.

Por su parte, la idea de que no hay paz mundial sin paz religiosa solo puede ser -dependiendo de qué se entienda por paz religiosa- o trivial o falsa. Es trivial si bajo paz religiosa entendemos una situación en la que las religiones no tienen ninguna capacidad de decisión en el campo de las tomas de postura políticas amigo-enemigo, esto es, o bien no quieren o bien no pueden empujar a los hombres a la violencia física contra otros. Naturalmente que cuando quieren y pueden no hay, per definitionem, paz política alguna.

Es un hecho que hay actualmente constelaciones amigo-enemigo causadas por cuestiones religiosas o acompañadas por motivaciones religiosas. Pero lo que está en juego en ellas casi nunca es lo específicamente religioso; casi nunca la causa de los conflictos es el celo misionero de una religión. Más bien suele tratarse de conflictos entre comunidades que se definen de manera cuasi-étnica, esto es, que son poseedoras de identidades histórico-culturales diferentes y se cuentan a sí mismas historias diferentes, y sin embargo luchan por el mismo territorio o por lograr la hegemonía cultural en él. Los ejemplos del Líbano y de Irlanda del Norte muestran que los regímenes de mayorías abstractas necesitan homogeneidad en la población, y que solo sistemas de proporcionalidad hacen posible la vida en común de comunidades cuya identidad es mas fuerte que la pertenencia común a un Estado. Si dependiera de las Iglesias, hace tiempo que habría paz en el Ulster. Porque en esas regiones la «paz religiosa» no es un problema religioso: es un problema político y social. Ya en el siglo XIX, apelando al deber de la paz de los súbditos frente a la autoridad, la Iglesia católica de todo el mundo -y sobre todo Roma- dejaba vendidos a los católicos irlandeses de una manera tan indecorosa que está claro que si los irlandeses son papistas, desde luego no lo son por amor al Papa.

«Hablar en serio», paz religiosa y paz mundial

Bien. Pero, ¿será al menos verdad que no hay paz religiosa sin diálogo religioso? Pues no. Ha habido intensos diálogos entre religiones que al final se resolvieron en conflictos sangrientos, como muestra el caso de la Guerra de los Treinta Años. Inacabables diálogos entre religiones la precedieron, y la paz que la sucedió se apoyó en el principio de la exclusividad territorial: cuius regio, eius religio. Después de esa separación siguió habiendo conversaciones interconfesionales entre particulares -por ejemplo entre Bossuet y Leibniz-, pero su finalidad era la reunificación de las Iglesias cristianas, no su coexistencia pacífica. (Solo a partir de la Ilustración se empezó a pensar que eso de la confesionalidad era algo natural). La coexistencia pacífica y el Ethos cristiano común no descansaban en el diálogo entre las religiones; el tipo de literatura que se ocupaba en cada caso de las otras religiones era esencialmente apologético, y no era infrecuente que fuera, además, polémico. Y era una apologética que no pretendía convencer al otro, sino que más bien se la consideraba necesaria en orden al propio conocimiento: pues cada pretensión de verdad, cuando compite con otras, entraña un desafío para ellas, y el hecho de que en cada caso la pretensión no sea aceptada por la restantes significa, justamente, que la propia pretensión resulta relativizada.

Por su parte, Küng es sensible a ese tipo de relativización, lo que explica la promoción que hace de la «fidelidad a la propia religión», algo que él entiende por analogía con la fidelidad a la patria. Pero las patrias no tienen nada que ver con la verdad: el concepto de la «fidelidad a la propia religión» es, al menos para el cristianismo y el Islam, un cuerpo extraño. El remitente de la fidelidad del cristiano es Cristo.

Los diálogos entre religiones, cuando son serios, siempre incluyen el peligro de un conflicto, peligro que por supuesto no existiría si uno no se hubiera puesto en la situación de dialogar con el otro. Solo porque esa discusión no roza la paz civil puede uno arriesgarse a iniciarlo, y solo cuando se está preparado a asumir ese riesgo puede uno comenzar un auténtico diálogo; pero si un diálogo entre religiones se entiende a sí mismo en función de un «proyecto de Ethos«, y sufre con la perspectiva de que de él depende nada menos que la paz mundial, entonces está claro que no puede conducirnos a nada de lo que merezca la pena ponerse a dialogar.

