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Creíamos en Occidente estar viviendo de cara al futuro y nos damos cuenta de que, en realidad, lo estamos desandando. Ya no es presente, sino pasado, el proyecto de un mundo regido por los principios del humanismo liberal y la economía de mercado. Enormes fuerzas sociales y políticas se elevan contra este horizonte. China, una quinta parte de la humanidad, practica una política de capitalismo iliberal; muchos estados siguen siendo totalitarios en lo político y socialistas en lo económico (Corea del Norte, Birmania, repúblicas de Asia Central); Rusia es una mezcla de capitalismo estatal y democracia corrupta. A todos ellos miran, en busca de modelos, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, y quizás también Ecuador, dubitativos todavía entre la romántica seducción del caudillismo criollo y la fascinación por el totalitarismo cubano. Hatoyama, el nuevo primer ministro japonés, le busca las vueltas al capitalismo liberal con su «capitalismo fraterno». El mundo de hoy no es, pues, de las democracias liberales.

Otras fuerzas se oponen a los valores y conquistas de Occidente. Están en el mundo islámico, y se consideran ajenos a los modelos de sociedad predicados sobre el principio de la libertad personal, si es que no son directamente hostiles a él. Se trata de un mundo dividido a su vez en subsistemas inestables: el árabe -siempre agitado, y social y culturalmente estéril-, el iraní -no menos agitado pero dinámico- y el indostánico (Pakistán, Afganistán) -explosivo y en bancarrota social y moral-.

Lo irónico de esta situación es que algunas de esas sociedades, y las masas humanas que las integran, fueron sacadas de su estasis, esto es, de sus interminables presentes, por el empuje, la creatividad y la violencia de Occidente, es decir, por unas sociedades conscientes de estar dentro de la historia; mejor dicho, de ser ellas mismas el más activo agente de la historia. Primero le tocó el turno a China; a mediados del siglo XIX vio rotas por Occidente su quietud y complacencia milenarias, casi al tiempo que en Japón sucedía lo mismo bajo el impulso de la nueva potencia norteamericana. Algo parecido sucedió en el siglo XIX con Turquía y sus pluriseculares sultanato y califato, y en el XX con el mundo árabe. Por las brechas abiertas a cañonazos en todos esos países entraron los balbuceos del desarrollo industrial, las ideas democráticas y las ideologías revolucionarias. Cada uno de estos impactos había sido generado por ideas y movimientos surgidos en los conflictos históricos de las sociedades europeas, y sacudieron sociedades que hubiesen preferido permanecer encerradas y seguras detrás de sus muros, en una vida ahistórica. Derribadas las puertas, cada una de ellas tomó del invasor lo que pudo o le convino, según su genio y cultura; otras, simplemente, tomaron muy poco o nada.

China se lanzó al futuro mediante la revolución, y después de dejar que florecieran las «cien flores» de Mao ha descubierto que la rosa capitalista es la más hermosa. Rusia ya agotó el impulso histórico de la revolución, y su actual capitalismo de estado es una flor pútrida. No es creíble que Rusia pueda recobrar, mediante el neoautoritarismo de Medvedev y Putin, el lugar central que siempre había tenido en el sistema europeo de estados.

Grandes porciones del mundo musulmán, por el contrario, quieren zafarse de la historia en que les metieron los europeos primero y los norteamericanos después. Nada explica mejor estas ansias de pasado que una deliciosa anécdota que, paradójicamente, trata de negarlo. Es el caso de las ruinas arqueológicas de la ciudad nabatea de Madain Saleh, en Arabia Saudí; quien las conoce dice que son comparables con las de Petra en Jordania. Su existencia fue ocultada desde siempre por las autoridades, pero han acabado por reconocerla; aunque a partir de ahora sólo pueden ser visitadas por arqueólogos con la condición de no decir nada sobre ellas más que en publicaciones arqueológicas. ¡No vaya a pensar nadie que en la tierra de Alá ha transcurrido alguna vez la historia! Para innumerables masas del mundo musulmán, no hay historia: sólo un dilatado presente, que debe ser igual, si no lo es ya, a los tiempos fundacionales de Mahoma. Un jefe de las tropas holandesas en Afganistán «clavó» esta idea recientemente cuando dijo del país que recorría: «es como pasear por el Antiguo Testamento».

