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«En mi fin está mi principio». El lema bordado en el trono de María Estuardo aparece en el verso final de East Coker, el segundo de los Cuartetos de Eliot, uno de los maestros confesados de Muñoz Rojas. Pues bien,empecemos esta disertación hablando de uno de sus últimos libros publicados, El comendador (2006), singular novela histórica porque, al ser Muñoz Rojas descendiente del comendador y vivir sobre el mismo suelo y bajo el mismo cielo -en Antequera, de la que fue alcaide, tuvo solar este personaje del Renacimiento-, se produce una intensa empatía del novelista con el personaje novelado.

Quizá sería más exacto decir biografiado por la documentación tan excelente y cumplida que se maneja, si no hubiera asimismo una riqueza imaginativa que es la que nos lo hace tan real y vivo. Desde grandes cronistas como Pero Mexía y fray Prudencio de Sandoval, autor de la Vida y hechos del emperador Carlos V, hasta el propio testamento del comendador, legajos, documentos y coplas de la época, han sido escudriñados con la paciente minuciosidad del erudito. Lejos de cualquier apresuramiento -el cuerpo del manuscrito está fechado en 1959 y existe una larga addenda de 1975-, Muñoz Rojas ha conseguido crear un personaje de carne y sangre y no de cartón-piedra.

Pero quizá el lector se pregunte, ¿quién era el comendador? Se llamaba Lope Ruy Díaz de Narváez y Rojas, comendador de Castilleja de la Cuesta, de la Orden de Santiago, del Consejo del emperador Carlos V, fiel ejecutor de la ciudad de Antequera, capitán de Su Majestad, que luchó heroicamente, al servicio de su rey, desde la conquista de Mazalquivir a la de Túnez, pasando por Trípoli, Navarra, las Comunidades, Fuenterrabía y Pavía. Cuando lo llamó Carlos V a Túnez tenía ya más de ochenta años y, aunque veía su fin cercano, acudió ante la suasoria llamada de su señor. Los huesos de tantos familiares suyos (entre ellos, dos hijos) yacían insepultos en los arenales africanos que él, hombre de fronteras y muchos años cansado de guerrear, hizo constar en acta sus últimas voluntades antes de salir por postrera vez al campo de batalla.

Al escribano Álvaro de Oviedo le dictó sus disposiciones: «Acudamos a lo eterno, que es la fama vividora» dijo. «Si la voluntad de Dios Nuestro Señor fuere de me llevar de la presente vida en la jornada, donde quiera que falleciere mi cuerpo sea trasladado a la ciudad de Antequera». Enterramiento y fundación dejó concertadas con Santo Tomás de Villanueva. En la iglesia de San Agustín hubo 17 banderas que proclamaban sus glorias en el arco toral. Eso oía a sus familiares el niño José Antonio cuando iba con ellos al templo.

Ya no había banderas, ni siquiera inscripción ni lápida en el suelo, pues fue recubierto de cemento en una restauración. Nuevo discurso de las armas y de las letras que aprendería José Antonio desde su infancia. Polvo las banderas, la lápida y los huesos de quien fuera alcaide de su ciudad. Sólo quedaba la palabra. In principio erat Verbum. Legajos de la época, algunos documentos y la siempreviva palabra de algunos grandes poetas antequeranos, que perdurará quizá lo que nuestra lengua. Lección temprana y magistral. Y la memoria se va a otro heroico hombre de armas, perteneciente a una de las más poderosas estirpes de la nobleza castellana. A don Rodrigo Manrique, maestre de Santiago, comendador también, éste de Segura de la Sierra, y conde de Paredes. Si nos acompaña vivamente en la memoria no es por sus muchas victorias. Es por las inmortales Coplas por la muerte de su padre que escribiera su hijo Jorge Manrique, otro poeta dilecto de Muñoz Rojas. José Antonio Muñoz Rojas aprende pronto el valor de la palabra, y así nos declara al hablar del poeta contemporáneo suyo que más profundamente le impresionara, Antonio Machado: «Tenía lo esencial del poeta, que es lo esencial del hombre: su palabra. Lo demás importaba poco». Corría el año de 1927.

