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Manuel Azaña fue, sin duda, una de las personalidades que marcó el siglo XX en España. A él le ha dedicado el historiador Santos Juliá una gran parte de su labor investigadora. En 1990 publicó Manuel Azaña. Una biografía política, centrada especialmente en su etapa republicana. Una biografía que se ha considerado como una referencia imprescindible, y que el autor, con injusta dureza la describe como «manca de la guerra y destierro, coja de juventud e hinchada sobremanera de República». A pesar de esas palabras que dirige a su obra, no dejaba de ser una biografía política, y Azaña no tuvo más responsabilidades políticas de gobierno que entre abril de 1931, que fue designado ministro de la Guerra del Gobierno provisional de la República, y 1939, cuando marchó al exilio como presidente de la República.

Desde entonces Santos Juliá se ha convertido en el gran divulgador de la obra de Azaña. Aparte de numerosos artículos sobre el personaje y su tiempo, en 2000 prologó los Diarios completos de Azaña. Una parte de ellos, los conocidos como los Cuadernos robados, se habían publicado en 1997 pocos meses después de aparecer entre unos libros pertenecientes a la familia de Franco y ya habían contado con una introducción de Juliá. A comienzos de 2008 han visto la luz las Obras completas de Azaña, recopiladas e introducidas por Santos Juliá y que amplían y mejoran en mucho las publicadas en México en los años sesenta por el profesor Juan Marichal.

El objeto de esta nueva biografía, Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940) es, como el propio autor reconoce, «ofrecer a los lectores de sus Obras completas un relato continuado de la vida de su autor que ayude a situar los textos». Por tanto, no pretende presentar un Azaña nuevo sino una biografía más completa de su trayectoria intelectual y política.

Azaña fue un intelectual involucrado en las principales polémicas culturales de su época desde muy diversas posiciones con un programa modernizador nítido

De las 552 páginas dedica un poco más de 250 al Azaña anterior a abril de 1931, por lo que nos encontramos más ante una biografía intelectual que ante una biografía política. O mejor, la biografía de un intelectual y su labor política.

A lo largo de esas páginas se expone de un modo coherente cómo se va configurando la compleja personalidad del protagonista. Alcalá de Henares y su familia, los Agustinos de El Escorial, su primer contacto con Madrid y el doctorado, su labor y las polémicas en el Ateneo, los viajes a Francia como pensionado, su crítica a la generación del 98, su apuesta por el reformismo de Melquíades Álvarez y sus diferentes empresas culturales. Para ello, Santos Juliá se vale del enorme aparato documental que se ha ocupado de recoger en la edición de las obras completas y que es una referencia ineludible para cualquiera que quiera acercarse a la época y su protagonista.

El interés que despierta la figura de Azaña no es una curiosidad más o menos erudita o una pasión romántica por el personaje y su dramático final en una habitación un hotel de Montauban alquilada por la legación de México, acosado por los franquistas y acompañado por el obispo de Tarbes Lourdes.

Azaña fue un intelectual, involucrado en las principales polémicas culturales de su época desde muy diversas posiciones -de ahí la importancia de las primeras 250 páginas del libro-, con un programa modernizador nítido y que contó con la posibilidad de llevarlo a cabo desde diferentes responsabilidades como jefe de partido político, ministro, presidente de Gobierno y presidente de la República.

No son muy abundantes en la historia de España los ejemplos de empresarios culturales en puestos de responsabilidad política ejecutiva y, sin duda, Manuel Azaña es quien más importantes los tuvo.

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Su proyecto modernizador liberal pasaba en el terreno cultural por la ruptura con cualquier tipo de influencia católica en la vida pública. La religión católica debería quedar recluida al ámbito privado. Para incorporar a España a la modernidad había que romper con la identificación de lo nacional con lo católico, por lo que era necesario «impedir que los frailes enseñen ciencia y construir una visión de la historia de España liberada del doble fardo de la Iglesia y la monarquía».

Si en el terreno cultural el objetivo era romper con esa identificación, en el terreno institucional Azaña apoyaba las opciones reformistas como alternativa a la política de palacio de Alfonso XIII y a los vicios de la restauración. Por ello es de sumo interés el retablo de las controversias de la España de comienzos de siglo XIX que ofrece Juliá. Una España, no olvidemos, que en el campo científico había visto cómo, en 1906, uno de sus catedráticos de Medicina de la Universidad Central -Santiago Ramón y Cajal- recibía el Premio Nobel por sus investigaciones, y que en el campo de las relaciones internacionales, en 1919, al constituirse la Sociedad de Naciones, había sido elegida como uno de los primeros cuatro miembros no permanentes del Consejo. Esa España, al mismo tiempo, vivía en una permanente crisis política de Gobierno.

A partir del respaldo del monarca al golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923, Azaña pasó del reformismo de Melquíades Álvarez a promover -literalmente desde la rebotica de la farmacia de Giral- iniciativas que condujesen a la ruptura del régimen político por medios pacíficos. El conocido como Pacto de San Sebastián de 1930 fue el más logrado de esos proyectos.

Eliminación de lo católico de la vida pública, República y un reconocimiento a la pluralidad de la nación, especialmente en el caso catalán fueron los elementos básicos de un programa que tiene en el radical socialismo francés su principal referente europeo.

Ese era el bagaje intelectual de Azaña cuando, de forma inesperada por la atropellada salida del país de Alfonso XIII, formó parte de la coalición que, en palabras de Miguel Maura, recogió el poder del borde del arroyo donde lo había arrojado la monarquía. El 14 de abril era la hora de la verdad de la capacidad transformadora y regeneradora del programa modernizador del liberalismo español, para lo cual ya se había conseguido uno de los objetivos, el advenimiento de la República. Ahora tocaba dar contenido a la misma.

