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Hace años —y no pocos—, solía escuchar las largas parrafadas de un campesino del norte de España que me llamaba la atención, entre otras cosas, por cierta peculiaridad de sus recuerdos, y es que enlazaban, sin pretenderlo, con las grandes cuestiones de la historia del siglo XX, y eso sin desbordar las dimensiones del pueblo del que hablaba, perdido en un rincón del Pirineo. Del 14 de abril de 1931 recordaba dos cosas muy concretas: una, que, aquel día, oyó que otro del pueblo gritaba « ¡Viva la libertad!». Era tan inusual ese grito, que siempre lo recordó asociado a aquella fecha.

No le pregunté quién podía ser; dudo que él mismo lo supiera; las gentes de esas tierras pecan, si acaso, de prudentes y no siempre se empeñan en aclarar lo que les pide la curiosidad, al menos cuando la aclaración puede implicar un compromiso. Pero hablaba de una comunidad humana de unos quinientos habitantes, donde todos se conocían, y casi todos eran tan pobres como ricos; no había grandes diferencias, ni había razones, por lo mismo, para que se considerasen los unos más libres que los otros. Todos, sin excepción, llevaban una vida la medida de cuya sobriedad hoy costaría entender. Pero nadie pasaba hambre (si tenía buen conformar).

Puede considerarse un sinsentido que gritasen viva la libertad al llegar la noticia de que se había proclamado un régimen parlamentario republicano para sustituir el régimen parlamentario monárquico que se había restablecido pocos meses atrás. Pero precisamente ahí palpita una razón fundamental: con parlamento o sin parlamento, había muchos que identificaban la Monarquía con la opresión y la República posible con la libertad. Cosa que obligaría a preguntarse sobre lo que latía en ambas expresiones, pero que induciría a suponer, además —y sobre todo—, que, en ningún caso, creían que el parlamento fuese una garantía de libertades.

Y esto último tiene que ver con lo que explica Milagrosa Romero en el primer ensayo de este número: se cernían sobre Europa —y cruzaban los Pirineos— dos vendavales de incalculable envergadura y de enorme equivocidad para un lector del año 2011: el comunismo y el fascismo. Sólo diré que nadie entenderá lo que implicaban ambas cosas si no se mete en la cabeza que, en 1931, ser fascista o ser comunista no eran tan sólo opciones contrapuestas entre sí y, al tiempo, ajenas por completo al credo liberal y al democrático, sino que atraían —guste no o no recordarlo— más que el liberalismo y la democracia clásica. Era lo moderno: lo que tenía futuro.

No eran ofertas de libertad personal individual, es obvio, sino de libertades fundadas sobre la prioridad de la nación o de la clase. Pero, en el plano personal, se convertían en cauce de revancha, cierto que de maneras muy distintas, según quién, cuándo y dónde, y eso es —tal vez— lo que expresó aquel grito.

Sólo que, si ocurrió así —que nació un régimen parlamentario como si naciera la libertad cuando primaba el estilo fascista y la utopía comunista—, habrá que concluir que la República española nacía a contrapelo de la historia y ese iba a ser un reto principal entre los que afrontaban los españoles sin saberlo.

A contrapelo hasta el extremo de que muchos de ellos podían suponer que había llegado la hora —por enésima vez— de equipararse al resto de Occidente mientras que el embajador de Su Majestad Británica deducía —y decía en despacho diplomático— que estaba en un país donde, «cuando menos se piensa, salta la liebre» y que ese dicho hacía al caso precisamente entonces y por lo que ocurría en aquellos días, los de la primavera del año 31.

Por qué cerrar o no la puerta por la noche

Lo explicará Luis Pérez Gil en el segundo ensayo. Y no es asunto de preguntarse ahora si, en Inglaterra, las liebres saltan o saltaban cuando uno lo piensa. Lo que interesa es comprender que, fuera de España, veían lo español como lo distinto —y, sobre todo, lo imprevisible— incluso en un momento en que no pocos españoles creían dar el paso decisivo a la plena equiparación.

