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Cuando uno viaja a un país como Rusia procura actualizar datos y lecturas. Para un español, otros espacios europeos —latinos, germánicos, anglosajones, incluso eslavos de occidente— son más familiares por su historia, su cultura o su lengua. La lengua rusa es indoeuropea como la nuestra, pero el alfabeto es diferente y eso hace y significa mucho. En Rusia no hubo Edad Media latina, ni Renacimiento humanista. Y los hispanos casi no hemos tenido oportunidad de compartir experiencias históricas o políticas con Rusia. Peleamos contra Napoleón al mismo tiempo, pero a miles de kilómetros —o verstas– de distancia.

Mi otro viaje a Rusia fue en 1970, también en agosto como el de este año. En ambos casos las estancias estuvieron limitadas, por economía de tiempo y de la otra, a las capitales imperiales de la Rusia moderna, Moscú y San Petersburgo, a la que en el 70, bajo el zar Breznev, todavía llamaban Leningrado.

Lo de imperiales no está escrito al acaso. Porque un imperio fue y quiso ser Rusia desde finales del siglo xv hasta 1991. Ahora se halla en un proceso de transformación, cuyo final, como todos los futuros de la historia, es impredecible. Pero se puede aventurar que, ocurra lo que ocurra, Rusia será una gran nación y probablemente también una gran potencia. Sea cual sea la suerte de las regiones y pueblos periféricos —y algunos interiores—, todos los indicios apuntan a que el gigantesco torso de Rusia, —república, federación, unión o comunidad— no se va a ver troceado en los tiempos que vienen. Es muy grande y muy ruso y, por mal gestionado que haya estado o que esté, posee un volumen y una variedad de recursos naturales que solo se pueden comparar con los de EE.UU. Y la población de las grandes ciudades se halla a unos niveles de educación básica que, si existiera una motivación, daría fácilmente el «gran salto adelante». Ciertamente la inclinación al trabajo no parece ser la principal virtud de los rusos de ahora. Pero es que los ochenta años transcurridos desde 1917 son casi un siglo y con todo lo sucedido allí pesan más que una centuria.

Los principios del Imperio

Rusia fue y quiso ser imperio desde los Ivanes III y IV (siglos XV y XVI) hasta 1991. Después no se ha llegado todavía a saber bien a lo que aspira. No obstante, sus gobiernos y otras muchas de sus instituciones —iglesia, ejércitos, complejos industriales, fuerzas de seguridad, etc.— siguen teniendo responsabilidades imperiales. Un imperio es una nación o un estado que tiene bajo su gobierno vastos territorios y poblaciones que han sido políticamente colonizados o militarmente sometidos y ocupados por el poder de la metrópoli. En ciertos casos, entre esas gentes o pueblos existen algunos afines culturalmente al hegemonista. Así ocurrió, por ejemplo, con los itálicos y Roma, y en la Edad Media con sajones y carolingios. Pero es frecuente que se diferencien de sus dominadores en lengua, raza, cultura, tradiciones, etc., como sucedía en los grandes imperios coloniales de la Europa Occidental hasta la Segunda Guerra Mundial.

La vocación expansionista e imperial rusa fue más temprana que la de franceses y británicos. Y no por un afortunado azar como había venido a pasar con España y Portugal, sino casi por necesidad. Cuando el principado moscovita se hizo grande y acabó de liberarse de la subordinación a los tártaros, en el siglo XV, era un territorio interior, sin más puerto que algún recoveco del Mar Blanco, meses y meses helado. Moscú y sus príncipes, descendientes y sucesores de Alejandro Nevski, el santo patrón de Rusia, promovieron la expansión. Pronto, la voluntad política de los soberanos se encontró asociada con una pretensión de legitimidad que se convertiría en ideología. En 1453 cayó Bizâncio en manos de los turcos. Cuatro lustros más tarde, en 1472, Iván m de Moscovia se casaba con Sofía Paleólogo, princesa bizantina, sobrina del último emperador de Oriente. En Moscú, además, había un patriarcado, en principio vinculado al de Constantinopla (la segunda Roma), y este último, con la conquista de la ciudad por los turcos, había dejado de existir.