Es cierto que la «investigación teológica de los fundamentos» (digámoslo de una manera menos pretenciosa: la reflexión seria, unida a conocimientos especializados, sobre religión) es condición de un diálogo serio. Lo que pasa es que para tener claro qué es lo que nos une no hacen falta ni amplias reflexiones ni un diálogo institucionalizado. Que los católicos y los protestantes creen en el mismo Jesucristo y leen los mismos Libros Sagrados, eso lo sabe cualquier crío; et tout le reste es de naturaleza práctica. Algo análogo sucede con la relación entre el cristianismo, el Islam y el judaismo. Que cristianos, musulmanes y judíos adoran al mismo único Dios, que los cristianos comparten con los judíos la primera parte de su historia y que tienen en común la mayor parte de los Libros Sagrados, eso es algo que se aprende en un cuarto de hora, y todo el resto es -de nuevo- praxis.

De modo que, cuando son auténticos, los diálogos teóricos entre religiones universales o incluyen un elemento de conflicto o habrá sido necesario que cada religión renunciara previamente a su universalismo, algo que, tanto para el Islam como para el cristianismo o el hinduismo -aunque por diferentes motivos- equivale a traicionarse a sí mismas. Además, las visiones que cada una de las religiones universalistas tienen de su «dentro» y de su «afuera» no son compatibles entre sí al mismo tiempo: el encargo misionero de convertir a todos los hombres en discípulos de Cristo es tan real como la improbabilidad empírica de que eso ocurra alguna vez: ambas cosas se dan al mismo tiempo y desunidas; y lo que tienen que hacer quienes no sean capaces de vivir soportando esa situación es colocarse unas anteojeras fundamentalistas, o bien -como en el caso de Küng y de otros, por medio de la «renovada investigación de la problemática de los fundamentos»- dedicarse a intentar descubrirnos que el problema, en realidad, no es más que un pseudoproblema.

Es probable que pueda obtenerse más provecho para el entendimiento mutuo entre todas las confesiones y religiones de un diálogo benevolente y sin intenciones ecuménicas, que de un diálogo que, al final, tiene como único tema «el consenso fundamental de las convicciones humanas integradas»: eso es algo en lo que todas las religiones están de acuerdo de todos modos.

¿Y si no están de acuerdo? Entonces deben proceder a estarlo. Esta es la pretensión de Küng, una pretensión que implica su afirmación de que aquello en lo que consiste lo común a la humanidad es algo evidente: consiste en aquello que libera a los hombres en vez de oprimirlos. Consiste en aquello que les hace bien en vez de en aquello que les hace daño. Consiste en aquello que les hace felices en vez de atemorizarlos, etcétera: grandilocuentes, huecas fórmulas cuyo efecto, sustancialmente, no consiste en otra cosa más que en liquidar ese tipo peculiar de tensión que la religión genera.

«Que seáis encantadores los unos con los otros»

Es evidente que Jesús no esperaba, cuando hablaba del Juicio Final o de la indisolubilidad del matrimonio, que el auditorio recibiera sus palabras con risas de liberación. La primera reacción fue más bien del tipo «¿Quién querrá entonces casarse?». Afirmaciones como que es preferible llegar tuerto y manco al cielo que entrar física y psíquicamente intacto en el infierno, o que Cristo ha venido para separar al padre y al hijo, a la madre y a la hija, o que al final de los tiempos el cristianismo habrá fracasado casi completamente y «si los días no fueran acortados, ningún hombre sería salvado» (Mateo, 24, 22): todas esas son cosas que se han volatilizado en esta versión soft del cristianismo. Pero sin ellas, la religión se convierte exactamente en aquello que los más capaces de entre sus detractores piensan que es, o sea, en un stand más de la Feria Anual de la Postmodernidad, que al más o menos plausible lema «que seáis encantadores los unos con los otros», añade además una vaga «oferta de sentido para el más allá que hay después de la muerte».

