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Existen muchos géneros dentro del propio de las memorias, que lo enriquecen. Estos géneros menores se diferencian unos de otros por la intención del autor al escribirlos. Empezando por el tipo de las Confesiones de san Agustín, que se centran en el valor testimonial de la propia vida, el relato de los recuerdos propios puede ser considerado como una historia más o menos objetiva; o tratarse, por el contrario, de un conjunto de valoraciones personales de los acontecimientos de los que se ha sido testigo, etc. Son modos, muy distintos entre sí, de hacer partícipe al lector de la propia perspectiva ante la vida, ya sea íntima, objetivada o crítica.

Una segunda división del género de las memorias se nos ofrece también si consideramos cómo afronta el escritor, directamente o por medio de su estilo literario, la presencia del lector en su relato. Existen autores que lo aceptan simplemente como un espectador del que implícitamente esperan una confianza genérica hacia sus afirmaciones, sin mayor deseo de influir en su vida. Otros buscan imprimir en sus lectores una imagen propia, que quede corroborada por la aceptación de la misma, y a tal fin ordenará la selección de los juicios y episodios que da a conocer su relato. Algunas veces esta intención puede quedar encubierta por medio de recursos como el de la entrevista, por lo que aquello que uno dice de sí parece responder al interés general, representado por el entrevistador. No faltan quienes se presentan a sí mismos como modelos de vida, expresando su propia convicción en haber sido ejemplo para muchas personas, al tiempo que manifiestan su voluntad de consagrar esa imagen, mediante la propia interpretación.

Ante esta enorme variedad de perspectivas podemos admirar la originalidad del libro de memorias que Juan Pablo II nos ha regalado con ocasión del vigésimo quinto aniversario de su pontificado. Se trata de un texto claramente testimonial, pero que de un modo dialógico quiere introducir al lector en sus propias reflexiones. Es así como el autor, Juan Pablo II, quiere expresar que el auténtico protagonista de sus recuerdos no es él mismo, ni las personas que desfilan a lo largo del libro, ni las difíciles circunstancias a las que tuvo que dar respuesta, sino que, ante todo, es el designio de Dios como un auténtico mysterium caritatis (p. 18). De la asunción profunda de esta realidad hace depender todo lo que narra y el modo mismo de expresarlo. Todo ello da un tono peculiar al libro, que nos aparece por ello como algo único y especialmente entrañable.

En él podemos descubrir con un brillo nuevo muchas de las claves del pensamiento de Juan Pablo II, entrelazadas con las experiencias de su vida, en las que han hallado confirmación esas convicciones que han guiado su existencia. En el modo peculiar que tiene de hablar de aquellos que han influido en la propia historia, muestra el autor una especial reverencia hacia el misterio de cada persona, un aire de agradecimiento implícito por haberse encontrado con cada uno de ellos. Con un ejercicio asombroso de memoria, procura poner nombre a todos, pues no desea que sus recuerdos sean anónimos, sino vitales. En cada página, en efecto, se muestra la fuerza propia de una historia que sale adelante en el entrecruzarse de las libertades humanas. Asombra el hecho que dentro de un libro que abarca de forma directa un periodo largo de la historia (1958-1978) y que incluye algunas incursiones en su periodo papal; y que describe acontecimientos de importancia mundial que ha vivido en primera persona -la resistencia viva a un régimen comunista, el Concilio Vaticano II, la relación con los obispos y teólogos más celebrados en todos esos años de profundos cambios en el mundo y en la Iglesia católica-; llama la atención que en todo el libro apenas sí encontramos un caso en el que el autor vierte un juicio negativo hacia una persona concreta: el jefe de la Oficina Provincial para las Cuestiones de las Confesiones, que se opuso a la construcción de una iglesia parroquial en el barrio de Nowa Utha en Cracovia y del cual el autor, por delicadeza, calla el nombre {p. 78).