Seguiré hablando de los libros finales de José Antonio, porque, como en el poema de Eliot, «En mi comienzo está mi fin», para terminar diciendo: «En mi fin está mi comienzo». Entre comienzo y fin suceden muchas cosas… Pero lo esencial del ser humano es un fatum, un natural desenvolvimiento, el suyo propio, no intercambiable por otro, que sigue un curso al que los accidentes y los años modifican, pero no desnaturalizan. Así es que hablaré ahora del ciclo de «Poesía de senectud» de José Antonio Muñoz Rojas, formado por Objetos perdidos (1997), Entre otros olvidos (2001) y La voz que me llama (2005). Todos estos libros se encuentran recogidos en la Obra completa en verso, publicada en 2008 con prólogo y al cuidado de Clara Martínez. De Objetos perdidos ya señalé en mi libro Contraluz de la lírica: «Es un largo poema dividido en veintiséis estrofas numeradas en romanos. Se trata de un zigzagueante monólogo donde de lo más cotidiano (la pérdida de las gafas, por ejemplo, que da ocasión a una frase hecha) se pasa, por medio de sutiles giros del lenguaje, a las grandes preguntas metafísicas: «Pensabas que tenías que hacer esto y lo otro, / y lo de más allá […]./ ¿Hay más allá?, me pregunto». La vida de José Antonio ha consistido en un perpetuo anhelo de receptividad ante lo que le importa: Dios y la naturaleza, y muy especialmente la naturaleza que rodea la Casería del Conde, para él verdadero milagro en constante renovación. Cuando la turbamulta y las turbaciones y miserias propias de la condición humana nos apesadumbran sólo nos queda la humildad y el «dejarse ir», el ponerse en las manos de Dios: «La tua volontate è nostrapace» es un verso casi entero de Dante, con la única omisión de la primera palabra, la preposición «En», que el poeta ha reproducido en Objetos perdidos. La sequedad interior a veces acongoja al autor, la duda le hace tartamudear, y este trastabilleo en la búsqueda de la paz es el movimiento que reproducen magistralmente los versos libres y encabalgados del poema. Un movimiento a trompicones, a valsonazos… O, más exactamente, al son de la personalísima música elaborada en una rica y larga vida de actitud espiritual expectativa y acezante. Esta música, a pesar de los temas tratados, nunca suena con solemnidad, sí con desenfado coloquial y humor y, a momentos, cuando la ocasión lo requiere, con grave sencillez. Léase, al respecto, la estrofa XVII: «Hay palabras que se unen y crean. / Su unión siempre es fecunda. Quien las tenga / de huéspedes en el alma será salvo, / decirlas es perderlas. Viven dentro. / Sus nombres son Silencio y Soledad. / Y su fruto la paz. A veces nuestra».

La vida de José Antonio ha consistido en un perpetuo anhelo de receptividad ante lo que le importa: Dios y la naturaleza.

Resuenan ecos de San Juan y del Eliot de los Cuatro cuartetos pero, más que en el halago exterior, en la médula de este poema, pues hay un similar anhelo en el poeta inglés, el fraile carmelita y José Antonio Muñoz Rojas: «Ahora que lo pienso bien / lo que me pasa es lo que no me pasa. / Qué es lo que me pasa, Dios mío? / Que no me pasa nada. Por eso / me quedo así sin hacer nada / Sabes lo que haces, o lo que dices / cuando dices, sin hacer nada? / Puede no hacerse nada? Sería / nada, lo que tú haces, / Dios mío / Nada y nadie. Es eso todo?».

Hasta aquí la cita sobre Objetos perdidos de mi libro Contraluz de la lírica. Hablemos ahora del siguiente poemario del autor, Entre otros olvidos (2001). Este poemario es de poesía religiosa, que no sacra. Quiero indicar con tal distinción que el autor, con acertado criterio poético, nos da el proceso de sus experiencias y no el resultado de ellas. Sin altisonancia, al exponer los datos de su hombre interior brota naturalmente el vislumbre y la preocupación de lo divino. Con difícil sencillez, en un lenguaje muy coloquial, escribe con sutil simbolismo que remite las preocupaciones del poeta en último término a Dios. Estas preocupaciones son, fundamentalmente, el agradecimiento ante la belleza de la naturaleza, el amor, el peso y la fatiga de los años, la memoria y los olvidos que la edad depara. La primera parte del volumen, «Cuestiones», trata de la sequedad interior, de la epifanía de la poesía y del Espíritu. He escrito esta última palabra con mayúscula inicial porque el autor escribe: Veni Sancti Spiritu. Hay un bellísimo poema donde se dan todos estos temas entrelazados, y es en el «Homenaje» que Muñoz Rojas dedica a Fray Luis.

