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No hay señal más identificadora del fracaso de la política económica española que el paro. Es verdad que el PSOE fue el partido de la corrupción y la degeneración institucional. Es verdad que fue el partido que subió vorazmente los impuestos sobre los trabajadores españoles. Sin embargo, nada de eso lo identifica con exclusividad. El PSOE es sobre todo el partido del paro. Como reyes Midas al revés, todo lo que tocan los socialistas lo convierten en paro. Y cuanto más tiempo están, más paro hay: si no, que se lo pregunten a los andaluces.

Solo con irritante lentitud se ha abierto camino entre nuestros políticos la idea de que algo tiene que ver el marco institucional con este problema, y de ahí los intentos de reforma del mercado laboral. Tras el desastre socialista, que impuso la temporalidad y la dualidad del mercado y solo en 1994 osó abordar una reforma, a todas luces insuficiente, llega el acuerdo firmado entre los sindicatos mayoritarios y la CEOE.

No hemos perdido aún la fiebre del consenso: aquí cualquier acuerdo parece bueno por el mero hecho de existir. Nadie repara en que, por ejemplo, las recuperadas libertades políticas no pudieron impedir en los últimos veinte años que los ciudadanos de este país padecieran el más rápido incremento en la presión fiscal de la OCDE. Eso sí, todo de manera consensuada y democrática. Y algo similar ha ocurrido con este nuevo acuerdo: nadie se ha atrevido a ponerle peros, salvo Julio Anguita, lo que ya de por sí habla en favor del acuerdo (entre parentésis, en lo único que acertó Anguita es en recelar de la financiación de los sindicatos. Viniendo de un comunista, es curioso que no haya aplicado la misma suspicacia a la CEOE). A la fanfarria siguió además un peligroso compadreo y la certeza de que ahora sí se han resuelto todos los problemas y de que, si los empresarios no se lanzan a contratar, algo quedará claro como el agua: el paro es culpa de ellos.

Dejando al margen cuestiones de índole autonómica (que probablemente expliquen el recelo de la patronal catalana), este acuerdo tiene una luz y varias sombras. La luz principal es que se ha conseguido que los sindicatos acepten que la reducción del coste del despido favorece el empleo, en cantidad y calidad. Esto es muy importante porque invierte una antigua tradición.

Entre las sombras, destacan el continuado intervencionismo casuístico en este mercado; la intemperie en la que quedan los trabajadores que tengan entre 30 y 45 años; el poder sindical en los convenios; la concentración aún mayor de la representatividad en las cúpulas de la CEOE y UGT y ccoo; la imposición de los convenios sobre las pymes y, naturalmente, el hecho de que los 33 días de indemnización continúen situando a nuestro país a la cabeza de Europa.

Aparte del peligro ya mencionado de transmitir la idea de que no hay nada más que hacer en el mercado laboral, existe también el peligro de creer que el paro es un problema estrictamente laboral. Por supuesto, nada más lejos de la realidad. La ineficacia de nuestro mercado laboral está íntimamente ligada a otros factores de considerable importancia, sobre los cuales los gobiernos españoles no han estado, por decirlo suavemente, finos. Piénsese tan solo en los costes empresariales no salariales, tales como los impuestos y las cotizaciones a la Seguridad Social, y se verá el extenso camino que queda aún por recorrer. Otro tanto vale para las reformas microeconómicas, que también ofrecen un amplio campo para toda suerte de liberalizaciones.

El papel del Gobierno en todo esto ha sido bastante ausente y lúcido. Ahora, sin embargo, existe el riesgo de que las autoridades se lancen a aplicar el acuerdo tal cual y a embarcarse en nuevas disposiciones casuísticas, en vez de profundizar las reformas laborales, fiscales y de liberalización de los mercados. Todo ello con el agravante de que una eventual Unión Monetaria será particularmente dura para los países que no hayan liberalizado y flexibilizado suficientemente sus economías. Pero con una ventaja: el ciclo ha flexionado al alza y siempre es más fácil abordar reformas en la fase alcista. La última, la registrada en la segunda mitad de los años 1980, representó una oportunidad lamentablemente perdida por los socialistas. Habrá que ver qué hacen los conservadores.

Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, Universidad Complutense