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Que me dirían si les hablo de un político que renuncia a una paga vitalicia cuando deja el cargo, que se deja grabar en la intimidad de su hogar y que además habla de ilusionar y de pactar. Seguro que pensaran en los nuevos políticos que copan las televisiones y que han irrumpido en el Congreso tras las últimas elecciones generales; pero no, de quien estamos hablando es de Adolfo Suárez, presidente del Gobierno de 1976 a 1981. Suárez era ya nueva política antes de que se empezara a hablar de ella.

No es de extrañar que los nuevos y jóvenes líderes políticos se quieran mirar en el espejo de Suárez. En particular Albert Rivera y su partido, que parece verse impelido a encarnar en esta época lo que fue el de Cebreros para aquellos tiempos.  Aun así, no todo el mundo tiene tan claro el paralelismo. El propio hijo del presidente, Adolfo Suárez Illana, no pierde ocasión para reivindicar a su padre (la última vez en una tribuna de ABC: “Hay quienes están muy interesados en proclamarse herederos de Suárez; por desgracia, mucho más que en aprender de Suárez y su obra (…) Se invoca a Suárez, pero es para lanzarlo como arma arrojadiza, no para imitar sus virtudes”) y reprochar a los que quieren mimetizarse con el líder de la Transición y llevarse así el agua a su molino.

No obstante, todos los esfuerzos de Suárez Illana serán en vano porque a estas alturas, como les suele suceder a las grandes figuras históricas en España, cada cual tiene su propio Suárez. Su hijo tiene el suyo, por supuesto, Albert Rivera tiene otro, e incluso Pablo Iglesias y Mariano Rajoy cuentan con uno diferente al de los otros. No está de más que se defienda lo que representa el primer presidente de la democracia, más cuando no es que Rivera se acicale con su reflejo, sino que desde Podemos plantean a las claras liquidar su legado.

Suárez siempre estará de actualidad. Pasa cierto tiempo y de nuevo alguien lo reclama para justificarse, para honrarle o para mancillarle. Incluso Artur Mas, todavía con el lecho del difunto caliente, se atrevió a arrimar el ascua de Suárez a la sardina independentista. Es curioso que después del auténtico calvario (político y vital) que sufrió desde su renuncia a la presidencia, ahora sea un valor en determinados discursos. Desde sus intentos de construir un espacio en el centro político, un “partido bisagra” (¡qué les parece!), con el Centro Democrático y Social, donde ante el entusiasmo de las masas Adolfo repetía aquello de “aplaudidme menos y votadme más”, hasta su abandono de la política, padeció el abandono y la indiferencia hasta que ya, enfermo y ausente, recibió cierto reconocimiento. Supongo que hay algo de justicia  en hacer ahora de Suárez un referente. El presidente de la Transición es un activo electoral, una figura que los ciudadanos identificamos con unos valores y que cuando alguno de nuestros políticos mienta, que quede claro, nunca es por casualidad.

Un chusquero de la política. A diferencia de lo que hoy se estila entre las nuevas formaciones políticas, muy críticas con los políticos que no tienen otra profesión y que han escalado puestos en el organigrama del partido, Suárez fue precisamente eso, un chusquero de la política, como él mismo se definía. En el régimen franquista era lo que hoy llamaríamos un “pegacarteles”. Formo parte de la Secretaría General del Movimiento, fue jefe del Gabinete Técnico de la Vicesecretaría General del Movimiento y director del Gabinete Jurídico de la Delegación Nacional de Juventudes. Procurador en Cortes y Gobernador Civil de Segovia hasta llegar al puesto que todos le conocemos de Director general de Televisión Española. Tras la muerte de Franco, en el Gobierno de Arias Navarro fue ministro-secretario general del Movimiento. Suárez hizo carrera política, escaló puestos en las estructuras de poder franquistas y llegó desde ahí a la cúspide del poder.

Llega al puesto de presidente sin ninguna credencial entre las élites del agonizante régimen ni entre la oposición, sin ningún apoyo popular. Fue recibido con frialdad. Un hombre de perfil más bien bajo, que no había sido un estudiante brillante, que no había optado a unas grandes oposiciones del Estado, proveniente de una familia de Ávila de clase media-baja. Pero era precisamente esto lo que lo acercaba a la mayoría, lo que le permitía empatizar con el hombre corriente. Pronto demostró lo diferente que era a todo lo que habían estado acostumbrados los españoles. Ya apuntó maneras cuando el derrumbamiento de los Ángeles de San Rafael, una tragedia con 58 muertos y 147 heridos. Suárez se desplazó al lugar del siniestro y dio las primeras órdenes para la evacuación de los heridos. Algunos incluso criticaron que el Gobernador Civil no estuviera en su despacho, pero Adolfo estaba allí acompañando a las familias, interesándose por todos, quitando piedras, en el centro de la acción. Por cómo se desenvolvía parecía más un joven político americano que un jerarca del régimen de Franco. Con Suárez llega la política a España.