Que todo esto haya sido así debe tener una explicación. Por tanto, cabe preguntarse: ¿qué es lo que hace que lo que llamamos mundo moderno haya sido conformado entre el siglo XIX y finales del XX por las ideas, la tecnología y la fuerza de unos pueblos europeos (incluyendo aquí a los norteamericanos)? Como no todo el universo mundo es moderno, ¿qué es lo que frena la expansión de esa modernidad? ¿Qué fuerzas internas de determinadas sociedades resisten esa civilización moderna de naturaleza típicamente occidental, o son inasimilables por ella? Estas son preguntas que mejor las respondiera un filósofo. El periodista sólo puede, aparte de preguntar, manifestar su impresión, o su parecer, sobre la incongruencia que hay entre los presupuestos básicos del medio internacional (que hay un «orden o sistema internacional» o que éste funciona por un «sistema de estados», o que existen normas e instituciones de jurisdicción universal) y el comportamiento real de todos esos entes, su verdadero ser para nosotros. Es como si, bajo la lupa de un análisis heideggeriano, nos diésemos cuenta de que al mirar y pensar los entes (y vaya si hay entes en el sistema mundial) éstos no nos revelan lo poco o mucho que son para nosotros, y ocultan que la realidad circula por substratos de la experiencia humana que no sabemos expresar ni controlar.

LA LIBERTAD COMO MOTOR

Carente, pues, de omnisciencia y de profundidad filosófica, el analista debe contentarse con una mirada, digamos «fenomenológica», ya que ha sido mencionado el tipo de análisis practicado por el conocido filósofo alemán que encabeza la corriente existencialista de la filosofía.

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Sinteticemos y aclaremos lo dicho en los primeros párrafos. Occidente ha transformado el mundo. Creía, además, dominarlo. No lo domina. El fundamento esencial del ser de Occidente consiste en la idea de libertad, llegada por dos vías: su noción del hombre, propia del espíritu griego, y su constitución en persona libre por el ¿Puede Occidente apoyar con su cristianismo. La civilización china ha sido históricamente extraña a estas ideas y experiencias pero, como resultado remoto del ataque que la civlización occidental llevó a cabo en su día contra sus murallas, muchos millones de chinos están sumidos actualmente en una lucha por la libertad, no del todo desesperada. Éste es un camino ya recorrido y consumado en Japón y en gran medida en la India. Rusia misma probó con Yeltsin las mieles turbias de la libertad, pero acabó por apartar de sí el cáliz.

En las sociedades musulmanas, por el contrario, la idea de que la convivencia debe organizarse sobre la libertad personal es, en general, muy débil o inexistente. Utilizando herramientas de Heidegger, podríamos decir que en las sociedades occidentales la libertad produce acontecimientos, esto es, cambios, y que los acontecimientos son la estructura de la temporalidad y de la historia. También advirtió Heidegger que la historicidad es un «ser-para-la-muerte». En este último punto, la sociedad musulmana parece coincidir con la occidental, aunque las dos afrontan la muerte de forma distinta. Una, dilatándola todo lo posible tratando de alcanzar la plenitud de su ser antes de que la muerte llegue, jugándose en ello, además, su destino ultraterreno; la otra, permaneciendo en una quieta sumisión que garantice el más allá, sin necesidad de que su tránsito sea mediado por la libertad ni por el acontecer histórico. Por eso el hombre occidental emplea el tiempo con usura, y crea cosas y leyes nuevas; sus obras son su vía a la trascendencia, sea ésta religiosa o simplemente moral. En el mundo musulmán el cálculo vital de muchos, sin duda el de las masas, consiste en someterse a la sharia y esperar en Alá.

PASIVIDAD, COMPLACENCIA, MIEDO

Las sociedades musulmanas viven políticamente de los presupuestos de la teología. El islam es, aparte de una civilización, un culto. No se puede separar los dos. Cuando los musulmanes viven en otras sociedades conformadas por otro tipo de civilización afirman, naturalmente, los derechos de su religión, pero muchos de ellos quieren al mismo tiempo vivir con valores incompatibles con los de la civilización a la que llegan, y esto es resentido por la sociedad que acoge. Este problema está adquiriendo carta de naturaleza política en bastantes países europeos.

