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Una chica llamada Gabriela está a punto de lanzarse a una piscina. Está de espaldas al agua, saboreando el momento, y está además concentrada en su propio cuerpo, en el equilibrio, la postura y el inminente movimiento. Finalmente se decide a ejecutar la voltereta, se impulsa, salta y, pocos segundos después, al emerger, un hombre se ha ahogado a sólo unos metros de ella. Al contárnoslo (pp. 95-96), una mujer de treinta y pocos años llamada Gabriela se ha sumergido definitivamente en el turbio y a veces incluso peligroso territorio de la literatura, arrastrándonos con ella al otro lado del espejo en una primera novela fascinante, confidencial pero pudorosa, reveladora pero enigmática, y sobre todo llena de preguntas, de sugerencias, de cabos cuidadosamente sueltos. El título mismo es mucho más misterioso de lo que parece, y la explicación que se da de él en las primeras líneas de la primera parte (p. 15) no resulta suficiente en absoluto.

Para intentar contribuir modestamente a un debate que ya lleva siglos, yo propondría definir “novela” como todo aquello cuyo autor presente como tal. Si Gabriela Ybarra ha llamado “novela” a El comensal será por algo, y además lo hace nítidamente y sin matices en lugares tan privilegiados como las dos primeras palabras de la “Nota previa” (p. 11) y en la última de la nota de “Agradecimientos” (p. 171), de modo que cabe pensar que probablemente sea no sólo deliberado sino estratégico que ese sustantivo funcione como apertura y cierre del libro, enmarcándolo, como si ejerciera más bien de declaración de intenciones y, finalmente, de recordatorio. Por otro lado, y aunque sin duda sea casual, no deja de ser curioso que en este libro haga un fugaz cameo Rafael Sánchez Mazas (p. 140), falso protagonista de Soldados de Salamina, novela de Javier Cercas que, si bien no supuso ni mucho menos el pistoletazo de salida de esta “nueva autoficción” que nos rodea, sí es completamente crucial para entenderla y sigue siendo muy útil para explicarla.

Que El comensal venga etiquetado bajo ese género narrativo tan flexible e inclusivo autoriza a Ybarra, por ejemplo, a avisar en los créditos (p. 170) de que ha modificado “levemente” pero a su conveniencia las citas que ha exhumado de las hemerotecas, recurso literario que pone tan nerviosos a historiadores y periodistas (y es comprensible, pues ellos no pueden permitirse esas licencias, que en su caso serían trampas o manipulaciones e invalidarían su trabajo), pero mucho más que sus implicaciones metaliterarias o el alcance de su juego con los borrosos límites entre realidad y ficción, importa lo que la autora ha querido contarnos a partir de ciertos hechos que sucedieron aquí fuera, en el mundo, de los cuales Ybarra da una versión acaso interesada pero no arbitraria. Y no sólo no pretende en absoluto ser veraz, exacta y objetiva en los datos sino que es perfectamente consciente de que en ningún caso podría serlo.

Lo que se narra en la primera parte es el secuestro y asesinato de su abuelo paterno, Javier Ybarra, a manos de ETA, en la primavera de 1977, mientras que en el segundo bloque, más extenso y mucho menos homogéneo, se relatan los seis meses –entre abril y octubre de 2011– que duró la última enfermedad de su madre, todo el rápido y finalmente trágico proceso que fue de la detección de un tumor cancerígeno hasta la muerte. Si la primera sección está narrada con una distancia sorprendente, casi como un reportaje periodístico, con un tono más bien frío, en la segunda la autora se implica de un modo tan intenso como, según nos cuenta, lo hizo durante la convalecencia de su madre, pero no sólo para hablar del cáncer sino para revelar ella misma grandes porciones de su intimidad, y aun de su privacidad (lo cual implica también alguna significativa confidencia sexual, narrada por fin de un modo verdaderamente feminista, esto es, no con ese desparpajo en el fondo forzado y coqueto que hemos leído en otras autoras contemporáneas, sino con una naturalidad y una limpieza reconfortantes que son fruto de muchos años de normalización, la conquista de una lucha difusa pero profunda). En la primera parte, pues, se aborda una muerte que nos implica a todos por “social”, por “política”, por violentamente relacionada con la historia reciente de España, mientras que en la segunda se narra una enfermedad y una muerte privadas. Pero esto, aunque se añada el dato de que Ybarra (nacida en Bilbao en 1983) no llegó a conocer a su abuelo, no acaba de resolver el pequeño enigma de los tan distintos registros con los que se acomete la escritura de cada relato. El caso es que ella tenía dos buenas historias “reales” entre manos, y al entrelazarlas y, sobre todo, al pasarlas por el caleidoscopio de la literatura, consigue hacerlas “ejemplares”, en el sentido clásico.

El libro contiene además varios (acaso demasiados) epílogos, líneas y tramas digresivas que se van adelantando y a veces confundiendo, pero que van anunciando un desenlace que se intuye revelador y que resultará más bien abierto, envuelto una vez más en los interrogantes. Ese final, que se demora, va precedido de reflexiones en torno a Robert Walser (al hilo de su portentoso El paseo), la inclusión de entradas de un diario íntimo, la anotación de sueños o recuerdos remotos, la voluntad de incidir en el retrato del personaje del padre (un tanto desdibujado antes y potencialmente interesantísimo), nuevos descubrimientos en torno al asesinato del abuelo y la crónica de un viaje al bosque donde apareció su cadáver, o la constatación, un tanto sorprendente, del carácter político de la escritura de la autora (“Mi intimidad aún es política. La muerte de mi madre también”: p. 140), detalle en el que tal vez se percibe la influencia directa de Elvira Navarro, responsable editorial de Caballo de Troya durante la temporada en que fue editada esta novela.

Si El comensal es una novela que, a pesar de su brevedad, contiene descuidos, desajustes o desperfectos, no importan de ningún modo porque es un libro estupendo, verdaderamente singular, que está dentro de la melodía de muchísimos libros españoles de los últimos años pero que no se parece a ninguno de ellos y los supera a casi todos. Y ante tanta verdad como cobija, no importa tampoco nada la literatura ni sus artificios ni los “sacerdotes” que la velan ni los “policías” que la vigilan ni los “científicos” que tratamos de medirla, reduciéndola. Natalia Ginzburg demostró para siempre en sus narraciones hasta qué punto la levedad puede ser el camino a la trascendencia (lo cual, por supuesto, no implica que la levedad sea siempre trascendente, como parecen creer o al menos anhelar tantos de sus superficiales y meramente anecdóticos imitadores de hoy), y Gabriela Ybarra sí ha acertado a comprender esa lección, como si además estuviese teniendo siempre en cuenta, también en lo que a su estilo se refiere, ese precioso consejo de su madre, “Sed sencillos”, que funciona casi a modo de estribillo en este luminoso debut.

Juan Marqués (Zaragoza, 1980) es poeta y crítico literario. Ha publicado los poemarios Un tiempo libre (La Veleta, 2008) y Abierto (Pre-Textos, 2010).