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En los albores del siglo XXI una de las constantes del pensamiento político se dirige, una y otra vez, a repensar la esencia de un sistema, de un modelo que fue pensado y diseñado para que, en efecto, el gobierno del pueblo, para y por el pueblo fuera una realidad. Sin embargo, a pesar de que los pasos dados han sido claros y firmes, todavía observamos y contemplamos cómo en nombre del pueblo precisamente siguen pugnando por prevalecer determinados intereses parciales, sean de orden económico, sean de orden partidario, que impiden que la aspiración a la justicia y al bienestar de millones de seres humanos encuentre cumplida satisfacción. La democracia, como escribió Friedrich, más que un sistema de gobierno constituye un estilo vital desde el que es posible comprender las diferencias, desde el que posible poner en el centro de la acción del gobierno la mejora constante de las condiciones de vida de los ciudadanos.

Mucho se ha discutido, se discute y se discutirá acerca del sentido del interés general en los sistemas democráticos. Para unos, es la voluntad de la mayoría la que debe prevaler unilateralmente en cualquier caso, pasando por encima, si es menester de las minorías. Para otros, entre los que me cuento, el interés general constituye la expresión del bien de todos y de cada uno de los ciudadanos, de manera que el gobierno a la hora de aplicar sus políticas ha de tener en cuenta esta realidad y evitar la función de apisonadora que tantas veces comprobamos que constituye la esencia del mal gobierno en el seno de nuestras «ilustradas» democracias.

En cualquier caso, la teoría política sigue de moda. No podía ser de otra manera porque, estando todo inventado, también en materia de sistemas de gobierno, se observa una cierta vuelta a perspectivas unilaterales, de corte totalitario, desde las que se intenta a toda costa levantar concepciones de la democracia abandonadas desde el principio, bien sea por su imposibilidad racional de implementación (democracia de identidad), bien sea por su incapacidad real para posibilitar gobiernos con capacidad de atender a los intereses generales, entendidos éstos desde el pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario. A pesar de, cómo ha dicho Sartori, la democracia liberal ha vencido porque es la única democracia real que se ha podido aplicar, los intentos de desnaturalizar el gobierno de todos para implantar sistemas de gobierno de unos pocos sigue estando presente a poco que analicemos lo que acontece en algunas partes del mundo.

En efecto, el agotamiento del pensamiento marxista aplicado a la política al desvanecerse los modelos de socialismo a que dio lugar se rebela hoy contra su estrepitoso fracaso y pugna por el uso alternativo de las instituciones de la democracia liberal. Es el caso de la quiebra de los postulados del Estado de derecho, la gran conquista del pensamiento liberal que trajo consigo la primacía de la ley, el imperio de los derechos fundamentales de la persona y la separación de poderes. Trípode sobre el que se la levantado el edificio de la política y el derecho de la cultura jurídica moderna y que, sin embargo, poco a poco han sido asaltados por diferentes teorías y explicaciones que buscan, de una u otra forma, abdicar de los grandes principios para instalar dictaduras de hecho a partir de la subversión del orden constitucional e institucional. Me parece que es lo que está aconteciendo en Venezuela, Bolivia y Ecuador, donde se está experimentando, dos siglos después, con modelos de democracia identitaria, que diría Rousseau, que son esencialmente inaplicables pero que permiten su utilización fraudulenta por los agitadores de masas en detrimento de la convivencia pacífica de todos y de la búsqueda de modelos racionales y humanos, mejorables ciertamente, desde los que convocar a políticas sociales que ayuden a la gente a superar las lacerante situaciones de pobreza que todavía perviven por estas latitudes. La pobreza, está demostrado, se combate desde la educación y desde el compromiso de los gobiernos con los abandonados de este mundo, no desde la fragmentación y el uso monolítico y unilateral de todo el poder, sin admitir su separación o su compartición.