La sharia, ley religiosa derivada del Corán, es de curso legal en casi todas las sociedades musulmanas, y cuando no lo es legal (muy pocos casos), al menos lo es en lo social. En ellas no se vive como individuo sino ante todo como miembro de la umma, la comunidad, y después como parte de un grupo étnico, tribal o familiar. Versiones menos integrales de este modelo pueden encontrarse en Turquía, Líbano o Marruecos (que pasa por ser el país más avanzado en libertades, entre los árabes), y sólo hasta cierto punto Túnez, Jordania y Egipto. Hay capas sociales que viven según el modelo de la sociedad abierta, pero son débiles, se sienten toleradas, si no perseguidas. Igualmente, amplias capas sociales, sobre todo las adineradas y próximas al poder, viven una existencia como élites consumistas a lo occidental y patriarcas tradicionales.

La mansedumbre de la población y la irresponsabilidad de las autoridades ante sus pueblos dan lugar al estancamiento social y el atraso (hay setenta millones de adultos analfabetos en el mundo árabe). Los movimientos políticos reaccionarios triunfarían electoralmente si no lo impidiesen sus gobiernos. No obstante, grupos mesiánicos decididos a parar cualquier tendencia al cambio por el uso del terror y las armas florecen con mayor o menor consentimiento en unas pocas sociedades árabes. Allá donde aplican el terror no se paran ante los más horrendos crímenes contra los civiles: asesinatos en masa sin ton ni son en trenes, autobuses, calles y mezquitas, dedos y narices cortados por votar, niños usados como bombas, niñas asesinadas por ir a la escuela, mujeres golpeadas por quitarse el burka, aviones en vuelo derribados… La galería de horrores es inenarrable. El propósito declarado de estos grupos, de proclamar el califato universal, aunque no sea más que delirio, da cuenta de su incapacidad para pensarla historia como una realización humana, y esto a su vez explica la inaudita deshumanización de sus actos.

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Afganistán es el epítome de los desastres que aquejan al mundo musulmán. La masa del pueblo, a pesar de muchas individualidades y grupos heroicos, se deja caer en el nihilismo y la tiranía. Aunque se saben ayudados por los aliados occidentales para ponerse en vías de redención material y política, la pasividad, la complacencia, si no el miedo, les puede. Las crónicas de los medios occidentales sobre las elecciones afganas de agosto de 2009 reflejan estefatalismo; como estamos amenazados por los talibanes, no ayudamos a los aliados, no resistimos, no cumplimos con nuestras obligaciones de soldados o policías, no votamos, tenemos miedo, no nos rebelamos. No hay administración central ni local, los soldados no luchan, la policía extorsiona. La corrupción es prevalente. Las elecciones, amañadas; el gobierno, sin legitimidad. Afganistán es el fracaso mayúsculo del mundo musulmán, como la Alemania nazi lo fue del mundo occidental. ¿Se puede salvar a quien no quiere ser salvado? ¿O a quien, aun prefiriendo ser salvado, no se juega en ello su existencia? Y en lo que a nosotros concierne, ¿puede Occidente apoyar con su presencia a un régimen de legitimidad dudosa? Este es el terrible dilema que se le presenta al presidente Obama, cada día de una forma más cruda y perentoria; y con él al resto de Occidente.

Ni al-Quaida ni los talibanes, por sí mismos, van a derrotar a Occidente. Pueden hacerlos desistir. Es lo que ha empezado ya a ocurrir en los Estados Unidos y Gran Bretaña, los principales combatientes en las batallas afganas; pronto empezarán a acusar el cansancio aquellos países que han puesto tropas no combatientes en aquel país. Sin embargo, los talibanes, con la ayuda de al-Quaida, pueden llevar la confrontación a un nivel de desafío estratégico temible. Les bastaría desestabilizar Pakistán, un estado que apenas logra contener el descontento de inmensas fuerzas sociales y políticas poco más evolucionadas que las de Afganistán, y con un potencial de violencia infinitamente mayor. Es desde este ángulo como se comprende la razón que asiste al presidente Obama cuando dice que la de Afganistán es una guerra «de necesidad».