«Postmodernismo»: eso es, naturalmente, lo que según Küng «reclaman los tiempos». Y una religión como el cristianismo del Nuevo Testamento y de los primeros siglos después de Cristo, que se interesaba por la vida eterna y no tenía ningún interés en asegurar el futuro de la religión, parece algo bastante opuesto a lo que Küng nos ofrece. Si una religión o un Ethos están «capacitados para el futuro», si tienen «opciones de futuro», si tienen «futuro»: éstas cuestiones de marketing forman para él la cuestión decisiva.

Por supuesto que, para que una religión tenga futuro, no debe ser «represiva», pero ocurre que todas las grandes religiones son de uno u otro modo represivas (del mismo modo que lo es el training cultural al que el hombre se somete para hacer crecer en él lo más humano); máxime cuando lo que irremediablemente crece en ausencia de la represión es su única alternativa, la opresión: al que no arranca la mala hierba no le queda flor alguna en el jardín.

Küng, por lo demás, reconoce cinco grandes represiones comunes a todas las religiones mundiales; lo que pasa es que no las llama así, sino que las denomina «los grandes cinco mandamientos de la Humanidad», los que in nuce deberán constituir el futuro Ethos mundial. Se trata de las prohibiciones de matar, mentir, robar y romper el matrimonio, y del mandamiento de honrar a los padres. Küng aprecia que muchos hombres de las grandes religiones se esfuerzan por seguir estos mandamientos, y después, preocupado, hace notar: «Y sin embargo hay actualmente en el mundo inacabables mentiras, engaños y embustes, y mucho fraude, hipocresía, ideología y demagogia». Efectivamente: ésas son cosas que no ayudan precisamente a la tranquilidad de un hombre bueno, sobre todo cuando ese hombre no cree en absoluto en lo que aprendió en el catecismo sobre el pecado original. Y entonces sueña con un auxilio. Y el auxilio tiene un nombre: Ethos mundial. ¡Si todas las religiones se juntaran y dijeran en común lo que hasta hoy han mantenido por separado!¡si todos oyeran en común lo que hasta ahora cada hombre ha oído de su propia razón! Entonces desaparecería el viejo abismo entre lo que los hombres tienen por bueno y lo que realmente hacen. ¿Ah, sí? ¿porqué? ¿cómo es eso? Si a un hombre razonable no le basta con lo que su razón le dice, si a un cristiano no le basta con que Jesucristo le diga lo mismo… ¿va a hacer caso de repente a esas dos voces por el único motivo de que se les ha unido la voz de Mahoma?¿Va a ser fiel a su mujer -a la que de lo contrario engañaría-, solo porque al parecer el Ethos mundial (que exige la fidelidad), es necesario para la supervivencia de la Humanidad? Lo único cierto es esto: que son cosas que no tienen absolutamente nada que ver entre sí.

El lenguaje del Küng, su pathos lleno de buenas intenciones, la trivialidad de sus tópicos, su proba y enfermiza presuntuosidad, carente de cualquier duda acerca de sí misma, su diligencia «en temas de ética» -todo ello hace nacer un prejuicio en quien sigue sus explicaciones-. Y cuando posteriormente se intenta dar razón de ese prejuicio, se presentan sobre todo tres rasgos que prueban la sospecha de nihilismo de este planteamiento: son la transformación de la ética en un proyecto, la instrumentalización de ese Ethos y la institucionalización del Ethos.

Lo que la ética no es

En primer lugar: un Ethos viene a ser como un «paradigma» práctico. Es aquello que impregna nuestra acción de modo atemático, y, en concreto, de un modo tal que impone condiciones limitadas a la racionalidad teleológica de nuestra actuación.

Siempre es posible enjuiciar lo que hacemos para seguir nuestros fines desde puntos de vista distintos de aquél desde el que hemos conseguido el fin inmediato. Esos puntos de vista pueden tener que ver con otros fines (por ejemplo con fines a largo plazo, o con los fines de otros, que resultan favorecidos o peijudicados con nuestras acciones), y el Ethos consiste justamente en una serie de evidencias en el orden y el peso de esos puntos de vista (dando por supuesto que tenemos capacidad – y voluntad- para elevarnos más allá de la inmediatez de nuestros objetivos más próximos).

