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Digámoslo ya: la sociedad pluralista es extenuante. Siempre hay alguien en desacuerdo, cualquier consenso contiene disidencias irremediables, la discusión pública no termina nunca. Para colmo, la eclosión de las redes sociales ha intensificado este rasgo contencioso: cada teléfono es ahora una potencial unidad de emisión de desacuerdos. De ahí que a veces nos sintamos abrumados por semejante carga de negatividad y experimentemos la tentación del aislamiento. Y es que hace falta mucha paciencia para ejercer la ciudadanía de manera activa. No es así de extrañar que el espacio público suela estar superpoblado por los actores más dogmáticos y radicales, que son quienes más pasionalmente defienden sus ideas y menos se cansan de discutir con los demás: si la fe no mueve montañas, bien podría.

Viene esto a cuento de la todavía reciente concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, que ha suscitado una intensa conversación pública y confirmado que la nuestra es una época caracterizada por un intenso conflicto dialógico: los temas cambian, la contienda continúa. Sería ingenuo pensar que el pasado era más pacífico; sencillamente, el ciudadano de a pie carecía de los medios técnicos para expresarse públicamente y el debate consiguiente estaba dominado por un conjunto limitado de voces, representativas -a escala- del conjunto. Pero también es claro que la articulación digital del debate lo ha desordenado y banalizado: basta tener la posibilidad de opinar para que uno crea tener opiniones sobre cualquier cosa. Bob Dylan, entre ellas: ¿cuántos de quienes se manifestaron en contra de la concesión del premio conocerán de veras su obra y serán capaces de entenderse con ella en inglés? A cambio, para no caer en el pesimismo, las herramientas digitales ofrecen la posibilidad de refugiarse en comunidades epistémicas especializadas que responden a nuestros intereses: un foro dedicado al análisis de la obra de Dylan, pongamos por caso. De modo que no se trata de las redes; se trata de nosotros.

En cualquier caso, quizá lo más llamativo de esta controversia haya sido la fortaleza aparente de un premio que, en buena lógica, debería carecer ya de toda autoridad. No nos engañamos: muchos hablan del Nobel por hablar de algo. Pero en la ferocidad con que se ha criticado o defendido su concesión a un músico por vez primera se adivina un curioso deseo de jerarquías, una nostalgia del canon que no deja de llamar la atención tras el giro posmoderno de los años noventa. ¿Qué importancia puede tener lo que diga la Academia Nobel, más allá del beneficio que proporciona a los libreros impulsando las ventas del escritor premiado? ¡Es como tomarse los Oscars en serio! Y sin embargo, parece que necesitamos de este tipo de autoridades: para respetar su juicio o para rebelarnos contra él. Sin ellas, sin el propósito de codificación que implícitamente conllevan, no habría manera de evaluar la validez de la candidatura que cada creador -lo busque o no- presenta ante sus contemporáneos.

Irónicamente, de hecho, la discusión sobre el Nobel de Dylan concierne menos a Dylan que al Nobel. O sea, ha versado antes sobre la naturaleza del premio, y por tanto del canon, que acerca del mérito literario del genio de Minnesota. Algo que vale también para quienes quizá tendrían más que ganar con este reconocimiento: la influyente web musical norteamericana Pitchfork decía en un editorial que el rock no necesita un Nobel, reafirmando con ello las fronteras entre las diferentes disciplinas artísticas. Menos afortunado ha estado Mario Vargas Llosa al preguntarse sarcásticamente si el año que viene no le darán el premio a un futbolista. Solo quien no conoce la música y los versos de Dylan, que por supuesto forman una unidad difícilmente separable, puede expresarse con tal desdén. Desde luego, la obra de este judío errante no alcanza la densidad y sofisticación poéticas de un Derek Walcott o un Pere Gimferrer, por citar a un premiado y a un premiable. Pero pocos discutirán eso. Más bien, se trata de determinar si la literatura oral de nuestro tiempo -la poesía del rock este año, la obra testimonial de Aleksiévich el pasado- tiene sitio o no en el canon. Y, de paso, si la cultura es ya por definición cultura de masas o la cultura culta conserva todavía un estatus diferenciado frente a ella.

