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Hojeando las páginas del último libro que Juan Pablo II publicó en vida1  regreso inmediatamente a los recuerdos de junio de 1979: a ese momento en la plaza de la Victoria, como se llamaba entonces la que hoy conocemos como la del Mariscal Pilsudski, cuando una voz penetrante pronunciaba estas palabras: «Que descienda tu Espíritu y renueve la faz de la tierra, de esta tierra». Y descendió eficazmente en los memorables días del agosto de 1980 a los astilleros de Gdansk, iniciando con el sindicato Solidaridad el proceso del cambio en Polonia. Sin duda, Juan Pablo II pedía entonces la venida del Espíritu Santo para toda Europa; y sus últimas reflexiones se concentraban alrededor del espacio europeo, en torno a la memoria y a la identidad europeas. Por consiguiente, este ensayo que propongo en el aniversario de la fundación de Solidaridad, me permito dedicárselo a Juan Pablo II in memoriam.

Es arriesgado hablar de las fronteras de un fenómeno —el espacio común europeo— cuya identidad no ha sido previamente definida. Al preguntar sobre esta comunidad de culturas me gustaría saber cómo vamos a entender esa realidad. Previamente, sería necesario decidir de qué Europa estamos tratando. Frente esa dificultad esencial, y a falta de terminologías acordadas de antemano, intentaré hablar de Europa como de una civilización. Una civilización, que significa una elección de filiación, es decir, la decisión asumible por personas soberanas que se auto determinan, porque saben definir su visión del mundo y su propia reflexión, a través de unas referencias al sistema de valores existente y válido por encima de su propia cultura. Se trata de una referencia personal y enraizada en la cultura.

En ese sentido, la civilización es una realidad espiritual capaz de influir en las relaciones que establecen gentes de distintas culturas. La evocación común a este sistema de valores hace posible la comunicación y garantiza la formación de proyectos de convivencia en espacios más amplios que los marcados por las naciones, sociedades y culturas particulares. No nacemos dentro de una civilización ni tampoco somos acogidos por ella. Tampoco la elegimos con la palabra, ni con el voto, sino al vivir. Al elegir la filiación definitivamente formamos el camino de nuestra vida2. La recreación del sistema de valores escogidos por la gente de distintas culturas permite fijar el alcance de una civilización.

Sin embargo, la dificultad consiste en que la misma recreación del sistema de valores no es suficiente para poder entender el fenómeno de un espacio común. Si dicho fenómeno lo entendemos de esa manera, estaremos de acuerdo en que las fronteras de Europa cambian constantemente y plantean un reto permanente para nosotros. No obstante, eso no es lo suficiente.

Por ello, hago hincapié en dos aspectos solamente del problema: en el sistema de valores y en el alcance de su recepción. El problema inevitable es la definición del sentido de un espacio de culturas, que no sea el resultado de una simple suma o sustracción más o menos arbitraria de culturas componentes. Me gustaría evitar las calificaciones arbitrarias y las clasificaciones libres, pues ¿quién tendría derecho a decidir sobre la europeidad de uno u otro pueblo? ¿A quién le corresponde trazar las fronteras europeas? Y no hablo de las fronteras políticas, como por ejemplo las de la Unión Europea. Al hablar sobre las fronteras me gustaría subrayar que la elección de valores, o la filiación civilizadora a la que aquí nos referimos, no se someten al juicio. Para eso, es necesario otro criterio que nos permita definir lo que se escapa a las afirmaciones inequívocas.

En esa interpretación, Europa es un proceso de metamorfosis constante, en el que podemos señalar el comienzo y los cambios sucesivos o renacimientos, y al mismo tiempo un fenómeno muy a menudo denominado como unitas multiplex3. Como no es mi intención disputar acerca de qué es Europa como civilización, voy a señalar únicamente las consecuencias del modo de razonamiento que hemos empleado aquí para abordar el problema de las fronteras.

