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Mi querido amigo:

Las discrepancias que surgieron en la interrumpida conversación que mantuvimos en los pasillos del Congreso me han hecho pensar. Y me han movido a exponerte unas primeras reflexiones por escrito en torno a lo que hablamos. Sabemos ambos que nos enfrentamos a cuestiones determinantes para nuestro futuro y que nos obligan a llevar a cabo un gran esfuerzo intelectual y político. Acéptalas como lo que son, una primera aproximación a un debate que no podemos eludir. Aunque sus contornos exceden y mucho del campo de la política, ya que afectan a los valores básicos de una sociedad, la política también debe adoptar una posición, no puede ponerse de perfil.

Permíteme que inicie estas reflexiones apelando a mi pasado. Creo que, como verás, viene a cuento de lo que tratamos.

Mis opciones políticas básicas se abrieron camino y cristalizaron en mis años universitarios, allá por los ya lejanos años sesenta. Era otra época, era otro panorama, era otro horizonte ideológico y político. Estábamos a una distancia de veinte años de la caída del muro de Berlín. Nadie apostaba por la eventualidad de tal acontecimiento. En la Facultad de Filosofía, donde cursaba mis estudios junto a los de Derecho, aparecía entonces una ideología dominante, con una fuerza irresistible y que causaba fascinación a muchos. Era, para resumirlo con una palabra, el marxismo, aunque era más que el marxismo. Era toda una cosmovisión, el paradigma de la «ideología», que contenía una concepción del hombre, una visión de la historia y de la sociedad, y que prometía un paraíso aquí en la tierra. Aparte de las soluciones concretas que proponía, lo esencial de esa concepción es que contenía en su seno la pretensión de una «ingeniería social», una voluntad de transformar radicalmente la sociedad y también el hombre mismo (el marxismo como moral), en virtud de un intento de construcción antropológica, ciertamente de filiación no única.

Sabemos suficientemente los rasgos de esta cosmovisión y, aunque muchos ya se están olvidando de ella, no es necesario que me detenga en ellos. Me basta sólo subrayar que toda esta esforzada construcción intelectual no creía en la libertad. La libertad era un estorbo para su proyecto. La libertad «burguesa» era atacada con fruición y pasión. Se presentaba como una falacia. Y de ahí surgía la famosa distinción entre «libertades formales y libertades reales» y los ataques a la democracia como falsa democracia, como democracia burguesa, como «superestructura» que se sustentaba en una dominación explotadora y que sólo pretendía preservar a ésta.

Lo más interesente, a la altura de los tiempos en que vivimos, es recordar que esa cosmovisión resultó fascinante a la mayoría de la intelectualidad de la época. Sí, digo a la mayoría. Representaba -repito, con aparente fuerza irresistible- el futuro, y se nos mostraba como una nueva liberación de la humanidad. El contagio que produjo aquella construcción fue formidable. Muchos, incluso los que no estaban convencidos de la bondad de sus tesis, defendían que no quedaba más remedio que acomodarse a estos nuevos tiempos. Nació así el famoso «diálogo» con el marxismo. Todas las socialdemocracias del continente se contaminaron, en mayor o menor grado, de esa mentalidad dominante. En páginas imperecederas, Aron nos ha descrito esta situación, que afectó fundamentalmente a la inteligentsia europea. Y esta concepción dominante tuvo hasta su vulgata. Conocí a tantos que me decían que era inevitable abrazar estas nuevas ideas, porque, aunque no tuvieran toda la razón, sí contenían algunas razones para apoyarlas, al menos parcialmente, y, sobre todo, porque el rumbo de la historia iba por esos derroteros.