Esto último parece indiscutible si atendemos a las prácticas culturales realmente existentes. Solo una minoría se dedica a leer clásicos grecolatinos, tragedias de Racine o novelas de William Gaddis; también son pocos, en términos relativos, quienes escuchan a Bártok o ven películas de Béla Tarr. Eso no significa que estos consumidores exquisitos no cultiven otros jardines; al contrario. Tal como señala el historiador del consumo Frank Trentmann, las diferencias en nuestros días están menos en el acceso a la cultura que en los contenidos elegidos y estos, a su vez, tienden a ser variados entre quienes atesoran más capital cultural: somos omnívoros y consumimos todo tipo de contenidos, desde los novelistas rusos del XIX a los Simpson, del expresionismo abstracto a las series de HBO. No obstante, hay reductos más exclusivos por razón de su mayor exigencia; son productos por lo general solo disfrutables tras un largo esfuerzo en la construcción del gusto: la música de cámara, la poesía, el cine de autor. Y lo mismo puede decirse del cine clásico y la novela anterior al siglo XX frente a sus manifestaciones contemporáneas, o de las variantes modernistas o autorales de las dos primeras.

Por eso, aunque empieza a ser lugar común que hablemos de una gradual separación del público en dos grandes categorías, un público masivo al dictado de las industrias culturales y un público minoritario más dispuesto a consumir productos alternativos, quizá la realidad sea un poco más compleja. De forma que, al menos, podríamos hacer una distinción adicional entre los segundos, separando a los presentistas de los archiveros: unos, más estrictamente contemporáneos; otros, más interesados en ir al fondo de las cosas por muy lejos que haya que ir. Son, se entiende, tipos ideales y no sujetos de una pieza. Pero seguramente las cosas vayan por ahí. De este modo, de nuevo, es la actitud lo que diferencia: la capacidad de profundización y asociación más allá del disfrute inmediato del producto en cuestión.

Desde este punto de vista, podría leerse la protesta contra el Nobel de Dylan como una defensa de la cultura culta ante su fagocitación por la cultura de masas. Pero, ¿no será una protesta de los autores que no han sido premiados, o de quienes no han visto premiados a sus autores predilectos? Ya que los lectores, los lectores de verdad, sonreirán irónicamente ante el escándalo y seguirán con sus cosas, quizá lamentando que la función reveladora que a menudo cumple el Nobel -descubriendo al resto del mundo a un escritor poco traducido- no se haya cumplido en este caso. Es, quizá, la razón más sensata para lamentar que se haya otorgado el premio a alguien que no necesita premios; ni, a juzgar por su actitud desde que se anunciase el fallo, está esperándolos. ¡Qué mundano resulta a su lado Philip Roth, quien según parece anhela recibirlo!

Si bien se mira, la cultura del siglo XXI está irremediablemente marcada por la hibridación. No es un fenómeno nuevo, ni mucho menos, pero está adquiriendo una nueva intensidad de la mano de procesos sociales más amplios: la globalización cultural, las nuevas tecnologías, la influencia del ingles, la movilidad personal, la consolidación de la cultura de masas, la crisis de la mediación, el descrédito de los géneros. Quizá el Nobel a Dylan sea un premio a esa creciente porosidad, a la dificultad de trazar divisorias firmes entre distintas artes, al vehículo masivo de expresión poética que es la música pop. En ese sentido, la decisión no carece de audacia. A su manera, la Academia sueca se está premiando a sí misma.

Catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Con títulos publicados como «Antropoceno. La política en la era humana» o «La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI», su obra más reciente es «Abecedario democrático» (Turner, 2021).