Como es bien sabido, en el origen del pensamiento constitucional nos encontramos con dos criterios, dos principios que algunos deliberadamente han intentado contraponer cuando se pueden explicar perfectamente desde la complementariedad. Me refiero al principio democrático y al principio de la superioridad de la Constitución como norma de las normas. El principio democrático, el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo es, en el plano de las ideas, una búsqueda de justificación racional al ejercicio del poder que, como ha señalado De Vega, parte del contractualismo de cuño iusnaturalista. Por su parte, la esencia de la teoría constitucional parte de la necesidad metafísica de que el poder, que tiende a la expansión, al crecimiento exponencial, pueda ser limitado, racionalizado a partir de una norma jurídica de general aceptación por el pueblo y por él elaborada. Es decir, el pueblo, encarnado en el llamado poder constituyente es el encargado de elaborar la norma en la que se definen las instituciones, los principios, los valores y los procedimientos a través de los cuales se ejercerá el poder. Ahora bien, según que nos situemos en una perspectiva o en otra, en la democracia de la identidad o en la democracia representativa, la cuestión será bien distinta. Veamos.

El pueblo es soberano, el titular de la soberanía es el pueblo. Sin embargo, como teorizó no sin cierto cinismo Rivarol, «dos cosas son verdad indiscutible: que el pueblo es soberano y que nunca el pueblo ejerce ni puede ejercer su soberanía». Es cierto, el pueblo no puede ejercer directamente la soberanía. Por eso surge la democracia representativa de forma y manera que el pueblo ejerce su soberanía de forma mediata, a través de representantes. Por otra parte, como sentenció Kelsen, la democracia sin control no puede durar. Por tanto, la soberanía sólo es posible realizarla, al menos en este mundo, de forma mediata y, por otra parte, ha de convivir con la realidad de control. Control y representación son, por ello, desde la perspectiva del pensamiento político proyectado sobre la realidad, dos constantes que han de tenerse en cuenta a la hora de la elaboración de la Constitución.

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Pues bien, a pesar de que la democracia representativa y la idea de control son elementos de racionalidad del sistema democrático en su evolución hasta el día de hoy, todavía encontramos teorías que pretenden llevar a la práctica el principio de la soberanía del pueblo en términos absolutos. A partir de esta convicción consideran que el pueblo sólo se obedece a sí mismo, sólo se da normas a sí mismo desde sí mismo. Es decir, el ser, la naturaleza del pueblo es la fuente del poder y del derecho, lo que sin modulaciones o correcciones es, además de imposible de aplicar, próximo al totalitarismo pues se renuncia a cualquier principio o criterio ajeno al ser mismo del pueblo, lo que, obviamente, nos lleva a un inmanentismo y a la arbitrariedad al no existir reglas o normas que garanticen la igualdad de todos los ciudadanos. Desde esta perspectiva, el poder del pueblo es soberano, es ilimitado. No es admisible la limitación del poder de forma externa al propio titular del mismo. La Constitución, por tanto, es legítima en la medida en que sea la prolongación del contrato social, en la medida en que es consecuencia del pacto social porque, en pura exposición rousseniana, es el mismo pacto social. Sin embargo, esta explicación, que puede tener la brillantez del racionalismo contractualista, no es posible construirla en la práctica, nunca ha sido posible implementaria. Es más, cuando se importó desde la óptica marxista, nos puso delante de nuestra consideración la aberración intelectual y practica del totalitarismo. Al final, la experiencia histórica demuestra que bajo la ilimitación y la soberanía aparecen una serie de aventureros que se apoderan de estas construcciones para, tras seducir a la masa, ejercer el poder de manera, por supuesto, absoluta, ilimitada y soberana, sin límite alguno.

Desde los postulados del Estado de derecho, o como consecuencia de ellos, comprobamos cómo ha triunfado en todo el mudo la democracia liberal que, por esencia, es representativa y parte del principio de la limitación del poder. En este marco, la Constitución es el instrumento de definición de los poderes, de su equilibrio, de su limitación y de la institucionalidad. La historia y la realidad dieron su espalda a la doctrina del pacto social y no tuvieron más remedio que alentar nuevas explicaciones. La teoría de la Constitución surge, por tanto, de la insuficiencia de estas teorías roussenianas, que el propio autor, terminaría por reconocer, al igual que el padre del positivismo, Kelsen, acabó su vida claudicando de sus principales aportaciones.

La teoría de la Constitución, una vez puesto en su lugar el principio democrático en su proyección sobre la realidad, trae consigo la separación entre gobernantes y gobernados, a partir de la cual en la propia norma suprema, la ley de las leyes, el pueblo, que es el poder soberano, expresado mediatamente, controla y limita la voluntad, ciertamente no soberana del gobernante. Efectivamente, la soberanía del pueblo, desde esta dimensión, expresa su capacidad de limitar el ejercicio del poder de quien lo tiene por voluntad del pueblo. Como ha señalado De Vega, frente a la democracia de identidad aparece la democracia representativa, en cuya virtud el pueblo elabora una norma que ha de regir la vida colectiva de los ciudadanos a partir de los parámetros desde los cuales se explica la democracia misma y de donde trae su causa: el Estado de derecho.