La rapidez con que el Gobierno provisional, que debía limitarse a gestionar los asuntos del país hasta las Cortes Constituyentes, se puso a tomar decisiones de un calado mucho mayor a los de ordinaria administración era una demostración de hacia dónde se pretendía dirigir el país. Gobernar considerando inexistente un compromiso internacional del Estado como era el Concordato con el Vaticano, o las reformas militares de Azaña desde el Ministerio de la Guerra que Santos Juliá explica, eran demasiadas ambiciones para un Gobierno sin más base legítima en esos momentos que la congregada en la Puerta del Sol de Madrid.

Con una política de luces cortas, los principales dirigentes del Gobierno provisional confundieron la República con un proyecto político y cultural determinado y exclusivo. Ya ha contado Fernando de Meer en el clásico La cuestión religiosa en las Cortes Constituyentes de la II República cómo los dirigentes republicanos rechazaron alcanzar un compromiso con una Iglesia española a la que el Vaticano había dado instrucciones de mostrar lealtad al nuevo régimen político. Además, muchos de sus prelados, singularmente el arzobispo de Tarragona, Vidal i Barraquer, se mostraban dispuestos al entendimiento y en todo momento contaron con el apoyo del nuncio Tedeschini. Laicos como Ángel Herrera Oria, entonces director de El Debate, al que Azaña en sus Diarios cataloga como «jesuita de capa corta», también hicieron gestiones en esta dirección. Lamentablemente, para algunos era la hora de la modernización, no de la concordia.

Santos Juliá acierta al definir los contornos del España ha dejado de ser católica que pronunció Azaña la tarde del 13 de octubre de 1931, es decir, el elemento católico había dejado de ser el principal principio informador de la cultura española. Esto había ocurrido en una España que había otorgado a la Iglesia diversos privilegios a través de un Concordato firmado en 1851 y que como ya he dicho, el Gobierno provisional dio por inexistente. Si con estos mimbres España había dejado de ser católica, ¿por qué era necesario expulsar a los jesuitas y tratar de someter al resto de órdenes religiosas?

El propio Azaña, en ese mismo polémico discurso sobre el artículo 26 definió su objetivo: «a mí lo que me interesa es el Estado soberano y legislador». Su proyecto modernizador -como el de tantos otros liberales- no estaba orientado a permitir que la vida libre y plural de la sociedad española, sin interferencias de ningún tipo, pudiera discurrir con plenitud en todas sus diversas manifestaciones y posibilidades, sino, precisamente, a dirigir, ordenar y encauzar a la sociedad desde el Estado en una determinada dirección.

Esa voluntad dirigista y excluyente, que su compañero de partido Ruiz Funes -que había sido miembro de la Comisión Constitucional del Congreso- en un momento de excitación partidista reclamó durante la Asamblea de creación de Izquierda Republicana de 1933 con un «¡Viva nuestra República, la República izquierdista del 14 de abril!», como recoge Santos Juliá. Al igual que lo hace con la maniobra política que llevó a la destitución de Alcalá Zamora como presidente de la República y su sustitución por el propio Azaña, en un momento que el autor entiende «no era el más oportuno».

La guerra civil, en cuanto tuvo de fracaso para quienes en 1931 habían intentado cambiar la historia de España, supuso un profundo trauma para Azaña. Bajo esas circunstancias y a pesar de las permanentes dificultades políticas por la heterogeneidad de los miembros del bando republicano y de sus controversias con Negrín, tuvo momentos de gran lucidez. Lucidez como para pronunciar ese discurso que todavía hoy nos conmueve a muchos reclamando «paz, piedad y perdón», o para buscar una mediación internacional que acabase con las atrocidades desencadenadas como consecuencia de la rebelión militar. Una mediación que contaba con el apoyo del Vaticano pero que era rechazada por Gran Bretaña debido a que su política de apaciguamiento pasaba por reconocer un papel de relevancia a Italia en la política mediterránea, y en cierto modo, dejando a España bajo su esfera de influencia.

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También para ser consciente de que «los españoles tendrán que convencerse de la necesidad de vivir juntos y de soportarse a pesar del odio político. Si lo hubiesen comprendido así a tiempo, nos habríamos ahorrado todos estos horrores».

En 1978, tomando como ejemplo los errores de 1931, los padres constituyentes sí supieron encontrar un terreno común de convivencia para que cada cual desarrollase sus propias empresas culturales. Al fin y al cabo la historia sirve, y de mucho. No para anclar proyectos políticos por medio de reinvenciones de la historia, sino para conocer las decisiones libres que tomaron hombres y mujeres ante problemas que siguen siendo los nuestros.

Azaña no fue el más brillante de los intelectuales de su generación ni, como he dicho más arriba, su labor de gobierno fue dilatada en el tiempo ni su partido político fue el más votado. Pero como intelectual y como político, los problemas que se planteó fueron los problemas de la modernidad; la europeización del país, el papel de la religión en la vida pública, la convivencia en un Estado plural, la mejora del papel de las instituciones, la orientación de la educación…, en definitiva, problemas que son la médula espinal de nuestro tiempo, los que polarizan cualquier sociedad plural contemporánea. De ahí el interés que sigue despertando su figura.

Pablo Hispán Iglesias de Ussel es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Navarra. Universidad en la que se doctoró en Historia Contemporánea. Ha desempeñado distintos cargos en la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Es autor de varias publicaciones sobre diversos temas como la Economía sumergida, Política monetaria, Política regional, Globalización y temas de la Unión Europea.