Este breve recorrido por el devenir de grandes porciones del mundo musulmán posiblemente haya ya hecho comprender al lector que el mundo occidental tiene sobre sí una carga que a primera vista es bastante mayor que sus fuerzas. Y que sus interacciones con el mundo sínico y aún con Rusia, podrán quizás contribuir a la estabilidad y progreso del conjunto del sistema mundial, pero que su principal freno, y aun sus más inminentes amenazas, surgen de las simas más o menos soterradas de un mundo musulmán resistente a la modernidad, e imposibilitado por su estructura existencial para ayudar a que la historia marche en un sentido favorable a la persona como ser que hace todo lo que su vida puede ser antes de que la muerte le alcance.

MARGINALIDAD Y VITALIDAD

Nos quedan por tocar dos grandes áreas de la humanidad. La primera, por su magnitud física y demográfica, es África subsahariana. ¿Qué es este inmenso subcontinente para Occidente? Reconozcamos desde el primer momento cierta incapacidad europea para su comprensión. Nuestras pautas de pensamiento están, como se ha apuntado, conformadas por la historia, esto es por la sucesión y transformación de sus estructuras espirituales y materiales. Desde que el África negra comenzó a ser explorada por los occidentales hace más de quinientos años, ¿ha cambiado en algo su posición en los márgenes de la historia? ¿Se ha personado esta parte de África en la historia universal? Sí, como sujeto pasivo. ¿Han surgido de su seno movimientos, ideas o corrientes transformadoras, como sin duda aportaron en su día Occidente, China, el Islam, la India, etc.? No, el África subsahariana, o negra si se prefiere, continúa siendo un continente dependiente, asistido y socorrido por agencias y estados externos, y en el que numerosos países se hallan sumidos en los más oscuros recesos de la existencia humana. Su aportación ha consistido históricamente en materias primas y músculo, aunque también (sería injusto no mencionarlo) incluye apreciables valores sociales e individuales; por ejemplo, y en general, sus mujeres, que son sostén de los hogares y las familias.

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La vitalidad básica de este subcontinente negro, que en principio podría contener una promesa de redención, representa sin duda un motivo de inquietud para sociedades próximas, como la europea, que no poseen esa vitalidad demográfica que hace que África estalle por sus costuras, arrojando a las playas de Europa decenas de millares de sus hijos, en su inmensa mayoría sin oficio ni beneficio, y condenados a priori a vivir en los márgenes de nuestra sociedad. Un cataclismo sanitario, alimenticio o social (por ejemplo, más guerras civiles que las que son usuales en estos días) inundaría Europa de incontables seres desesperados, poniendo en jaque a una sociedad como la europea, con su capacidad de asimilación ya puesta a prueba por las inmigraciones de musulmanes y europeos del este, no siempre con feliz resultado.

La otra gran región no mencionada hasta ahora es la latinoamericana. Pasado es ya su decenio de los noventa, cuando la restauración democrática en casi todos sus países, sea en oposición a las dictaduras militares o sea mediante la superación de las guerras civiles, coincidió felizmente con una eclosión de expectativas económicas, basadas en la apertura del continente al comercio internacional, a las inversiones extranjeras y a la revalorización del ahorro (con las consabidas excepciones, claro está). El continente, desde entonces, ha cambiado de faz. La lucha presente no es por el desarrollo económico y social, sino por el modelo ideológico que, a juicio de unos y otros, debe liderarlo. Esto ha dado lugar a que el espacio público de la opinión continental esté dominado por aquello que más temía el Libertador, el bochinche, a que tan entregados están sus más fervientes adeptos de hoy en día.

LOS ENTES QUE HABITAN EL UNIVERSO MUNDO

Una vez hecha sumaria y rudimentariamente la descripción fenomenológica del mundo que habitamos, pero manteniéndonos en la senda que esperamos nos conduzca a su ser, seguiremos aquella prescripción heideggeriana: el ser no se hace presente más que en el ente.

