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Se suele hablar del español de España y español de América como si fueran las dos variedades que deban distinguirse y oponerse en esta lengua nuestra, tan ancha y extendida. No me gusta a mí, como lingüista, esa diferenciación porque es una mera constatación geográfica, sin apoyaturas lingüísticas suficientes para que tenga validez en dialectología. Si Inglaterra y los Estados Unidos son, al decir de Bernard Shaw, dos países separados por la misma lengua, no se puede repetir la ingeniosa paradoja con respecto a España e Hispanoamérica.

De hecho no hay en el español de América ninguna peculiaridad lingüística de mayor o menor extensión que no tenga su correlato en alguna zona, también más o menos extensa, del español peninsular, y desde luego muchas de sus aparentes particularidades lo emparejan con el castellano literario de los siglos de oro.

Sólo hay un rasgo común a todas las hablas americanas, el de la confusión de la «s» y «z», y está igualmente presente en las Islas Canarias, en dos tercios de Andalucía y en algunos lugares de Extremadura y de Levante. Sevilla era ya seseante en el siglo XVI y por Sevilla pasaban todos los viajeros a Indias, gran parte de los cuales eran de ese territorio meridional que había discrepado de Castilla en la evolución de las sibilantes.

El español es una lengua muy cohesionada, la más unitaria de todas las grandes lenguas del mundo. Sus diferencias dialectales son mínimas en comparación con las que suelen ofrecer otros dominios lingüísticos y no impiden nunca, ni siquiera dificultan, la intercomprensión entre sus hablantes, procedan de donde procedan. Cualquier hispanohablante entiende a otro sin mayores problemas, lo que no puede asegurarse, pongamos por caso, de los anglohablantes.

Que las diferencias dialectales sean mínimas en español, que nuestro idioma sea lo que técnicamente se llama una lengua «símplex», es decir, una lengua cuyas variedades dialectales son todas inteligibles entre sí, no quita que éstas existan y que incluso se pueda hablar de una primera subdivisión del español, de dos grandes variedades en la lengua, el español de tendencia fonéticamente conservadora, que los dialectólogos solemos llamar «español castellano», y el español de tendencia evolutiva, que denominamos «español atlántico». Pero esa división no se corresponde con España y América, ni muchísimo menos. El español castellano, de gran homogeneidad, de notable fijeza consonántica, es el español de la mitad norte de la Península y el que se habla en la altiplanicie mexicana, en las zonas interiores de Centroamérica, en la cordillera andina y en todos los altiplanos de América del Sur. El español atlántico es el del Sur de la Península, las Islas Canarias y las del Caribe y todas las tierras litorales de América, tanto atlánticas como pacíficas, un español dialectalmente heterogéneo, de consonantismo relajado y gran efervescencia articulatoria. La proximidad fonética, si dejamos aparte el seseo y la entonación, entre un mexicano de la altiplanicie, un quiteño, un bogotano, un boliviano, cualquier hispanoamericano del interior, y un salmantino, un burgalés o un turolense es mucho mayor que la que existe entre un granadino, un gaditano, un tinerfeño, un cubano, un rioplatense o un chileno. Esa repartición geográfica de la subdivisión inicial del español, el de consonantismo firme y el de consonantismo relajado (o español de tendencia castellanista y de tendencia andalucista, que también se han denominado así las dos amplias variedades), da lugar a que la diferencia de pronunciación existente entre un madrileño y un sevillano sea muy pareja a la que se puede advertir entre un mexicano de la capital y un veracruzano o un colombiano de Bogotá y otro de Cartagena de Indias. La dualidad fónica española de hablas norteñas y hablas meridionales se repite en todo el continente americano entre la pronunciación de las tierras altas y la de las tierras bajas, entre sierras o altiplanicies y costa o litoral, lo cual hace que casi todas aquellas naciones estén dialectalmente partidas de manera análoga a como lo está el español de España y eso le da un considerable equilibrio al idioma y ayuda notablemente a evitar la fragmentación, a mantener la unidad. Porque si las isoglosas dialectales coincidiesen con fronteras políticas, la tendencia a la disgregación lingüística, apoyada por siempre posibles desatinos nacionalistas, podría favorecer la separación idiomática y acabar con esa coalescencia admirable que existe en nuestra lengua y que tanto se valora desde otros ámbitos lingüísticos más dialectizados.

Afortunadamente no hay un español de España y un español de América, en el mismo sentido que hay un inglés británico y un inglés norteamericano o un portugués ibérico y otro brasileño. El océano no parte el español. Hay diversas peculiaridades de español de América y más o menos las mismas de español de España, entrecruzadas entre sí y, en cualquier caso, mutuamente inteligibles sin esfuerzo. Hay español en España y español en América, eso es lo que hay: una lengua unitaria y asombrosamente cohesionada y homogénea para lo que suele ser el panorama fuertemente dialectalizado que ofrecen otras lenguas del mundo.

Académico de Número de la Real Academia de la Lengua Española