Tiempo de lectura: 6 min.

Recomendaciones de verano de varios libros de Paul Auster.

 

Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947), el escritor sobre la cuerda floja, ha ganado el Premio Príncipe de Asturias. Su innegable tirón en España, ganado a puro pulso literario, sin ardides de best seller, lo había puesto en el disparadero del galardón en los últimos años. Ahora se confirma su extraño talento, capaz de poner de acuerdo al gran público y a la crítica más exigente.

Hay algo fascinante, magnético, en sus historias de perdedores, a los que hace transitar por mundos distintos, leves, casi como el aire a ambos lados del camino del funambulista. Para penetrar ese territorio, y luego describirlo, hay que tener un pasaporte muy especial.

El crítico francés Gérard de Cortanze explica con sorna cómo los europeos consideran a Auster un autor genuinamente americano, mientras que para los americanos es poco menos que un europeo trasplantado a Brooklyn.

Auster es todo lo americano y todo lo europeo que se puede ser. Porque vuela libre, intuitivo en la narración, ligero en el estilo. Y su amor por la literatura le lleva a descubrir un universo mucho más prometedor que cualquier corsé nacionalista. «Francés e inglés constituyen una sola lengua». Con esa radical cita de Wallace Stevens abre Auster su ensayo Los poemas y los días.

Lo cual no significa renuncia a la propia identidad. Su pertenencia al Nuevo Mundo se revela en ese ímpetu juvenil, casi revolucionario, que, de alguna manera, reniega del amaneramiento de un Viejo Mundo resabiado, para deslumbrarse con la pura vida: la seducción de las historias, el individuo cabalgando por el mundo. «A veces pienso que en realidad soy un cuentacuentos», dice Auster en una entrevista.

Patriota de las historias, sobre ellas construye su narrativa, donde el lenguaje es estructura en movimiento, un artificio armador de armonías a partir de un momento privilegiado: «Algo sucede y desde el momento en que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo». Resulta significativo que esta frase se repita en dos de sus libros: Espacios blancos (1978) y repite en El cuaderno rojo (1993). Una llamada de teléfono, un encuentro, un accidente…

A partir de ahí, el azar, que ha irrumpido de no se sabe dónde —de ahí, de su misterio, su encanto—, toma las riendas. Entramos en una senda vertiginosa, plagada de bifurcaciones en forma de nuevos personajes, historias dentro de historias, variaciones.. , que se suceden con una naturalidad asombrosa, sobre todo si miramos atrás y comprobamos que los nudos de la trama están compuestos de puro azar.

Ciudad de cristal

CIUDAD DE CRISTAL

PAUL AUSTER

Anagrama (2001)
164 págs

Pero todo encaja. Harto de que le achacaran una supuesta falta de realismo, Paul Auster sentencia en Experimentos sobre la verdad: «Existe una idea generalizada de que las novelas no deberían abusar de la imaginación. Todo lo que parece improbable se considera necesariamente forzado, artificial, irrealista. No sé en qué realidad ha vivido esta gente. Están tan inmersos en las convenciones de la denominada literatura realista que su sentido de la realidad se ha distorsionado».

La resabiada literatura canónica, encerrada en su torre de marfil, no puede escuchar la música del azar, sinestesia que desde hace tiempo remite directamente a la obra de Auster, y no sólo porque diera título a una de sus obras. Sus lectores reconocen —de hecho, lo buscan— ese encantamiento de la trama, de las historias, parecido al que producen aquellos viejos juguetes de cuerda: qué instante conmovedor cuando el niño intuye que hay algo más interesante que el movimiento en sí y destripa el cacharro en busca del mecanismo.

¿Se puede hacer lo mismo con el azar? En algunos pasajes privilegiados de la obra de Auster, el azar cambia su función de hilo conductor por la de objeto de culto. El legítimo entretenimiento por las hábiles tramas da paso a un acontecimiento que el lector, sin saber muy bien cómo ni por qué, percibe como más trascendente. En un auténtico acto revolucionario, el ser humano atrapa las leyes del universo al vislumbrar la presencia de lo sagrado.

Uno de los más bellos ejemplos de estos momentos lo protagoniza Auggie, el estanquero de Smoke, al que Auster coloca de guardia en su esquina de Brooklyn para que, como un brujo posmoderno, la fotografíe todos los días, a la misma hora. Serio, hierático, con el ademán solemne de los sacerdotes ante el ara, Auggie cita al azar como a un toro bravo, imprevisible y magnífico. Y el azar embiste, y la historia vuelve a fluir.

