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Corren los años 40, y es verano. En los vericuetos de una carretera de la montaña navarra, entre un verde rociado y sombrío, una modesta, torpe y colorista camioneta asciende con dificultad por una cuesta. Al volante, Forteza, Ramiro Forteza, un hombre con cara de bueno, un cuarentón avejentado, animoso y cansado a la vez. En el exterior de su vehículo, unos murales, con rótulos y viñetas, delatan su antiguo oficio: fue portero de fútbol en Primera División, antes de la guerra, y alcanzó cierta gloria como rey de los penaltis. Al parecer, los paraba todos. Bueno, casi todos. Era, o así se hace llamar, el terror de los delanteros. Los dibujos, su publicidad, explican también su actual oficio: apostar, de pueblo en pueblo, con los penaltis. Si los para, el dinero de la apuesta es para él. Si le hacen gol, el tirador se lleva el dinero. ¡Qué orgullo meter un gol a Ramiro Forteza, el rey del penalti, el Gigante de Zaragoza!

La camioneta alcanza y rebasa a un perro, a un perrucho que parece perdido y que va vagando por las montañas. Ramiro lo espanta con su bronca bocina.

A la salida de una curva, una patrulla de la Guardia Civil se interpone. Rutina. El cabo que está al mando solicita a Forteza la documentación y le recomienda prudencia: hay maquis en la zona. Al percatarse de su identidad, parece conocer y admirar su gloria pasada. Es un forofo del fútbol, tanto que le pide información sobre figuras y eventos que sin duda Forteza ha conocido y protagonizado.

La camioneta llega a un pueblo, un pueblo pequeño de apenas unos centenares de habitantes, blanco en sus fachadas y rojo en sus curvos tejados. Ramiro Forteza instala, entre la curiosidad general, su vehículo en la plaza y proclama, con ayuda de un puntero, sus gestas, las dibujadas en los laterales de la camioneta. Después, vestido como está de portero, con sus rodilleras y sus guantes, y todo, pasa su gorra de guardameta ante el corro de curiosos de todas las edades que le han rodeado, y reta a los más osados a un encuentro en un prado: meterle un gol y llevarse la bolsa de la apuesta, unas perras por barba. Ése es el desafío.

Una muchacha, Isabel, de unos dicienueve años, guapa, espabilada y pobre, acompañada de Javier, su hermano subnormal, del que cuida tras la muerte de sus padres, se le acerca. Ha seguido la escena y se ha fijado en que tiene el jersey roto en un codo. Por unos céntimos se lo cosería, porque ella sabe coser. Incluso se lo cosería gratis si él le escribiera una carta a su novio, que está en la mili en Melilla desde hace meses. Ella es analfabeta.

Quedan para el día siguiente en la casa que ella le indica, la que está aislada en las afueras y tiene un huerto con tomates y judías verdes.

El portero llega hasta un prado, en las traseras del pueblo, e instala una articulada y rudimentaria portería de madera, pero nadie acude a desafiar su apuesta. Ramiro Forteza se siente muy mal, muy roto, muy solo.

Pasa un viejo cura en bici, viene de un caserío, y juntos hacen el trecho que les separa del pueblo. El cura le dice que debería actuar en el frontón, que es más céntrico, y le pide que le ayude en un entierro que tiene que celebrar a continuación. ¿No hay un sepulturero en el pueblo?, pregunta Forteza. El muerto es el sepulturero. Si le ayuda, el cura se encargará de que venga gente a apostar penaltis con él. De acuerdo. Eso sí, antes se tiene que confesar. ¡Pero hombre! Ah, sí, sí, sí. Para enviar a alguien al cielo hay que estar en gracia de Dios.

Ramiro se confiesa en la iglesia, una reciente construcción, muy montañesa, en piedra y madera, y se diría incluso que, ya puestos, toma con gusto la confesión, tal vez como repaso de su vida, pues no se había confesado desde niño. Cuando le habla al cura de mujeres, de pecados de la carne, el cura le pregunta por detalles de las ciudades y de los pueblos donde cometió los pecados, y no se interesa tanto por los pecados mismos. Ramiro se extraña y se lo dice. El cura le replica: todos los pecados son iguales y ya me los sé, lo que yo quiero saber es cómo es el mundo, pues llevo aquí desde que salí del seminario. A ver, Madrid, ¿pecaste en Madrid?, ¿cómo es Madrid?

En el camposanto, al atardecer, bajo una fina lluvia, el cura y Ramiro entierran al sepulturero entre un grupo de aldeanos. El cura, tras el responso, pide que se participe en el juego de los penaltis.

Ramiro, esa noche, se acuesta en un jergón, en la camioneta, junto a una lámpara de petróleo, después de comerse una lata de sardinas y un trozo de queso del país.

