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Son tantas las razones que justifican la creciente importancia de las lenguas en la configuración  del  mundo  presente  que resulta  difícil  siquiera  seleccionar algunas. La globalización sin duda parece ser la primera o más evidente, un proceso que pone en relación y mezcla por doquier lo que estaba separado. Los propios procesos de regionalización   política  (como  la Unión Europea) multiplican  la ba belización. En sentido contrario, el regreso  de  los particularismos  de todo tipo hace de las lenguas objetos de culto colectivo. De no menor importancia es la propia tecnología de la información  que, al final, y por mucho que circule sobre impulsos  electromagnéticos,   tiene   que volcarse en alguno de los múltiples lenguajes naturales. Y una sociedad basada más y más en los medios de comunicación necesita también lenguajes ampliamente difudidos como soporte de esa información. De modo  que  tanto  tendencias  rabiosamente postmodernas como revivals premodernos   llevan   a  la  misma conclusión: el peso o la relevancia de las distintas lenguas es una variable de importancia creciente en la conformación de procesos culturales, políticos y económicos.

Cuál sea el peso del español (¿por qué no «castellano», según la Constitución de 1978?) en esta inmensa algarabía es la tarea, casi ciclópea, que un diplomático, dos catedráticos de filología, un ingeniero de telecomunicación y un historiador han abordado en esta breve pero densa y amena colección de ensayos, bajo la dirección del Marqués de Tamarón, viejo aficionado/apasionado del tema. El objetivo del libro, con «unidad de empeño más que de opinión», es humilde: «ofrecer datos sobre el español y otras lenguas con fines comparativos». Y así, tras la introducción (del Marqués de Tamarón), modesta mente titulada «El papel internacional del español» pero que es en realidad un ensayo brillante sobre las relaciones históricas entre lengua, poder político y poder económico, Eloy Ibáñez aborda la posición actual del español en las organizaciones internacionales, José Antonio Pascual analiza con buen juicio el futuro del español, Antonio Castillo las tecnologías de la información aplicadas al español, Francisco Moreno la enseñanza del español como lengua extranjera y Jaime Otero lleva a cabo un «experimento» sociolingüístico para cuantificar el peso de las diversas lenguas en el mundo actual a través  de un índice de importancia  internacional.

Un breve comentario como éste debe limitarse a sintetizar las principales conclusiones que ha sacado el lector. Y quizás la primera de ellas es lo acertado de la distinción entre lingua franca y lengua internacional que desarrolla Tamarón. «Predomina la sensación de que las lenguas compiten en una especie de liga futbolera sin comprender que no hay torneo posible ya que una lengua juega al fútbol, otra al baloncesto, otra al tenis y así sucesivamente». La metáfora es útil para comprender que, probablemente, el español no compite con el inglés ni tampoco con el catalán o el vasco, pues juega con otras reglas. El in glés es lingua franca del mundo como el swahili lo es del África oriental y central. No son lenguas imperiales sino, en el extremo, simples mecanismos de traducción automática.

El castellano (y perdón por mi eventual legalismo), por el contra rio, «es una lengua de primera magnitud, internacional en  el sentido estricto del término, filológicamente homogénea, geográficamente compacta, demográficamente en expansión» (pág. 74). Lengua oficial (si no de trabajo) en casi todos los organismos internacionales, es hablada por más de 320 millones de personas (casi el 6% de los humanos) en 20 países donde es lengua oficial, y se halla en expansión no solo como primera lengua (por razones en gran medida demográficas) sino, sobre todo, como segunda y tercera lengua (ahora por razones comerciales y culturales). La demanda de aprendizaje de español se ha multiplicado por dos en los últimos diez años (en Europa, África, Japón y Oceanía, pero sobre todo en Estados Unidos donde es la segunda lengua más hablada después del inglés, el quinto país del mundo en hablantes de castellano después de México, España, Argentina y Colombia), aunque los datos que ofrece Francisco Moreno son, por desgracia, muy incompletos. Una lengua, pues, que no debe tener temor alguno a las leyes del mercado (como teme, con razón, el francés), pues este juega a su favor. Y que puede y debe ser (y está siendo) generosa con lenguas (como el catalán, el vasco o el aymara) que juegan otros juegos distintos.

En este panorama, en general alentador, destaca sin embargo una nota muy negativa puesta de manifiesto por José Antonio Pascual, que es quizás la principal laguna de esta colección de ensayos y un correctivo a la caracterización del inglés como simple lingua franca: «el español cada vez se utiliza menos para hablar y escribir sobre la ciencia y la técnica y en gran medida para las relaciones comerciales» (pág. 145). Las cifras sobre traducciones que ofrece Jaime Otero son, en este sentido, demoledoras: al español se traducen casi 9.000 libros al año pero del español solo se traducen 900, diez veces menos; al inglés se traducen poco más de 3.000, pero del inglés se traducen más de 30.000, diez veces más. Ahora no se trata de competir con el inglés como lingua franca, sino con el inglés como lengua internacional y de cultura. Y estamos perdiendo dramáticamente. Por supuesto, no es problema de la lengua, sino de sus hablantes. Pero un  serio problema también para el estatus mismo de la lengua.

Catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Expresidente del Real Instituto Elcano. Vicepresidente de UNIR.