En esas circunstancias se alzaron voces de políticos y de eclesiásticos proclamando que Moscú era la «tercera Roma» como Bizâncio había sido la segunda. Iván III empezó a revestirse del título de «autócrata» en sus relaciones exteriores. (Autokrator era la traducción griega del imperator latino). En 1547, Iván IV el Terrible, nieto del anterior, fue coronado Zar, tomando como denominación una versión rusa del Caesar de los emperadores romanos. El príncipe de Moscovia se arrogaba el mismo título de Carlos V y de sus predecesores y sucesores en el Sacro Imperio Romano-Germánico de Occidente (K.U.K. siguió apellidándose la Majestad Apostólica de Austria y Hungría, después de despojada de la pretensión universalista que implicaba el nombre de Sacro Romano Imperio, precisamente en el Congreso de Viena al que asistía el Zar Alejandro I de Rusia). Por estos procedimientos y con la renovada mentalidad que con ellos se generaba, la vocación política imperial de Rusia se enriquecía y se honraba con una legitimación histórica y teológica que fue la doctrina oficial en «todas las Rusias» hasta 1917.

Después de la Revolución de octubre, con el advenimiento del régimen comunista, se produce un quiebro en esta historia. En vez de radicar la legitimidad del poder en el pasado, la URSS y el sovietismo declararon recibirla del futuro en una versión secularizada y abstracta de la anterior, pero funcionalmente semejante a ella. La antigua «vocación», que le nacía de dentro, es reemplazada por el novísimo destino que le viene de fuera, de la necesidad de la historia. La teología de la «tercera Roma» cedía su lugar a la contrateología del materialismo dialéctico e histórico. El imperio comunista no se contentaba con ser el del Oriente de Eurasia, sino que se proponía establecer el imperio universal del socialismo soviético. (Cuando Stalin formula o asume la doctrina del «socialismo» en un solo país, es para reencender el patriotismo, calmar temores occidentales, descalificar el trostkismo y manifestar que se acepta la partición consagrada entre Teherán, Yalta y Potsdam).

Expansión territorial y política

En el siglo XVI el imperio de los zares llegaba por el sur al Mar Caspio y por el norte al Blanco, y en algún momento al Báltico, además de penetrar en la despoblada Sibéria. Con las conquistas de Pedro el Grande, fundador de San Petersburgo, y muerto en 1725, el territorio sometido a los zares abarcaba doce millones de kilómetros cuadrados que se extendían desde el Báltico al Pacífico y desde el Ártico hasta Azov. Bajo Catalina II y varios de sus sucesores se dilataron las fronteras por el oeste y por el sur y se cubrieron las costas septentrionales del Mar Negro. Más tierras, nuevos pueblos, incluso algunos eurocidentales y de tan individualizada personalidad como Polonia y los bálticos, de cristianización romana y alfabetos latinos.

Con diversos incrementos y retrocesiones espaciales, ese es el imperio del que fue continuación la URSS. En él se agrupaban razas, culturas y religiones diversas como en los de las potencias occidentales hasta la Segunda Guerra Mundial. Pero con dos particularidades que diferencian netamente el caso ruso de los de Gran Bretaña, Francia y otros. El imperio ruso —y de la URSS— se caracteriza por la continuidad territorial y por la rusificación poblacional. Para advertir lo primero basta una mirada al mapa. Lo segundo se traduce en que entre los nuevos Estados independientes, las repúblicas y otros territorios hay casi treinta millones de rusos, que constituyen casi la cuarta parte de la población de esos espacios, y en que el idioma ruso es la lingua franca y más común en todos ellos. Las colonias de los europeos occidentales estaban en otras partes del mundo: África, la India u Oceanía, con mares por medio y a miles de millas de distancia. La colonización había sido política, administrativa, educacional, y de lengua, pero no de poblamíento. En la India, en Zimbabue, en Gabón, en Indonesia o en Zaire —ejemplos al azar— había, por así decir, «cuatro europeos» administrando o negociando, que se volvieron a las patrias metropolitanas de donde habían salido ellos o sus abuelos y ya está. (Se quedarían los misioneros que enseñaban una religión que era por igual para nativos y colonos).