Las evidencias éticas pueden ser quebrantadas, por supuesto. También se les pueden presentar situaciones inéditas (por ejemplo en el Ethos de las profesiones), situaciones para las que el Ethos recibido por tradición no pose aún indicaciones prácticas. Para descubrirlas se hace necesaria una nueva reflexión; habitualmente no para idear un nuevo Ethos, sino para concretar formas nuevas del Ethos en el que ya vivimos. También Küng parece pretender algo así cuando busca respuestas al proceso de globalización en el Ethos que las religiones han recibido de sus tradiciones. Si desde el interior de esas religiones se reflexiona acerca de los nuevos retos de la civilización técnica -acerca de la prohibición de matar, por ejemplo-, tiene mucho sentido proceder a un intercambio de reflexiones, aunque esa tarea sea más bien la propia de discusiones filosóficas sobre la base de premisas religiosas elementales. Es loable fomentar hoy entre los representantes de las religiones un intercambio de ese tipo, semejante al que desde hace años tiene lugar en la ética filosófica. Pero cuando lo que hay detrás de eso es la voluntad de empezar a planificar un Ethos mundial (como si el Ethos fuera una creación de los éticos, cuando en realidad la tarea de éstos, la ética, no es más que reflexión posterior sobre un Ethos ya efectivo), entonces se falsea todo.

Se trata de la misma clase de error que Küng comete en relación al concepto de paradigma, una noción a la que fatiga sin tregua. Para Küng, los paradigmas son, en vez de presupuestos de las opciones, objeto de opciones. En fin… en tiempos de la Revolución Francesa alguien propuso inventar una nueva religión, y Talleyrand le respondió: «Hubo una vez un conocido fundador religioso, que después de tres años de predicación fue crucificado y resucitó al tercer día. Debería Ud. intentar algo parecido». El escéptico sabía perfectamente de que modo es seguro que las religiones y los Ethos no nacen. Aquella frase de Jesús en el Evangelio de San Juan -«no sois vosotros los que me elegisteis, sino que yo os elegí a vosotros» (Juan, 15, 16)- es una muestra de cómo nacen los paradigmas religiosos; en ningún caso surgen porque los hombres «opten» por ellos: aquél a quien un amor atrapa elige tan poco como el que es deslumbrado de repente por un teorema matemático.

A Küng solo le convence «lo que tiene futuro». A diferencia del fundador del cristianismo, para él una extendida aceptación previa es un criterio de verdad. Esto es especialmente claro en ese punto en el que la civilización europea y americana está procediendo hoy a romper un milenario tabú de nuestro Ethos: una época en la que los costes de salud crecen y los contribuyentes menguan está fomentando la posibilidad jurídica de la eutanasia, y en concreto (como en el Tercer Reich) con el argumento de la compasión. Es previsible que ese derecho a exigir la propia muerte se metamorfosee cada vez con más frecuencia en el deber moral de hacer uso de ese derecho; pero los defensores de la eutanasia dicen que ese argumento es meramente pragmático, y que un argumento de principio solo podría fundamentarse desde la religión.

Pues es precisamente en este punto, en el punto en el que de facto todas las religiones han sido decididas defensoras del consenso ético común a todas las grandes culturas, donde Küng abandona ese consenso para favorecer lo que, en este caso, «tiene futuro»: eliminar el dolor cuando éste no se deja eliminar más que eliminando al que lo sufre. Eso sin contar con que una de las pocas singularidades de la religión cristiana es haber encontrado, cuando el exigible deber de calmar el dolor no tiene ya efecto, un sentido del dolor para quien lo padece.

Según parece, en ese punto el Ethos mundial debe practicar la abstinencia, suspender el consenso de las religiones del mundo y dejar sitio para una Endlosung, una solución final de ésas que «tienen futuro» y que el propio Küng propaga: la muerte a petición, la droga iniciática.