La segunda parte del volumen se titula Cuánto Abril, título que recuerda un famoso poema de su amigo Jorge Guillén y Abril del alma, poemario de Muñoz Rojas publicado en 1943. Las referencias a las hermosuras de la naturaleza que captan los sentidos se encuentran sensorialmente expuestas: «Como si el jaramago no estuviera / con sus incontinencias / en miles de amarillos, / proclamando aquí estoy, tenedme en cuenta». Sin dramatismos, se dice del apagamiento de esos mismos sentidos: «los años, los peligros / de andar a tientas como siempre andamos / reclamando la pared, el suelo, el muro / donde apoyarnos». Al fin, unos versos vienen a recordarle a quien los escribe: «Déjate ya de abriles y de rosas […] / que todo es uno y lo mismo, / y lo demás, y los demases. / Y siempre Ese». Escrita la «e» inicial de «Ese» con mayúscula. Detrás de las apariencias está Dios, viene a decirnos el poeta.

La tercera parte, «Olvidos», consta de poemas amorosos. El amor es visto como «chorro de vida / dándole de pronto / sentido al sinsentido». Pero ese amor humano es, con frecuencia, trascendido. Palabras como «eternidad» y «resurrección» se deslizan como al desgaire en estos madrigales donde el poeta habla, con llaneza no reñida con el pudor, de su indefensión y de la injuria de los años. De la precariedad, en fin, de la más honda aventura humana, en tanto que humana, que es el amor.

Nos hallamos ante un humanista.Uno de los pocos humanistas, en el sentido clásico de la palabra, que sobreviven hoy en nuestras letras.

El último libro de versos de este ciclo se titula La voz que me llama, y cierra por ahora su obra en verso. Se trata de un poemario de aparente sencillez y aun descuido, pero de secreta complejidad. Hay que haber leído con atención la obra anterior del autor para captar muchos de sus matices. Así, pienso que «La elegía de la Alhajuela» (finca en la que fue feliz en sus años infantiles, hoy derruido el caserío y la tierra sin labrar), a más de estar presente en textos anteriores de M. R. es quizá, un poema clave en el que gravita el Eliot que afirma: «El fin de todo nuestro explorar / será llegar a donde empezamos / y conocer el lugar por vez primera, / a través de la desconocida, recordada puerta / cuando lo último que quede en la tierra por descubrir / sea lo que era el principio». El tono oracular de Eliot se convierte en coloquial en Muñoz Rojas. Veámoslo: «Un montón de escombros es lo que queda / de aquella entrada, de aquella reguerilla / donde corría el agua eternamente el agua / […] / Busco la entrada y no está y la estoy viendo / sin poder entrar aunque estemos viéndola / y sintiendo el agua cantando, el agua correr». Asimismo, en el poema donde escribe: «a eso que llamabas Paz contestando / a la voz que te preguntaba Quién?», está aludiendo a la fórmula con la que se le preguntaba quién era al que llegaba a la casa de su niñez y cómo era bienvenido con la palabra «paz». La mujer encargada de franquear la puerta se llamaba Paz y daba la paz a quien llegaba a la casa. Sobre ello, que recuerde, había escrito al menos M. R. un memorable soneto (el primer soneto de Lugares del corazón en la edición de Clara Martínez) y también una prosa poética en Las musarañas (el poema en prosa «El mundo y la casa»).

