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John J. Mearsheimer, profesor de la Universidad de Chicago, es uno de los principales representantes de la escuela del realismo en las relaciones internacionales. Tras el final de la guerra fría, este autor comenzó la redacción de una obra que sería de referencia en su materia, The Tragedy of Great Power Politics (W. W. Norton & Company, Nueva York, 2014). Un título ajeno al optimismo de la década de los noventa, cuando se nos aseguraba que había llegado el final de la Historia, con el triunfo de un internacionalismo liberal con énfasis en la paz y la cooperación, surgidas, sobre todo, por la armonización de sistemas políticos y económicos. Democracia liberal y economía de mercado llegarían a todas partes de la mano de la globalización, una vez cerrada la página de los regímenes comunistas. Sin embargo, Mearsheimer emprendió la tarea de escribir un libro, más de historia que de prospectiva, que recordaba que la lucha de las grandes potencias por la hegemonía no era un tema de siglos pasados. Además el título subrayaba la idea de tragedia, lo que sirve para recordar que la política, tanto en el nivel doméstico como en el exterior, se asemeja siempre a una tragedia, entendida esta como la crónica de una ascensión y de la posterior caída.

En teoría, el mundo de la posguerra fría estaba controlado por una única superpotencia, EE.UU., pero progresivamente la opinión pública norteamericana, y no tanto sus políticos, empezó a darse cuenta de que el escenario global no era tan pacífico. Lo demostraron las intervenciones de Washington en Irak (1991), Bosnia (1995), Kosovo (Afganistán), Irak (2003), Libia (2011)…, sin contar la actual guerra contra el Estado Islámico, que Obama parece ejercer con su peculiar leading the behind. Todos estos conflictos tienen en común que EE.UU. no luchó contra una gran potencia. Sin embargo, la posibilidad de que un día los norteamericanos encontraran un rival de su envergadura se hizo realidad con la ascensión de China, gigante económico más que militar, pero poco a poco presente en todos los continentes.

En 2001, cuando apareció la primera edición de The Tragedy of Great Power Politics, la ascensión de China estaba en sus inicios y no mereció un excesivo espacio en el libro. Esto se ha subsanado con un capítulo adicional, en la actualización de 2014, y en el que Mearsheimer trata de dar respuesta a este interrogante: ¿Será pacífica la ascensión de China? Nuestro autor lleva años contestando negativamente a la pregunta y defendiendo sus tesis frente a otros realistas que no están de acuerdo con él. Uno de los casos más conocidos fue su debate con el exconsejero de seguridad nacional de Carter, Zbigniew Brzezinski, en 2005. Este último afirmaba que los chinos solo pretendían hacer dinero, pero no la guerra. Dicho de otro modo, la ascensión de China sería similar a la de Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong o Singapur: un triunfo de la economía de mercado. Por el contrario, Mearsheimer creía en la posibilidad de una China más semejante a Godzilla que a Bambi. Era la mejor forma de obtener respeto en el anárquico mundo de la política internacional de nuestros días. La conclusión final del profesor de Chicago era la misma que mantiene hoy: China podría expulsar a EE.UU. de Asia y hacerse con el dominio de la región.

Nadie cuestionaría actualmente que tanto Rusia como China son más débiles que EE.UU.  Pero algo que es incuestionable en lo militar, puede ser cuestionado poco a poco en el aspecto económico conforme el PIB chino vaya en ascenso. Mearsheimer subraya que el crecimiento económico de China desembocará en el dominio de Asia del mismo modo que EE.UU. domina en el hemisferio norte. La ascensión de China inquieta a los países vecinos y estos buscan en Washington garantías de seguridad. En cambio, los chinos no tienen ningún aliado conocido tanto en Asia como en otras partes del mundo, pues la categoría de aliados no se reserva para quienes únicamente son socios comerciales.