Pero hubo un reducido número de intelectuales, entonces considerados como extravagantes, que no se contaminaron. Y que, a mí al menos, me salvaron, si se me permite utilizar esta expresión. Les estoy muy agradecido. Aunque podría citar a muchos más, me voy a referir sólo a cinco, acaso los que más me influyeron: Camus, Tocqueville, Popper, Hayek y Maritain. Por distintos motivos. Pero todos ellos me ayudaron a forjar un pensamiento político, que es el que me ha acompañado hasta hoy, y que creo que sigue teniendo tanta validez como ayer, incluso considerando los cambios acaecidos en nuestras sociedades. Todos me descubrieron el valor de la libertad humana, de una libertad como atributo esencial del hombre de carne y hueso, no del hombre imaginario, no del «hombre nuevo» que tendría que surgir de esa nueva sociedad.

El humanismo de Camus me salvó. La defensa apasionada de ese hombre que tiene madre, que tiene una vida intransferible, que se enfrenta a la muerte, que es un sujeto moral, que es naturaleza e historia al mismo tiempo, fue, para mí, como un sol resplandeciente. Descubrí en Camus la «tentación prometeica» y sus manifestaciones desde los tiempos modernos. No sé si Grecia y el Mediterráneo salvaron a Camus. Pero a mí me transmitió que la condición humana hay que abrazarla en cuanto tal, aceptando a la naturaleza en su esplendor (el del cielo azul del Mediterráneo) y en sus miserias, en la peste que podemos padecer, porque sin tener conciencia de ellas, y sin combatirlas, no hay sujeto moral. Y, como escribí en una ocasión, mi opción fue Camus y no Sartre.

Tocqueville, cómo no, me enseñó muchísimas cosas. Entre ellas, las amenazas, a veces sutiles, a veces casi imperceptibles, a que se ve siempre expuesta la libertad. Hay que estar siempre ojo avizor a ellas. Incluso la democracia más genuina puede contener amenazas a la libertad: la tiranía de las mayorías, por ejemplo. Y me descubrió que la libertad necesita un humus, que proporciona las condiciones para que no sucumba ante las amenazas.

Hayek y Popper, cada cual con sus planteamientos, no coincidentes ciertamente, también me enseñaron los infinitos riesgos que producen los intentos de «ingeniería social». La libertad exige no sólo la «inmunidad de coacción» (la concepción negativa de la libertad), sino reclama como condición de posibilidad un «orden espontáneo», que es donde se alimenta y fructifica. Es un «orden», no es un desorden. Es, en palabras que utiliza a menudo Víctor Pérez Díaz, un «orden de libertad». Y ahí está la ley al servicio de la libertad, la ley que protege la libertad. Pero ese «orden» es «espontáneo», es decir, no admite «ingenierías sociales». Y, entiendo que tal calificación responde a que debe estar pegado a los atributos de la «condición humana» o, para remontarme a la formulación aristotélica, de la «naturaleza humana».

Finalmente, Maritain me vacunó de la pretensión de asumir un «ideal histórico concreto» que contuviera los riesgos del totalitarismo, incluidos los de la pretensión de edificar una nueva «cristiandad». El humanismo mariteniano, aun con bases teóricas muy diferentes, y hasta contrapuestas en algunos aspectos, al de Camus, está emparentado con el de este último. Porque la aceptación de la naturaleza del hombre es la condición de su libertad. Las utopías, o contrautopías del pasado siglo, nos ayudan a comprenderlo. ¡Ahora deberían ser más leídas que nunca!

He recordado todo esto, que pertenece al pasado, porque tengo la convicción de que ahora estamos ante un desafío nuevo, pero que presenta algunos elementos que permiten la comparación con la situación que viví en mis años juveniles. También ahora se nos ofrecen unas propuestas de transformación de la realidad social, muy radicales, esto es, que pretender cambiar de sociedad, y, también, como veremos a continuación, de democracia. Quien no vea esto, me parece que no es capaz de ver más allá de sus narices. Son propuestas que, indudablemente, causan fascinación a muchos, y que se están convirtiendo en pensamiento dominante, y se nos aparecen como una fuerza irresistible. También muchos están defendiendo que hemos de abandonar conceptos que han sustentado lo que hemos venido llamando la «modernidad», y debemos aceptar, con todos los matices que se quieran, ir caminando hacia una «posmodernidad», que configuraría una sociedad nueva y, en algunos aspectos, un hombre nuevo. Resistirse a estos nuevos tiempos sería, una vez más, un error. El criterio correcto sería la adaptación, aunque fuera parcial, y aunque contuviera ciertos condicionantes. Pero, en todo caso, habría que participar en un «nuevo consenso», que, al parecer se estaría fraguando.

