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Cuando uno busca libros de viejo en cualquier librería española de segunda mano o en cualquier caja de cualquier mercadillo, rastro o almoneda de nuestro idioma, es invariablemente imposible no encontrarse cada pocos volúmenes con alguno de la Biblioteca Básica Salvat de Libros RTV, que de tan fea y pobretona produce casi una tierna simpatía. Y sin embargo hay al menos un libro de esa colección que debe poseer en su biblioteca todo buen lector (y obsérvese que no digo “coleccionista de libros” o, mucho menos, “bibliófilo”). Me refiero al tomito que luce el número 73, publicado en 1970, y que reeditaba Industrias y andanzas de Alfanhuí, ya que allí (y sólo allí) la primera novela de Rafael Sánchez Ferlosio iba acompañada de un hermoso prólogo de Juan Benet.

Hace pocos días, el 4 de diciembre, Sánchez Ferlosio cumplió noventa años, y en una entrevista que José Andrés Rojo le hizo para El País el Premio Cervantes de 2004 manifestaba (y no era la primera vez) que, de todas sus obras, es por el Alfanhuí por la que siente más cariño, mientras que mostraba desapego por las otras novelas, algo en lo que también es fácil estar de acuerdo: es cierto que El Jarama ha envejecido mal o que El testamento de Yarfoz es una narración lastrada por un exceso de simbolismos.

Es cierto que El Jarama ha envejecido mal o que El testamento de Yarfoz es una narración lastrada por un exceso de simbolismos

Releyendo estos días la novela (terminada el 13 de diciembre de 1950 y publicada al año siguiente en los Talleres Cíes, siendo Liliana Ferlosio quien aportó las trece mil pesetas que costaron los mil quinientos ejemplares de aquella autoedición), uno siente inmediatamente que regresa a un mundo hospitalario que mantiene su poder fascinante. Escrita como si Álvaro Cunqueiro hubiera descendido varios kilómetros de latitud y hubiese acercado su magia a la crudeza de Castilla, llevando su fantasía a paisajes más áridos y fundiendo su prosa con la de Miguel Delibes o, mejor, la de José Jiménez Lozano, Industrias y andanzas de Alfanhuí cuenta la historia de un aprendiz de alquimista, un niño sin padre que desde muy pronto comienza a hacer experimentos con el fuego, el agua, los metales y los seres vivos (o casi, como ese inolvidable gallo de veleta con el que arranca la historia). Sánchez Ferlosio consigue en alguno de esos pasajes prodigios comparables a los que su personaje logra con sus brujerías, y ése es uno de los secretos del libro: la adecuación de lo que se cuenta con el tono: “El viento abrió también un libro de plantas disecadas y se puso a pasar sus hojas. Las flores se mojaban y revivían, trepando por las paredes del salón, invadiéndolo todo, formando una espesa enramada, florida y llena de nidos de donde salían también pájaros que volaban hacia el redondel luminoso del techo”.

“Mi gusto se empareja mucho mejor con Alfanhuí que con El Jarama”, pues “la imperfección del primero me parece mucho más sugestiva que la perfección del segundo”, afirmaba Benet en la presentación de 1970 ya mencionada arriba (para la que cabalmente era la tercera edición, después de que Destino, tras el éxito del Premio Nadal de 1955, la recuperara en 1961), pero en la ópera prima del autor hay ya páginas perfectas, pasajes magníficos, como cuando Alfanhuí llega a Madrid al comienzo de la segunda parte (“la ciudad era morada”, se afirma con finura y cierta exactitud) o, poco después, cuando el protagonista conoce a don Zana (quien cree que “Más vale ser amateur de bailarín que profesional de otras cosas. Eso es lo mejor que hago. La vida es una risa, chico. Pareces mustio, tú. ¿Qué haces tan serio?”…), o en apuntes de un costumbrismo poético definitivamente nuevo, entre la greguería y el estilo estupendo de Francisco Umbral: “cuando coincidía que todos los vecinos colgaban sus sábanas a la vez, quedaba el patio todo espeso de láminas, del suelo al cielo, como un hojaldre”.

“quedaba el patio todo espeso de láminas, del suelo al cielo, como un hojaldre”

Alfanhuí termina por regresar a casa, tras pasar por las montañas, cansarse de la ciudad y conocer más tierras y personajes (Doña Tere, la Abuela…). Al final, al parecer, siempre se vuelve, al menos en los libros, y volver a los mejores libros es un modo de comprobarlo. Las buenas historias, como las chimeneas de nuestra infancia, siempre están dispuestas a volver a calentarnos y protegernos.

Juan Marqués (Zaragoza, 1980) es poeta y crítico literario. Ha publicado los poemarios Un tiempo libre (La Veleta, 2008) y Abierto (Pre-Textos, 2010).