Sé muy bien que lo que acabo de escribir no es exacto, pero estoy convencido de que es verdad. Y que es por el camino de reflexiones como éstas por donde se alcanza un principio de comprensión de lo que está siendo y va a ser el proceso de «descolonización» del imperio ruso-exsoviético, tan diferente de lo que sucedió en otros lugares en los decenios cincuenta y sesenta. Quizá se asemejará más a la disolución del imperio otomano, que tardó más de un siglo en consumarse, si no es que está todavía sin terminar del todo, por lo que se ve que pasa en los Balcanes. Los dominios de la Sublime Puerta disponían de continuidad territorial, si bien no existía en los espacios europeos, ni en los árabes, una «otomanización poblacional» de las proporciones y rasgos de la rusa. Basta recordar los ambientes de los rincones griegos del Asia Menor tal como los pinta Kazantzakis. En la pequeña ciudad de su héroe Manolios apenas si había otros turcos que el «ajá», su alguacil y unos cuantos más.

La descolonización imperial rusa tardará menos que la turca y probablemente desarrollará formas de cooperación no previstas por nadie, pero impuestas por los intereses comunes cuando se vayan calmando las pasiones. La «descolonización rusa» no ha sido impuesta por derrotas militares y desde foros políticos ajenos, como ocurrió en el Congreso de Viena con Napoleón y en Versalles con Turquía. El comunismo, como dijo Juan Pablo II en sus declaraciones a Messori, se ha caído solo. Ahora hay nuevas y poderosas tecnologías, las economías son de otro modo, entremezcladas e interdependientes, y los instrumentos del poder, hasta los burocráticos y militares, son muy distintos de los de hace medio siglo. Finalmente, también ha de influir en la evolución de los acontecimientos que en la actualidad, aunque a veces no lo parezca, hay más orden en el mundo.

La crisis del Imperio

En 1991, el imperio de la URSS comprendía el antiguo de los zares, menos Finlandia y gran parte de los territorios polacos anexionados en las particiones del siglo XVIII, más Georgia plenamente incorporada, la Prusia Oriental, la Moldavia exrumana y el resultado de ciertas modificaciones fronterizas en el Continente europeo y en la islas del mar del Japón. En total veintidós millones de kilómetros cuadrados. Ese fue el mapa resultante de Yalta y Potsdam. A esos vastos espacios sometidos al gobierno directo de la URSS y del PCUS, habría que añadir las naciones ocupadas políticamente por partidos comunistas de obediencia moscovita y militarmente por los ejércitos soviéticos a título del Pacto de Varsovia. Es decir, las tierras y estados europeos situados entre el «telón de acero» y las fronteras oficiales de la URSS.

La descolonización empezó por este glacis político occidental guardado por los soldados del Pacto frente a los de la OTAN. La agitación social, política y espiritual en Polonia fue una especie de señal de salida para la etapa final. Resultó que en Moscú no había la capacidad política, ni quizá material y técnica, para intentar una represión como las de Berlín (1953), Budapest (1956) y Praga (1968). La «soberanía limitada» de los países que en Occidente llamábamos satélites se vino abajo ella sola, como ocurriría con el muro de Berlín. A tan pocos años de distancia todo ese episodio recuerda el viejo cuento popular del príncipe desnudo. Las tropas soviéticas se replegaron a un ritmo que nadie se hubiera atrevido a predecir. Nueve naciones europeas —sin contar las de los Balcanes, que no estaban sometidas a la URSS, pero cuyos gobiernos tenían en Moscú el referente ideológico— recobraron una verdadera soberanía. Eso no afectaba directamente al «imperio», pero abrió paso a su resquebrajamiento.