Los 28 breves poemas de La Voz que me llama son 28 latidos que cantan la Naturaleza o bien se cuestionan desde la senectud el sentido de la vida. En el temblor de estos poemas de cortos, irregulares y escasos versos, apenas apuntes, se habla de la palabra, de la verdad, de la inspiración -«un reguerillo»-, como gusta decir Muñoz Rojas. Galerías del alma: «una mano que te lleve, / un corredor reluciente». La soledad sonora que en su interior resuena. Indagaciones en la penumbra donde, machadianamente, trata de asir una respuesta: «Mientras tanto, tratas de no replicar / a preguntas sin respuesta». O «Entre inventar y sentir / se va la vida sin sentirla». Fogonazos de claridad y de misterio, estas escuetas líneas siguen la poética preceptuada por Antonio Machado en el prólogo de sus Soledades: «[La poesía es] una honda palpitación del espíritu: lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo».

Ahora, remontémonos a unos años atrás, no tantos, cuando Muñoz Rojas no era un autor galardonado por las instituciones ni aplaudido con unanimidad por la crítica, aunque siempre hubo un reducido número de conocedores que apreciaban su quehacer literario. En 1982 publico mi libro La estirpe de Bécquer y en él hay un capítulo titulado «José Antonio Muñoz Rojas, poeta en verso y prosa» en el que señalo el alto valor de su obra. Hasta la edición de Cristóbal Cuevas de su Poesía 1929-1980 (publicada en1989) no se realiza una buena edición de sus versos, incrementada, además, con algunos poemarios que M. R. había hasta entonces dejado inéditos. Cristóbal Cuevas, en su prólogo, hace una excelente división tripartita de la obra del autor antequerano, afirmando antes: «La poesía de Muñoz Rojas ha estado sometida a una evolución, desde un inicial optimismo esteticista, a un existencialismo final más austero». Resumiendo, las tres etapas que señala Cuevas son: La primera, de búsqueda y afirmación, que llega hasta la guerra civil. En ella podemos distinguir, a su vez, un momento vacilante -centrado alrededor de Versos de retorno (1929, su primer libro)- y otro de temprana madurez, en que aparece ya una voz personalizada –Ardiente jinete (1931)-. En ambos se descubre el impacto del neopopularismo y las vanguardias.

La segunda etapa, de madurez y hallazgo, abarca desde 1939 a 1954, y se caracteriza por el optimismo vital y la exaltación del amor. Sonetos de amor, Abril del alma, y Cantos a Rosa son sus hitos fundamentales. La tercera etapa va de 1954 hasta 1980. En ella la poesía de Muñoz Rojas entra en una fase de perplejidad filosófica y cristiano pesimismo. Las Consolaciones y Oscuridad adentro son sus obras capitales. Su actitud es pascaliana, un poco en la senda de Unamuno. El poema, menos sujeto ahora a ataduras tradicionales -aunque no se renuncie del todo a las viejas formas-, encuentra en el verso libre un cauce adecuado de expresión.

Según Cuevas, «en conjunto, se puede afirmar que la poesía de Muñoz Rojas ha avanzado hacia un lirismo de contenido cada vez más filosófico, y hacia una forma más sencilla y coloquial». En su esquema, que me parece excelente, añadiría al final las primeras páginas del presente ensayo sobre el «periodo de senectud».

No es ésta la ocasión más oportuna de referirme a los libros y poemas recuperados y a la meritoria labor filológica de las ediciones de Cristóbal Cuevas y Clara Martínez, sino la de trazar una semblanza del autor y de algunos de sus libros a mi parecer cimeros, que lo han convertido en un clásico de la lengua española del siglo XX. Libros que me conformaron como poeta en mi juventud, y que en mi admiración por su obra, me llevaron a conocer al hombre años después.

Las cosas del campo es el magistral diario de un escritor atento a cada matiz de la luz, porque es el diario de un señor rural que casi todo lo teme y casi todo se lo debe al cielo.