¿Quiero decir con esto que, en el este y el sur de Europa, la gente no cerraba la puerta de la casa por la noche? No lo sé, la verdad. Si me hago esa pregunta —que acaso le haya sorprendido—, es porque era el segundo recuerdo de aquel campesino del norte: aquella noche, la del 14 al15 de abril de 1931, la gente del pueblo cerró la puerta de la casa, contra la inveterada costumbre de dejarla franca.

A un lector de 2011 —otra vez— puede eso parecerle una costumbre «pirenaica», sólo explicable en el resguardo que proporciona el aislamiento. No es así. El lector de los periódicos españoles del primer tercio del siglo XX sabe de la insistencia de algunos gobernadores civiles para que los vecinos de la ciudad y capital de la provincia —no digo ya los pueblos— cerrasen, por la noche, la puerta de las casas. La imagen familiar del sereno cargado de llaves tiene que ver con la posguerra más que con la preguerra; menos aún, con las primeras décadas del siglo. Los serenos vigilaban el silencio de un sinfín de casas abiertas y el mero hecho de que se les llamara «serenos» y no «nublados » da idea del tempero que dominaba —o parecía dominar— en esos días.

Lo singular es, no obstante, que la inseguridad ya se sintiera el 14 de abril, cuando se abrió la noche del día 15. No se sabía aún cómo iba a resolverse la dinámica entre mayoría y pluralidad que implica y que implicaba cualquier régimen concebido para encauzar la libertad (y, claro es, asegurarla) y, sin embargo, aquella noche, las puertas se cerraron.

¿Una premonición? Adelantémonos a subrayar que los historiadores que han escrito las páginas que siguen han asumido un solo reto editorial que se les ha propuesto a todos al invitarles a escribir: el de hacer el esfuerzo de situarse en las primeras horas del día 17 de julio de 1936, cuando podían saber qué había ocurrido desde aquel 14 de abril de 1931 e incluso hacer balance del quinquenio; pero ignoraban por completo las decisiones que iban a tomar unos u otros unas horas después.

Nosotros las sabemos e incluso las hemos sufrido directa o indirectamente. Pero es de justicia valorar la II República por sí misma y eso es lo que se intenta en lo que sigue.

Lo intentará primero —en el tercer ensayo— Enric Ucelay-Da Cal, al recordar que un régimen de libertad política ya implicaba en aquellos años —por necesidad— la existencia de opciones diversas —o sea pluralidad— y la prioridad legítima de la mayoría, siempre y cuando quienes fuesen mayoritarios en cada momento gestionasen la pluralidad con el afán de convivir y quienes formaban las minorías colaborasen — ¿cómo?— conviviendo.

Y eso suponía, primero, unas reglas de juego, que es lo que nutre el cuarto ensayo, elaborado por Manuel Álvarez Tardío. En él, no sólo se sitúa mucho antes del 17 de julio de 1936 al amanecer, sino que insiste en algo obvio (y olvidado): que, en 1931, no había nada escrito de antemano como sentencia inexorable. La gente podía cerrar las puertas por prudencia; pero la posibilidad de que volviesen a dejarlas abiertas de noche dependía de que las cosas se hicieran bien o mal. Y eso no estaba decidido. Comenzó a decidirse al diseñar aquellas reglas.

No era tarea fácil, desde luego. Había que enfrentarse a varias cosas, a cual más importante. Una era la condición de España como nación de naciones (si nos atenemos a lo que constituía la natio hispanica en la Bolonia de setecientos años antes de la República española del siglo XX, cuando precisamente los profesores de la natio hispanica se articulaban en nationes con la saludable intención de tener más votos), y de eso —tan enormemente importante— habla Carles Bonet en una perspectiva catalana, que es —sin lugar a dudas— la que tenía que primar y primó en 1931.

Otra era la demanda de tierra que constituía la reivindicación principal de la España latifundista (pero que no era ajena al resto, donde la libertad que se esperaba tenía que ver precisamente con ese asunto, el de la distribución de la propiedad). Lo que pensaban y se hizo, lo explicará José Manuel Macarro en el sexto ensayo.