Lo que le pasa a la ética cuando se convierte en «proyecto»

Segundo: un Ethos, que se convierte en proyecto, deja de ser la norma última para el enjuiciamiento de proyectos, y se convierte él mismo en medio para otros fines. Para Küng, un Ethos es fundamentalmente algo que nos hace falta. Por supuesto que hacen falta gran cantidad de hombres morales, de «hombres éticos de la economía, de la política, diplomáticos, comerciantes, funcionarios, científicos, artistas, Iglesias, religiones», etcétera, etcétera. Pero, ¿para qué hace falta un Ethos mundial? Propiamente, un Ethos es aquello que nos enseña qué hace falta y para qué. Aunque, para Küng, ese «para qué» está claro desde el principio: el fin es la paz, y el fin de la paz es la supervivencia de la humanidad.

Es evidente que una instrumentalización de ese calibre hace blanco en el corazón de cualquier Ethos. Cuando el Ethos se convierte en medio para un fin natural, se le roba su razón de ser (en casos como éste hablaba George Edward Moore de «falacia naturalística»). En esa línea, por ejemplo, la asignatura de religión «debe entenderse como educación práctica para la paz», lo que probablemente sea el motivo por el que aburre solemnemente a los alumnos. ¿Quién va a estar en contra de la paz, como no sea alguien que quiera emanciparse de los educadores de la paz?

Diálogo religioso para la paz religiosa, paz religiosa para la paz mundial, paz mundial para la supervivencia de la humanidad… y ésta última, ¿para qué? Quizá ahora entra en juego la religión, pero se trata de una religión que ya ha sido usada como un medio para los fines propios de una ética de la supervivencia. Y entonces, ¿qué pasa si alguien encuentra que la supervivencia de la humanidad es algo que le interesa bien poco? ¿Se le debe censurar? ¿Se debe decir que ese desinterés suyo es inmoral? Pero desde el momento en que la ética se nos ha recomendado por su utilidad a la supervivencia, decir que ese desinterés es inmoral solo puede significar que no es útil para la supervivencia no tener interés alguno por la supervivencia: los argumentos se metamorfosean en tautologías.

Debe ser bueno para los hombres creer en Dios. Pero, ¿para qué es bueno el hombre? Para Dios: eso dicen casi todas las religiones auténticas, y ésa es una respuesta que -verdadera o falsa- es en todo caso clara. En su reformulación «humanista» se vuelve absurda: si el hombre solo es bueno para el hombre, entonces no es ninguna desgracia para nadie que la humanidad no sobreviva y desaparezca, porque el acusado y el juez desaparecen a la vez. «Ya hemos pensado suficiente sobre el hombre. Ya va siendo hora de ponerse a pensar en Dios»: lo escribió Andrei Siniavski en uno de los Lager siberianos del humanismo soviético. No se le ocurrió pensar en una «oferta de sentido» en vez de en Dios: las condiciones de vida en las que se encontraba no eran suficientemente confortables.

Cerrando el círculo: la religión al servicio de la moral…

Tercero: la «Declaración del Ethos Mundial» del Parlamento de las Religiones del Mundo debía, así se dijo al principio, «afianzar éticamente» la Declaración de Derechos Humanos de la ONU. Y ese «afianzamiento» debe ser organizado e institucionalizado «a todos los niveles». Küng comprueba que algunas de esas institucionalizaciones ya están en marcha: está convencido de que sobre todo las llamadas «comisiones de ética» (que últimamente han crecido como hongos) apuntan a eso, aunque esas comisiones son, más bien, síntomas claros de una enfermedad ética del cuerpo social.

Y es que ése delegar la responsabilidad ética en los gremios profesionales constituye toda una señal de alarma. La idea que subyace a esas comisiones es que el «punto de vista moral» es un punto de vista entre otros, y como quienes representan los puntos de vista específicos son, en cada caso, los especialistas, lo mejor sería que el punto de vista moral se hiciera valer de forma profesionalizada.

