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La historia de las ideas es la historia de lo que la gente pensó y sintió, y esa gente fue real, no meras estatuas o colecciones de atributos. Estas palabras, pronunciadas por lsaiah Berlin poco antes de su muerte, dan la clave de la importancia de este libro sobre los pensadores rusos. De la obra de este autor, muchos tal vez pudieran citar títulos como Cuatro ensayos sobre la libertad, donde se expone de manera doctrinaria sus pensamientos o sus ideas políticas, pero ello constituiría una visión parcial de su obra. Berlin nunca escribió un libro de manera sistemática, para exponer sus tesis ideológicas. Su obra está compuesta  de relatos fragmentarios, de escritos casi siempre breves, que han sido recopilados por él mismo o por sus alumnos.

Tal es el caso de esta obra. En ella se reúnen una serie de ensayos pronunciados como conferencias a lo largo de treinta años, compiladas por Henrí Hardy. El libro carece de unidad metodológica, pero tiene un tema común que le da sentido: la intelligentsia rusa. Con este nombre se reconoce al conjunto de escritores y pensadores que durante el siglo XIX construyeron la crítica y la revolución intelectual y social más transcendente probablemente de la historia, a juzgar por sus efectos. 1intelligentsia es una palabra rusa inventada en el siglo XIX, que desde entonces ha adquirido significado mundial. El fenómeno mismo, con sus consecuencias revolucionarias históricas y literarias es, supongo yo, la mayor contribución rusa aislada, al cambio social en el mundo ‘ escribe Berlin. Efectivamente, éstas fueron las bases intelectuales, los polvos que dieron lugar -quiérase o no- a los lodos de la revolución rusa, aunque ninguno de aquellos hombres -Belinsky, Turguénev, Bakunin, Herzen o Tolstoi- quiso conseguir el efecto del monstruo bolchevique. Berlin aclara respecto de ellos que no son meros intelectuales, pues «se consideraban unidos por algo más que un simple interés en las ideas. Se concebían como una orden dedicada casi como un sacerdocio seglar, consagrado a difundir una actitud específica ante la vida, algo parecido a un Evangelio».

Berlin es esencialmente un historiador de las ideas, cuya mayor peculiaridad radica en el enfoque desde el que realiza sus análisis o, mejor dicho, en su actitud, lo que el llama el Einfühlung, palabra alemana que puede traducirse como «empatía» y que, en definitiva, significa ponerse en el lugar del otro. «Cuando  yo estaba trabajando en Herzen, Tolstoi, etc., procuraba comprender cómo habrían sido en Moscú, y pensar en los mismos términos de sus conceptos y categorías, de sus palabras… ¿Cómo nacieron sus ideas? ¿En qué época, lugar, sociedad particular?».

A Berlin se le ha calificado de liberal típicamente anglosajón, pero no lo es del todo, porque si bien era liberal en un sentido altamente empirista y realista al estilo inglés, su origen es eslavo. Nació en Riga (Lituania) en 1909. En 1915 se trasladó a vivir a Petrogrado, de donde se marchó en 1919. El resto de su vida giró en torno a Oxford. Pero, como decía Rilke, la patria del hombre es su infancia, y Berlín vivió a los ocho años dos revoluciones rusas. Berlín contó que fue en Londres donde, siendo socio de la London Library, encontró una colección de libros rusos, entre los cuales estaban los de Herzen. Fue este autor «quien me transmitió el gusto por la historia y las ideas sociales y políticas». Efectivamente, a través de Herzen, Berlín nos transmitió su respeto y admiración por los grandes ideales morales que -a pesar de estar revestidos de «grandes visiones despóticas»- movieron a aquellos hombres a luchar por la liberación o redención moral de su sociedad.

El marco histórico en que se desenvuelven los personajes de estos ensayos encuentra su momento significativo a partir de 1848. El libro comienza hablando de la Rusia del año 1848. La reacción despótica que el Gobierno del Zar Nicolás Iadoptó para evitar que la «enfermedad revolucionaria cundiera por el imperio ruso» produjo, a juicio de Berlin, una «cuarentena moral», que debilitó la influencia del liberalismo occidental. Esto provocó que el movimiento progresista ruso fuera volviéndose cada vez «más intransigente e introvertido», y se produjera u n cisma; unos tendieron a la derecha nacionalista (eslavófilos), y los otros hacia el ala populista y la izquierda. El proceso de radicalización fue la constante de todo el siglo XIX, y de los primeros años del XX.

