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Para aquellos que creen en el mito del progreso, recordar el pasado constituye una actividad ociosa si no sirve para mostrar la superioridad del presente y, sobre todo, su insuficiencia frente a la perfección colocada en el futuro. Es por ello que estos creyentes encuentran pocos motivos para celebrar la Constitución de 1812 pues, nos dicen, ya estamos en otro momento, de modo que otorgar valor a tal Constitución no es sino un ejercicio de mitificación reaccionario. Lo que hay que hacer para progresar, sostienen, es desmitificar y, por tanto, desacreditar el pasado y el presente, y así seguir adelante y mejorando. Eso sí, el mito del progreso no está sujeto a revisión.

Esta actitud de crítica, subordinada a la teleología progresista, conduce necesariamente a la actividad inquisitorial puesto que de lo único que se trata es de justificar una condena que ya se ha emitido de antemano: las virtudes de la constitución esconden a priori serios defectos, que hay que desvelar, y si estos vicios ocultos se suman a sus defectos evidentes entonces, desde esta óptica progresista, tenemos que, efectivamente, el pasado se queda muy corto frente a la promesa del futuro. De modo que para estos paladines del progreso la Constitución de 1812 es como mucho una oportunidad para encontrar la justificación de sus prejuicios: ni es original, pues es una copia de la francesa de 1791; ni es liberal, aunque fuese allí donde se bautizara ese pensamiento político, porque no reconocía la libertad religiosa; ni funda la democracia en España, porque el sufragio estaba restringido. Por supuesto, el que se tome el esfuerzo de contrastar estos lugares comunes de la crítica progresista descubrirá que sus asideros son más bien escasos y que las virtudes de la Constitución brillan mucho más que la mezquina discusión de sus méritos.

No quiero decir con esto que la Constitución de 1812 no pueda ser comentada o debatida, lo que señalo es la inanidad de la crítica progresista que en su afán por desacreditar el pasado acaba por abolir toda diferencia entre lo bueno y lo malo, lo valioso y lo prescindible, lo que merece ser recordado y lo que no merece sino el olvido. Porque lo que oculta esa actitud superficial del progresismo es que la Constitución de 1812 es un texto político importantísimo en la historia de la libertad en España y que tiene enormes valores que no pueden ser ignorados si la libertad y la democracia nos importan. Estos valores además se combinan con otras virtudes no menores como su calidad formal o la universalidad de su mensaje político que proyectó su influencia, como probablemente no ha ocurrido jamás con otro documento político español, de un extremo a otro de Occidente, desde Rusia o Noruega a Portugal e Italia, y también al mundo atlántico de la América meridional y septentrional.

Sin embargo, los creyentes en el progreso, lejos de apreciar que la Constitución significa una respuesta moderna a la organización de las sociedades que concilia la libertad individual con la vida colectiva, se afanan en su inquina inquisitorial y así, en el terreno de las ideas, esta les produce insatisfacción por su falta de radicalismo: la constitución está demasiado reconciliada con ideales y creencias que atribuye a un momento del pasado y que, por tanto, han de superarse. Ahora bien, el mismo sujeto, cuando se ocupa de la experiencia política de la Constitución encuentra en ella un radicalismo que convierte en defecto: la Constitución de 1812 también es criticable porque no era adecuada al momento de España. La razón por la que se emite este juicio encuentra de nuevo su justificación en el prejuicio progresista: puesto que la promulgación de la Constitución de 1812 no dio paso a la realización de la utopía, entonces descárguese sobre ella la responsabilidad de no realizar el ideal. En esto era demasiado radical y por tanto, si fue un fracaso en el terreno de las ideas, también fue un fracaso por razones contrarias en el terreno de la práctica.

Ciertamente, si el pasado se ilumina bajo el dogma de una sociedad perfecta colocada como un futuro al que la humanidad ha de dirigirse o se dirige de forma axiomática, todo tiempo pasado es por definición peor y toda diferencia frente al cuadro colocado como futuro señalará un desvío y suscitará la sentencia de fracaso.

Sin embargo, si las cosas se contemplan con otra óptica, entonces la Constitución de 1812 constituye un documento con un valor permanente. Esto es, si la política no es la realización de la utopía de la sociedad perfecta sino, simplemente, la conversación que en una asociación civil sirve para proteger la libertad individual y organizar la vida colectiva, entonces la Constitución de 1812 tiene un valor permanente pues establece por primera vez en la historia española las normas fundamentales de la vida política, a través de cuyos principios se ha de organizar pacíficamente nuestra convivencia.

Por ello, no es casual que Francisco Martínez Marina, el gran defensor ilustrado de la Constitución de Cádiz, comenzara su Teoría de las Cortes, de 1813 explicando que la política constitucional es el resultado de la imperfección humana y no una política de la perfección: «La autoridad política justa y templada sin la cual no puede haber autoridad ni existir ninguna nación ni Estado, es efecto de pactos y convenciones humanas: los hombres la crearon» y, por tanto, ni tiene origen divino ni tiene entre sus adornos el atributo de la perfección. Martínez Marina aplicaba su reflexión al gobierno de los reyes, pero su crítica a un poder soberano perfecto vale hoy para cualquier tipo de gobierno.

Si recuperamos este punto de vista, que ha quedado velado por la escatología progresista, entonces veremos que la Constitución no está animada por la idea de un progreso hacia una sociedad soñada sino, más bien, por el deseo de una restauración de la libertad, que permita que la vida civil se desarrolle plenamente: no buscaba crear una sociedad nueva, sino hacer posible en su máxima dimensión la vida libre en la sociedad existente.