El hilo conductor del libro no son, entonces, los acontecimientos, ya que Juan Pablo II ha evitado cuidadosamente seleccionar cronológicamente los recuerdos. Su unidad está en la vocación al episcopado como una nueva llamada de Dios que engendra, en quien la recibe, una especial responsabilidad que cambiará su vida. Es así como el autor recuerda haber vivido su preconización al episcopado y como expresa, por lo demás, con una gran sencillez, la grandeza de tal vocación. A esa vocación ha querido configurar su existencia, manifiesta el autor. Por eso, la fuerza del relato no gravita tanto en los recuerdos, ni mucho menos en las decisiones de las que hace memoria el autor, sino sobre todo en el modo en que ha querido interpretar la voluntad de Dios en su propia tarea episcopal.

Los retazos de la historia concreta en la que esto sucede están elegidos para poner de manifiesto que ese plan divino se realiza en medid de las relaciones personales y que éstas forman parte de ese plan único de Dios. Aquí hay que destacar el valor singular que concede el autor a la amistad, que concibe como un acontecimiento que supera con mucho la simple coincidencia en algunos sucesos o el intercambio de experiencias, por más que sea profundo. Las personas apenas si aparecen como decisivas por su deliberada intervención en la existencia del autor; ni mucho menos como oponentes a sus ideas; son sobre todo ayudas de la providencia de Dios y colaboradores en la construcción de su reino, en esa tarea de regir una diócesis que se la ha confiado como pastor.

Sorprende entonces que los sucesos históricos tan relevantes que vive no dominen en las memorias, y que las soluciones que intenta dar no se presentan al lector como modelos a seguir. Todavía es más extraño que, al describir su modo personal de responder a la vocación episcopal, no busque explicar su pontificado sentando las bases del mismo, aunque sin duda él lo observa desde esa perspectiva. La razón es profunda, pues Juan Pablo II cree que su auténtica preparación al papado no está en un sistema de ideas o en un juicio acertado sobre la situación internacional o eclesial, sino algo mucho más sencillo: la disponibilidad hacia una misión y el agradecimiento de unas convicciones fundamentales que piden una fidelidad sin fisuras. Con ello no excluye ni mucho menos el contacto con el mundo intelectual, pues el autor lo valora de una forma poco común entre los prelados y lo considera un instrumento especialmente valioso para responder a los desafíos del momento; pero no es el quicio de sus memorias, ni conforma la sustancia de su respuesta a la voluntad del Señor.

Los acontecimientos están enmarcados en las propias reflexiones, que tienen dos centros de interés. Uno, el propiamente religioso, que alcanza su expresión fundamental en la liturgia, los lugares sagrados y la propia historia de la Iglesia en la que una persona se inserta. En este ámbito sagrado, el autor, Juan Pablo II, lee la historia como un suceso salvador. Destaca el valor de los símbolos que vierte tantas veces en lenguaje de la poesía como el único apropiado para cantarlo.

En segundo lugar, emerge con mucha fuerza el sentido polaco de la narración. Es la visión de una persona que siente profundamente el amor a la patria y que valora su propia vida también desde ese punto de vista. El entiende este patriotismo como una virtud, es decir, como un modo propio de acercamiento a lo universal y una forma de abrirse a otras muchas aportaciones, tal y como demuestra lo que significó para él la intervención en el Concilio Vaticano II.

Ambos elementos están unidos en una larga y vibrante poesía redactada por él mismo: «San Estanislao» (pp. 171-174), que de algún modo es el climax que reúne todo el relato como el auténtico ejemplo martirial de la vida santa de un obispo, que muere por su iglesia y hace surgir una nación.

Esta elección de narrar el significado de la propia vocación y la forma meditativa de hacerlo es lo que acerca este libro a muchísimas personas que, aunque están muy lejos de las preocupaciones de un obispo, se sienten muy próximos a una vida que se les ofrece en ese momento original como una respuesta rendida a ese Padre que llama a cada persona como a Abraham {pp. 177-182).