Y el Estado de derecho se apoya sobe una serie de vectores en los que se reconoce y desde los que adquiere pleno sentido. Me refiero, claro está, al principio de legalidad, al reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona y a la separación de poderes. Principios que expresan unos valores que constituyen la matriz cultural sobre la descansa la teoría de la Constitución. Teoría que tiene como presupuesto que el gobernante no es soberano. Más bien su régimen y poderes están diseñados en una ley (Constitución) que elabora el poder soberano (pueblo) en el marco de unos principios que confirman la centralidad de la dignidad del ser humano y sus derechos individuales, que nos inalienables y que el orden constitucional no puede más que reconocer y, en todo caso, estimular su efectividad. Si el gobernante fuera soberano, si no tuviera límites, el monarca o la propia voluntad general acabaría convirtiéndose en el poder absoluto, en la concentración de todos los poderes, instaurándose el totalitarismo consecuencia del inmanentismo de fondo sobre el que bascula la confusión del poder en unas solas manos.

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La democracia de identidad, por tanto, no es posible salvo sobre esquemas totalitarios. Rechaza toda suerte de limitación y todo intento organizativo que venga de fuera. En la democracia identitaria, el poder constituyente no tiene límite alguno, puede incluso legislar con carácter permanente, no se disuelve porque es la encarnación del Estado y es la genuina fuente del poder. Hoy, en el siglo XXI, la democracia representativa asentada sobre el Estado de derecho es el modelo a seguir. La democracia de identidad ha fracasado y no es más que una más de las diferentes opciones políticas que están en los museos de las ideas políticas: no es posible su instauración y, cuándo se ha intentado aplicarla, las consecuencias son de todos conocidas. Hoy, tras lo acontecido sobre todo en el siglo pasado con ocasión de la implementación de las ideologías cerradas en el viejo continente, la limitación del poder es un dogma libre de sospecha y de proyección universal.

En la teoría constitucional, el poder constituyente, elegido por el pueblo, tiene el encargo, la misión, la tarea de confeccionar la Constitución. La norma en la que se erigen las instituciones, se atribuyen los poderes y se establecen los principios y criterios sobre los que descansa el entero ordenamiento jurídico. Es decir, es el pueblo, en quien reside la soberanía, quien elige a los miembros de las Cortes Constituyentes, o Asamblea Constituyente, con el propósito de elaborar y aprobar la Constitución. El texto, una vez aprobado por los constituyentes ha de ser sometido a referéndum del conjunto del pueblo porque es la soberanía popular quien debe pronunciarse sobre el trabajo realizado por sus delegados o representantes, que eso son los miembros de la Asamblea, ni más ni menos. El poder constituyente, pues, una vez concluida su tarea, pierde su sentido y justificación. Desaparece y, a partir de ese momento, el principio, como dice De Vega, es la supremacía de la Constitución. Supremacía que lo es de la Constitución y de los valores en que se funda. Pasamos, de la soberanía del pueblo a la soberanía de la Constitución. Insisto, la soberanía, ahora de la Constitución, no puede derivar en ideología constitucional, integrismo o fundamentalismo constitucional porque, como antes señalábamos, la teoría constitucional se explica y se entiende a partir de los postulados del Estado de derecho: reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, principio de legalidad y separación de los poderes. De forma y manera que una Constitución que se apartara de estas premisas sería una «Constitución» al margen del Estado de Derecho, sería una Constitución fuera del Derecho. Hasta podría ser una Constitución dictatorial y autoritaria. Casos hay en la historia que quizás estén en la mente del lector en este momento, tanto del mundo occidental como del oriental.

En el marco del principio democrático y a través de la democracia representativa nos topamos con el poder constituyente porque, hoy por hoy, la única forma viable de organizar la comunidad política desde el Estado de derecho es, precisamente, la llamada democracia representativa. Como señala el profesor Pedro de Vega, esta manera de concebir la democracia, todavía no superada, parte de la distinción entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados. Ahora, si la soberanía popular reside en los representados y éstos la transfieren temporalmente a los representantes para que elaboren la propia Constitución, entonces esa soberanía del pueblo se dirige, se orienta hacia la efectiva confección de una norma de rango superior que obliga a todos, ciudadanos y poderes públicos.