Ese «años después» fue en 1980, en Sevilla, mi ciudad, donde hizo el servicio militar y viven algunos de sus hijos y nietos. Acudió acompañando a un amigo común a la presentación de un libro de Calle del Aire, editorial que yo entonces dirigía. El acto se celebraba en un salón del Ayuntamiento y cerca de la puerta del mismo nos conocimos. El libro que se presentaba era La destrucción o el humor, del poeta Javier Salvago. No creo exagerar si digo que hubo una simpatía mutua, ya que pronto nos carteábamos, teniendo como tema central nuestras epístolas una pasión compartida, la poesía. Me invitó, a poco de cartearnos, a que lo visitara en su Casería del Conde, donde charlamos de lo divino y de lo humano: De Góngora, Tassara, Valera, Machado y su paisano Pedro de Espinosa, por poner algunos ejemplos que fueron recurrentes. Dábamos largos paseos por el campo cercano a la Casría y nuestra conversación versaba con frecuencia de personajes y sucesos pretéritos y actuales, a veces literarios, a veces tan variados como pueda serlo la vida misma. Algunas veces, sin merma del pudor, nos confesamos nuestras propias cuitas y preocupaciones. Mis frecuentes visitas a la Casería duraron cerca de dos decenios. Así es que, cuando lo conocí, estaba en sus setenta años muy bien llevados, conservaba memoria prodigiosa -hay que ver la de poemas largos de autores clásicos que me recitó sin una falla de la memoria-. Y, a veces, le brillaban los ojos de malicia y sorna- su sentido del humor era agudo como estilete y sólo lo atemperaba la compasión y la compostura-. Conservaba una excelente forma física. Aún le vi acariciar a sus caballos, jugar con sus perros y dar unas brazadas en verano en la alberca del jardín, en donde sesteábamos en unas tumbonas a la sombra después del almuerzo. Y esos largos paseos y charlas por el campo… Fue de verdad un amigo y un maestro, parafraseando el título de un delicioso libro suyo, Amigos y maestros (Valencia, PreTextos, 1992) que desde ahora recomiendo al lector y en el que evoca maravillosamente figuras que para él fueron ejemplos: Góngora, Espinosa, Antonio Machado, su encuentro en el 24 de Russell Square con Mr. Eliot, Manuel Gómez Moreno, Unamuno en Cambridge en el 36, don José Castillejo, Juan Ramón Jiménez, poetas amigos del 27… Nosigo, y valgan los nombres dichos como muestra.

Con este libro comienza a publicar en Pre-Textos, que sacará a la luz su relativamente abundante obra inédita, también la agotada y los nuevos textos que desde esa fecha escribe. En fin, esta relación fue entonces para mí muy positiva porque José Antonio me animó en mi vocación poética y presentó en su Antequera la segunda edición de mi libro de ensayos La estirpe de Bécquer. Tuvo también la generosidad de presentar Sevilla y los sevillanos en la librería Antonio Machado de Sevilla y de escribir sobre la edición de mi poesía completa. De esos años, del ochenta al noventailargos, casi dos decenios, procede la semblanza que de él trazo y las valoraciones de sus libros, espigadas de mis recopilaciones de ensayos La estirpe de Bécquer y Contraluz de la lírica. Perdonen las autocitas. Pero ya en 1982, había señalado en La estirpe de Bécquer las causas que, a mi parecer, hacían de él casi un desconocido en nuestras letras, a pesar de sus entonces setenta años y de haber publicado ya buena parte de lo más excelente de su obra: «Una de ellas -—escribía yo-—, quizá la más importante, es la elegancia. Esta cualidad espiritual se caracteriza por su discreción, por su falta de estridencia, por ese pasar sin que se advierta. Otra causa: nos hallamos ante un humanista. Uno de los pocos humanistas, en el sentido clásico de la palabra, que sobreviven hoy en nuestras letras. Y es evidente que la sociedad literaria española no aprecia especialmente ninguna de estas dos cualidades. Así, nos encontramos con que las causas que propician el desconocimiento de la obra de Muñoz Rojas son, a su vez, rasgos esenciales e inherentes a ésta». Congratulémonos de que él haya podido ver reconocida su labor poética.

