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Si no pareciera frivolizar con un tema tan circunspecto, diríamos que el idioma español está de moda. En los últimos tiempos apenas pasa un día en que los diarios no recojan una noticia sobre la lengua, normalmente proporcionada por zonas periféricas al español, como Estados Unidos o Brasil. Hay más congresos al respecto que de economía o medicina. Se publican múltiples libros especializados que son periódica y convenientemente recensionados en los suplementos literarios y que, quién lo diría, terminan convirtiéndose en éxitos editoriales, como ha ocurrido con el diccionario de Seco.

Estas afortunadas circunstancias se deben, probablemente, a que nos estamos dando cuenta, aunque con más premiosidad de la debida, de la gran baza que nuestro idioma representa en este mundo globalizado. Como se ha comentado tantas veces, y aquí no nos resistimos a repetirlo, España es comparable a Polonia en habitantes y espacio territorial, pero el español no es equiparable al polaco —dicho sea sin desdoro para la lengua de Sienkiewicz— y eso se debe a los hispanohablantes de América.

Sólo el 10% de cuantos nos comunicamos en español vivimos en España. En América está su presente y también su promisorio futuro, y no sólo en los países del centro y sur del continente, que forman una espléndida continuidad idiomática. Estados Unidos aporta también cerca de treinta millones de hispanos, y Brasil, si finalmente incorpora el español a su enseñanza obligatoria, será otro punto fundamental de referencia.

Así, pues, hay muchas razones para ser optimistas, y casi todas vienen del lado demográfico, educativo y cultural. Sin embargo, haremos mal en caer en triunfalismos, porque en otros ámbitos el español no marcha tan bien. E incluso donde el porvenir es halagüeño, las oportunidades que se nos presentan deben ser cuidadas con mimo y diligencia, si queremos que fructifiquen provechosamente.

Los motivos de preocupación se concentran en eso que se ha dado en llamarse Sociedad de la Información. Es bien conocida la paupérrima presencia de nuestra lengua en el mundo científico y tecnológico, y no sólo a causa de la postergación tradicional de estas disciplinas en nuestro país. También, o sobre todo, cuenta el monopolio de hecho que el inglés ejerce en la divulgación científica, de manera que quien quiere presentar a la comunidad internacional el fruto de su trabajo no puede hacerlo más que en ese idioma.

Además, la globalización ha aumentado de una manera espectacular las necesidades de intercambio de información. Y cuando la información circulante crece, también crece el idioma, que es su soporte. En este sentido, Internet ha venido a certificar el total dominio del inglés como lingua franca universal para la comunicación en todos y cada uno de los ambientes profesionales y, singularmente, en el comercio, las finanzas, la ciencia y la tecnología.

Internet es una red en inglés, tanto por nacimiento como por vocación, y en esa lengua están escritas más del 80% de sus páginas. En cuanto al español, hay muchas referencias y no todas dan las mismas cifras, pero se puede afirmar, sin miedo a equivocarse, que nuestro idioma, en primer lugar, no es ni siquiera el segundo en la Red, puesto al que legítimamente debería aspirarse por la importancia de la lengua española en el mundo; y, en segundo, que la tendencia es a perder peso relativo.

Naturalmente, hoy hay más páginas en español en términos absolutos que, pongamos, hace tres años. Faltaría más. Pero este aumento es menor que el incremento de la Red misma. Todo lo contrario que el inglés, que disfruta de una situación muy ventajosa, pues se beneficia no sólo de su propio crecimiento, sino también de recoger una significativa porción de la utilización de Internet por parte de usuarios que no son de países anglohablantes.

Detrás de todo esto se esconde una seria amenaza a nuestra lengua, no por conocida menos relevante, y cuya gravedad es imposible exagerar. Nos referimos, al hilo de lo ya comentado, al arrinconamiento del español cuando se trata de relacionarse internacionalmente. Este destino lo compartimos, desgraciadamente, con el resto de las lenguas, pero en lo que se refiere a Internet hay una peculiaridad: los usuarios de los países hispanohablantes no demandan un Internet en español, ya que coinciden, en gran medida, con las capas sociales que disfrutan de mejor educación —incluyendo conocimiento práctico del idioma inglés— y las que tienen acceso a las modernas tecnologías, como Internet.

De esta manera, el español, a pesar de su pujanza demográfica y de su prestigio cultural, va quedando fuera de otros ámbitos —el económico o el técnico— sobre los que gira gran parte de nuestra vida. Especular acerca del estado final al que nos conduce esta tendencia es algo que supera en mucho las pretensiones de este comentario. Pero estamos, sin duda, ante un problema que requiere análisis y actuaciones decididas.

Como instituciones responsables de la promoción y defensa de la lengua, la Real Academia Española y el Instituto Cervantes son muy conscientes de las incertidumbres del momento, y con esta perspectiva están organizando el Segundo Congreso Internacional de la Lengua Española, que se celebrará en Valladolid en octubre de este año. No están todavía decididos lemas y títulos, debido a exigencias de promoción y publicidad, pero sí perfectamente definidos sus objetivos, que giran en torno a dos conceptos: el español como recurso económico y el español en la Sociedad de la Información.

Estos temas ya fueron esbozados, si bien con cierta timidez, en el Primer Congreso Internacional, que tuvo lugar en Zacatecas (México) en abril de 1997. Era, sin duda, otro momento y, aunque cercano en el tiempo, ha sido superado por los vertiginosos acontecimientos del fin de la década: la explosión de Internet y la gloria y posterior pasión de la economía digital, que ha quedado, en todo caso, consolidada. Pero algún simulacro de profecía que entonces se lanzó al viento de la meseta mexicana se ha cumplido y, como suele ocurrir en estos casos, para mal: hemos perdido peso en Internet, y no se han tomado las medidas necesarias para rentabilizar el valor económico del español, a todas luces mal aprovechado.

Por eso hay que saludar la oportunidad de este segundo Congreso y la orientación que la Academia y el Instituto Cervantes le están imprimiendo. Que, en el entorno en que vivimos, la Sociedad de la Información debe estar en el centro de todos los debates sobre la lengua es evidente, pues en Internet y los medios digitales nos estamos jugando el futuro del español como instrumento mundial de comunicación. Y nada más perentorio y oportuno que plantear la realidad económica de nuestro idioma y discutir la mejor manera de sacarle provecho.

Este no va a ser un congreso de lingüistas o para lingüistas, a pesar de la autoridad de las instituciones convocantes. Normalmente, mantenemos con la lengua que hablamos una relación sentimental; algo comprensible, porque es la referencia fundamental de nuestro entramado intelectual. Sentimos que el idioma es parte nuestra, y le tenemos el cariño que se debe a lo íntimo. Y eso nos hace distanciarnos de aspectos, digamos, prosaicos, como es el poder económico y de influencia de un idioma que es oficial en más de veinte países y que lo hablan cuatrocientos millones de personas. Eso es lo que ocurrió en Zacatecas, donde, entre los discursos triunfalistas referidos a la grandeza (espiritual, se entiende) de nuestro idioma, apenas se pudo colar algún aviso sobre el deterioro del español científico y tecnológico o la falta de recursos para la promoción de la lengua en Internet.

Parece que en Valladolid iremos todos con la lección aprendida, y no será incompatible la manifestación de un legítimo orgullo por una lengua bella y culturalmente relevante con el reconocimiento de que en esta carrera de la globalización estamos peleando por la segunda plaza, de la que hoy estamos lejos, y que sólo con planteamientos realistas y allegando recursos conseguiremos alcanzarla.

Presidente de Telefónica Soluciones Móviles