Por otra parte, no debemos olvidar que el escenario internacional no recuerda para nada al de los bloques políticos de antaño. Antes bien, se parece a un mundo en el que conviven la anarquía con una cierta jerarquía. Los inconvenientes de un escenario anárquico pueden paliarse, según Mearsheimer, con la construcción de hegemonías regionales. El único hegemón es bien conocido de todos, y algunos Estados se atreven a desafiarle porque saben bien que, pese a sus enormes capacidades, no tiene la suficiente entidad para alcanzar un dominio global. Por contraste, China aspira a ser un hegemón regional en Asia aprovechando la circunstancia de que su rival tiene dispersas sus fuerzas a lo largo del planeta, algo que no se daría si viera amenazados sus intereses en el hemisferio occidental. Como bien señala Mearsheimer, la hegemonía regional ya no se alcanza por conquista, como sucedía, por ejemplo, en la expansión de EE.UU. hacia el Oeste. En el caso de China, la hegemonía procederá del crecimiento económico, de modo que pueda dictar reglas de comportamiento a sus vecinos. Lo estamos viendo en los casos de las disputas de territorios insulares o del control de los recursos hídricos que comparte con países vecinos. En consecuencia, el paso siguiente será la consolidación una doctrina Monroe asiática, similar a la formulada por los norteamericanos en el siglo XIX, que buscará expulsar a EE.UU. de la región Asia-Pacífico del mismo modo que Washington vetó la presencia de las potencias europeas en el Nuevo Mundo. ¿No intentó hacer lo mismo Japón en la primera mitad del siglo xx?

Todo esto podría explicar la creciente importancia del poder naval en Asia y el que los chinos, tal y como destacan numerosos analistas, sigan muy de cerca las enseñanzas del historiador y estratega naval norteamericano Alfred Mahan (1840-1914), autor de una obra clásica, La influencia del poder naval en la Historia (1660-1783). No son excesivas las referencias de Mearsheimer a esta obra, aunque no cabe duda de que China la tiene muy en cuenta. De hecho, nuestro autor indica que el principal objetivo de disponer de una gran armada, pese a que China viviera desde espaldas al mar desde el siglo XV, es expulsar a la marina norteamericana de los sucesivos cinturones de islas del Pacífico, empezando por el más próximo, donde se encuentran Japón, Taiwán y Filipinas. Si esto sucediera, los mares próximos a China quedarían sellados y EE.UU. vería reducida su capacidad de auxiliar a Corea del Sur en un posible conflicto, aunque no cabe duda de que tendría que hacerlo por medio del «portaviones japonés», del mismo modo que en 1950. Mearsheimer añade que las intenciones hegemónicas de China no terminarían ahí y pasaría a estar presente con su flota en un segundo cinturón de islas como las del este de Japón, las Molucas, Guam, las Carolinas, las Marianas…, de modo que Japón y Filipinas se vieran privados del apoyo naval norteamericano. Tras una detallada exposición, el profesor de Chicago nos sorprende con esta pregunta: los objetivos estratégicos chinos son ciertamente ambiciosos, pero ¿le interesará llevarlos a cabo? ¿Prevalecerá el racionalismo y el pragmatismo en el comportamiento chino en el escenario de Asia-Pacífico? En cualquier caso, una gran flota china será necesaria en las aguas del Índico, entre el sur de Asia y el golfo Pérsico, lo que lleva también aparejado el control de las rutas de los estrechos de Indonesia y Malasia. Es la actitud que cabe esperar de una superpotencia en el terreno económico.

Hoy por hoy, en lo militar Pekín es más débil que Washington y sus aliados asiáticos. En consecuencia, China ha tenido que presentar su voluntad hegemónica como un «ascenso pacífico», una proyección exterior de su cultura confuciana que tanto hincapié hace en la prudencia. Surgió así hace unos años la imagen de una China que no profiere amenazas directas ni responde a provocaciones, e incluso mantiene una actitud cooperativa respecto al programa nuclear de Corea del Norte. Esta imagen idílica no convence, desde luego, a Mearsheimer, y tampoco ha calado en los países vecinos, sobre todo por el recrudecimiento de los contenciosos territoriales. Por lo demás, cualquier historiador informado sabe que las relaciones exteriores chinas nunca se basaron en la cultura confuciana. No obstante, China ha descubierto el confucianismo como instrumento de política exterior, pues es una doctrina que predica la armonía y la benevolencia. Toda una carta de presentación para la nueva China en el escenario internacional. Sin embargo, en la práctica, los chinos hablan como idealistas pero actúan como realistas.