José Antonio Muñoz Rojas nació en 1909 en Antequera, ciudad de espadañas y romances fronterizos. Antequera, norte de mi pluma se titula un libro suyo donde agavilla amores y erudiciones antequeranas. En Antequera se asentaron los Rojas castellanos a fines de la Edad Media, y de esa estirpe viene nuestro autor. Allí, en su finca la Casería del Conde, pasa la mayor parte del año. Mira cómo crecen los sembrados, acaricia a sus perros o a sus caballos, pasea, recibe a sus amigos, casi siempre hijos, nietos o hermanos a su alrededor. En el centro de la casa y de la familia su mujer, Marilú (María Lourdes Bayo, nacida en Málaga el 8 de abril de 1919 y fallecida en Antequera el 28 de noviembre de 2003), contrapunto decidido al dubitativo José Antonio, cuando es dubitativo, pues no he conocido yo a un dubitativo de tan firmes criterios. Paradojas de la vida. Y precisamente de la vida -de la de José Antonio Muñoz Rojas., claro está ,continuaré hablando algo, aunque poco, pues en su caso existe una gran coherencia entre vida y obra.

Si en algún poeta tiene sentido la división de Dámaso Alonso en poetas arraigados y desarraigados es en Muñoz Rojas.

Muñoz Rojas estudió en los jesuitas de Málaga y Madrid y se licenció en Derecho en esta última ciudad. Hizo en Sevilla no sólo el servicio militar, sino muy buenas amistades con los poetas de Mediodía, especialmente con Joaquín Romero Murube. En Málaga, en la imprenta Sur, publicó su primer libro, Versos de retorno (1929), y se relaciona amistosamente con Emilio Prados, Manuel Altolaguirre y José María Hinojosa. Entre Madrid y Antequera se ha desenvuelto la mayor parte de su vida urbana. Y, como señor rural, desde La Casería del Conde, su privilegiado observatorio y retiro, el mayor asombro se lo produce lo que la naturaleza nos depara cada año. Desde las cosechas hasta el misterio de las yerbas silvestres innominadas. El poema final de su libro Las cosas del campo del que Dámaso Alonso escribiera que no había leído prosa poética tan bella desde Platero y yo, se titula «Tierra eterna», y termina con esta invocación: «¡Ay de los que te olvidaren, de los que en tu piel y en sus ojos pierdan tu recuerdo, de los que no se refresquen contigo, de los que te pierden de alma». Y no hay errata. Muñoz Rojas no escribe «del alma», escribe «de alma». O, dicho de otra manera más tajante y quizá menos exacta: Su tierra es parte de su alma, su alma es parte de su tierra.

Las cosas del campo, libro al que le añadió en edición posterior Las musarañas y Las sombras, son cimas de la prosa poética del siglo XX que tienen mucho en común. ¿Poemas en prosa o prosas poéticas? Dejemos las etiquetas y vayamos a los contenidos. Hay unos pocos libros extraordinarios sobre el campo y los pueblos andaluces. Es una tradición bella y luminosa porque el sol la señorea. Tierras solares, tituló su libro sobre Andalucía el gran Rubén. En él se adentra en la Andalucía esencial, inaugurando una genealogía de prosistas del fenómeno andaluz, como José María Izquierdo y Ortega, quienes caracterizarán de «solar» nuestra tierra. Para ellos, el astro rey es el crisol donde se funden las sucesivas civilizaciones que aquí se han ido instalando. Y Juan Ramón Jiménez, en su Platero y yo, en la segunda prosa, dice: «Al ocultarse el sol que, un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba sólo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin cambio.¡Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, la torre, los caminos de los montes!».

«La luz está fresca, un temblor lleno de gracia se cierne sobre los frutos que comienzan a cuajarse, sobre los olivos que tienen la flor a punto. Todo espera el clarinazo del calor», escribe Muñoz Rojas en Las cosas del campo, magistral diario de un escritor atento a cada matiz de la luz, porque es el diario de un señor rural que casi todo lo teme y casi todo se lo debe al cielo. Joaquín Romero Murube, en su elegía en prosa juanramoniana dedicada a cantar su pueblo nativo, Los Palacios, anota: «Las horas del reloj no rigen en la vida del pueblo: es el sol, la luz». Pero, cuidado,que una cosa son los pueblos andaluces, que suelen dar la espalda al campo del que viven. Y otra cosa es el campo. Sobre el campo escribe sobre todo en su finca Muñoz Rojas, aunque a veces recuerde en líricas instantáneas hechos y personajes de su infancia en Antequera. Y, aunque también escriba sobre el campo, más lo hace sobre Moguer Juan Ramón y, sobre Los Palacios, Romero. Pero hay mucho en común en estas prosas bellísimas que se adentran en la Andalucía más verdadera y menos pintoresca. Más grave, difícil y sencilla. Más profunda, en suma.

