Tiempo de lectura: 9 min.

De golpe y porrazo, la empresa decidió un plan de reestructuración de personal. Para entendernos, el presidente decidió poner en la calle a unos cuantos cientos de empleados. Y eso que la empresa seguía dando beneficios, pero, por lo visto, sobraba mucha gente. El presidente quería ser competitivo. Era el signo de los tiempos. No se lo echo en cara. De no llevar a cabo esa «reestructuración» la empresa habría tenido que cerrar, pues la competencia estaba en las mismas de despedir personal. Tampoco se trataba de enviar al paro a media plantilla. Sólo unos doscientos quedaron en la humillante situación de parados; casi todos eran de fábrica. Con el resto hicieron dos categorías: 1) los jubilados de forma «anticipada y voluntaria» y 2) los prejubilados. Esa última, la más sutil, era la mía. El criterio general fue el siguiente. Quedaban como prejubilados los que, sin pertenecer al escalón superior de mando, estaban entre los 56 y los 60 años, ambos inclusive. De los 61 a los 65 la categoría era la jubilación anticipada: a la calle con el 80% del sueldo. Yo acababa de cumplir 57 años y era un modesto jefe de sección, más o menos el cuarto nivel directivo. Así que me podía considerar ya como prejubilado. ¿En qué consistía el nuevo estatuto? Simplemente podía ir a la oficina en funciones parecidas a las de «asesor» con el mismo sueldo de antes. Lo cual significaba un horario bastante más cómodo. Desde luego, no hacía falta que me quedara más allá de las seis de la tarde. Es decir, trabajaba en lo mío pero sin responsabilidad de mando. Al menos conservaba el despachito y me permitían asistir a las reuniones del equipo directivo. Así debía esperar hasta los 65 años de la jubilación legal o acogerme a la jubilación «voluntaria» a partir de los 61 años.

La primera reacción fue la de alivio. Al menos no tenía que ir al paro o a la infamante jubilación. El que me quitaran las funciones de mando podía significar no llevarme trabajo a casa, como hasta entonces era lo corriente. Los compañeros de trabajo seguían siendo los mismos; incluso mejorarían mis relaciones con ellos, pues ya no tendría que dar órdenes a algunos y recibirlas de otros.

Todo iba viento en popa con mi nueva condición hasta que empecé a echar algo en falta. El teléfono había dejado de sonar. Ya no me llamaban los jefes, ni los compañeros, ni los clientes, ni los suministradores. Antes me quejaba de que las llamadas eran atosigantes; ahora no había tales llamadas. La empresa me permitió conservar el teléfono móvil, pero tampoco sonaba mucho; la familia y poco más. Es una sensación rara, esa de que el teléfono deje de sonar. Es como estar enfermo.

Lo peor fue lo de las reuniones de dirección. Asistía a las mismas de antes pero en calidad de asesor, sin tener que presentar ningún cumplimiento de objetivos. Eso era bueno, pero estaban las llamadas. En las reuniones —que se desarrollaban en un ambiente amistoso— los jefes recibían constantes llamadas por el móvil y avisos de llamada por el fijo. Lo suyo era decir «llámame luego» o «dígale que le devolvemos la llamada». En ambos casos lo que parecía una molestia significaba un motivo de ostentación. Algo de eso era lo que me había sucedido a mí hasta el momento. Ahora veía que esas mismas prácticas continuaban para los jefes que asistían a la reunión. En cambio, los prejubilados, que también estábamos allí, ahora como «asesores», ya no recibíamos llamadas. Era una sutil distinción que quizá no suscitara la atención a los demás, pero yo la registré perfectamente. Siempre he sido muy observador; mi mujer no me dejará mentir. Ella me llama «el microscopio», quizá también porque soy más bien bajito.