En este ambiente histórico se produce un fenómeno intelectual que Berlín denomina «claustrofobia», favorecido por el estancamiento intelectual y una fuerte opresión social. Son momentos en los que el hombre busca visiones pluralistas con  una actitud de idealismo social cuasi religiosa, en  un proceso de búsqueda de la verdad absoluta. En todos los miembros de la intelligentsia rusa se produjo una evolución similar. Comenzaron con una actitud revolucionaria, de crítica social sistemática, que posteriormente desembocó (en alguno de los casos) en la búsqueda de una gran explicación filosófica que diera sentido único a la redención moral que querían para Rusia. El resultado fueron las grandes «cosmovisiones despóticas», que Berlin agrupa bajo el nombre de «monismo».

Para Berlín, en todos los pensadores hay dos actitudes, dos grandes visiones. Por un lado, aquélla que lo relaciona todo con una visión central,   un   sistema  más  o  menos   coherente,   un   solo  principio organizador, un  solo sentido explicativo de todo. Por otro lado, aquellas actitudes «que persiguen muchos fines, a  menudo no relacionados y aun contradictorios o incoherentes, no vinculados por algún principio moral o estático; estos últimos efectúan acciones y sostienen ideas que son centrífugas,  no  centrípetas». Los primeros son monistas; los segundos, pluralistas. El primer tipo de personalidad intelectual y artística es el de los «erizos»; el segundo, el de los «zorros». En los polos opuestos de cada tipo se encuentran Dostoievski y Pushkin. Monistas serían Belinski, los populistas o los eslavistas. En el campo pluralista se encontrarían los dos grandes modelos de Berlin: Turguénev, como artista, y Herzen, como intelectual en estado puro.

El marco histórico para la explosión intelectual estaba servido, piensa Berlin. La historia de Rusia carecía de una tradición renacentista de educación secular, situación que se vio reforzada por la censura zarista. El resultado fue «una sociedad asombrosamente impresionable, con una inaudita capacidad para absorber ideas». «Estos rusos fueron liberados por los grandes escritores metafísicos alemanes, que los desencadenaron por una parte de los dogmas de la iglesia ortodoxa y, por otra, de las frías fórmulas de los Racionalistas del siglo XVIII». Con esta situación concurrieron unos cuantos jóvenes pensadores y artistas que, aun en el caso del «este t a» Turguénev, estaba n totalmente comprometidos con la idea de que los problemas sociales y morales son las cuestiones básicas de la vida y del arte. La mayoría de ellos eran herederos del romanticismo alemán de Herder, Hegel, Fichte, etc.

En este ambiente, la tarea del filósofo consistía en discernir la marcha de la historia. El deber del hombre era «comprender la textura, el motor, el principio de la vida, de todo lo que existe (…), captar el plan oculto, interno, del universo,  comprender su propio lugar en él y actuar en consecuencia. Tanto en Rusia como en Alemania, flotaba en el aire la convicción romántica de que cada hombre tenía una misión exclusiva que cumplir, en cuanto supiese cuál era. Y esto crea un entusiasmo general por las ideas sociales y metafísicas, quizá como sustituto ético de una religión moribunda». Esta explicación social es una constante en Berlin. Cuando analiza los fenómenos ideológicos del siglo XIX, acentuada en el caso de Rusia. Ello puede sintetizarse en la tesis (que no llega a ser pronunciada por él, pero sí intuida) de la sustitución de la religión por la «ideología».

Sin embargo, para transmitir un reflejo fiel de Pensadores rusos, es preciso  asomarse  al mundo  -como  decíamos  al comienzo-  de la «gente  concreta  que  piensa».  El  primero,  «la  conciencia  de  la intelligentsia rusa», fue Belinsky. Se decía que toda Rusia conocía, y cualquiera que se preciara la sabía de memoria, la carta de Belinsky a Gogol. Belinsky fue «el prototipo original de estos campeones de la humanidad  perseguida»,   el  héroe  moral  e  intelectual  de  una generación,  el  mito,  el  modelo   de  radical,   en  cierto  sentido fundador   del   movimiento   que   culminó   en   1917  con   el derrocamiento  del  orden  social.  No  obstante,  su  mayor  valor intelectual  reside  en su espléndido  trabajo como crítico literario (hechizado,  como  todos,  por  el  gran  Pushkin).  Contrario  a  la eslavófilos,  creyó en un occidentalismo  que al principio  llegó a postular   una  suerte  de  despotismo  ilustrado.  En  este  sentido, escribió: «Rusia es como un niño y necesita una nodriza en cuyo pecho lata un corazón lleno de amor a ese lactante». La metáfora de la nodriza fue posteriormente utilizada por Lean Trotsky, para referirse a la revolución como un lactante que nace y crece, alimentándose de la Madre Rusia.

