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Barack Obama quiere cambiar los Estados Unidos y de paso el mundo, pero ¿hacia dónde lo quiere guiar? ¿Qué significa cambio para él? ¿Qué decisiones tomaría para mejorar la sanidad americana, la crisis económica o los conflictos de Oriente Medio? ¿Qué haría para frenar la subida del precio del petróleo? Y los votantes americanos, ¿qué medidas pueden esperar de él? Aunque Obama parezca encaminado a liderar la Casa Blanca, son todavía muchos los que le consideran un político impredecible que vende humo con su elegante retórica. En este mismo número José María Areilza escribe que el senador por Illinois ha conseguido representar muchas cosas para gente muy diversa; recientemente David Brooks, del New York Times, le caracterizaba como un político con múltiples personalidades, capaz de combinarlas y cambiarlas sin problema. Los conservadores le siguen criticando y calificando de peligroso liberal de izquierdas; los americanos más ignorantes le creen un musulmán ferviente, y para los demócratas Barack es el unificador de un partido dividido en elecciones pasadas y el encargado de reconducir el país por el camino marcado por sus padres fundadores. Su juventud, falta de experiencia (sólo cuatro años como senador en Washington DC) y elocuencia, en lugar de afinar su mensaje contribuyen a acrecentar su leyenda (positiva o negativa, según sea el caso) y aquellos que quieren saber específicamente qué medidas fiscales, económicas o sociales tomaría si fuera elegido presidente tendrán que votar por él para averiguarlo. Es el precio que hay que pagar para cambiar el mundo, al menos por ahora.

Aún no está claro qué decisiones tomaría Obama para remediar la subida del precio del petróleo —si es que esto es posible—, paliar la crisis económica o para redistribuir la riqueza americana más equitativamente. Tampoco ha indicado de dónde obtendría los fondos necesarios para financiar la ampliación de la sanidad pública a todos los americanos o cómo retiraría las tropas de Irak sin que el país se sumerja en el caos y la guerra civil, aunque éstas sean las iniciativas estrella de su campaña. Y no resulta fácil anticipar algunas de estas cuestiones, no sólo porque el candidato no haya dedicado mucho tiempo a explicarlas, sino porque ha variado su discurso y dado marcha atrás en algunas promesas de inicio de campaña que han resultado imposibles de mantener. No obstante, nuestra incapacidad para prever los detalles de su posible presidencia no es necesariamente un aspecto negativo de su candidatura: no parece haber razón para la impaciencia si Obama hace política en la forma prometida, es decir, pausada, razonada, lejos de extremos ideológicos, buscando construir puentes hacia el partido republicano y reunir el apoyo del máximo número de legisladores, y no adoptando decisiones rápidas con repercusión mediática pero nulo efecto político, social o económico.

Al fin y al cabo el cambio propuesto por Obama no debe buscarse en el detalle de sus propuestas: pretende ser un cambio total en la forma de hacer y entender la política. Una de las novedades es que a diferencia de las decisiones de Bush, las suyas no vendrían definidas previamente por la ideología reinante, si no que se elaborarían en atención a las circunstancias, datos y necesidades de cada momento sin condicionamientos de partido. Medidas que apelen a políticos en busca del interés de la nación antes que el de sus respectivos partidos, medidas que, en definitiva, no nacerían cegadas por los principios más liberales (en la interpretación americana del término) del partido demócrata. Claro que en política lo más discutible es la definición del interés nacional, y cada decisión dependerá de cómo se interpreten dichas circunstancias, datos o necesidades. En esta materia, no obstante, Obama responde con inteligencia y firmeza.

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Según un estudio realizado por el National Journal, en 2007 Obama ha sido el senador americano más situado en la izquierda política. Pero Obama no es un candidato fácil de catalogar desde el punto de vista ideológico; gran parte de su discurso y de su apoyo se nutre de independientes e ideas moderadas, y sus asesores no representan el ala radical demócrata al estilo que lo hacían los halcones de Bush en el bando conservador. En todo caso, Obama contrarresta su récord de votaciones liberales con su discurso pospartidista, y se refugia en debates abiertos pero complejos sobre la raza, la religión o los principios fundacionales del país para de esta forma evitar valorar o discutir en profundidad la subida de impuestos propuesta para los más ricos y la financiación de la sanidad pública de inmigrantes, por poner un ejemplo, con subsidios federales. No es fácil elaborar propuestas concretas cuando se quiere cambiar la política en general y el mundo en particular.

Obama quiere acabar con el histórico problema de la sanidad pública extendiéndola a todos los americanos, pero no ha aclarado cómo recaudará todos los fondos necesarios; con la subida de impuestos que ha previsto para el 20% de la población con mayores ingresos obtendría unos 700 miles de millones de dólares que posiblemente serían insuficientes para su financiación. A este tipo de insuficiencias de programa se enfrenta Obama en campos clave como la seguridad social, la política energética, la política exterior y la política fiscal. Y las dificultades aumentan: su equipo puede pensar que para ganar las elecciones no necesita —ni debe— elaborar propuestas definidas en términos energéticos o económicos, pero la realidad es que en dos cuestiones en las que sí se definió claramente —NAFTA y financiación pública de la campaña— el candidato ha cambiado su discurso y arriesgado el valor de su palabra.