A la mañana siguiente, tras colocar en una pizarra el anuncio de su siguiente actuación, va a casa de la chica, que trabaja en el pequeño huerto con su hermano subnormal. La chica le cose el jersey, y Ramiro escribe la carta para su novio. La chica le dicta: Querido Ignacio, te quiero mucho, muchos recuerdos de Isabel. Pero, mujer, pónle algo más. Es que no se me ocurre nada. Y Ramiro, haciéndole preguntas sobre su vida, va poniendo, con la aprobación de Isabel, cosas en la carta: el tiempo que hace, muertos que ha habido, las cosechas. Y, por fin, la despedida: te quiero mucho.

La chica se interesa por África, puesto que allá está su novio. Ramiro le empieza a explicar, le dice que es grande, con arena, con selva, con fieras, con negros, con moros. Tiene de todo. El subnormal también hace preguntas. Están a gusto, pero Ramiro se tiene que ir al frontón, a ver si hay gente para las apuestas. Propone a Isabel y a Javier hacer al día siguiente una excursión en la camioneta, y seguir hablando. Una buena idea. Isabel no le quiere cobrar nada por el arreglo del jersey.

En el frontón hay media docena de chicos mayores, veinteañeros labriegos. Se ve que las palabras del cura han surtido algún efecto. Son un tanto bravucones, y Ramiro les para todos los penaltis, con lo que se irritan bastante.

Un viejo gitano, una gitanilla, una cabra y un mono están siguiendo los acontecimientos, muy serios y muy quietos. Al acabar todo, y alejarse los muchachos, el gitano y la gitanilla se acercan a Ramiro. Ellos son titiriteros y han llegado al pueblo para actuar, pero, claro, si el poco dinero que hay lo ponen los del pueblo en las apuestas, a ellos no les van a dar nada. El gitano sugiere amenizar las apuestas, actuar junto a él como reclamo y compartir ganancias. Ramiro dice que irá a verles actuar y se lo pensará.

Ramiro, Isabel y Javier, al despuntar el nuevo día, se van de excursión en la camioneta, y, dejando atrás el pueblo, están a punto de atropellar al perro  vagabundo, que se pierde entre los arbustos de la cuneta. Ramiro dice: maldito perro.

Se instalan en un prado junto a un río, y charlan, y cogen moras y caracoles, y comen ensalada y lomo en aceite. Tan felices, hasta que la tarde derrama en el cielo amarillos y rojos.

En ésas están cuando aparece una partida de maquis. El jefe le suelta a Ramiro que si no será espía de la Guardia Civil, que la gente que va por ahí, de pueblo en pueblo, suele estar conchabada con los civiles y les avisan si ven algo. Ramiro dice que no, que en absoluto. El jefe le dice que le va a confiscar el dinero y cuanto encuentre de útil en la camioneta.

Ramiro, entonces, le propone una apuesta de penaltis. Si le mete, por ejemplo, dos de cinco, pues le confisca. Pero si él detiene al menos cuatro, le dejan con todo. El jefe rechaza la apuesta, pero los compañeros le azuzan, le dicen que es que teme quedar mal. El jefe, espoleado por los suyos, acepta.

Cuando el jefe de los maquis va a tirar el primer penalti, aparecen, de improviso, los civiles y les dan el alto a todos. Se los van a llevar cuando al jefe de los maquis se le ocurre, para salvar la piel, lo mismo que antes se le había ocurrido a Ramiro. Bueno, algo parecido. Disputar un partidillo allí mismo. Si ganan los civiles, les toman presos. Si ganan ellos, se podrán marchar.

El cabo de los guardias dice que ni hablar, claro, pero los maquis les provocan: sois unos mantas, no valéis para nada, sois unos inútiles. ¿Inútiles, nosotros? Aceptan. Isabel recoge las armas de todos, que entregará sólo a los vencedores.

Los guardias exigen que Ramiro sea su portero. Los otros protestan, pero no tienen más remedio que tragar. ¿Y quién hace de árbitro? Todos miran a Javier.

El subnormal obliga a los capitanes a darse la mano antes de empezar y arbitra el partido, no sin que previamente haya sido advertido por unos y por otros. Lo mismo que Ramiro: déjate meter un gol, como no lo pares todo, verás.

Dos zamarras y dos tricornios hacen de palos. Hay lances difíciles, protestas al árbitro, entradas duras de unos a otros por las ganas que se tienen. El balón cae al río, y un guardia y un maqui se agarran de la mano para alcanzar y rescatar el balón del agua sin mojarse.

Van empatados, y Javier pita penalti contra los civiles en el último segundo. Se repiten las advertencias a Ramiro, que no logra parar el penalti. Los civiles han perdido.

Unos y otros miran las armas de reojo, custodiadas por Isabel, como pensando en correr hacia ellas. Pero la muchacha se adelanta, comenzando a repartir las suyas entre los maquis, que cumplen su promesa y dejan marchar a los civiles. Inmediatamente, también ellos se evaporan en lo hondo del bosque.

En casa de Isabel, de regreso, Ramiro y la chica escuchan en una radio música dedicada y bailan. Javier también. Ramiro le dice a la chica que se irá mañana, después de otra ronda de apuestas. Quiere llegar a comer a otro pueblo, porque son fiestas y habrá trabajo.