Frente a esta actitud, que puedo respetar, pero que no comparto, quiero exponerte seis puntos que han entrado con fuerza en la agenda política nacional y que, a mi juicio, constituyen elementos básicos de este nuevo proyecto que, bajo el ropaje del progresismo, se nos ofrece al conjunto de la sociedad occidental y a la sociedad española. El nuevo núcleo dirigente del partido socialista lo ha abrazado con entusiasmo y parece ser el motor de su acción política. Este proyecto no se sustenta, por suerte o por desgracia, en una construcción ideológica «fuerte», con el vigor intelectual de una obra tan colosal como la de Marx (no disponemos, en efecto, de un autor que condense y dé coherencia a sus propuestas), sino que ha ido formándose en el contexto de lo que se ha venido llamando el «pensamiento débil». Participa de sus rasgos, tiene paternidades más diluidas y contornos menos claros y precisos.

Entiendo que, al leer estos seis puntos, me objetes que no tienen necesariamente por qué constituir un proyecto único, incluso que no hay razones suficientes para ponerlos en conexión. Creo que este es el fondo de la cuestión. Y comprendo que se me pueda reprochar que me adelanto demasiado, si los pongo en conexión y veo en ello un proyecto definido.

Pero hay algo que sí es verdad: los seis puntos que te voy a enunciar a continuación forman un conjunto que, curiosamente, es defendido en su integridad por los herederos de quienes resultaron fascinados y entregados al marxismo. Sus defensores pertenecen a las mismas corrientes ideológicas para las que la libertad era un estorbo en su pretensión de construir la «nueva sociedad» mediante la «ingeniería social». Ellos, por supuesto, no reconocerán nunca esta afirmación. Pero no creo que estén dispuestos a renunciar a su filiación, pues dicen sentirse muy orgullosos de ella y, por el contrario, suelen denostar a quienes a tiempo denunciaron como camino de servidumbre aquel proyecto, que fue expulsado de la historia con la caída del muro de Berlín.

Ahora, también postulan el camino hacia una «nueva sociedad», que ampliaría «los derechos civiles», que superaría «viejas» constricciones, y, en definitiva, nos llevaría a un «nuevo paraíso» en la tierra. Mi tesis es que aceptar cualquiera de estos puntos nos conduce a una nueva servidumbre, y que son todos ellos nuevas vías, que de triunfar, acabarían con nuestras sociedades democráticas basadas en la libertad. Sé que no están todos los que son. No he añadido el multiculturalismo, porque de él ya hemos hablado mucho y estamos de acuerdo en que es una amenaza para la «sociedad abierta».

Pero ya es hora de que hablemos de ellos. Veámoslos sucintamente y te invito a que, más adelante, reflexionemos en profundidad sobre cada uno de ellos.

EL LENGUAJE POLITICAMENTE CORRECTO

A mi juicio ésta es una batalla decisiva para salvar a nuestra democracia. El «lenguaje políticamente correcto» crea un «neolenguaje», pretende cambiar el sentido de las palabras, condena a otras y anatematiza a quien osa utilizarlas, y produce una «ruptura lingüística» y, por tanto, epistemológica con el pasado. Provoca un debilitamiento letal de la continuidad de nuestra civilización. El «lenguaje políticamente correcto» conduce (ello ya está ocurriendo) a una censura de los textos del pasado. La cancelación de textos de nuestros autores clásicos por presunto lenguaje incorrecto ya es una realidad en numerosos centros educativos. Lo hacen profesores que han asumido esta nueva mentalidad. La función del libro, de la que hablaba Descartes, de posibilitar el diálogo entre las distintas generaciones se desvanece. La pretensión de Lewis Carroll en Alicia en el país de las maravillas se hace realidad. El poder consiste en que las palabras tengan un sentido distinto al que tenían, tengan el sentido que yo quiera darles.