Pero, posteriormente, Belinsky despertó de ese espejismo idealista y reaccionó con una furia que le llevó a convertirse en un «demócrata revolucionario y, finalmente, en un socialista utópico premarxista. De él son estas palabras: «… socialismo… idea de ideas, esencia de ideas… el alfa y omega de la fe y la ciencia». La influencia de Belinsky fue notable en todos los miembros de la intelligentsia; y no fue ajena a ella la figura central del análisis de Berlin: Herzen.

Éste es el autor que mayor simpatía e influencia despierta en Berlín. Hace poco confesaba  que «durante toda mi vida, Herzen ha sido mi héroe». La atracción personal del autor se deja sentir claramente en estas palabras: «Hay algo singularmente atractivo en quienes conservaron (como Herzen) durante toda su vida, los modales,  el modo de ser, los hábitos y el estilo de un medio refinado y culto». También con Herzen, el autor coincide en una actitud intelectual, expresada por el ruso, contra el dilentantismo y el  Budismo en la ciencia. En ambas manifestaciones distinguía dos clases de personalidad intelectual que Herzen fustigaba. «Una es la del aficionado casual, que ve el bosque pero no ve los árboles, le aterra perder su preciosa individualidad; y la otra es la del que huye del bosque por una frenética concentración en los árboles», que se vuelve un minucioso estudioso de algún minúsculo colectivo de hechos aislados. Entre ambas partes debe haber una situación intermedia, moderada, de compromiso, objetividad y desapasionamiento.

Mas la identificación fundamental del autor con Herzen radica en compartir la misma explicación y actitud acerca de las ideas políticas. La tesis central consiste en la denuncia del terrible poder de las abstracciones ideológicas sobre la vida humana. «Herzen declara que todo intento de explicar la conducta humana en función de alguna abstracción, o de dedicar seres humanos a su servicio, por noble que sea tal abstracción o justicia, progresos, nacionalidad, aun si es predicada por grandes altruistas como Mazzini o Louis Blanc o Mill, siempre conduce al final al holocausto y al sacrificio» (…). Los intentos de adapta r a los individuos a esquemas racionales concebidos en función de una idea teórica, por elevados que sean sus motivos, siempre conducen al final, a una terrible mutilación de los seres humanos (…). Este proceso culmina en la liberación de algunos, siempre al precio de la esclavización de otros». Herzen se identifica así con las ideas centrales por las que ha escrito su obra Berlin; a Herzen le aterraban los opresores del zarismo, pero también los liberadores. Él también creía que las ideologías seculares eran herederas de los «fanáticos religiosos de otras épocas». Tal vez su problema fue no entender q ue la religión nunca fue una ideología, aunque algunos la utilizaran bastardamente como tal. A pesar de que Herzen postulaba una especie de socialismo místico, fundado en la recuperación de la vida campesina rusa, su convicción era liberal,  en el sentido de tener como propósito  de toda lucha política la lucha por la libertad, que no es la «libertad de mañana, es la libertad de hoy», la libertad de hombres vivos con todas sus necesidades individuales.

Herzen, al igual que Berlin, aborrece toda idea determinista de la historia, o cualquier sentido romántico del destino histórico. A Berlin  le gustaba  mucho  repetir  la frase de Herzen  de que «La historia no tiene un libreto». Por eso no creía en un progresismo histórico. Para Berlin, el progreso debe adaptarse al ritmo verdadero del cambio histórico, a las verdaderas necesidades económicas y sociales de la sociedad. En fin, como escribe complacientemente: «En el meollo máximo de la visión de Herzen (y también de Turguénev) se halla la idea de la complejidad e insolubilidad de los problemas centrales, de lo absurdo de tratar de resolverlos por medio de instrumentos políticos o sociológicos». Mi pasado y mis ideas constituye,  a juicio de Berlin, la obra más «importante de todas las representativas de la intelligentsia» rusa.

No termina en Alexander Herzen el análisis de Berlin. Su estudio toca todos los aspectos y polos de la intelligentsia. Particularmente, merece la pena leer su lúcido y objetivo análisis del ‘populismo ruso», quizá el movimiento de izquierda revolucionaria de mayor trascendencia dentro y fuera de las fronteras de Rusia. Propiamente hablando, el populismo abarca un movimiento radical que se manifiesta fundamentalmente entre los años sesenta y setenta, y que culmina con el asesinato del Zar Alejandro JI. El elemento crítico común a todos sus miembros era la creencia de que el gobierno y la estructura social de su país constituían una monstruosidad moral y política («caduca, bárbara, estúpida y odiosa; y dedicaron toda su vida a su destrucción total»). Las principales metas populistas eran la justicia y la igualdad social. Además, compartían con Herzen la idea de que la esencia de una sociedad justa tenía un modelo en la comuna campesina rusa -la «obschina»-, organizada en forma de una unidad colectiva llamada «mir». Todos ellos compartían una cierta visión apocalíptica: una vez derrocada la autocracia, surgiría espontáneamente un orden sano, armonioso y justo. Los populistas compartieron todas estas ideas con personajes como Bakunin o Lenin.