La independencia de las repúblicas exsoviéticas de Europa y Asia ha constituido el segundo momento, si bien se trata de procesos que todavía adolecen de cierta fluidez. No basta levantar una bandera, enviar representantes a la ONU y cambiar el juramento de los soldados para ser un verdadero Estado. Si París y Londres conservan aún tanto peso en sus antiguas colonias, es previsible que será mucho mayor el de Moscú en las repúblicas independientes exsoviéticas, en cuanto Rusia se asiente. Es casi inextricable el conjunto de hilos y de lazos económicos, culturales, educativos, sociales, de comunicaciones, hasta de usos y costumbres, que existen entre el socio mayor —y antiguo gestor— de la colectividad URSS y sus compañeros. Todo ello marcado y condicionado por los dos rasgos que singularizaban al imperio ruso y de la URSS, de que he hecho mención repetidamente: la continuidad territorial y la rusificación poblacional, con sus consecuencias demográficas, políticas, partidistas y culturales.

Están, pues, por un lado, las repúblicas exsoviéticas de la periferia, entre las que varias por lo menos buscarán —y encontrarán— fórmulas de entendimiento con Rusia, cuando ésta se ponga en pie. Subsistirán también los problemas de los múltiples casos de comunidades étnicas y culturales interiores, es decir, incrustadas en Rusia y con rusos dentro, para las que será preciso que se arbitren sistemas de autonomía. Y se hallan, finalmente, los ciento cincuenta millones largos de rusos, étnica y culturalmente tales, que conforman el tronco demográfico de Rusia y que, en definitiva, serán los que tengan la palabra. Estos han de ser la solución, pero ellos mismos son también, en el plazo más inmediato, el principal problema. Se han quedado sin la ortopedia artificial y compulsiva del antiguo sistema dictatorial, partidista y «partidizado» del PCUS, la KGB y las mil diversas burocracias. Y quizá no han despertado del sueño, el mal sueño, de cuando les habían hecho creer que eran la gran potencia y la vanguardia del mundo.

Las dos ciudades imperiales

En comparación con el Moscú y el San Petersburgo (entonces Leningrado) breznevianos de 1970, se respira ahora en esas ciudades un clima de libertad. Uno tiene la impresión de que se puede decir lo que se quiera y de que no existe represión. Esta situación política y social parece disfrutar de un apoyo mayoritario, como demuestra la concurrencia electoral. La moneda está por los suelos, los salarios son bajísimos y la vivienda en condiciones que dificilmente serían admisibles en las naciones occidentales. Pero este último es un mal que ya existía, con las mismas características y no se sabe si con más o menos volumen y gravedad, hace un cuarto de siglo. Las ciudades y las vías de acceso a ellas están plagadas de anuncios de productos y empresas internacionales, así como de industrias menores y talleres rusos. Abundan los quioscos y modestos establecimientos provisionales de una especie de pequeño comercio emergente en los espacios libres de las principales plazas y calles y en los subterráneos para el tránsito de peatones y en los del metro de los lugares céntricos, sin que se sepa bien cuáles son concesiones o licencias de algún ente público y cuales inciativas espontáneas sin regulación. Los famosos grandes almacenes GUM de la Plaza Roja de Moscú (que, por cierto fueron construídos a fines del XIX bajo los últimos zares) son como un gigantesco multicentro de «boutiques» que en gran parte de los casos parecen ser franquicias extranjeras. Pero todo ello un poco tosco, pueblerino y hortera para gustos occidentales. Por lo que se ve, se deduce que hay «de todo», aunque probablemente muy caro para los consumidores locales. Las calles dan la impresión de una sociedad sin clases. Pero los automóviles, que circulan en número incomparable con el de veinticinco años atrás, apuntan claramente a que las clases se van sedimentando.

