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Desde sus primeros números, Nueva Revista ha dedicado un espacio privilegiado a la poesía, el más antiguo y, a la vez, el más joven de los géneros, y el que ha demostrado mayor capacidad de adaptación a todo tipo de circunstancias culturales. Esta nueva sección quiere ser digna heredera de las que, con amenidad y sabiduría, ha conducido hasta la fecha Luis Alberto de Cuenca. Los poetas de ayer y de hoy seguirán visitando las páginas de Nueva Revista para hablar al corazón y a la inteligencia de los lectores y para emocionarlos. Espero que lo consigan.

«Leer poesía» inicia su andadura con un poema de Enrique Andrés Ruiz, colaborador habitual de esta publicación. Enrique, además de ser un excelente poeta, es un crítico de arte y un ensayista de los que no se permiten ninguna trivialidad. Si su poesía está llena de versos sonoros y verdaderos, su prosa es una sucesión de ideas vigorosas, brillantes y necesarias. El hilo del poema le conduce a deslumbrantes intuiciones; el de la prosa, a enriquecer nuestra visión del mundo.

En una época de retirada, en la que no está bien visto apostar por los grandes sentimientos ni levantar demasiado la voz; en una época en la que se ha proscrito el entusiasmo; en una época de desconfianza (hasta de desconfianza en el valor del lenguaje), la poesía de Enrique Andrés Ruiz no renuncia al canto y proclama con sinceridad su fe en la palabra.

Enrique Andrés ha publicado tres libros de poesía: La línea española (1991), Más valer (1994) y El reino (1997). Mara y Tacoa es un poema inédito que formará parte de su próximo libro. Releyéndolo ahora me he vuelto a emocionar, con una emoción cercana a las lágrimas, como la primera vez que se lo oí recitar a Enrique. Es un poema que, con toda la sencillez y la naturalidad del mundo y con una ternura que remite a Lope y a la mejor poesía cotidiana española, nos sitúa ante el tiempo que nos reconcilia con nosotros mismos, ante el amor que mueve el mundo y ante la vida, que, finalmente, aparece rescatada, redimida y rebosante de sentido.

CRIATURAS EN PIE
Enrique Andrés Ruiz

El lector de poesía moderna, ese lector que suele ser un poeta, ha acabado por asumir como irreversible la teoría de que entre las palabras y el mundo existe un abismo que hace imposible la confianza. También, y gracias al enorme prestigio de la intelectualidad —más o menos parisina o vienesa— de las negaciones, ha encontrado indudable que esa voz que canta, esa voz a la que al parecer le debe resultar prohibido decir cualquier cosa, no es ya una única voz cantante, sino la de muchos, o —según dicen otros, atajando con ingenio— la de un personaje de ficción. Pero, un buen día cualquiera, uno comienza a sentir que, más en realidad todavía que esos muchos, en el camino en el que se encuentra es en el de ser ninguno. Y yo creo que ya no se trata entonces de una pérdida, de una negación, sino más bien de una bendición afirmativa. No hay que dolerse porque nuestras palabras no sean las cosas; ésa es la garantía de nuestra libertad, de que todo lo dicho siga estando, como en el pasaje platónico, por decir, y la poesía sea nueva incesantemente; y esa nulidad, ese hueco sin personalidad, sin profesionalidad alguna (y en mi caso sin casi vocación) se convierte entonces en la situación esencial de disponibilidad, de fatalidad, en la que escribir poesía viene a ser algo parecido a poner, a dejar que se pongan criaturas en pie. Vida salvada: poesía. Y para eso hace falta confianza, contra sí mismo, contra esa excesiva humanidad de hacer una poesía a medida del propio descreimiento; fe en esas mismas y pobres palabras naturales con las que hablamos (y que son de todos, y por eso nos hacen ninguno y dicen cosas que nos superan). Ellas no tienen la culpa de no poder rebasar las fronteras del mundo, de su inmanencia asfixiante, porque ellas son el puente, el paso que nos ha sido entregado aquí, no para reconocernos como artistas o para perseguir la verdad o el conocimiento, sino para, obedientemente, llevar de aquí para allá, de la negación a la afirmación, en una trashumancia incesante, una suerte de mensaje que probablemente nos sobrepasa, para hacer de mensajeros, como una obligación que debemos cumplir aun no entendiéndola del todo.