Un dramático juego entre problemas, soluciones ideológicas y soluciones reales

En el séptimo, Miguel Alonso Baquer se ocupa del Ejército y de sus propias dificultades y de lo peculiar de su dinámica en aquel quinquenio. En el octavo, Antón Pazos aborda la cuestión —más espinosa aún (si cabe) — que encerraba la afirmación famosa de que España había dejado de ser católica.

En cierto modo, sus ensayos dejan ver una triple vertiente: la del problema que, en efecto, había (en rigor, los problemas), la de su respectiva carga ideológica (que era enorme en todos los casos) y la dificultad de conjugar no sólo el equilibrio en cada uno de los problemas, sino entre todos los problemas. Y eso —el excesivo peso de las «soluciones» ideológicas—, que ya asomaba en las reformas militares, abrumaba en lo religioso, en lo social y en lo económico.

De distintas maneras, sin duda. La manera de «lo social » es el objeto del noveno ensayo, el de Álvaro Soto, que corre paralelo al décimo, el de Juan Velarde, referido a la economía. No me permito adelantar sus conclusiones, pero, en el fondo de todas estas páginas, hay una clave que los autores parecen compartir sin que se hayan puesto de acuerdo: ¿prevaleció lo ideológico?

La respuesta se ve con claridad —si hiciera falta, después de los ensayos anteriores— en el de Andrés Trapiello, que vuelve a zambullirnos en aquella dinámica entre mayoría y pluralidad de que nos habla Enric Ucelay. Sólo que, aquí, en las páginas de Trapiello, la nitidez —presunta o cierta— de lo «intelectual» vuelve por sus fueros y nos pone de manifiesto que unos eran los «ilustrados» y otros no sólo no lo eran, sino que se mostraban como los detractores de lo «ilustrado» —al menos, de «aquella Ilustración » (la de los otros)—, pero que, en realidad, la Ilustración de esos otros no era una sólo, sino varias, y diversas las soluciones que ofrecían, y que sólo se impuso una.

Ya estamos en el día 17 y apunta el sol con la premura del verano

Antes, hubo una última tentativa, la del Gobierno que presidió Martínez Barrio. Es el último de los doce ensayos que forman este volumen y corre a cargo de Rafael Borràs.

Harían falta todavía más páginas; es obvio. La prioridad de lo catalán no permite olvidar el caso de la España euskaldún, ni el de Galicia ni otros más. Nos hubiera gustado asomarnos aún más al otro lado de los montes que cierran la Península por el Norte y a la otra orilla del océano, donde vivían muchos españoles y la mayoría de las personas que hablaban español. Valdría la pena fijarse en el peso de la violencia y en los afanes por la paz… y tantas cosas más. Pero hay que cortar por alguna parte y no cabe abusar —aún más— de la generosidad de los editores.

Remediaremos algo —muy poco— con las reseñas bibliográficas que cierran este número. De la violencia, justamente, se ha ocupado un grupo de estudiosos dirigidos por Fernando del Rey Reguillo con la energía que le es característica, y de ello se hablará; sus conclusiones coinciden, en gran medida, con lo que Stanley Payne enmarca en su visión completa del quinquenio republicano. Y aún habrá más.

Detrás de cada artículo que lo aconseje claramente encontrarán una cronología sumaria, en cuya columna de la derecha se anotarán los acontecimientos específicamente relativos al tema de ese artículo. Claro es que lo hacemos pensando en posibles lectores para quienes lo sucedido en esos años ya no les resulta familitar.

No se trata, con todo, de adelantar lo que hallarán en esas páginas. Nos conformamos con que, al cerrarlas —después de leídas—, entiendan mejor cómo podían sentirse ustedes mismos el 17 de julio de 1936 a primera hora de la mañana, después de aquel quinquenio y sin poder de adivinanza sobre lo que acechaba. Iban a asombrarse del resultado, incluso aquellos que acechaban precisamente.

Catedrático de Historia Contemporánea en el CSIC.