Pero el punto de vista ético no es ningún punto de vista propio, sino la prudente ordenación jerárquica de todos los puntos de vista particulares, y la capacidad de ajustar los propios intereses a ese orden jerárquico. Precisamente por eso no hay para la ética profesionalización o institucionalización que valga. En todo caso, «profesionalidad» solo puede referirse aquí a la situación de alguien que conoce el estado del debate acerca de un tema y por eso es capaz de formular a un cierto nivel su punto de partida. Pero no hay el más mínimo apoyo para suponer que el punto de vista de quien es capaz de eso deba ser valorado por encima del punto de vista de un analfabeto, del mismo modo que el hecho de que un partido político esté representado ante la justicia por un abogado no es razón alguna para otorgarle un especial sentido de la justicia frente al del partido contrario, que resulta que es un profano en cuestiones jurídicas. Ya contamos con «Jurados de ética». De acuerdo: ahora lo que hay que hacer es que estén formados, como en el caso de los Jurados populares, por don Fulano y doña Mengana.

Nuestro siglo ha asistido demasiadas veces al espectáculo de intelectuales convertidos en un tipo de compañeros de viaje de cualesquiera regímenes políticos especialmente transigentes y blindados contra los remordimientos de conciencia, para que encima nos queden dudas acerca de si hay que adscribirles una especial confianza «en los temas de la ética». Lo que los intelectuales hacen es cuestionar prejuicios; hay prejuicios malos y prejuicios buenos, y un Ethos es siempre un todo de prejuicios. Por eso, hay determinadas circunstancias en las que quien plantea en público si los indios o los inválidos tienen derecho a la vida está poniendo en mayor peligro esas vidas que un conductor borracho las de los peatones -mucho más si además es miembro de una comisión de ética-. ¿Como no van a tener los que están en peligro siquiera la posibilidad de protegerse ante los «profesionales»?

En este sentido, el caso de la experimentación con animales es especialmente iluminador, pues en ese caso es evidente que hay que partir de la absoluta oposición entre los intereses del experimentador y los de los animales. De modo que se trata, simplemente, de arbitrar una instancia independiente que ponga límites al experimentador. Y claro, la idea de que eso deberían hacerlo «profesionales» -colegas de la misma Facultad- carece de sentido. Por lo demás, la ética no está representada aquí por una comisión, sino por el hecho de que hay una ética, del mismo modo que lo ético no está representado por un sindicato, sino por el hecho de que no solo hay asociaciones de empresarios sino también sindicatos. Ese es el motivo por el que tampoco en este caso de la experimentación con animales puede hablarse de «comisión ética» sino de «comisión para la protección de los animales».

La autoridad de una comisión ética, a diferencia de la autoridad eclesiástica, que está legitimada por la fe en la voluntad fundacional, no puede ser mayor que la autoridad de sus argumentos. Y aún estos deben tomarse con cautela, porque la superioridad argumental, cuando es momentánea, no es prueba alguna de una verdad moral: los nacionalsocialistas disponían de argumentos más que de sobra para el exterminio de los judíos. Solo que eran malos argumentos. Aquellos que no se los creían no solo no siempre contaban con mejores argumentos que oponerles, sino que a veces ni siquiera tenían uno solo. Muchas veces sencillamente se tapaban los oídos, porque sabían lo que los hombres no deben hacer. Desde Aristóteles hasta Levinas, pasando por Kant y Hegel, la filosofía ha defendido, frente a las «sutilezas», esa especie de sabiduría sin argumentos. La competencia ética de las comisiones sería necesaria para garantizar el Ethos de una sociedad si el Ethos necesitara de una ética para su fundamentación. Pero no son las instituciones las que sostienen el Ethos de sus miembros o de sus protegidos, sino que más bien son aquéllas las que son sostenidas por su Ethos.

Y lo mismo vale para los Estados. Los Estados se han mostrado siempre interesados en la moral de sus ciudadanos, y también en la religión que iba unida a esa moral y que le añadía además carácter incondicionado: pues cuando los hombres «obedecen no solo a causa del castigo, sino a causa de la conciencia» (Romanos, 13,5) las leyes del Estado, la Policía sobra.

La única excepción de ese interés del Estado por la religión la han constituido los Estados totalitarios, porque la misma religión que predicaba la obediencia a los ciudadanos unía a esa obediencia la condición del «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», y eso ponía un freno al deseo de manipulación ilimitada, un freno que es inconcebible en un Estado totalitario, ya que relativizaria el sistema de sanciones del Estado.