Al principio no di ninguna importancia al silencio telefónico. Era fácil colegir que se trataba de una consecuencia lógica de mi cambio de estatuto. Hasta se podía pensar, siendo optimista (como yo tiendo a serlo), que la nueva situación era más cómoda. Pero, comiendo una vez con varios jefes, en plan amistoso, me di cuenta de que a ellos les seguía sonando el móvil en el restaurante; a mí, no. Hasta entonces no me había percatado de que el prestigio de uno se manifiesta expresamente en el número de llamadas telefónicas que recibe. Era un círculo vicioso: si uno no recibe llamadas, se tiene muy poco en cuenta su opinión. Ahora empezaba a entender que el carácter de prejubilado, lejos de ser una comodidad, era una situación molesta y humillante. Esto no nos lo había dicho el director de recursos humanos al presentar el plan de reestructuración.

Algo había que hacer. No soy yo de esas personas que se quedan paradas ante las dificultades. Empecé de «botones» en la empresa (ahora los llaman «mensajeros») y, paso a paso, había llegado hasta jefe de sección, siempre por mis méritos. No me iba a quedar ahora con las alas cortadas o los brazos cruzados. Yo siempre estoy maquinando cosas. Digamos que soy un observador activo. El «microscopio» toma decisiones.

Lo primero que había que hacer era asociarse. En esta vida el que no se une a los otros que tienen los mismos intereses, perece. Éramos ocho los prejubilados en dirección (sin contar los de fábrica, a quienes apenas conocía). Siete habíamos sido jefes de sección y uno delegado de zona. Nos fuimos los ocho un día a cenar como si fuera una celebración. Allí se decidió actuar, pues a todos les ocurría lo mismo que a mí. Se constituyó el «comité de defensa». Propuse el siguiente plan. Como todos teníamos móvil de la empresa, la idea era llamarnos entre nosotros a todas horas, especialmente cuando estábamos reunidos o en presencia de otros jefes. Era fundamental llamar en las situaciones de almuerzos de trabajo o en actos sociales con clientes. Si se llamaba al fijo, a través de secretaria, convendría que lo hiciera otra persona. En ese caso había que precisar la especial urgencia de la llamada o la importancia del asunto que se planteaba. Más aún, no había que aceptar lo de «le devolvemos la llamada», sino insistir en que se volvería a llamar en otro momento. Dicho y hecho. Los teléfonos empezaron a funcionar.

Todos los lunes a primera hora teníamos reunión general de seguimiento. Ahí es donde se verificaban los objetivos de la semana anterior y se marcaban los de la siguiente. El director de operaciones decía mucho lo de «un antes y un después» y también «nuestro objetivo es un blanco móvil». El plan consistía ahora en que uno de los prejubilados no asistiera para poder hacer así las llamadas a los otros que asistían a la reunión. De esa forma ya no se notaba la diferencia entre las solicitudes que recibían los jefes activos y los prejubilados. No sé si los demás se dieron cuenta de la diferencia, pero a mí me dio mucha confianza en mí mismo. Yo llevaba en la empresa más años que casi todos los jefes y la veteranía es un grado. Ahora había que demostrarlo.

Alguien me podría criticar con el argumento de que el plan telefónico de los prejubilados significaba una inmoralidad. No pienso yo así. Total, el coste de las llamadas era mínimo. Nótese que la respuesta era casi siempre breve: algo así como «llámame luego», «tomo nota de la llamada» o «le devuelvo la llamada en cuanto pueda». La cosa era que los jefes y los compañeros nos vieran continuamente ocupados, incluso desbordados de trabajo. Se comprenderá que, aunque se tratara de una picardía, realmente no había perjudicados. Era un modesto crimen sin víctimas. La verdad es que los prejubilados estábamos con plena capacidad para tomar decisiones. La prueba era lo bien que funcionó nuestro «comité de defensa». Ya quisiera el presidente que el comité ejecutivo fuera tan eficiente. La única crítica que debo hacer a mis compañeros del «comité» es que destilaban pesimismo; respiraban ya por la herida de la jubilación que veían venir. Por ejemplo, en las cenas que organizamos para evaluar nuestros planes de «defensa» no había manera de sacarles de la única conversación que les interesaba: las enfermedades. Todos tenían que contarnos sus dolencias, cómo les sentaban las pastillas para el corazón o el reúma, la experiencia de hospitales. Quien no tenía algún achaque, nos contaba el de su mujer. Lo pensé y no lo dije: merecerían todos estar ya jubilados. Para compensar esa atmósfera morbosa, me propuse estimularlos con nuevas iniciativas de «defensa».