eeuuse enfrentará siempre a un dilema en sus relaciones con el gigante asiático: ¿contención o cooperación? La primera opción es la que se utilizó en la guerra fría contra la URSS, aunque también existiera una mínima cooperación. Pero la contención es una estrategia defensiva y encierra el riesgo de desembocar en conflicto. De ahí que la cooperación sea esencial y complementaria para evitar males mayores, y entonces, como bien recuerda Mearsheimer, el escenario puede presentar analogías con el de la Europa anterior a la Gran Guerra, cuando los aliados de la Triple Entente eran los principales socios comerciales de la Alemania del Káiser. Coincidimos también con el autor cuando cuestiona la solidez de las alianzas de Washington con los países vecinos de China. No es viable, por tanto, una especie de OTAN asiática, no solo por la creciente importancia del bilateralismo en las relaciones interestatales de hoy, sino sobre todo por el hecho de que esos países son débiles para contener a China y están separados de EE.UU. por una gran distancia. Además, chinos y norteamericanos no están enfrentados por la ideología, pese a que un partido comunista gobierne en Pekín. La buena noticia es que China ha abrazado el capitalismo, pero la mala es que también practica el nacionalismo que, para Mearsheimer, es la ideología más poderosa del planeta. Ese nacionalismo está vinculado al recuerdo de más de un siglo de humillaciones a cargo de las potencias occidentales, y se asienta también sobre la necesidad de reconocimiento de una comunidad que tiene una rica historia.

Subrayemos una vez más que la fuerza de China reside en su crecimiento económico. ¿Puede Washington ralentizarlo? ¿Hasta cuándo? Además países de la región como Corea del Sur, Japón, Taiwán o Australia tienen condicionada buena parte de su prosperidad económica al comercio con China. Y este país les lanza de continuo el mensaje de que la interdependencia económica es el camino para la prosperidad común. ¿Dónde hallar un socio comercial semejante a China? Además, si eeuuredujera el nivel de sus relaciones económicas con este país, muy pronto otros Estados llenarían ese vacío. Otra demostración más de que es el PNB lo que marca hoy las posibilidades de hegemonía.

La afición del autor a las comparaciones históricas le lleva a recordar el libro La gran ilusión (1910) del escritor y periodista británico Norman Angell, donde se afirmaba que las conquistas territoriales eran obsoletas y en una guerra los Estados industriales son los que más tienen que perder. La obra era una defensa de la racionalidad como esencia del arte de gobernar, una expresión de la fe en que la interdependencia económica terminaría con las guerras. El siglo XX desmintió a Angell, aunque los padres de la integración europea sí debieron de leer su libro. El realista Mearsheimer tampoco cree que la prosperidad sea un antídoto contra las guerras, que nacen de la irracionalidad. Piensa que, llegado el caso, China no vacilaría en invadir Taiwán, un territorio sagrado para su fe nacionalista. Tampoco descarta que Asia se pueda librar guerras localizadas, que no repercutirían de forma generalizada en la prosperidad común. Hay ejemplos históricos de países en guerra que han seguido comerciando.

Pese a sus conocimientos históricos, el autor considera que la posibilidad de predecir el futuro por medio del pasado es muy limitada. No obstante, está convencido de que el ascenso de China no será pacífico y no cabe descartar conflictos, aunque estos sean a pequeña escala. De hecho, intuye el mañana en Asia en forma de gathering storm, por emplear la expresión de Churchill sobre la amenaza hitleriana, y considera que las posibilidades de un enfrentamiento entre EE.UU. y China son mayores que las de norteamericanos y soviéticos durante la guerra fría. Una vez más, con este capítulo sobre China Mearsheimer da muestras de practicar un realismo descarnado, el mismo que le ha llevado a calificar a Putin como un «estratega de primera clase» por su actuación en Ucrania. El problema es que los políticos en ejercicio no suelen adherirse a este tipo de realismo de corte bismarckiano, considerado por el autor como «realismo ofensivo», y se mueven más cómodamente en terrenos de ambigüedad. En cualquier caso, los intelectuales realistas como el profesor de Chicago seguirán ejerciendo gustosos el papel de Casandra ante una opinión pública que no gusta de sutilezas verbales ni de llamamientos de urgencia en política exterior.

Analista de política internacional, escritor y profesor de política comparada.