Mr. Vértigo

Pacto de sangre

No hay orquídeas para Miss Blandish

MR. VERTIGO

PAUL AUSTER

Anagrama (2004)
287 págs

PACTO DE SANGRE

PAUL AUSTER

Anagrama (2003)
338 págs

NO HAY ORQUÍDEAS PARA MISS BLANDISH

PAUL AUSTER

Círculo de Lectores (2006)
310 págs

 

Otro de estos chispazos deslumbrantes aparece, con otro registro, en uno de los ensayos recogidos en The art of hunger. Allí, entre una multitud de poetas consagrados surge la enigmática figura de Philippe Petit, cuya mención podría parecer una frivolidad. Aunque Auster consiguió que publicara un par de obras menores, Petit se hizo famoso por sus ejercicios de funambulismo, en el sentido literal de la palabra. Un buen día ató una cuerda entre las torres de la catedral de Notre Dame y caminó por el aire para asombro de los viandantes. Acabó en la cárcel, por supuesto, pero volvió a la carga una y otra vez, siempre en escenarios grandiosos, el vértigo como testigo.

Su proeza más célebre, tal vez por el carácter simbólico que tomaría después, fue el paseo entre las Torres Gemelas de Nueva York. Mientras procedía a la inevitable detención, un policía le preguntó por qué lo hacía. «Para que vuelvan a mirar al cielo», respondió Petit. No, la inclusión de Petit en cualquier nómina de poetas no es una excentricidad.

Qué motivación más alta para un poeta que provocar que sus lectores miren al cielo. Aunque para eso hay que subir ahí arriba. Auster se sabe mortal y, por tanto, con plomo en las alas. Pero es un tipo inteligente y observador: todo es cuestión de perspectiva. Si es cierto que mientras más subes más alta será la caída, ¿por qué no invertir el movimiento?

Los protagonistas de sus novelas son perdedores, gente que, tras un golpe del destino, sufre hasta perder el sentido de su vida… hasta que el azar vuelve a brindarles una oportunidad, como si la música del universo quisiera devolverles el paso que perdieron.

En El libro de las ilusiones, posiblemente su mejor novela, un profesor de literatura pierde a su mujer y su hijo en un accidente de avión y vive seis meses «en una niebla alcohólica de dolor y lástima de mí mismo», hasta que una película muda vista en el televisor le da un extraño motivo para vivir: tiene que encontrar al desaparecido autor de la película.

Más allá de los paralelismos con la vida del autor, prolijamente tratado por los especialistas, lo interesante del esquema está en la ilusión que crea un hombre abatido en un sillón, lastrado por las imágenes sin sentido de su derrota, al incorporarse como un resorte ante una nueva oportunidad de vivir.

Su último libro, Brooklyn Follies, es para muchos una novela menor. Sin embargo, ilustra bien el carácter benéfico de sus mecanismos literarios, lo saludable de su lectura. La novela arranca con su protagonista, Nathan, absolutamente derrotado: «Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn». Sin embargo, Nathan encuentra allí justo lo contrario, un motivo para vivir: amigos, familia, el amor…

Un final feliz, en definitiva, en este caso concreto incluso un tanto almibarado. Pero ése es un dato de escasa importancia: lo vital, como subraya Auster con su forma de narrar, no es la salvación final de Nathan, sino el proceso que ha tenido que seguir para ello. Otra vez el lenguaje, la estructura, como contenido. La posibilidad de que algo suceda mueve a la esperanza.

Y en ese sentido Brooklyn Follies da una prodigiosa vuelta de tuerca al hacer coincidir su happy end con el hecho infausto por excelencia para la sociedad occidental del siglo XXI: el 11-S. Nathan cuenta que las torres gemelas estaban a punto de caer, pero en aquel justo momento… «yo era feliz». El mismo Nathan que trescientas páginas antes buscaba un sitio para morir.

Paul Auster anticipa el inicio de miles de historias dolorosas, de reveses del destino, pero muestra también el remedio, la otra cara de la moneda. Todo ese dolor tiene sentido, porque de él van a nacer miles de historias: la música volverá a sonar. Lo único que hace falta es tiempo, el combustible del devenir, el artilugio mágico que nos hace ser libres constantemente, pese a todo, una vez más…

«El final de mis libros es algo que se abre a otra cosa, una cosa nueva. Se abre al episodio siguiente, a un paso que no aparece en el libro pero el libro sugiere. Un paso de un libro o un paso de la vida: es lo mismo. Si el personaje no está muerto, su vida continúa». Por eso seguimos escuchando siempre, con la esperanza de escuchar esa música maravillosa, intuyendo al compositor que hace de nuestra fragilidad armonía.

Periodista y crítico literario