Ya lo hemos dicho: el sistema internacional está lleno de entes. La mayoría son políticos, pero algunos son de derecho público (los estados, la ONU y sus organismos subregionales: OEA, OAU, FMI, Banco Mundial, OMS, etc.); otros de derecho «particular» (la OTAN, la Unión Europea, el G8, el G20, etc.), y aún hay otros que no son de derecho público, ni privado, ni particular pero que desde luego se han personado en la escena internacional para ganar protagonismo y poder. Aquí nos ocuparemos sólo de unos pocos, porque no todos tienen la misma capacidad para estructurar el mundo, asentando y reforzando sus cimientos o, al contrario, minarlos. Yo pondría en la categoría de los que sí pueden hacerlo a los grandes estados, ciertas agrupaciones estatales de influencia considerable, y junto a ellos aquellas agrupaciones humanas o movimientos ideológicos que se han autoasignado la misión de destruir los fundamentos del mundo tal como lo tenemos construido hoy día: el más conspicuo de ellos es el que ustedes piensan, el islamismo militante. En otro apartado pondré el mundo español, tanto el de este lado del Atlántico como el del otro, en el entendimiento de que ni uno ni otro están en condiciones de contribuir de modo significativo a la transformación de nuestro mundo, sumidos como están en un proceso de autoinsignificancia, pero que, a pesar de todo, es nuestro mundo de un modo particular y existencial. Es decir, son los entes que, según creo, más nos importan. Así que vayamos, por orden de relevancia y de uno en uno.

Naturalmente, hay que empezar por la que aún es la primera potencia mundial, los Estados Unidos. Es curioso cómo se ha devaluado en pocos años la noción de superpotencia, ligada a un abrumador y ominoso poder nuclear. Aunque ese poder sigue ahí en potencia, ya no intimida. Lo que está sucediendo bajo la presidencia de Obama es otro indicativo de lo que se pretende decir.

La rabia y la humillación sufrida por los Estados Unidos en 1941 por el ataque de Pearl Harbour les dieron el impulso para convertirse en una superpotencia. Pero la rabia del 11-S ya está pasando, como muestran los indicadores de opinión en torno a la guerra de Afganistán, mientras la humillación tiene su exutorio en la lucha de sus agencias de seguridad contra el terrorismo internacional, una empresa de rango secundario que no transforma el mundo. La resolución de las alternativas con que se enfrentan los Estados Unidos en esta cuestión será de importancia vital para ese país y para el resto del mundo. Si, efectivamente, bajo cualquier circunstancia la retirada norteamericana de Afganistán se produce con un triunfo de los talibanes, el mapa geopolítico de la zona y de Oriente Medio habría que volver a diseñarlo.

Su configuración dependería de la validez de ciertas hipótesis. ¿Sería un Afganistán talibán, aliado o satélite de Pakistán? Esto empujaría aún más a Teherán a hacerse con el arma nuclear. Israel, bajo esa oportunidad, bloquearía cualquier vía al estado palestino, de forma declarada o subrepticia, y ampliaría sus colonias. Hasta se vería obligado a cumplir lo que tan ominosamente sugiere de vez en cuando, un ataque a Irán. Este curso propinaría un golpe irremediable al prestigio y liderazgo del presidente Obama y de Estados Unidos. O, ¿por qué no un alineamiento de Israel con el Irán chiitafrente a un Afganistán-Pakistán sunnies? Este choque religioso, que parece tan disparatado, ya lo hemos visto en el hasta hace pocos años laico Iraq. Si estas hipótesis no les convencen, no se preocupen: tengo otra. Los talibanes pakistaníes, a la vista del triunfo de sus hermanos afganos, se envalentonarían y lanzarían un asalto al estado, y probablemente lo derribarían. Porque, mirados con objetividad, los fundamentos sociales, históricos y jurídicos en que se basa el actual sistema político de Pakistán carecen de legitimidad y están minados por su naturaleza artificiosa. Si esto último ocurre, y es probable que ocurra, la OTAN habría probado ser un tigre de papel.

Cabe, pues, preguntarse: ¿quién liderará el mundo de mañana? Parece evidente que los Estados Unidos no. ¿Quién entonces, China? Tampoco. ¿Entonces no habrá liderazgo mundial? Posiblemente sí. Algunos prevén un duopolio de liderazgo entre Estados Unidos y China, que extendería dos alas, hacia la Unión Europea y Japón-Este de Asia. Aquellas dos potencias pueden, cuando quieran, operar en los mercados mundiales como la sístole y la diástole del corazón, o la expiración e inspiración de los pulmones.China exporta y Estados Unidos consume; a continuación China consume y Estados Unidos exporta. Esto ayudaría a equilibrar la economía mundial y sanear las dos internas. Si las dos orillan el espinoso tema de quién tiene derecho al manto de la hegemonía nominal, y llegan a una «entente» más o menos cordial, se habrá dado un gran paso para la estabilidad mundial y se habrá debilitado a las fuerzas nihilistas del mundo. Este acercamiento, por otro lado, desplazaría el eje económico del mundo al Pacífico, y señalaría un reequilibrio a la baja del poder e influencia de Europa.