Por consiguiente, al principio quiero tomar en consideración la extensión del cristianismo, luego, la entrada de los bárbaros en el mundo grecorromano y la diferenciación de culturas que le acompañaba, y al final la división de la cristiandad en el mundo oriental y occidental, griego y latino —es la época de la descomposición de los mundos antiguos y de la formación de bases para los nuevos—. Sobre esta base empieza a formarse el sistema de valores de la christianitas latina, que será la primera comunidad civilizadora. La idea de Europa aparece, pero no es común y, sobre todo, corresponde al alcance del cristianismo romano de aquel entonces. A esa comunidad, no exclusivamente religiosa, Mieszko I une su Estado y el de los futuros polacos en año 966. Su camino hacia la participación en la christianitas, su manera de elegir y reflexionar sobre los valores, decide sobre su europeidad.

El cristianismo trajo consigo los valores elementales; sin embargo, al mismo tiempo dio a la humanidad la posibilidad de transformaciones posteriores. El propio cristianismo no fue y no es un factor decisivo a nivel extracultural. No obstante, su mensaje ha resultado esencial. Aquí, tengo en cuenta tanto los valores fundamentales como el amor, la verdad y la libertad, como también la manera en que la humanidad los ha aplicado en su vida4. Y sólo todos ellos en su conjunto forman un sistema cuya evocación describe a la gente en un espacio más amplio que el designado por su nacimiento.

El acceso a ella, el sentido de la filiación, se ha ido produciendo a través de la toma de decisiones de la humanidad, los individuos y las personas, de acuerdo con el mensaje de libertad que traía consigo el cristianismo. O dicho con otras palabras, las fronteras de la futura Europa no estuvieron fijadas durante el tiempo que duraron ambos procesos: el de la expansión del cristianismo (también a fondo de las sociedades) y el de la formación de la comunidad latina o romana que, de forma poco acertada, se suele denominar occidental. En ese proceso, casi seguro entre el siglo XI y el XIII, se llegó a la expansión que hizo confrontar el cristianismo con otras formas de la civilización y de esa dinámica empezó a desarrollarse la primera Europa. Sus fronteras estaban delimitadas por el alcance de capacidad para el diálogo y por la fuerza de la expansión.

 

Si consideramos al diálogo como la relación esencial europea, deberemos recordar que ese diálogo requiere sin la menor duda una identidad bien definida de personas y un conjunto de ideas comunes a todas ellas. Esos valores que se propusieron a la humanidad a través de la religión y que, una vez elegidos recobraron un sentido secular, con el tiempo se convirtieron en las normas de la vida y en los determinantes del horizonte del mundo. La elección de valores por gente de distintas culturas, etnias, lenguas y naciones —elección en el ámbito ya determinado por cristianismo con su experiencia y su división—, constituyó una base de transformación de los valores en el sistema. Aunque la idea de la civilización no aparece hasta la segunda mitad del siglo XVIII, el sentido de la existencia de ese espacio de relación extracultural ya se puede observar mucho antes. Por consiguiente, se puede hablar del proceso de formación de Europa como de una divulgación cultural de la filiación manifestada por la gente hacia un sistema común de valores. Dicho sistema es imprescindible para asegurar una relación de diálogo. Se trata de que las personas culturalmente diferenciadas necesitan de ese espacio común no sólo para poder comunicarse sino también para poder expresar su diferencia. Necesitan de valores para dar y recibir, y de ese modo poder desarrollar su propia cultura y hacer que se consolide la comunidad extracultural. La civilización es nuestra capacidad para recibir-, vivir y legar en herencia ese sistema de valores. Es más, en ese proceso, al dar a los valores la forma de culturas o naciones, participamos en la misma obra de formación de ese espacio de culturas. Sin la civilización, la diversidad de culturas sería como un crisol o mercado favorable al proceso de dominación. Los imperios no crean civilizaciones. Son las mismas personas las que, a través de sus elecciones de valores, deciden y siempre decidirán dónde se fijará la frontera del espacio europeo de culturas.