MARA Y TACOA

.. .te preocupas y agitas con muchas cosas; en verdad sólo una es necesaria,
María ha escogido la mejor parte, y no le será quitada.
Lc. 10.

No sé dónde estarán, igual que tantas cosas,
de estar en algún sitio —sin sitio—, pero a veces
me recuerdan a aquellas criaturas de un fósil
que de pronto aletean dando vida a las piedras.

No sé dónde estarán, pero siempre me llaman
cada vez que despierta también desde su huella
la locura que espera, saltando sobre el tiempo,
volver a acariciarlos, cuando el tiempo termine.

No sé dónde ni cómo pero los veo ahora,
como todo lo mío, de un color de resina,
tras un fanal brillante, tan terso y tan pulido
como el cristal que parte los lados de un espejo.
Ellos están allí, donde siempre han estado,
y yo soy el que falta sobre la hierba rala
que agosta el sol de plano, junto a las peñas grises,
de espaldas a los chopos que habitan los jilgueros.

Hay un perro que corre y otro perro tumbado.
Hay un perro que salta sin parar y otro quieto.
Hay un perro que todo lo remueve, lo husmea,
y otro absorto, quisiera decir que pensativo.

De los dos, uno irrumpe con ladridos y gime
cada vuelta nerviosa que descubre un reclamo:
una flor, una mata de tomillo, una abeja,
un ratón que se asoma levantando el terreno.

Hay veces que, aturdido, parece que se queja
—las raras ocasiones que se rompe, agotado—
del trajín que acumula sin poder dar abasto
a las mil mariposas que lo hostigan sin tregua.

Mientras tanto, su hermano —porque son dos hermanos
pese a ser tan distintos, y una sangre los junta,
y no hay nada en el mundo que pueda separarlos—,
ajeno a cuanto pasa, ni siquiera lo mira.

Este perro en reposo permanente, de tardos
movimientos escasos y seguros, vigila
lo que nunca se mueve detrás del horizonte,
lo que siempre parece anunciarse a lo lejos.

Y así, cuando uno trisca sacudiendo la baba
que hace cintas al aire, repartiendo mordiscos,
y el otro alza el hocico, sólo atento a la mano
de aquél al que le basta llamarlo con un gesto,
así, como dos ramas crecidas de un mismo árbol,
como si fueran pájaro que empujan sus dos alas,
como el día y la noche, que giran en un círculo,
así despiertan juntos los dos de mi recuerdo.

Eran dos, eran dos como el sol y el verano.
Eran dos como el ansia de vivir y la vida.
Y no como figuras o signos que explicaran
con el uno el error, con otro la certeza.

Con los dos perros negros encendidos de manchas
que teñían sus patas y sus pechos de fuego,
con los dos grandes perros, pastores de algún tiempo
que guarda mi memoria, sepultado entre símbolos;

con los dos centinelas de mi monte y mi cielo,
se me divide el alma… Pero si el alma entera
volviera a hacerse niña juntando sus mitades,
y si alguien, ese día, cuando el tiempo termine,

despertara, pero alguien no como yo, sino alguien
que fuera para ellos, como Dios, niño y dueño,
ya no habría palabras, ni división, ni duda;
ellos ya no tendrían ni premios ni castigos.

Sólo habría una sola mirada compasiva
del amo a esos dos seres, juntos en la hermosura,
que ya no necesitan oír del que obedecen
cuál es la mala parte, cuál es la vida buena.

Poeta y escritor