SOPORTABLE PESANTEZ DEL SER

¿Qué posición ocupa en este tablero la Unión Europea? No hay duda de que no está en su mejor momento. La crisis económica, aparte de frenar su desarrollo, ha hecho retroceder la esperada homogeneización social y económica entre sus partes oriental y occidental. De importador neto de capitales, el Este se ve forzado a exportarlos a sus apurados acreedores occidentales. Si se produce el probable triunfo electoral conservador en las elecciones británicas, la Unión sufrirá por las reticencias y frenos puestos por el Reino Unido. ¿A dónde mirar en busca del liderazgo europeo? Francia tiene voluntad de ejercerlo, pero la tarea rebasa sus capacidades. ¿Un eje franco-alemán? Alemania no se dejará tentar. Mira a Rusia con circunspección y un toque de temor. No era así en el siglo XIX y primer tercio del XX, cuando Rusia miraba a Alemania con admiración y miedo. En realidad, podría decirse que a los europeos nos «falta Alemania», la que pudo haber sido si los propios alemanes no la hubieran destruido en los años treinta y cuarenta del siglo pasado.

En todo caso, la pérdida relativa de peso de Europa en el mundo (aun cuando su economía creciera rápidamente, lo que hoy no es probable) se acelerará a medida que otras naciones aumenten su parte en el producto mundial. Esto ya está a la vista en potencias como India y Brasil, y aun Turquía e Indonesia. La Unión Europea, que se ha quedado en un ente pero no ha alcanzado la naturaleza de «ser sustancial», seguirá operando entre los grandes como primera potencia comercial del mundo, pero no más. Su operatividad, su personación en el mundo, seguirá dependiendo de la calidad del liderazgo político que las naciones individuales o en concierto sean capaces de ejercer en foros cada vez más nutridos por estados en ascenso, provocando una drástica reordenación del rango de cada nación. Es lo que se ha visto en el tránsito de un G-8 exclusivo a un G-20. De esto, y sobre España, ver unos párrafos más abajo.

A la pérdida relativa del peso económico y político de Europa se unen los factores internos que aflojan su cohesión cultural. Por un lado, la debilitación demográfica de Europa ha favorecido el crecimiento de una población musulmana muy segura de los valores de su cultura, que en gran parte no coinciden con los europeos, y ello ha dado lugar a una integración débil o nula. Por otro lado, la ruina económica y social de África (¿quién se atreve a dudar de que esta hipótesis sea disparatada?) representaría un riesgo inminente de un desplazamiento masivo de población a Europa.

Las medidas restrictivas de la inmigración ilegal no están respondiendo al problema. No se despide más que a una fracción de los ilegales. La opinión de que la crisis económica en Europa disuadirá la inmigración ilegal, sobre todo del África subsahariana, es una ilusión. Lo vemos en las calles españolas. Los subsaharianos vienen porque, aun viéndose reducidos por falta de empleo a vender La Farola, CDs copiados, o simplemente ayudando a aparcar coches, van tirando con las ayudas sociales que cubren a la población marginada, y con todo les sale mejor partido que la falta de futuro en sus países o ser víctimas de la guerra civil de su país. Hay, además, políticas activas que de manera no intencionada estimulan la inmigración ilegal: menores y madres embarazadas, que pronto pasan a engrosar las listas de la asistencia pública. África,un continente con muchas esperanzas y pocos motivos para tenerla, puede acabar un día arrojando sobre Europa una armada de pateras con millones de inmigrantes.

A medida que los vectores de las fuerzas europeas vayan adquiriendo otra geometría y ponderación, se transformará también, a la baja, el peso de la que ha sido hasta ahora su clave de seguridad, la Alianza Atlántica. Si Iraq fue para la OTAN, como alguien ha dicho, «una experiencia casi mortal», podemos temer que Afganistán sea, casi, la puntilla. Una alianza no puede salir incólume cuando la mitad o más de sus miembros evitan correr los riesgos que otros corren, con efectos que desaniman las opiniones públicas de los que llevan la carga. La estrategia adoptada por la Alianza para su intervención en Afganistán (somos una fuerza en misión de la ONU que se mantiene dentro de los límites jurídicos del mandato) tiene, como se está viendo en la realidad de la guerra, escaso significado estratégico. La OTAN como tal no la ha asumido.Quizás es todo lo que la OTAN puede hacer, al menos su parte europea (apoyo a la estabilidad internacional), pero desde luego esto que hace no es muy relevante para lo que pasa. Este ente tampoco posee la sustancialidad de lo que dice ser.