La formación decisiva de Europa tiene lugar en la expansión de la segunda mitad de los siglos XV y XVI, que demuestra una salida fuera de los espacios de aquel entonces. Al mismo tiempo, la dinámica interior causa tensiones, entre ellas la desintegración de la christianitas romana, pero esta vez no sólo en dos civilizaciones. El cristianismo se diversifica en cultos e iglesias que dan lugar a conflictos sangrientos para, al final, convertirse en un fenómeno secundario y cuestionado. El proceso de formación y recepción de valores deja de estar relacionado exclusivamente con la religión, pero los mismos valores persisten. Lo que cambia es el modo de entenderlos y nacen valores nuevos, y muchos opuestos a los dominantes hasta aquel entonces. No obstante, las fronteras de Europa resultan bastante estables, en el sentido en que la expansión ultramarina da el impulso para las transformaciones posteriores y no exporta los ejemplos de la vida o sistemas de valores. La Europa moderna resulta uno de varios posibles proyectos, uno sólido en el que intenta formarse un nuevo sistema de valores derivado del patrimonio histórico, pero al mismo tiempo opuesto a éste. Sin embargo, las fronteras que se están estableciendo quedan abiertas dejando libre el flujo de bienes e informaciones. Están en formación las periferias, o sea, los espacios indudablemente europeos, muy bien preparados y capaces para el encuentro con otros valores y para recibir otras culturas. A la dinámica de la expansión le acompaña la de apertura.

En ese proceso de formación del espacio de culturas a través de la unificación y desintegración, las personas intentaron de múltiples modos formular el sentido de la comunidad. Aquí lo llamaré la diversidad de proyectos para Europa. Es precisamente en el momento en que la latinidad parece adoptar de modo más completo la postura de diálogo, cuando se origina la desintegración y la erupción. Surgen varios caminos a través de los que las sociedades pretenden llegar a la realización de sus propias soluciones y los que muy a menudo resultarán fracasados. Me gustaría advertir claramente que la idea de Europa como el mundo del centro y de las periferias, fue uno de muchos posibles y no se debería tratarlo como una necesidad histórica. En la Europa moderna ha habido muchos más proyectos fracasados, pero su existencia es una prueba de la civilización. Una de las elecciones de su propio proyecto fue la Respública polaco-lituana y su gran fracaso tuvo graves repercusiones en la formación del espacio europeo5. El comprometerse con dicho proyecto es lo que expresa de manera más exacta lo que se denomina la misión histórica.

En el proceso posterior vemos que Europa como civilización sufre unas transformaciones constantes debido al modelo principal de cuestionar sus propias bases. Es expansiva, pero al mismo tiempo se somete a otras expansiones, y sin embargo desde el siglo XVIII se manifiesta por sus intentos de dominación y universalidad, retirándose cada vez más hacia el oeste para luego, en un momento dado, tomar la forma de Europa-Oeste. Esa es una interpretación impuesta por las circunstancias, pero que corresponde a las convicciones de todos esos europeos que han considerado el sistema de valores creado como su propiedad exclusiva. De ese modo, el espacio europeo estaría determinado, de una parte, por la capacidad para el diálogo y, de otra, por la cualidad de las fronteras abiertas que fructifique en un encuentro.