Que lo pintoresco también es verdad. Pero otra verdad más epidérmica que los de aquí casi no la vemos de tan vista, y ha tenido que venir Gautier con su Viaje a España a hacer que reparemos en ella.

Muñoz Rojas no les va a la zaga en ningún momento a los poetas de la generación del 36 en la tarea de escandir su huella personal en el viejo y clásico molde métrico.

¿Un poeta campesino, entonces? Pues no. Sigamos con algunos datos biográficos. Muñoz Rojas es un excelente gustador de la literatura inglesa. En 1936 marchó a la Universidad de Cambridge, en la que fue lector de español. El ambiente británico ayudó a conformar a aquel joven que dejaba atrás una España en desintegración. Él, como Eliot, como Cernuda -cada uno a su peculiar y muy diferente manera-, buscará el hilo conductor de la civilización occidental en Inglaterra ante un mundo que se hace añicos. El ambiente de Cambridge le cautiva: «los altos olmos, las negras cornejas, el río de mansedumbre, las verdes alfombras, el sosiego rey». Algunos de los poetas que le marcarán —-como autor y como hombre- va a conocerlos allí: Eliot, Hopkins, Donne. Grandes poetas todos ellos, asimismo poetas de acendrada religiosidad. Si una de las claves esenciales de la obra y del hombre Muñoz Rojas es la naturaleza, Dios será la otra. En verso y en prosa se elevará su cántico inagotable ante estos milagros, modulándolos de forma diferente en los distintos meandros del discurrir del río de su larga vida. Si en algún poeta tiene sentido la división de Dámaso Alonso en poetas arraigados y desarraigados es en Muñoz Rojas. Pero esa herencia no resulta casual. En su caso, como en el de Eliot y Cernuda, se trata, en buena medida, de una conquista personal de las propias raíces. La tradición, o es reinvención propia, o no es nada.

La tesis doctoral que preparó Muñoz Rojas para la Universidad de Cambridge llevaba el título de Relación de los poetas metafísicos ingles es con las letras españolas. Aunque no llegó a terminarla, a ella le dedicó muchos esfuerzos. Fruto de esos esfuerzos fue el descubrimiento de algún libro español en la biblioteca de John Donne. Muchos años después publicaría sus Ensayos anglo-andaluces, donde hay páginas sobre Herbert y Fray Luis de Granada, Crashaw, Hopkins, Francis Thompson, Eliot… Pienso yo que el maduro conocimiento de estos clásicos no sólo le llevó a escribir páginas eruditas y ensayísticas iluminadoras sino, lo que es más importante, le templó su gusto y su estilo. La tercera parte del volumen, titulada Campo y paisajes andaluces, contiene algunos de los ensayos mejores que sobre Andalucía jamás se hayan escrito.

Elegancia y mesura son características de Muñoz Rojas y de su obra. Él, gran conocedor del Barroco, admira a Góngora pero prefiere a Pedro de Espinosa. ¿Por qué? Porque Espinosa resulta más humano, comedido…y tiene sorna. Incluso cuando habla de los dioses de la gentilidad. Algo impensable en Góngora quien, en sus poemas mayores, nunca baja de su esplendente diadema verbal, ni se despoja por un momento de su soberbio y rígido uniforme de gala de Gran Mariscal de la Poesía. «La humildad no tiene límites», dice Eliot de forma memorable en un verso que ha citado más de una vez en sus escritos Muñoz Rojas. Por eso, porque es humilde además de gran poeta, prefiere a Antonio Machado antes que a Juan Ramón Jiménez. La influencia de Antonio Machado, el poeta español contemporáneo que le es más próximo y querido, y de San Juan de la Cruz, están muy presentes en su primer poemario, mitigando así el intelectualismo tan común en los primeros libros del 27, marcados por la poesía pura de Paul Valéry y la poesía desnuda de Juan Ramón Jiménez, que llevarían a Ortega a su teoría expuesta en La deshumanización del arte.