¿Podemos aceptar resignadamente la nueva tiranía del «lenguaje políticamente correcto», que es la primera característica de las sociedades totalitarias que describen las utopías del siglo XX? ¿Debemos dejar que se deslicen en nuestros documentos, en el lenguaje público que usamos? Muchos de nuestros amigos nos dicen: ¿por qué hemos de negarnos a acomodar nuestro lenguaje a estas nuevas reglas, si los demás lo hacen, si están empezando a dominar la misma vida parlamentaria? ¿No resulta «rancio» apartarse de las reglas de la corrección política? ¿No es una batalla perdida? ¿Es tan grave que nos sometamos a algo que sólo consiste en palabras?

Creo que debemos contestar ineludiblemente estas preguntas. Sé los riesgos que ahora comporta enfrentarse a esta dictadura de los espíritus. Percibo en muchos de nuestros amigos sus medios, su autocontención para no sobrepasar los límites que ya nos han impuesto. Pero me parece que no podemos permanecer indiferentes y que hay que dar la batalla contra el «lenguaje políticamente correcto» para salvaguardar una sociedad libre y nuestra civilización.

LA DEMOCRACIA PARITARIA

Esta propuesta es pura «ingeniería social» y va en contra radicalmente del «orden espontáneo» que garantiza la libertad. Si se aplica sólo a la política, convierte a ésta en algo irrelevante, además de causar un grave daño a las libertades políticas. Imponer  coactivamente cuotas en las listas de representación, por ejemplo, o en los órganos colegiados de gobierno, sería crear «otra democracia», que ya no se basaría en el carácter «artificial» de unos vínculos entre ciudadanos, que prescinden de cualquier otra consideración (ni el sexo, ni la edad, ni la raza, ni la profesión que uno tenga, ni las condiciones personales) que no sea exclusivamente la de confianza.

Oponerse a la «democracia paritaria» parece que tiene costes, sobre todo cuando todos los demás dicen que la defienden. ¿Cómo vamos a oponernos a alcanzar cuanto antes la igualdad de la mujer, no sólo ante la ley, no sólo la igualdad de oportunidades, sino la igualdad real y efectiva, hasta matemática?

¿Pero nos damos cuenta de cuáles son las consecuencias de la aceptación de este «modelo» de democracia para la misma democracia y para la sociedad? Sabemos que no es el primer intento de modificar las bases conceptuales de la democracia. En el pasado se han defendido por muchos (todos ellos con un rasgo común: ser enemigos de la libertad) democracias con adjetivos: la democracia «orgánica», la democracia «popular», la democracia de «los soviets», etc. Han sido siempre intentos promovidos para desvirtuar el modelo de democracia al servicio de una sociedad libre. Este nuevo intento descansa en una concepción indebida de la igualdad. ¿Y no hemos experimentado suficientemente a lo que conducen las «ingenierías sociales» hechas bajo la exaltación de la igualdad?