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En otras palabras, el poder constituyente surge en este marco como un poder previo, ilimitado y total para hacer la Constitución, ni más ni menos. Mientras, los poderes constituidos, los que surgen de la Constitución, son poderes mensurados, limitados. Esta ilimitación del poder constituyente ha de ser entendida en el marco del sentido de la soberanía popular tal y como se expresa en la democracia representativa encarnada en el Estado de derecho. Si se pierde de vista la referencia, el contexto en el que opera el poder constituyente, hasta se podría justificar la existencia del constituyente más allá de la Constitución y, por cierto, la posibilidad de que dicho poder, trasciendo el mandato de quien dispone de la soberanía, se concrete en decisiones propias de los poderes construidos, tales como elaborar normas, resolver controversias entre poderes, o incluso nombrar autoridades. Cuando eso acontece, resulta que se está trabajando en un ambiente de profunda ideologización del poder constituyente al confundir la titularidad real del poder con el poder que se delega o se transmite para la aprobación de una Constitución que finalmente habrá de volver al poder de la soberanía popular, que será, en última instancia quien calificará, de una u otra manera la labor realizada en el seno de la Asamblea Constituyente.

En realidad, cuando tal cosa acontece lo que pasa es que se confunde la democracia de identidad con la representativa. O mejor, se utiliza alternativamente, desde las bases de la democracia de identidad los elementos propios de la democracia representativa. Es decir, se afirma, porque seguramente es lo que interesa desde la perspectiva de la conveniencia, que no siendo posible técnicamente el establecimiento de ese poder soberano directamente representado por la denominada voluntad general, se hace imprescindible usar la ficción de la división del poder para, sin admitirlo de verdad, asumir desde el constituyente todo el poder. Ciertamente, si Rousseau, si se levantara de la tumba, difícilmente admitiría la distinción entre gobernantes y gobernados, por ello, entre otras cosas, repugnaría la esencia misma de la construcción de la democracia identitaria a partir del contrato social. Sin embargo, como lo que verdaderamente se pretende es subvertir el orden establecido desde la afirmación del carácter absoluto e ilimitado del poder constituyente, entonces, como el fin siempre justifica los medios en estas construcciones de ingeniería intelectual, doctrinarismo y radical dogmatismo, entonces el poder constituyente, según quienes así argumentan, es autoatribuido por el propio pueblo y constituye la esencia y la encarnación de la soberanía.

El poder constituyente, nace en el marco de los esquemas representativos en su interacción con el principio democrático de la soberanía popular. Por tanto, el autor intelectual de tal concepto, el poder constituyente, no puede ser Rousseau como algunos todavía piensan. Si nos situamos en la argumentación del teórico revolucionario, resulta que, al no admitirse más poder que el único de la soberanía popular en forma de voluntad general, resulta que no por este camino encontramos el origen y sentido del propio poder constituyente. Poder que alcanza comprensión en el contexto de la separación de los poderes. No sólo porque es distinto de los poderes constituidos, sino porque es esencialmente diferente, aunque traiga de él su causa, del poder de titularidad popular, que será quien tenga que pronunciarse sobre la Constitución que ha de elaborar el mismo poder constituyente.

Con independencia de las conocidas discusiones entre Sieyes y La Fayette sobre si la paternidad del poder constituyente hay que situarla en Francia o en los Estados Unidos, es lo cierto que surge en el marco de los procesos revolucionarios que alumbraron el constitucionalismo liberal y que su sentido ha de situarse en la propia elaboración de la Constitución: ni más ni menos. Como reconoce De Vega, es verdad que Montesquieu no se refiere en sus libros al poder constituyente. Sin embargo, como muy bien razona el profesor de la Universidad de Madrid a quien seguimos en este punto, la existencia de los tres poderes tradicionales, que recíprocamente se vigilan y controlan como poderes constituidos, no se concebiría sin la existencia de un poder previo y superior en el que aquéllos cifraran la razón de su existencia.