Desde el sofá de casa. 6 de julio de 1976. De entre la terna que le presenta el Consejo del Reino al Rey Juan Carlos este designa a Suárez como presidente del Gobierno. Adolfo quiere dirigirse a los españoles, conoce como nadie el poder de la televisión y quiere empezar a explotarlo desde el principio. Dicen que dio el discurso desde casa porque no había otro sitio. Aun no era oficialmente el presidente y no podía disponer de la sede del Gobierno, tampoco podía darlo, por motivos obvios, desde su antiguo despacho de secretario general del Movimiento. Así que lo dio desde el salón de su casa.

Ahora cuesta imaginar el impacto que generó ver al recién nombrado presidente del Gobierno por la televisión, desde el sofá de su casa, mirando a los ojos a los espectadores, jovencísimo comparado con los que se dedicaban a la política en aquel entonces. Aquello asombró a todo el mundo, suponía una ruptura sorprendente, desde el escenario, la postura frente a la cámara del propio Suárez, casi de confidencia, el tono cercano del discurso, muy alejado de la pomposidad y la alambicada liturgia del régimen. El contenido de aquel discurso se complementaba a la perfección con el continente. Todo ello generó un impacto muy significativo en los españoles que se congregaban frente al televisor, expectantes ante la incertidumbre. De pronto, un joven político les habla desde su casa de cosas como futuro, ilusión, paz, libertad o pueblo. Suárez estaba aquel día estrenando una democracia que la mayoría no llegaba ni a imaginar. Si bien quedaba mucho por hacer para que España fuera un régimen democrático, aquel día de verano el abulense, en mitad de la decrepitud del tardofranquismo, estaba ya, aunque sólo fuera en las formas, situando a España a la altura de una democracia plena.

Suárez logró conectar con los españoles como nadie lo había hecho hasta entonces y, quizás como nadie lo ha vuelto a hacer. Con aquel discurso el presidente transmitió confianza y cercanía, así lo recuerdan los que lo vieron y escucharon. Con aquella aparición televisiva exportaba una forma de hacer política que aun hoy nos parece que está por explotar del todo en España. Una forma de hacer política a “la americana”, lo que  significaba llevar la política a la calle, saludar a los ciudadanos, salir en la televisión. Eso era también parte de la democracia. Y en ese aspecto, como se ha dicho algunas veces, Suárez era un político español de estilo kennediano, alejado de esa imagen gris de los políticos franquistas.

Es verdad que Adolfo Suárez demostró un virtuosismo poco común en la comunicación. Sobre todo en el uso que hizo de la televisión podemos adivinar una desenvoltura que todavía hoy nos parece rupturista. No obstante, no podemos soslayar que Suárez disponía de un canal único y que el tratamiento con los medios de comunicación ha cambiado mucho de entonces a ahora. Lo que sí hay que reconocerle es que tenía una visión de la política como un ejercicio constante de comunicación y lo demostró en los momentos de crisis, con una multitud de mensajes televisados, frente a una única rueda de prensa que concedió durante toda su presidencia.

“Puedo prometer y prometo”. Muchas veces se ha aventurado lo diferente que hubiera sido la Transición si en vez de contar con Adolfo Suárez como líder hubiera estado capitaneada por otros candidatos con mayores currículums y carreras más brillantes pero también con menos maniobra para conciliar posturas y menos capacidad de empatía. Suárez encarnaba una nueva generación de españoles dispuestos a superar el pasado y era a ellos a quienes dirigía cada uno de sus mensajes.

“Elevar a categoría política de normal lo que a nivel de calle es normal”, “el futuro no está escrito porque sólo el pueblo puede escribirlo” o la famosa coletilla de la campaña electoral del 77, “puedo prometer y prometo” son sólo algunas citas de los discursos de Suárez que han quedado en el imaginario colectivo de los españoles. Le escribían sus intervenciones pero él las repasaba y releía una y otra vez, haciendo anotaciones en los márgenes, hasta que hacía las palabras completamente suyas. Luego no leía los discursos, los interpretaba. Suárez tenía un altísimo sentido de la retórica y lo demostraba en cada una de sus intervenciones, desde sus famosos mensajes televisados, pasando por las alocuciones en el Congreso o en los mítines de campaña. Creía en la capacidad de convencer mediante la palabra y apelaba mucho más en los debates parlamentarios a la persuasión que al ataque.