LA DISOLUCIÓN DE CONCEPTO DE MATRIMONIO

También estamos aquí ante un ejemplo paradigmático de «ingeniería social». El matrimonio -el sentido etimológico del vocablo es claro- es una institución social para la protección civil, social, de la maternidad. Sin maternidad no hay matrimonio. Desligar a esa institución de su fin primigenio es desvirtuarla, con efectos -¿quién sería capaz de negarlos?- de una enorme envergadura para el conjunto de la sociedad. Es el inicio de otro tipo de sociedad: una sociedad en la que la natalidad ya no se basaría en la filiación natural, que, por exigencias de la naturaleza, es heterosexual. La filiación acabaría, en pasos sucesivos y rápidos, formando parte del comercio de esa sociedad. Los escenarios de este tipo de sociedad están descritos y no hace falta reproducirlos aquí. Para satisfacer los «derechos» de adopción de los nuevos «matrimonios», incapaces naturalmente de engendrar, habría que proveer un banco de neonatos susceptibles de ser adoptados, lo que provocaría una especialización de la función reproductora que ejercerían, quizá como nuevo oficio, determinadas mujeres. Evidentemente estos nuevos planteamientos estarían plenamente legitimados socialmente -de ello precisamente se trata- en virtud del reconocimiento de lo que llaman «nuevos derechos».

Una vez más, se trata aquí de forzar el «orden» de la naturaleza, como base de unas instituciones civiles. Creo que está suficientemente probado que la familia basada en el matrimonio (sea cual sea su formalización), con igualdad plena de los cónyuges, no sólo es compatible con un «orden de libertad», sino que contribuye decisivamente a él, si concurren unos supuestos determinados (que son, por cierto, los que establece nuestra Constitución). El «matrimonio homosexual» produciría una mutación constitucional muy seria, pero es mucho más que eso: es un cambio radical de sociedad.

LA LEGALIZACIÓN DE LA EUTANASIA

La legalización de la eutanasia está en el horizonte de nuestras sociedades. Algunas ya la han adoptado. En la nuestra se abre paso con fuerza. Parece que es una dinámica irresistible. Parece que oponerse a ella es una batalla perdida. Y, por ello, se nos aconseja acomodación a los nuevos tiempos. Probablemente, estableciendo cautelas, tasando los supuestos admitidos. Algunos hoy ya se nos presentan como muy aceptables. El planteamiento de defensa de la eutanasia, como sabemos, es doble. Por una parte, cada persona tiene que tener reconocido el derecho a hacer de su vida lo que le plazca, con tal que no dañe directamente a terceros, y ello incluye acabar con ella cuando quiera, incluso con la ayuda de otro. Por otra parte, se nos dice que hay situaciones vitales que no merecen ser vividas. Por compasión y también en atención a los intereses de la sociedad es aceptable eliminar esas vidas. Siempre con cautelas, con «garantías» para no extralimitarse.

El escenario al que llegaríamos con la legalización de la eutanasia, tras una serie de pasos sucesivos y rápidos, una vez que se hubiera dado el primero, es el de una sociedad dominada por un nuevo terror. El terror de llegar a unas condiciones en las que el mantenimiento de la propia vida ya no sería aceptable para la sociedad misma. Al miedo natural a la muerte natural se añadiría un nuevo terror a la muerte provocada por razones sociales. Sinceramente digo que esta sociedad no responde a lo que yo entiendo por un «orden de libertad» y, por supuesto, al vaciamiento del concepto de dignidad humana. Los que ahora llamamos discapacitados, si su discapacidad fuese grave e irreversible, estarían en riesgo permanente de ser eliminados. Bueno, no quiero entretenerte más ahora en la descripción de lo que a mí me parecen consecuencias catastróficas, si abrimos paso, aunque sea suavemente, al principio de la admisión legal y social de la eutanasia.

¿Debemos mantener una posición firme y clara contra la eutanasia? ¿O debemos, también, buscar fórmulas para atenuar los efectos que nos parecen más perniciosos? ¿No podemos llegar a la conclusión de que por ahora la batalla está, también aquí, perdida? ¿No debemos callar y otorgar? Pero ¿defendemos así una sociedad libre y la dignidad humana?