En el terreno económico Barack, que ha pasado de querer romper con NAFTA a alabar el tratado de libre comercio norteamericano, aún está empezando. Poco después de asegurar su candidatura contrató a un nuevo asesor, Jason Furman, procedente de la Brookings Institution, con el encargo de elaborar propuestas económicas de consenso y moderadas. Dicho asesor debe fomentar un nuevo debate económico con el objetivo de definir las medidas que serán necesarias para reparar el desastre fiscal de los años de Bush, y, aún más difícil, diseñar una agenda económica que además de romper con el pasado venda el sueño de un mejor futuro económico. Pero su indeterminación económica es compartida por McCain; el candidato republicano, tras oponerse hace años a las exenciones fiscales para las personas con mayores ingresos diseñadas por la Administración Bush ha decidido ahora hacerlas permanentes, sin molestarse en aclarar de dónde vendrán los fondos que se pierden por esta vía.

En política exterior, en cambio, la falta de concreción de Obama sí contrasta con la simplicidad de las propuestas de McCain. Las ideas generales de Obama concuerdan con la política americana tradicional previa a Bush —multilateralismo, moderación y diplomacia— pero en el tema de Irán, por ejemplo, no sabemos qué haría si este país reiniciara sus proyectos nucleares de forma encubierta o se interpusiera más abiertamente en la reconciliación iraquí. Las relaciones de McCain con Teherán sí son predecibles: oposición, ausencia de diálogo, sanciones y dureza… y sus resultados son conocidos puesto que su política sería similar a la actual —Irán es hoy más fuerte que en 2002 y Oriente Medio un polvorín de difícil solución—. Por su parte, sabemos que Obama se reuniría con los líderes iraníes «sin precondiciones», pero ¿qué debatiría? Como ejemplo de diálogo con un líder de ideología opuesta el senador por Illinois ha citado la reunión de JFK con Kruschev en Viena en 1961, pero no parece que se pueda comparar al líder soviético con Ahmadineyad, ni que Obama recuerde que el mismo Kennedy confesó haber recibido una paliza del soviético. Entonces, la impresión que Kruschev se llevó del joven presidente obligó a éste a enfrentarse a un problema terrible: «If he thinks I’m inexperienced and have no guts, until we remove those ideas we won’t get anywhere with him. So we have to act». A diferencia de la de McCain, la política exterior de Obama puede ser novedosa, y puede, por ello, traer efectos diferentes. La novedad conlleva un riesgo, y considerando la actual situación de Oriente Medio los electores americanos quizás opten por elegir un nuevo camino, aunque no estén seguros de adónde les lleva. De todas formas para algunos su poca experiencia en este campo no importa, pues, como dice el senador Joe Biden —defensor de Obama y experto en relaciones internacionales— el candidato aprende mucho y rápido.

Tampoco está claro cómo Barack retiraría las tropas de Irak sin ceder ante los terroristas, la presión iraní y la política siria. La mejora de la situación y la crítica ante un repliegue excesivamente rápido (Obama había pedido la salida para marzo de 2008) le ha hecho ajustar su discurso hacia una retirada militar «responsable y gradual». Este ajuste de palabras ha permitido a los republicanos tacharle de inconsistente y oportunista, pero en realidad el candidato sólo ha moderado su discurso persiguiendo el mismo fin. La cuestión es salir de Irak lo antes posible, pero dejando el país con un sistema democrático que funcione. Al final Barack ha comprendido que a los Estados Unidos les recordarán tanto por la forma en que entraron en Irak como por la forma en que salieron.

En la cuestión de Hamás, McCain, a diferencia de Obama, es nuevamente muy previsible: para él, Hamás es un grupo terrorista que sólo puede ser derrotado por la fuerza. Para Obama, en cambio, es algo más que un grupo terrorista, es también un partido político que ejerce una función social. Pero mientras que la actitud de McCain no requiere complicaciones estratégicas, la de Obama exige una respuesta compleja, difícil y peligrosa, que aún está por llegar. Por ahora ha respondido con fuerza al simple argumento republicano de separación entre «buenos» (americanos y aliados) y «malos» (Hitler, Hamás y el presidente iraní, todos en el mismo cesto), pero aún debe indicar qué cree él que se puede hacer para establecer un estado palestino que integre un Hamás desarmado que reconozca la existencia de Israel.

Un último apunte: la política energética de Obama estaría más enfocada hacia las energías limpias y el bioetanol que las de Bush y McCain, y aunque en este apartado también pueden faltar propuestas concretas, sí sabemos que, al menos, no perforaría el fondo oceánico de las costas de Florida y California para extraer petróleo a diez o quince años vista con un enorme coste económico que no ofrecería ningún remedio a los precios del petróleo de hoy ni a las dificultades energéticas del mañana. McCain, que ha realizado esta propuesta a pesar de haberse opuesto a ella durante muchos años, ha confesado que no busca un impacto económico sino psicológico, que, en última instancia, produzca un efecto económico.

Para sacar partido de la falta de precisión de Obama, McCain le ha retado a salir de la televisión —medio en que el demócrata es superior— y debatir en pequeños foros abiertos e informales en los que el público interviene y exige de los candidatos improvisación, intuición y concreción en lugar de grandes y elocuentes discursos sobre la igualdad, la raza o el futuro de la nación. McCain lleva más de veinticinco años haciendo esta clase de reuniones públicas y es un experto en las mismas; Obama tendrá que aprender a llevar este mano a mano y responder a los ciudadanos con propuestas quizás menos elocuentes pero más específicas. Vencer en estos debates y descender a la tierra no será fácil, pero es uno de los inconvenientes de intentar crear una nueva forma de hacer política.

Analista de relaciones internacionales