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El poder constituyente ha sido clásicamente entendido como un poder ilimitado, como un poder absoluto en la medida en que es la encarnación de la soberanía del pueblo, como el poder soberano por excelencia. Se trata de un poder que crea otros poderes, que se dirige a elaborar la Constitución y que es un poder, se dice, que el pueblo se da a sí mismo por sí mismo. Suele hablarse en este punto de la analogía de la posición del príncipe legibus solutus y de la proyección de la idea absolutista de la concepción de la soberanía de Bodino. El propio Sieyes, como nos recuerda el profesor Pedro de Vega, decía que el poder constituyente necesita para ejercer su función verse libre de toda forma y de todo control. Sin embargo, hoy, dos siglos después de la peripecia de la revolución francesa, no podemos menos que censurar con fuerza las consecuencias, desde los hechos acaecidos, de la instauración, en nombre de tales ideas, de un régimen de terror como pocas veces hemos conocido.

En otras palabras, el poder constituyente, aunque es ilimitado y total para elaborar la Constitución, ha de circunscribirse a la cultura jurídica enmarcada en los principios y postulados del Estado de derecho que, más que cómo límites, operan como marco que ayuda al trabajo de los miembros de las Cortes o Asambleas Constituyentes. Salirse del contexto en el que se reconocen los elementos esenciales de la democracia moderna es colocarse en otra longitud de onda ideológica diferente, contraria, claro está, al pensamiento democrático tal y como ha sido formulado entre nosotros por largo tiempo.

Es verdad que el poder constituyente trae su causa del poder del pueblo, que es la esencia de la democracia. Sin embargo, a pesar de que es la resultante del poder del pueblo en cuanto orientado a la elaboración de la Constitución, su fundamentación, como expresó el propio Sieyès, es de orden ontológico, de naturaleza metafísica, iusnaturalista en una palabra. Por eso, aunque el poder constituyente es ilimitado, lo es en el marco del glosario de principios que vertebran el Estado de derecho. Esta cuestión es capital para comprender el alcance, extensión y límites del propio poder constituyente y su peculiar manera de ejercicio.

En efecto, como nos ha recordado el profesor Pedro de Vega, el poder constituyente puede ejercerse fundamentalmente por el pueblo de dos maneras, según que nos situemos en el constitucionalismo americano o europeo. Según los norteamericanos, el ejercicio del poder constituyente requiere siempre la participación directa del pueblo como titular efectivo del poder. Según la tesis de Sieyès, no queda más remedio que admitir la delegación de competencias a partir de la representación para poder comprender realmente el sentido y el funcionamiento del poder constituyente. Al igual que los colonos establecieron sus comunidades de orden religioso a partir de pactos, también siguieron esta metodología para fundar la comunidad política que, en última instancia, el pacto o convención constitucional debía ser refrendada por todos pues, en efecto, el pueblo debe participar directamente. En el caso francés, seguramente para evitar el refrendo del pueblo, lo que llama la atención si partimos de los presupuestos de la democracia de identidad, se transforma el dogma de la soberanía popular en soberanía de la nación. Lo que tiene una gran relevancia puesto que, según Sieyes, al ser la nación un ente abstracto que sólo puede expresar su voluntad, dice De Vega, a través de representantes, la potestad constituyente sólo será posible a través de representantes. Entonces, el poder constituyente deja de ser lo que debe ser, el poder en el que el pueblo directamente participa, y se convierte en el poder de la Asamblea en la que la nación delega sus competencias. De esta manera se elimina la intervención directa del pueblo para instaurar el llamado Asamblearismo, en cuya virtud, en nombre de una abstracta soberanía de la nación, se levanta el omnímodo u omnipotente poder de la Asamblea que, por sorprendente que parezca, se reproduce en las Constituciones francesas de 1793, 1848 y 1871 y dio lugar a la conocida tesis de la soberanía de las Asambleas. Se hurta, pues, al pueblo su poder y se le atribuye a la Asamblea, de manera que quien maneja la Asamblea maneja el poder. Más adelante, las pretensiones de la burguesía de encaramarse en la más alto de la cúpula y, después, los intereses de los partidos políticos, ha propiciado que en esencia se mantenga esta peligrosa tesis que surge del intento de compatibilizar el principio democrático y las Cortes Constituyentes representativas.