Los lugares de culto de la iglesia ortodoxa son numerosos y no solo respetados sino frecuentados por no escaso público. Dicen que en muchos lugares se advierte un cierto despertar de los sentimientos y de la práctica religiosa, que no deja de manifestarse en la asistencia a catedrales, capillas y monasterios.

La iglesia católica dispone de algún templo en las grandes ciudades y de un corto número de sacerdotes (veintitrés en la Rusia Europea, como se llama a la Administración Apostólica, con un obispo al frente, establecida por la Santa Sede en 1991). En el Moscú internacional hay alguna misa en latín. Y allí y en San Petersburgo las demás en ruso o en polaco.

¿Será capaz, en plazo corto o medio, la sociedad rusa de despejar la inercia que en muchos lugares y ocasiones, casi sin fijarse mucho, se advierte? ¿Acertará el país a sacudirse la burocracia anquilosada de una dictadura que tenía un ojo o un papel en cada casa, en cada persona, en cada cosa y en cada momento? Para eso la iniciativa ha de venir de los poderes públicos.

Antes de ir a la URSS en el 70, me repasé el pequeño libro de Fernando de los Rios, Mi viaje a la Rusia sovietista, en que narra su visita de principios de los años veinte. Aquello era una cárcel, con policías y milicianos armados en casi cada rincón de las fronteras, edificios públicos, hoteles, etc. Si bien todo ello dulcificado por la inobservancia y el desorden inseparables de la natural indisciplina eslava. En el setenta, las cosas seguían igual, pero la cárcel, para el viajero autorizado, era de burocracia y papel. Un volante en la policía de fronteras, otro en la aduana, un autobús especial para el hotel que previamente había contratado uno y que estaba registrado en los papeles. Otro papel más que se cambiaba en Intourist, para entregar el que se recibía allí en la recepción del hotel, donde finalmente, tras rellenar un nuevo formulario, daban al huésped una especie de vale que le permitía obtener en el piso correspondiente del hotel la llave de su habitación.

Ahora casi han desaparecido la mayor parte de esos trámites. Pero los visados han de solicitarse en los consulados o delegaciones mediante ejemplares triplicados, con varias fotografías y multitud de datos. La visa es una hoja a parte del pasaporte con fotografia y todos los datos que luego le retiran a uno al salir de Rusia. (También hay que cubrir una detallada declaración de las divisas que uno lleva, que, en principio, sería necesaria para cambiar en bancos o agencias y debería entregarse en la aduana al abandonar el país. Pero de ese documento nadie se vuelve a ocupar ni en bancos ni en fronteras).

La hora de las naciones

En este tramo final del siglo XX ya no existen los imperios. La URSS, continuadora del de los zares de todas las Rusias, ha sido el último de ellos. Es, paradójicamente, la hora de las naciones y también de esa enfermedad de los «nacionalismos» que en algunas de ellas se sufre. Es asimismo la hora de las cooperaciones o agrupaciones regionales de naciones, países y pueblos: unas meramente económicas, otras de vocación política, más las de defensa cada vez más próximas a convertirse en pactos de cooperación. Es razonablemente posible —y deseable— que el imperio que nació con los Ivanes, creció con Pedro y Catalina y se extinguió con Gorbachov no se parta en trozos enfrentados ni se balcanicen parcelas de su inmenso territorio. La Comunidad de Estados Independientes (CEI) de los eslavos (Federación Rusa, Ucrania, Bielorrusia) fue una idea prematura. Pero proyectos de ese orden podrán volverse en realidad. Depende, más que de ningún otro pueblo, de Rusia misma, si acierta con realismo y generosidad a pasar de Imperio a potencia, e incluso gran potencia, merced a su condición de ser la mayor con inmensa diferencia de las naciones que formaron parte de aquel imperio.

Fundador de Nueva Revista