…y la moral al servicio del Estado

Hans Küng se encuentra inscrito de lleno en la moderna tradición de la instrumentalización de la religión al servicio de la moral y de la moral al servicio del mantenimiento del Estado. Hans Küng no puede interpretar las estructuras eclesiales más que con categorías políticoestatales, y ésa es la razón por la que la singularidad del cristianismo en el mundo -de la que habla el Nuevo Testamento-, le parece inaceptable. De modo que la Iglesia debe ir siendo adaptada cada vez a las correspondientes estructuras del Estado, y lo que eso significa hoy es que debe ser democratizada. Con desenvoltura, Küng apela al poder del Estado para imponer ese postulado, por ejemplo en la cuestión del nombramiento de Obispos. Para Küng, es un insulto a los derechos que la Iglesia católica occidental ordene sacerdotes exclusivamente a los varones que no hagan uso de su derecho a contraer matrimonio. Considerarlo así, como un insulto, solo puede significar que el Estado, como garante de los derechos humanos, está obligado por derecho a obligar a la Iglesia a consagrar a varones casados y a mujeres. Ya se ve que, para este entendimiento jacobino de los derechos humanos, la religión es cualquier cosa menos una cuestión privada; es una cuestión de Estado.

Y también la ética es una cuestión de Estado. Al fin y al cabo, deben ser los Estados los que decreten los derechos humanos. Que las grandes «corrientes» de la religión mundial activen colectivamente su potencial de convergencia ética solo es una fase previa. Al final, será la propia ONU la que deberá «afianzar éticamente» su propia Declaración de los Derechos del Hombre, por medio de una «Declaración del Ethos Mundial»: éste es un proceso en el que el círculo del nihilismo ético se completaría por fin, alcanzando su pleno cumplimiento, y además (puesto que hay que ahorrar) saldría notablemente más barato que una Policía internacional.

«El Ethos es más que el derecho», escribe Küng. Pero también para ese «más» tienen competencia los representantes del poder político, y ésa es precisamente la definición del totalitarismo. Los políticos no deberán limitarse a hacer leyes y a ocuparse de que haya una policía eficaz, sino que, además, algún día declararán festivamente que debemos cumplir esas leyes por convencimiento de conciencia, y aún más: estatuirán que debemos ser buenas personas.

Según parece, Hans Küng considera que la competencia moral de la ONU es insuperable. Da la impresión de que el concentrado de autoridad espiritual de John Major y de Mobutu, de Bill Clinton y Fidel Castro, de Boris Yeltsin y Netanyahu, de Helmut Kohl, etcétera, etcétera, añade a las de Jesucristo o Buda una fuerza de convicción que nos era desconocida hasta ahora.

En fin: ¿será posible que algunos hombres buenos sean incapaces de mantener la cabeza fría?

Publicado bajo el título «Weltethos als «Projekt»» en Merkur. Deutsche Zeitschrift für Europäisches Denken, nn. 9-10, sep.-oct. de 1996, pág. 893 y ss. (Copyright: Merkur, 1996).

Traducción de Manuel Fontán del Junco

1 · El autor se refiere a la reunión de todas las confesiones religiosas en la Asamblea del Parlamento de las Religiones del Mundo, para «tomar postura» ante la situación de la Humanidad. Como resultado de los debates se publicó una «Declaración de Ética Mundial«. Puede verse: Hans Küng / Karl Josef Kuschel (Eds.), Hacia una ética mundial. Declaración del Parlamento de las Religiones del Mundo, Trotta, 1996, 112 páginas (N. del T).

2 · Todas las citas entrecomilladas han sido tomadas de las siguientes publicaciones: Hans Küng, Projekt Weltethos, Piper Verlag, München, 1990; Hans Küng / Karl Josef Kuschel (Eds.), Erklärung zum Weltethos, Piper Verlag, München, 1993; Walter Jens / Hans Küng, Menschenwürdig sterben, Piper Verlag, München, 1995.