José Antonio es autor de un buen puñado de libros, pero me estoy limitando a señalar los que considero más singulares. Los Cantos a Rosa salieron a la luz por vez primera en un delgado volumen de poesías publicado por la colección «Adonais» en 1954. Cuando casi toda la poesía de esa época nos resulta tan ajada y lejana… Los Cantos pueden leerse como si hubieran sido escritos esta misma mañana. El endecasílabo blanco, muy suelto y encabalgado, precedente del que luego usaría con frecuencia la generación del 50 (Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Carlos Sahagún) es de una fluidez, de una frescura y de una natural rotundidad extraordinarias. La polisemia del nombre de la dedicataria es intencionada. Rosa: símbolo de perfección, de finalidad, de logro absoluto. En el Barroco, emblema de la belleza y del goce transitorio y fugaz. Así, estos poemas llenos de levedad y hondura no son sólo bellísimos madrigales, sino meditación poética de jugosa madurez sobre los grandes temas que suelen llamarse eternos: paso del tiempo, vejez, muerte.

En la generación del 36, que es aquella a la que la crítica adscribe como poeta a Muñoz Rojas, hay muy buenos, excelentes sonetistas, autores de piezas de este género que pueden figurar sin desdoro al lado de las mejores de nuestra lírica. Recordemos a Miguel Hernández y a Leopoldo Panero, por poner dos ejemplos. Pues bien, Muñoz Rojas no les va a la zaga en ningún momento en la tarea de escandir su huella personal en el viejo y clásico molde métrico: Sonetos de amor por un autor indiferente (1942), Sonetos enamorados (1943), Lugares del corazón en nueve sonetos que lo celebran (1962) y los sonetos de Abril del alma (1943), poemario cuyo segundo capítulo lo integran 17 sonetos, todos ellos ejemplos de lo dicho.

Textos poéticos -así lo llaman acertadamente en su edición de la editorial Cátedra Rafael Ballesteros, Julio Neira y Francisco Ruiz Noguera- son las Historias de familia, que yo denominé en La estirpe de Bécquer «prosas de ficción» y que el profesor Cuevas prefiere definir a la inglesa como Stories. En fin, son pasajes en que la prosa deliberadamente se emplea como instrumento poético. «Y en todas, o casi todas, no sólo se propuso el autor contar una historia, sino crear una atmósfera de poesía», como escribió Gil de Biedma en su ensayo «Luis Cernuda y la expresión poética en prosa». «Expresión poética en prosa», añado yo, viene a ser lo mismo que «prosa poética». «Lo malo del rótulo -añade Gil de Biedma- es que se convierte en la España del siglo XX en pandémico». Poco tienen que ver Juan Ramón, Azorín y Eugenio Montes, González Ruano y Pedrode Lorenzo, por poner ejemplos diferenciados. Por eso la crítica es remisa a las obras etiquetadas bajo este rótulo. En tales circunstancias, la primera edición de este librito salió en 1943 en la editorial de la Revista de Occidente y fue recibido sin pena ni gloria. Sin embargo, no era precisamente de narradores de calidad de lo que andaba sobrada España: Azorín y Baroja, como supervivientes del 98; Agustí, Cela, Foxá, Halcón, Laforet, Zunzunegui y la nómina está prácticamente completa.

Las historias que contaba Muñoz Rojas no entraban dentro de las preocupaciones de los españoles de los años cuarenta. Pero eso no justifica que, en 1981, las monografías sobre narrativa de posguerra ni siquiera reseñen este volumen que es, en cuanto a imaginación y lenguaje, bastante superior a la media de los mejores libros de ficción de esos años. El gracejo de la historia titulada «Riturqui» me recuerda el fino humor de don Juan Valera. Y nada más. Terminaré citando como colofón y resumen el significativo párrafo final de M. R. en el Discurso de recepción del Premio Reina Sofía: «Quisiera referirme a lo que para mí ha significado la poesía, ese algo interior que nos nutre y nos proporciona una vida distinta en el curso de la nuestra material, un aliento que nos mantiene y nos revive con sus prodigios, sus hermosuras y sus iluminaciones. La poesía es una liberación».