BAJAMOS UN ESCALÓN

Nos queda por considerar lo más próximo a nosotros, el mundo hispánico y España misma. Ya se han señalado algunos saltos atrás en el desarrollo político de los pueblos transatlánticos. La crisis de Honduras ha puesto en evidencia la extrema debilidad y la inefectividad de sus instituciones. En el plano social, las capas de pobreza se han reducido modestamente, mientras que otros factores negativos se han disparado, sobre todo la criminalidad y la corrupción. La emigración es parte de la imagen pública de Latinoamérica. La dirigida a los Estados Unidos recorre un vía crucis de horrores, sufridos por los emigrantes tanto en los países (hermanos) de tránsito como en el de llegada. Existe un desajuste abismal entre lo que esperan unos y lo que los países de acogida pueden ofrecer. España, por ejemplo, sólo ha dado oportunidades laborales a la inmigración ensectores de baja productividad, lo que hace improbable o muy difícil incorporar esos inmigrantes a la economía más evolucionada que necesitamos y esperamos cuando los efectos de la destrucción de la vieja hayan pasado. Pero entretanto se dilucida esta cuestión, nuestra sociedad se queda con una población inmigrante en estado de «suspensión», dando oportunidad a que los desajustes estructurales y el paro se conviertan en alienación y ésta abra paso a formas de marginación y criminalidad nuevas a este lado del Atlántico pero usuales en el otro, como vemos todos los días en nuestras calles.

Muy poco de lo ocurrido en Hispanoamérica, y también en España, resulta estimulante para el prestigio de nuestra cultura. Hispanoamérica se halla encharcada en revoluciones pendientes, conflictos étnicos, crimen y corrupción. Los sistemas políticos nacionales se debilitan, y ello ofrece a Brasil, un país con élites muy competentes y masas de trabajadores muy bien formados, la oportunidad de preconizarse como la potencia moderada, dinámica y modernizadora del continente latinoamericano. Los demás, pierden el tiempo dándole vueltas al bolivarismo, el indigenismo o a si la revolución social se va a consumar o no.

España ha retrocedido igualmente. Más allá, o quizás en el fondo, del estancamiento económico y el paro, se halla la permisividad cultural y ética. Los indicadores de la educación de la juventud arrojan los más pobres resultados en los baremos aplicables al mundo industrializado. Nuestras calles y carreteras viven ahogadas por la estética mugrienta de los grafitos y nuestras televisiones y parte del cine dominadas por la ramplonería, si no la chocarrería. La arrogancia del estilo de gobierno produce defraudación y depresión de la moral social; se ha pasado de alardear de «il sorpasso» a Italia en renta per cápita y de morderle los talones a los franceses, a ocupar la silla de oyente en el G-20, al más alto porcentaje de paro en toda Europa y al mayor déficit de nuestra historia. En contra de lo que algunos no se cansan de repetir, España no es la octava potencia industrial del mundo. Habíamos llegado a ser la novena, y ahora ha sido sobrepasada por la India, y pronto lo será por Brasil, si no lo ha hecho ya, y hasta puede que por Australia y Corea del Sur si no salimos de la crisis.

Los españoles que han pasado la edad laboral han atravesado, en el plano político, social y cultural, por diversos niveles de realidad ontológica. Primero vivimos en una España que era una nación. Desde hace unos años vivimos en un ente que se llama Estado español. La crisis del pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre el estatuto catalán nos ha asomado a una pesadilla: hay muchos que creen que España no es más que un artefacto para ir tirando antes de irse de ella.

Termina así, en la angustia, este periplo existencial por el orden mundial de nuestros tiempos. Pero no desesperemos. Compartimos el destino de una civilización que no puede más que llegar a ser aquello que es. La historia viene de lejos: más o menos desde hace dos o tres milenios.

Analista de Relaciones Internacionales