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Llegados a este punto, conviene hacer algunas precisiones acerca de la funcionalidad del poder constituyente. Parece obvio que su tarea ha de centrarse en la elaboración de la Constitución. Tarea que, desde luego, no es sencilla. Serán, pues, los poderes constituidos quien asuman la función legislativa, la función ejecutiva y la función judicial. Al poder constituyente no le compete promulgar leyes, nombrar funcionarios o resolver controversias jurídicas entre poderes o entre particulares, al igual que a los poderes constituidos no les corresponde de ninguna manera elaborar la Constitución. Además, si resulta que es el pueblo en su conjunto, finalmente, quien ha de ratificar o no el texto elaborado por el constituyente, es porque realmente la soberanía ha seguido en manos del propio pueblo. Esto es lo que acontece en la democracia norteamericana. El constitucionalismo europeo, algo confuso en este punto, como trabaja con la hipótesis de la soberanía de la Asamblea, no del pueblo, ha propiciado que en ocasiones el constituyente haya querido perpetuarse como poder legislativo ordinario abriéndose la puerta, como señala el profesor Pedro de Vega, al sistema asambleario estilo Convención francesa, o, si se quiere, a la denominada por Carl Schmitt, dictadura soberana. Sin embargo, el poder constituyente finaliza su tarea, y se extingue como tal cuando el pueblo vota en referéndum.

En fin, la lectura de la demanda de constitucionalidad presentada por tres conocidos y prestigiosos profesores de derecho público del Ecuador frente a algunas decisiones de la Asamblea Constituyente ecuatoriana ayuda sobremanera a comprender la necesidad de acotar las funciones del constituyente a lo suprema tarea de elaborar la Constitución. Trabajo, además, que ha de realizarse con estricta observancia a los pilares sobre los que se ha levantado el gran edificio jurídico del Estado de Derecho, entre los que figura la centralidad de los derechos fundamentales de las personas.

La elaboración de la Constitución, de acuerdo con los postulados del derecho y de acuerdo con la teoría constitucional, requiere de límites y controles que eviten algo que se puede y se debe evitar a pesar de la naturaleza ilimitada que en pura teoría tiene el poder constituyente: la arbitrariedad y la concentración del poder. Es de la esencia de la democracia la limitación del poder y su división en diversas funciones para propiciar un ambiente de equilibrio en el que su ejercicio se pueda realizar con arreglo a la justicia. Si alguno de los poderes se arroga la ilimitación y el carácter absoluto, entonces es menester afirmar que en ese momento, salvo que se renueven los compromisos con el Estado de derecho, se empieza a caminar por una senda distinta de la democracia liberal moderna que, con luces y sombras, permite que el gobierno se realice al servicio objetivo del bienestar de los habitantes.

La discusión y el debate académico son una necesidad en las sociedades abiertas. Como decía Maeztu, la diferencia de la democracia sobre las demás formas de gobierno es que no existe en ella una casta interesada en sofocar el pensamiento para que no se le discuta. En la democracia se puede y se debe discutir. Se puede y se deben expresar, como se hace en la demanda que prologamos, argumentos transidos de racionalidad y de compromiso con los valores eternos del derecho.

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Havel decía no hace mucho que vivimos en una ficción que en ocasiones se torna inhabitable. Es verdad, hoy se nos habla de democracia a la vez que se pisotea y se limita, hoy se nos habla de los derechos de los animales mientras se niegan a los seres humanos, a los que van a ser y a los que van a dejar de ser, derechos inalienables fundamentales. Hoy se pontifica sobre la ética y el servicio al pueblo, mientras no pocos aprovechan los cargos públicos para el enriquecimiento y la discriminación de quienes no piensan como ellos. Es verdad, vivimos tiempos de contradicciones, de una universal esquizofrenia presidida por el pavor a la congruencia entre el pensamiento y la acción. Los juristas, que eso somos quienes nos dedicamos a la noble ciencia del derecho sin olvidar su adecuación a la justicia tenemos que rebelarnos cívicamente cuando, en efecto, comprobamos que en ocasiones se laminan los más elementales principios generales que han permitido que el derecho público sea una creciente aspiración ordenada racionalmente a la justicia. Por eso es explicable el lamento de Ripert en su libro sobre la decadencia del derecho: «Es inadmisible ver a juristas que usan la lengua del derecho y una técnica hábil, proponiendo o justificando reglas que habrían condenado cuando aprendían o enseñaban los principios del derecho. Y si tantas leyes que crean el desorden o realizan la injusticia son acogidas con indiferencia o aprobadas con temor, hay que ver en este silencio o en esta adhesión, desgraciadamente, una decadencia del derecho».

Catedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña. Presidente del Foro Iberoamericano de Derecho Administrativo