La noche es lluviosa, y la chica le invita a quedarse en casa a dormir. Ramiro acepta. Ya en su habitación y acostado, Isabel entra en camisón y se le mete en la cama. No quiere hacer el amor, no. Quiere aprender a dormir entre los brazos de un hombre. Y se duermen juntos. Al amanecer, Ramiro e Isabel descubren que Javier está metido en la cama con ellos: hombre, no iba yo a dormir solo.

Ramiro se despide de Isabel a la puerta de su casa, con el cura de testigo, ya que pasa por allí en su bici y alcanza a Ramiro.

El cura le pregunta si se ha acostado con la chica, y Ramiro le dice que no. Ramiro le pregunta a su vez: ¿de verdad cree usted que es malo a los ojos de Dios que un hombre y una mujer se den compañía y amor? El viejo cura, no sin dificultad, confiesa: yo creo que el corazón de Dios se alegra cuando se alegra el corazón del hombre, pero, por favor, no digas a nadie que te lo he dicho yo.

Ramiro Forteza llega al frontón, donde hay bastante gente, y, conforme llega, el gitano y la gitanilla se ponen a tocar y a bailar. Ramiro les dice que aún no había decidido nada, pero observa que la gente se fija y se acerca, por lo que admite su colaboración.

Instala la portería, y en seguida se le aproximan los jovencitos humillados y feltones del otro día. Ramiro les para los penaltis otra vez, y, de pronto, un par de estos chicos acerca, un poco a la fuerza, al subnormal. Uno de los bravucones grita a la gente, con una mano sobre el hombro de Javier: a Javier le hace ilusión tirar un penalti siempre que nuestro gran portero se apueste todo lo que lleva ganado. La gente ríe y aplaude. Ramiro comprende que lo tiene difícil. Acepta. Se le acerca uno de los muchachos: ¿no irás a pararle el penalti al pobre tonto? A la gente no le gustaría.

Ramiro se prepara, y Javier se le aproxima y le dice unas palabras que nadie oye, pero a todos preocupan. Javier tira el penalti y marca. Y se lleva todo lo que hay en la gorra. Al pasar junto a los gitanos, les echa unas monedas. La gente se dispersa. Ramiro va recogiendo su portería y sus cosas para irse del pueblo.

La camioneta llega ante la casa de Isabel, y Ramiro toca la bocina sin bajarse. Sale Javier, precediendo a Isabel, y le da unas monedas, y, con su lengua de trapo, dice: la mitá pa ti y la mitá pa mí, como habíamos quedado. Ramiro le sonríe y le revuelve el pelo con cariño.

Ramiro se despide de Isabel, tal vez hasta el próximo verano. La chica le regala un chorizo, que Ramiro coloca en el asiento. Isabel se sube al pescante de la camioneta, y le da a Ramiro un beso, y le dice sonriendo: nunca olvidaré nuestra noche de amor. Ramiro sonríe. Javier sonríe.

La camioneta ha dejado atrás el pueblo cuando la Guardia Civil la intercepta en una recta. El cabo le pide a Forteza, otra vez, la documentación. Ramiro se sofoca, pero la entrega. El cabo la repasa y le dice: tú no eres Forteza. Hombre, el documento lo dice. Ya. El cabo hace hablar a un número: Forteza murió ahogado en la playa de La Concha hace siete años. Ramiro se hunde. Pero yo soy muy parecido, ¿no?, y en los pueblos, pues no lo saben… Necesitas un buen escarmiento, le dice el cabo tras comprobar su auténtica afiliación.

Los guardias han colocado a Ramiro a cien metros de la camioneta. Que eche a correr hasta ella, le dicen. A partir de la mitad del trecho, le dispararán a dar. Si no le aciertan, se irá. Ramiro protesta, pero el cabo le dice que lo mata allí mismo.

Entonces Ramiro empieza a correr como alma que lleva el diablo. El cabo dice a los suyos: ¡al aire! Ramiro corre. Uno a uno, los guardias van levantando sus fúsiles y disparando a las nubes, mientras Ramiro corre y agacha la cabeza. Llegando a la camioneta, comprende que no han tirado a dar. Los guardias se ríen. Ramiro les hace un corte de mangas, y los guardias hacen ademán de apuntar contra él. Ramiro se sube a toda prisa a la camioneta y arranca.

La camioneta se aleja más y más del pueblo, cuando el perro vagabundo aparece y corre en paralelo por el prado. Ramiro le mira fastidiado y acelera. El perro se para, cabe decir que decepcionado. Ramiro frena y, lamentando con un gesto ser tan débil, abre la puerta del pasajero. El perro corre hacia la camioneta y se mete en la cabina de un salto.

El perro olisquea el chorizo. Y Ramiro le dice: a medias, eh, a medias. El perro ladra contento.

La camioneta sigue su camino.

Escritor, guionista y periodista.