 

Esa perspectiva nos hace preguntar sobre el papel de los individuos en la formación del alcance de la civilización europea. ¿Qué papel han desempeñado las islas de civilizaciones formadas en los procesos de expansión y creadas por esos individuos? Al principio miles y, con el tiempo, millones de europeos dejaban sus países para crear fuera de Europa nuevas poblaciones, colonizar y poblar, dominar y explotar. En algunos casos, el traslado de la civilización es evidente, aunque puede parecer que siempre le ha sucedido un proceso de diferenciación y distinción. La civilización americana es un ejemplo claro de esto. No obstante, los forasteros europeos en Asia o en África, en el mejor de los casos, anidaban con distinto grado de adaptación a la sociedad local. Y a pesar de que no cambiaban, muy pronto en Europa se empezó a dudar en su europeidad. Perdían el contacto con las metrópolis o se les iba excluyendo a lo largo del proceso de descolonización. ¿Llegaba la civilización europea allí donde había europeos? Es difícil negarlo, pero sin duda no llegaba hasta allí el espacio europeo. También podemos notar una diferencia fundamental entre el proceso de formación de la civilización europea de acuerdo con el proyecto de la República y la defensa del carácter polaco en los confines orientales en los siglos XIX-XX. El que venía de la Europa del Oeste podría extrañarse al ver tanto el carácter «idílico» del modo de vida de los polacos en Polesie como la naturalidad de las relaciones que unían a los terratenientes polacos con su propia cultura. Desde luego, no cabe duda que esos núcleos de carácter polaco esparcidos bajo el reinado del zar formaban parte de la civilización europea. No obstante, no pertenecían al espacio europeo, al igual que Nueva Delhi en los días de gran darbar en el año 1911.

La capacidad para el diálogo sufre unas interferencias constantes y no sólo como consecuencia de la degradación de culturas o de la falta de elección de filiación. Unas consecuencias parecidas tiene la inclinación europea para crear proyectos utópicos6. Se hacían un elemento imprescindible del sistema de valores junto a las ideas como la igualdad, la justicia y la democracia, sin las que sería imposible pensar acerca de Europa7. Del mismo modo hay que ver la siguiente etapa clave de la historia, en la que Europa estuvo representada por las naciones. Se da en aquellas donde se revela la síntesis entre cultura y civilización, ambas son comunidades de nacimiento y de elección, son relaciones de personas predestinadas y con proyectos de su futuro. La nacionalidad y el nacionalismo han marcado a Europa en el mismo grado que su expansión. Han sido un intento más del enfrentamiento consigo misma. Al salir vencedora de la confrontación con los sistemas totalitarios, Europa se plantea la pregunta sobre la capacidad de diálogo amenazada por la debilitación de las identidades y negación de los valores. Se puede proponer una definición de las fronteras de Europa como las determinada por una capacidad de creación constante de ese sistema de valores. Creación, es decir, una actividad que no se limite únicamente a la participación y el consumo. La creación del sistema de valores evidentemente requiere que el individuo mantenga unas relaciones más amplias y está condicionada por la posibilidad de diálogo.

NOTAS
1 · Juan Pablo II, Memoria e identidad, La esfera de los libros, Madrid 2005.
2 · J. Kieniewicz, «Leer el patrimonio, escoger la filiación. El caso de Polonia en la Europa del Centro o del Este», Pensamiento y Cultura n.° 5, octubre 2002, Universidad de la Sabana, Bogotá, p. 87-96.
3 · E. Morin, Pensar Europa, Gedisa Editorial, Barcelona 1988, p. 158.
4 · D. Negro, Lo que debe Europa al cristianismo, Unión Editorial, Madrid 2004.
5 · J. Kieniewicz, Historia de Polonia, Fondo de Cultura Económica, México 2001.
6 · Véase A. Fontán, 1516. El año de los tres libros. Erasmo-Maquiavelo-Moro escriben de política, Ediciones Nueva Revista, Madrid, Navidad 2004.
7 · T. Todorov, Le nouveau désordre mondial. Réflexions d’un Européen Robert Laffont, Paris 2003 reivindica racionalidad, justicia, democracia, laicismo y tolerancia, en realidad hijas de la libertad. Véase J. Ellul, La liberté fondatrice de l’Europe w: The Common Christian Roots of the European Nations. An Internacional Colloquium in the Vatican, Le Monnier, Florencia 1982, vol II, s. 1239-1246.

Catedrático de Historia de Polonia, Universidad de Varsovia