Un aspecto interesante fue el de las presentaciones y reuniones sociales con clientes. Dada nuestra actividad principal como empresa de servicios a otras empresas, ese tipo de eventos era muy común. Teníamos prácticamente alguno cada quince días. La cosa consistía en un power point para presentar un nuevo producto o evaluar resultados. Luego seguía un cóctel, siempre con el mismo vino e idénticos canapés.

Lo fundamental era relacionarse con los clientes mientras se daba cuenta del vino y la tortilla. Aquí tengo que anotar una paradoja. El poder dentro de la empresa era inversamente proporcional al tiempo en que uno se quedaba en la fase del vino y los canapés. Es decir, el presidente y el consejero delegado se iban en seguida, sin probar nada. ¿Estarían enfermos del estómago? ¿Odiarían a los clientes? Los directores de área tomaban una copa con algún emparedado y se iban raudos. La misma prisa demostraban los delegados de zona y clientes más destacados. Los jefes de sección nos quedábamos un rato más disfrutando de lo que hacía funciones de aperitivo. El resto de los clientes, los proveedores y los periodistas se quedaban hasta dar cuenta de las vituallas. El final lo marcaba una bandeja de pastelillos y a veces una copa de cava semiseco. Para los que se quedaban hasta el final, el cóctel equivalía a la comida o a la cena, según la hora que fuera.

La novedad fue que, al producirse la reestructuración, la estrenada categoría de los prejubilados empezamos a quedarnos hasta el final del cóctel. La única ventaja era que nos ahorrábamos una comida o una cena, pero ahí estaba la equivocación. La consideración por los demás estaba en aparentar que uno tenía prisa, que le aguardaban en algún sitio para comer o cenar sentado. Así que en el siguiente «comité de defensa» de prejubilados decidimos que había que forzar la situación. La operación era que, por turnos, alguno de nosotros se iría del cóctel al principio, cuando se marchaban los directores de área. El resto, como un solo hombre, se retirarían con los jefes de sección, sin llegar nunca a los pastelillos y al cava. Era un pequeño sacrificio por la causa. Total, los pastelillos solían estar rancios y el cava semiseco sólo servía para agriar el estómago.

Lo que mejor nos salió fue la combinación de las dos estrategias. El que de nosotros se salía primero del cóctel se dedicaba a llamar por el móvil a los otros prejubilados. De esa forma, mientras conversaban con los compañeros y clientes, daban la impresión de estar muy atareados. Las llamadas había que contestarlas de forma expeditiva: «Ahora no puedo, estoy reunido», «Llámame más tarde», «Déjale una nota a la secretaria», «Envíame un iméil», etc. Lo fundamental se había conseguido. El círculo de los ocho prejubilados, lejos de perder estima en la empresa, estábamos ganándola a pulso. Como es natural, la existencia del «comité de defensa» la manteníamos en secreto. De otra forma nos habrían considerado como sediciosos. Había que demostrar que la nueva tarea de «asesores» (un eufemismo, de sobra lo sabíamos) nos hacía imprescindibles.