El que esto les parezca a algunos un proyecto radical y condenado al fracaso no significa que todos lo hayan visto de la misma manera. De hecho, algunos de los padres del credo progresista encontraron que la Constitución sí tenía «historicidad», esto es, que sí respondía a las necesidades verdaderas de una sociedad real. Por ejemplo, Antonio Gramsci, el célebre militante y teórico comunista italiano, en sus Cuadernos de la cárcel (1929-1935) se preguntaba por qué los liberales italianos habían tomado a partir de 1821 la Constitución gaditana como el objeto anhelado de sus demandas políticas. Para responderse, Gramsci dejaba caer retóricamente si esta adopción de la Constitución española era resultado de la pereza o del mimetismo, productos ambos del atraso italiano, para desmentirse afirmando algo verdaderamente interesante.

Según Gramsci, el agudo análisis realizado por Marx de la Constitución española de 1812 constituye una clara demostración de que esta era expresión verdadera de una necesidad histórica por parte de la sociedad española y que no era una aplicación mecánica de los principios de la Revolución francesa. La observación tiene actualidad porque nuestros progresistas, de miras más mezquinas, insisten en que la Constitución es el resultado de la apropiación del programa revolucionario francés. De modo que bajo esta afirmación puede leerse que todo lo que se aparte de dicho programa es condenable por atrasado pero, también, que la adopción de dicho programa es una importación artificial de un cuerpo extraño que necesariamente fracasaría al intentar arraigar en una naturaleza que le era impropia.

Como acabamos de ver en Gramsci, esta es precisamente una de las cuestiones a las que Marx presta mayor atención en su análisis de la Constitución de 1812. Este análisis se encuentra dentro de los artículos que el filósofo alemán escribió entre 1854 y 1857 para el periódico Daily Tribune de Nueva York, en la serie titulada «La España revolucionaria». Allí Marx nos señala que la Constitución de Cádiz se enfrenta paradójicamente a dos objeciones opuestas. Por un lado, ha sido acusada de ser «una mera imitación de la Constitución francesa de 1791 transplantada por unos visionarios al suelo español sin tener en cuenta las tradiciones históricas de España». Pero, por otro, ha sido igualmente acusada, de que «se aferra de un modo irracional a fórmulas caducas, tomadas de los antiguos fueros y correspondientes a los tiempos feudales». Marx ofrece una respuesta todavía valiosa a esta paradoja de la doble acusación de revolucionaria y reaccionaria que se levanta contra la Constitución afirmando que «lo cierto es que la Constitución de 1812 es una reproducción de los antiguos fueros, pero leídos a la luz de la Revolución francesa y adaptados a las necesidades de una sociedad moderna», y todavía añade que no se trata de una copia servil de nada, sino que es «un producto original de la vida intelectual española, que regeneraba las antiguas instituciones nacionales». Creo que vale la pena retener que es la llegada abrupta de la modernidad a España la que hace necesario innovar para conservar y, al hacerlo, se produce la regeneración nacional. Por tanto, ni mera preservación del pasado ni ruptura radical con el mismo encajan en la interpretación de la Constitución de 1812.

Juan Antonio Posse, cura liberal, en el discurso que predicó sobre la Constitución de 1812 y que publicó un año más tarde en La Coruña, se hace cargo de esta doble dimensión de continuidad y cambio al afirmar que la Constitución es la respuesta extraordinaria a una crisis política y social muy profunda: «Con muchas vicisitudes y trabajos, y aunque agitada de una de las más furiosas tempestades que haya experimentado gobierno alguno, se ha ido preservando la nave del gobierno de un entero naufragio bogando de una parte a otra, hasta tomar feliz puerto en la isla de León».

Añade, haciéndose eco de Montesquieu, que «la política debe consultar la disposición de los ánimos, y no ofender los modales públicos, cuando da leyes a un gran Estado, porque el genio de la nación es necesariamente más fuerte que el legislador». Pero, enunciada esta cautela, puesto que «una nación no puede ser libre, sino siendo ella misma su propia legisladora», las Cortes modernas son superiores a las antiguas, pues estas, «compuestas de señores, clero y ciudades», fácilmente se dejaban corromper y, al pensar más en su bien particular, que en el de sus representados, hacían que el pueblo, «que era contado por nada», se desinteresara de la «conservación de tan estériles privilegios».

Es por ello, concluye Posse, que la «grande obra» de nuestra Constitución es habernos hecho ciudadanos, «pues en ninguna sociedad debe haber nacimiento, ni título, que exima de los deberes del ciudadano, y la cualidad de este debe ser respetada en el último hombre». De modo que antes de la Constitución «no había consideración ni a que todos vivíamos bajo un mismo gobierno, de unas mismas leyes, ni a que todos hacíamos los mismos sacrificios […]. Cada uno tenía sus privilegios y sus usos particulares: nadie sabía quién era español. Ahora ya somos españoles los gallegos, andaluces, castellanos, etc., puesto que son españoles todos». De modo que es la Constitución la que nos vincula «a la patria en la que nacimos: de ti hemos recibido aquel noble orgullo que se llama honor nacional» y «aquella libertad razonable que puede tenerse en una monarquía».

En mi libro La constitución de la nación he querido dar continuidad a estos pensamientos con el propósito de retomar el valor de la política como protección concertada de la libertad individual, y no como el desarrollo de una utopía proyectada hacia el futuro con el fin de desacreditar la sociedad. Creo que es aquí donde radica la actualidad de la Constitución de 1812, que Martínez Marina deseaba que fuera eterna pues, como señalaba, «es la Constitución baluarte firmísimo de los derechos y libertades del ciudadano, sin la cual no puede haber libertad y las naciones dejan de ser naciones».

Profesor Titular de Ciencia Política de la Administración, Universidad Autónoma de Madrid.