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Aunque el nombre y los versos de Julio Martínez Mesanza (Madrid, 1955) figuran en cuantas antologías, resúmenes, balances y estudios de nuestra poesía más reciente han sido publicados en la última década, hay hechos que cubren de sombras esta atención crítica aparentemente general. Me explicaré: las sucesivas entregas de un work in progress de la ambición, la hondura y la radicalidad de su libro Europa (1983, 1986, 1988 y 1990) nunca merecieron el comentario de las páginas literarias de los diarios punteros e influyentes; pero no hay en ello, sin embargo, contradicción, sino tan solo una muestra de que en lo referido a poetas distintos, poetas que no cumplen con el patrón de la interpretación en boga, resulta más fácil reconocer su calidad con su inclusión en alguna de las casillas de la taxonomía crítica (algo obligado, para no fallar) que adentrarse en el mundo creado por su poesía.

En el caso de Mesanza, y concretamente en el suyo, esto sirve de bien poco. Nada dice de sus poemas señalar por aquí y por allá su «escrupuloso interés formal», nada insistir en su «poderosa imaginación visual figurativa», nada en su «vocación épica» (en su «ironía épica borgiana», se ha llegado a decir). Éstas y otras son comodidades para traer a colación al enojoso pariente del que, antes de destacar su particularidad y su diferencia, conviene resaltar las débiles señales que lo hacen pertenecer a la familia, aunque sea pasando por alto las que resulten incómodas, sospechosas o disculpables. Y lo cierto es que lo son. Lo son cuando la crítica y la literatura, veinte o treinta años después del apogeo nihilista del estructuralismo, todavía prescribe la abolición del pensamiento y el sometimiento de cualquier creencia (ideas y creencias no eran lo mismo, según la diferencia de Ortega) y de cualquier relato a su función como elemento de la ambigüedad en la mera superficie del texto. «Me enfrento al sincretismo, a toda ambigüedad y a la tibieza», decía Julio en uno de los contundentes e indudables poemas de Europa, por si cupieran dudas del reto lanzado, en aras de la expresión de una intimidad innegociable, contra los postulados que han hecho de la última modernidad el almacén donde se acumulan las rebajas de exigencias, los saldos de la menoridad y los retales de la triunfante experiencia cotidiana.

Y es ahora, cuando Julio Mesanza acaba de publicar su último libro de poemas, Las trincheras (Renacimiento, Sevilla, 1996), un libro que es y no es Europa, que prolonga en composiciones más largas, más narrativas, más discursivas, el agónico y combativo aliento religioso que aparecía en series anteriores («Trento» o «Laudes Virgini»), cuando merece la pena pararse a pensar más en lo que le diferencia que en lo que le asemeja a las listas comunes de la incontinencia antologizadora. Solo así repararemos en la rareza de un hombre común cuya transfiguración como poeta resulta del afán de acometer un proyecto de alto aliento consistente en la creación de un contramundo alegórico para el que el lenguaje de la poesía no transporta mensajes meramente informativos o ideológicos —de ahí mi alusión anterior a la intimidad y de ahí la confusión de la «crítica democrática»— sino efectos, sentimientos y emociones no susceptibles de ser reducidos al significado de los lenguajes públicos o de la crónica política de los telediarios. Y en cuanto a la alegoría en Mesanza, a su impar poder de construir, como si se tratara de «composiciones de lugar» ignacianas, una geografía simbólica, desierta o poblada, pero siempre afectiva, resonante en la caja negra de las almas, solo cabe el recuerdo de las páginas que Eliot dedicó a su experiencia de lector de Dante / (del Dante querido y traducido por Julio) en las que comienza diciendo que «lo sorprendente de Dante es que sea, en un sentido, extremadamente fácil de leer», quizá por el poder universal de sus «imágenes visuales claras», y continúa deshaciendo el desprestigio de la alegoría («no un artificio de los no inspirados, sino un hábito mental de los visionarios») para concluir señalando la diferencia entre una «creencia filosófica» y un «asentimiento» poético. Pues bien, la poesía de Las trincheras mesancianas puede leerse solo como poesía, y no será poco, pero tampoco todo: escapará precisamente lo medular, lo íntimamente terrible, siniestro, tierno y cordial, lo que no depende de su significado público sino de lo sentido en el alma («el alma, lo que los iletrados llaman psicología», decía Gabriel Ferrater), en el anima animat ubi amat que en los últimos poemas ha preferido temblar en los extrarradios, en las escombreras, en un desierto, en «un descampado / en el que solo puede comprenderse / la perpleja tristeza de los hombres».

«Solo lo humano, lo que tiene que ver con «este valle de lágrimas» despierta en mí la emoción que llaman artística», decía Julio en sus «Textos beligerantes», una muestra de sus escasísimas e irreductibles prosas publicada en esta misma revista (n° 40, junio-julio 1995). Y ésa es la indisociabilidad de significado y sentido, de estética y moral, de pensamiento y sentimiento a la que apela y de la que brota esta poesía incómoda, tan incómoda como la fe -no la certeza- para quienes las palabras no son más que signos flotando aleatoriamente en la plaza pública y en el mercado sin piedad de su lenguaje.

Escritor, poeta y crítico de arte español