Por todo ello, este libro parece «completar» -en el sentido de «llevar a plenitud»- lo que reflejaban los dos anteriores semejantes a éste, en cuanto que en ellos Juan Pablo II hablaba como un autor particular y que no pertenecen al magisterio: Cruzando el umbral de la esperanza (1994) y Don y misterio (1996). El libro que ahora comentamos reúne las cualidades de los dos con una lozanía propia.

También el título elegido «¡Levantaos! ¡Vamos!» (Mc 14,42) -una expresión de Jesucristo inmediatamente antes de su Pasión, parece mirar el futuro. En primer lugar, a la propia peregrinación de su vida, aunque quiere hacer partícipe de ella a sus hermanos en el episcopado, a los que en todo el texto se refiere con un amor fraternal exquisito. Mira más allá de ese umbral de la esperanza, precisamente a donde toda esperanza será cumplida: «Él será quien nos acompañe en el camino hasta la meta que sólo Él conoce» (p. 182). Es así donde llegará a plenitud el misterio de la vocación que ha recibido como don y que se ha expresado como sacerdotal, episcopal y papal pero que tiene como último fin la santidad completa. Es el mismo Juan Pablo II el que mira ese fin esperanzado. La razón última de ello es que de él se puede afirmar que «en este misterio, María ha tenido un papel del todo singular» (p. 60).

JUAN JOSÉ PÉREZ-SOBA

Un compendio de filosofía personalista

El personalismo es una corriente filosófica que comienza en el siglo XX y que reconoce a la persona como el centro de la creación. Entre los autores principales destacan Mounier, Maritain, Blondel, Wojtyla, Guardini, Buber, Von Hildebrand, Marcel, Buttiglione, Carlos Díaz y Julián Marías.

La originalidad de esta filosofía del hombre se muestra nítidamente en un libro como el de Juan Manuel Burgos, Antropología: una guía para a existencia, en el que la persona no es considerada ya como algo abstracto, neutro o confuso; ni donde tampoco queda reducida a pura materia, mera biología o simples mecanismos psicológicos. La persona es mucho más.

Entre las «filosofías del hombre», el personalismo es una verdadera joya que se abre camino, ante la admiración de muchos antropólogos, psicólogos y políticos.

Se trata de una corriente antropológica atractiva por su actualidad, su profundidad y su apertura a la trascendencia. El personalismo ha roto los moldes, por ejemplo, a la hora de estudiar la efectividad humana. En la línea de muchos autores personalistas, Burgos insiste en que la afectividad espiritual -el amor, que reside en el corazón- es el centro principal de la persona, su núcleo más íntimo. No es que se quiera desautorizar a la razón o a la voluntad, al contrario: inteligencia y voluntad ocupan, precisamente por eso, un lugar mucho más importante que en otras antropologías.

El corazón es, en palabras del autor, «uno de los centros espirituales de la persona (junto a la inteligencia y la libertad), un centro que, en ocasiones, se constituye como el elemento último y decisivo del yo». Basta reconocer que la felicidad humana no reside en una vida placentera o en un simple quehacer intelectual, sino en un corazón enamorado.

Si el arranque del libro es la consideración de la mujer y del hombre realmente existentes, todo lo que describe el autor remite a la persona humana concreta. Esto se aprecia adecuadamente en los capítulos sobre la libertad, la inteligencia, el trabajo, la amistad y, por supuesto, el destino del hombre y el sentido de la vida. Los mismos debates actuales sobre bioética, sexualidad, libertad política o religión, se iluminan de forma peculiar.

Concebido como una introducción a la antropología, el libro está al alcance de cualquier lector, porque el autor comienza siempre por la experiencia común y nos lleva a descubrir los valores de la antropología personalista, todavía reciente en España pero a la vez prometedora.

RAFAEL DE LOS RÍOS