LOS DERECHOS DE LOS ANIMALES

Parece que es una cuestión menor, pero no lo es. Algunos de los gurús de la nueva sociedad posmoderna, como lo ha hecho Gray, por ejemplo, defienden sin ambages los derechos de los animales. El ser humano sería un animal más, que se diferenciaría de las otras especies animales, en aspectos parciales y secundarios. El «humanismo» que tiene su origen en la Antigüedad clásica y en la concepción judeocristiana debería ser cancelado de nuestra cultura. Habría que considerar falsa una concepción que hablara del hombre como el «centro» o el «rey» del universo. La nueva tesis supone el desmoronamiento radical del concepto de humanismo, del que se ha basado nuestra civilización. Conduce a la muerte del concepto de dignidad humana.

La compasión por los animales abre el camino que conduce, con saltos indebidos, a mi juicio, a la proclamación de los «derechos» de los animales. Ya el principio, hasta ahora sagrado, de que sólo el ser humano es titular exclusivo de derechos y deberes se desvanece. Hemos dado los primeros pasos en esa dirección. Hemos introducido, por ejemplo, la protección penal de los animales domésticos. ¿Pero por qué éstos sí y no otros? Algo resulta evidente: si todo ser viviente es titular de derechos (sólo de derechos, porque es imposible a los animales exigirles obligaciones) estamos devaluando y haciendo desaparecer el concepto de derechos y deberes en que se basan nuestras sociedades en libertad.

LA MANIPULACIÓN GENÉTICA

La manipulación genética es la más sofisticada forma de «ingeniería social». Es curioso que nos horroriza pensar en una manipulación genética diseñada por un Estado de rasgos totalitarios, que sirviera como nuevo instrumento de dominación. La eugenesia asociada al nazismo nos produce una profunda repulsa.

Pero no sucede así en la mentalidad que se va extendiendo, basada en un individualismo de derechos sin deberes, si la manipulación genética es producto de decisiones individuales para fines que los individuos consideran que sirven para aumentar las propias satisfacciones. Si puedo decidirlo y se me permite hacerlo, ¿por qué voy a renunciar a elegir el sexo de mis hijos, el color de sus ojos, su estatura, su capacidad de memoria o su resistencia a determinadas enfermedades? En este punto estamos dando también los primeros pasos. Empieza, parece ser, a resultar aceptable para algunos la manipulación genética con fines terapéuticos, incluso la clonación humana para tales fines. ¿Pero cuál es la frontera entre fin terapéutico y eugenésico? Aunque dedicáramos interminables estudios y debates, siempre serían arbitrarias y por lo tanto movibles. Las fronteras de los fines terapéuticos se irían ampliando (aduciendo motivos de cualquier índole), hasta que la distinción acabaría considerándose sin sentido. La sociedad poshumana estaría al alcance de nuestra vista.

Vuelvo al principio. Debemos preguntarnos cómo podemos tratar políticamente este diseño y cada uno de estos desafíos. Ya conoces mi tesis. Aunque no parezca claro a primera vista, veo detrás de todos estos puntos un proyecto que, aunque no lo reconozcan quienes lo sostienen, constituye un nuevo camino de servidumbre. Por ello no veo otra opción, si queremos mantener la defensa de los valores de una sociedad libre basada en la dignidad humana, que la de enfrentarse a él. Aunque pueda parecer duro navegar contra corriente. El centrismo no es la abdicación de principios, no es acomodarse a los vientos que corren. ¿Qué hicieron los pensadores y los políticos más lúcidos cuando la marea de la cosmovisión marxista inundaba nuestras playas y fascinaba a tantos? ¿Nos debemos conformar con que algunos intelectuales denuncien sus consecuencias y pronostiquen su fracaso histórico? ¿No cayó, al final, el muro de Berlín?

Reanudaremos nuestra conversación. Un gran abrazo.

Artículo original en el N97 de Nueva Revista.

Político y periodista (1946-2024). Ha sido a lo largo de su dilatada trayectoria, director general de RTVE y secretario general de Educación.