La gran mayoría de los discursos de Suárez giran en torno al proyecto de democratizar el país. No existe una profunda cimentación ideológica, más bien se trata de una defensa de la democracia que va perfilándose desde el llamamiento a la reforma de las leyes del Movimiento hasta la firme proclamación del pueblo como protagonista de la nueva etapa. Es difícil cercar a Suárez en algún estanco ideológico, nunca fue ni muy conservador ni muy progresista. Defiende la libertad como valor supremo y asume un concepto del orden conservador. Por su parte, la UCD fue siempre una amalgama ideológica conformada por multitud de familias, desde socialdemócratas a conservadores, que dieron más de un disgusto a su líder. De hecho el gran fracaso de Suárez fue no poder sustentar su proyecto sobre la base un partido político. Una vez abandona la presidencia intentará ocupar el centro político con el Centro Democrático y Social, una suerte de “partido bisagra” que pretendía contribuir a la gobernabilidad del país desde el centrismo. Fracasó y se retiró definitivamente de la política, admitiendo, curiosamente, que los partidos de centro no tenían espacio en España.

El talismán Suárez.La mayoría de los españoles identifican hoy a Suárez con valores como moderación, consenso o tolerancia. La Transición está instalada en el imaginario colectivo de la mayoría de los españoles como una experiencia positiva para el país y este valor quiere ser aprovechado por los partidos. La disputa por Suárez es en definitiva la disputa por el centro. Es por ello que hoy, tanto la Transición como su principal líder son ejes del debate, porque les sirven a los partidos para situarse en el espacio electoral que les interesa.

Por ejemplo, para iniciar la última campaña electoral, Mariano Rajoy se desplazó a Ávila y junto al monumento que el presidente tiene en esa ciudad y acompañado de su hijo, Suárez Illana, reivindicó la forma de hacer política del líder de la Transición, basada en firmes convicciones y acompañada de moderación, diálogo y tolerancia. El Partido Popular recuperaba la figura de Suárez ante la insistencia de Ciudadanos por hacer suyo el legado de concordia y consenso del presidente. Ambos partidos se encuentran disputándose un espacio electoral similar y en este enfrentamiento sus posturas ante la Transición y cómo esa experiencia se proyecta sobre este periodo, que exige también de pactos y acuerdos, resulta fundamental.

La última alusión de Rivera al presidente Suárez fue en el debate de investidura de Pedro Sánchez, apelando a la “valentía y el coraje” de los que hicieron la Transición. En muchas ocasiones el líder del partido naranja ha reclamado una segunda Transición. Desde esta formación comparan el momento actual con el de entonces y reclaman las fórmulas de entendimiento que puso en práctica Suárez. Ciudadanos ha integrado en su propio relato a Suárez como un referente, además aspiran a ocupar el espacio político de la UCD, el espacio del centro. Albert Rivera, cuando habla de reeditar los pactos de la Transición, mal disimula sus ansias de ocupar él mismo el puesto de Suárez.

Diametralmente opuesto se encuentra Podemos. La formación de Pablo Iglesias, de una forma más moderado algunas veces o con modos más radicales otras, es quien ha planteado abiertamente una revisión del proceso de la Transición. En este caso también la obra de Suárez les da redito electoral pero desde una posición opuesta a la de PP, Ciudadanos o PSOE, el cual, aunque Suárez no esté dentro de su discurso, sí han valorado la Transición de forma positiva.

Tanto la Transición como Suárez han ocupado un buen espacio en el debate político. Esto ocurre porque valores que se consideran importantes en la actualidad, como son consenso, moderación, centrismo, liderazgo, cultura del pacto…, están encarnados en Suárez. La situación de incertidumbre política ha puesto en valor el ejemplo de Suárez, por cuanto puede tener de respuesta ante los actuales desafíos. Pero esto no hubiera sido así si a los gabinetes de los partidos políticos no les hubiera interesado mimetizar a sus líderes (en esto Ciudadanos ha sido pionero) con los valores positivos que representa el de Cebreros. El líder la Transición es un auténtico talismán al cual se recurre para inspirar en la audiencia unas ideas y sentimientos muy determinados.

Es absurdo querer hacer del líder de la Transición una especie de Cid Campeador que gana elecciones después de muerto. Sin embargo; no deja de ser curioso observar como la figura de Adolfo Suárez ha llegado a ocupar un espacio tan relevante en la memoria histórica de los españoles como para que en la disputa por el centro político sea un tema tan relevante como lo puede ser la postura ante una reforma constitucional o la respuesta ante el desafío independentista en Cataluña.

“Mi misión es vender ilusiones”, llegó a afirmar en alguna ocasión. Creo que no se puede negar que el concepto que tenía Suárez de la política se aproxima bastante a lo que hoy llaman nueva política, digamos que se acerca a las formas de lo que está haciendo ya una nueva generación de políticos. La influencia que haya podido tener el ejemplo de Suárez en ello, o si se trata tan sólo de algo circunstancial sólo se podrá valorar en el futuro o quizás nunca llegaremos a calibrar del todo. Ojalá que no tengamos que repetir el brindis del presidente Suárez en uno de sus últimos actos como presidente del Gobierno, “brindo por España, esperando que tenga unos dirigentes políticos mejores de los que actualmente posee”.