También en ellas se observa ese fondo místico religioso que sustituyó el paraíso del más allá por la creencia en el paraíso en la tierra. Los personajes más representativos van desde Nikolai Chernyshevsky -el más moderado- al más radical Tkachev, cuya fe en una élite jacobina de revolucionarios profesionales, como única fuerza capaz de contener el avance del capitalismo, fue el auténtico origen intelectual de Lenin.

Todavía en este contexto, los personajes concretos vuelven a centrar el interés de Berlín. Por ello, cuando trata de explicar el fenómeno del «nihilismo» como principal consecuencia del movimiento populista ruso, cuenta la historia a través de un personaje de novela: Bazarov, el  protagonista  de  Padres  e  Hijos,  de  Ivan Turguénev. Téngase en cuenta que la labor intelectual de la intelligentsia rusa se plasmó en obras literarias. Sus protagonistas son, fundamentalmente,  escritores  que  a  través  de  la  literatura transmitieron la descripción crítica de la sociedad que denunciaban, y el propósito moral de redención que postulaban. Berlin no analiza a Dostoievski, que nunca le fue simpático, tal vez por sus radicales planteamientos morales. Su análisis se centra sobre todo en Tostoi y Turguénev. Sus simpatías alcanzan especialmente a este último, cuya visión esteticista y pluralista comparte Berlin con Herzen y con otros escritores rusos posteriores, como Chestov o el poeta Brodski.

Berlín aborrece siempre de la escritura con pretensiones teológicas; de ahí su antipatía por los eslavófilos o pensadores rusos posteriores, como Berdiaev o Bulgakov. Isaiah Berlín comparte el rechazo de los miembros de la intelligentsia rusa por la iglesia, particularmente por la iglesia ortodoxa. Él era judío y, aunque en ningún momento se declarase ateo, tampoco se declaró judío practicante. Su crítica de la religión es una crítica institucional al dogmatismo y, particularmente, al fanatismo que mezcla religión y política. Parece que él mismo cayó en la trampa, pues nunca supo distinguir ambas cuestiones.

Mas, volviendo a Bazarov, Berlín termina su ensayo con este personaje. Bazarov es el prototipo de nihilista, de revolucionario radical. En él se sintetizan el modelo de vida ascética del revolucionario profesional de Netchaev y el nihilista cultural, definido como el reverso de los valores tradicionales de Occidente. Pero, como bien destaca Berlín, la crítica de Bazarov, su rebeldía, no se propone descubrir la verdad científica. Bazarov y sus amigos nihilistas son simples predicadores; «Denuncian las grandes frases, la retórica, el lenguaje hinchado y pesado para sustituir todo ello por su propia propaganda».

Éste es, en síntesis, y a pesar de su aparente increencia o relativismo, el nihilismo que aborrece  Berlín, y que a su juicio no compartía la intelligentsia rusa. Pues, como dice Berlín, la revolución de 1917 mató a la intelligentsia rusa, cuya aspiración máxima fue la ilusa pretensión de redimir moralmente a su país a través  de la historia. Las creencias de Berlín son más humildes y se pueden resumir en estas ideas que él pronunciaba poco antes de su muerte: «Existen valores universales. Se trata de un hecho empírico que se da en la humanidad (…). Por otro lado, existen grandes diferencias. Si uno logra comprender en qué difieren unos de otros los individuos, grupos, naciones…  habrá empezado a superar la inclinación a la intolerancia y al fanatismo ciego».

Pensadoresrusos comienza con una frase de A. Herzen, en la que su autor previene al lector y le indica que él no posee la «omniscencia». Por esa razón, Herzen le avisa de que «no busque soluciones en este libro: no hay ninguna». El valor del libro reside en que narra la tragedia intelectual de una generación y un pueblo, el de Rusia, que ha alterado profundamente la historia contemporánea. Sus protagonistas son los miembros de la intelligentsia y su historia es la de una camino de «sufrimiento hacia la verdad». El final es el de una tragedia que expresa bien la anécdota que, en la conclusión del libro, se cuenta de Dostoievski: »Añadía que escribiría una novela, cuyo héroe será Aliocha Karamazov. Le haría pasar por un monasterio y luego le haría revolucionario, cometería un asesinato político, y sería ejecutado. Buscaría la verdad y, en el curso de su búsqueda, muy naturalmente se volvería revolucionario…». Inevitablemente, y a pesar de todo, tengo que volver a recordar las palabras de Berdiaev: la libertad está en el reino del espíritu, no en el reino del César, pues el César no quiere la libertad de nadie. Esto es lo que no sabían los pensadores rusos de Isaiah Berlin.