Lo peor fue la consideración del carácter efímero y circunstancial de nuestro estatuto de prejubilados. Eramos los ocho bien conscientes de que nos quedaban muy pocos años de «asesoría» más o menos ficticia. Al cumplir los 60 años pasaríamos con bastante probabilidad a la situación de jubilados anticipados y, cinco años más, inexorablemente, a la de jubilados definitivos. Nos quedaba un tiempo tasado de despacho, secretaria y móvil. Todo eso que antes nos parecía un engorro, ahora empezábamos a verlo como un privilegio. Antes nos quejábamos del trabajo, de las llamadas que se acumulaban, de tener que llevar el plan de seguimiento a casa los fines de semana. Ahora se nos hacía patente que todo ese ajetreo daba un sentido a la vida. La consultora que hizo la reestructuración no tenía alma, no pensaba en todo eso que digo.

Hablando con los otros siete del «comité de defensa», me confirmaron algo que yo había notado en mi vida familiar. Lo lógico es que la mujer, los hijos y la abuela se hubieran alegrado de que mi trabajo era ahora más cómodo. Por ejemplo, ya no tenía que adelantar el trabajo de la oficina durante los fines de semana. Fuera de los lunes, el horario flexible me permitía llegar a la oficina después de las nueve y media, como hacen los jefes. Al mismo tiempo, no tenía por qué quedarme hasta las ocho o las nueve de la noche como se obligaba realmente a muchos jefes. En resumen, el estatus de prejubilado me permitía más horas para estar con la familia. Sobre todo, descubrí el valor que supone tener casi toda la tarde libre. Pues bien, lo asombroso del caso es que a la familia no le gustó nada que yo estuviera más tiempo en casa. Fue una tremenda desilusión. La más crítica —quién lo iba a decir— fue mi mujer. Por consiguiente, era falsa la queja de que «tengo que ir sola a todos los sitios». Antes la repetía continuamente. Hasta pensé en divorciarme, pero a dónde iba a ir yo con mis años, sobre todo ahora que ya habíamos terminado de pagar la hipoteca del piso. Nada, nada, hogar dulce hogar. «Aguantoformo» era la medicina para estos casos.

Otra cosa que comprendí es que el temor de la jubilación legal no llega de golpe. No hay tal «síndrome de los 65 años». El drama empieza mucho antes con la confusa definición de prejubilado, si es que actúa por medio alguna consultora especializada en reestructuraciones de plantilla. Ya he dicho antes lo de la obsesión de las enfermedades. Otro detalle; llega un momento en el que, al conversar con los amigos, uno habla poco de sí mismo (fuera de los achaques) y mucho sobre los hijos. Es una mala señal, la de que los logros de los hijos —siempre exagerados— determinan la posición de cada uno. Para compensar esa maldición, yo me he referido aquí casi exclusivamente a lo que a mí me atañe. Me habrán prejubilado y pronto me jubilarán, pero yo sigo pensando que esta es la ocasión para un pequeño jubileo.

Claro que fuerzo mucho el optimismo, puesto que el «comité de defensa» tuvo que transformarse urgentemente en «comité de rendición». Me explico. Algún chivato se debió de ir con el cuento al director de recursos humanos sobre el uso que hacíamos de los telefonillos. Así que nos los quitaron de golpe a los ochos conjurados. Al revisar las facturas de los teléfonos, se comprobó que nos llamábamos con mucha frecuencia unos a otros. Por lo menos, no nos abrieron un expediente, pero nos quedamos sin la logística de comunicaciones. En cuyo caso, adiós a las acciones «defensivas». Definitivamente, éramos carne de jubilación. Nuestra posición de «asesores» se vio que era realmente una postergación, para qué íbamos a engañarnos. La prueba es que empezaron a no convocarnos a las reuniones de los lunes. Los que cortaban el bacalao eran ahora los nuevos jefes de sección, todos economistas jovencísimos y que venían de la calle; la mitad, mujeres. Se había acabado la época de la promoción interna en la empresa. Estaba visto que los del «poder blanco» (por lo de las canas que empezaban a asomar) teníamos que reorganizarnos. Reuní a los conjurados y les propuse un nuevo plan.

Catedrático de Sociología, Universidad Complutense