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De Mariano José de Larra (1809-1837) se conocen sus artículos de costumbres, pero no tanto su esfuerzo por construir una justificación religiosa de las ideas liberales. En aquellos momentos los principios de la Revolución francesa de 1789 parecían, en muchas mentalidades, incompatibles con los de la fe cristiana. La Iglesia, sin embargo, no era un bloque monolítico. Un sector de la misma podía defender el viejo absolutismo, pero otro se pronunciaba, con distintos matices, por la coexistencia con las nuevas sensibilidades.

Bélgica fue uno de los países donde el liberalismo católico adquirió mayor fuerza, a partir de un concepto novedoso en su tiempo: una Iglesia libre en un Estado libre. Los católicos sabrán aprovechar aquí el régimen de libertades para protagonizar un fuerte crecimiento. Se extienden así, por ejemplo, las escuelas católicas, que extraen su legitimidad del principio de libertad religiosa, no de una situación de privilegio como en otras naciones.

«Nos encontramos ante un intento de proporcionar un fundamento teológico a las teorías democráticas.»

Este modelo será una fuente de inspiración para los católicos españoles con inquietudes de modernidad. Ya a principios del siglo XX, Emilia Pardo Bazán, durante su viaje por tierras belgas, admirará la conjunción de una religiosidad vivaz, “sin letras muertas”, con un régimen liberal en el que los católicos podían ocupar el poder, sin que por eso se produjera una deriva ultraconservadora. La escritora gallega tenía ante sus ojos una demostración fehaciente de cómo un país, sin renunciar al catolicismo, se había convertido en uno de los más avanzados de Europa. Quedaba claro, pues, que la fe no representaba necesariamente un obstáculo para el progreso.

El catolicismo liberal belga se había visto influenciado por un sacerdote francés, Felicité Robert de Lamennais, quien había alcanzado un eco europeo con su periódico, L’Avenir. Desde su inicial ultramontanismo, Lamennais evolucionó hacia las posiciones revolucionarias de Palabras de un creyente, libro bellísimo, adelantado a su tiempo y digno de un teólogo de la liberación. En el Vaticano, sin embargo, el Papa pensaba de distinta manera y enseguida condenó una doctrina que le parecía perversa.


Lamennais: Paroles d’un croyant (Palabras de un creyente).


El anatema no evitó la rápida difusión de la obra: en 1834, al poco tiempo de su aparición, se publicaron dos traducciones al castellano en Burdeos y Marsella, a cargo de liberales españoles exiliados. Un año después, el libro se editaba en Sevilla y Cádiz. Y, en 1836, aparecía de la mano de un traductor de lujo, Mariano José de Larra, quién se tomó la libertad de retitularla El dogma de los hombres libres.

Seguramente, Fígaro conoció la obra del francés durante el viaje a París que efectuó poco antes. En el prólogo, Larra explica que ha traducido las Palabras, entre otros motivos, para deshacer el equívoco que identifica religión con fanatismo. En realidad, el catolicismo se distingue por sus principios democráticos y populares. Son los reyes, con el respaldo de los malos sacerdotes, quienes han adulterado la fe para colocarla al servicio de sus propios intereses.

Decir esto en 1836 tenía un significado político muy claro. Los progresistas se hallaban en el poder, la revolución liberal parecía reactivarse y se debatía sobre si el país necesitaba o no una nueva constitución. Para Larra estaba claro que sí porque la de 1812, apropiada a su tiempo, había quedado superada por las circunstancias. En el contexto de la guerra contra Napoleón se entendían concesiones como la invocación a la Trinidad y el reconocimiento del catolicismo como única religión verdadera. Un cuarto de siglo después, según nuestro escritor, no había necesidad de reconocer a la Iglesia semejante predominio. No se trataba de ir contra la religión, cuya necesidad no se discute, sino de evitar sus injerencias en los asuntos del Estado.

«Son los reyes, con el respaldo de los malos sacerdotes, quienes han adulterado la fe para colocarla al servicio de sus propios intereses.»

Nuestro hombre, sin embargo, va más allá. El historiador José Manuel Varela destacó cómo, en aquellos momentos, se había desengañado de los progresistas y situado a la izquierda de Mendizábal, es decir, en la órbita de los demócratas. El revolucionario Lamennais le brinda argumentos que van en este sentido. Por otra parte, Larra no olvida que el país se halla en medio de la guerra carlista. Si la causa de Dios es la causa del pueblo, los absolutistas pierden una de sus grandes bazas ideológicas, la justificación religiosa.

El éxito de lo prohibido

¿Hasta qué punto pudo tener eco la traducción de Larra? A su editor, sin duda le había atraído el caramelo de un título polémico, con numerosas ediciones en el extranjero. Solo en Francia, ya nueve. El Eco del Comercio señaló la coincidencia entre la aparición de carteles que anunciaban el libro de Lamennais y la noticia con el decreto de la Inquisición contra la obra. Para el periódico, el editor podía considerarse afortunado. El comentario aludía, seguramente, a la posibilidad de que las ventas se incrementaran por la atracción del público hacia lo prohibido.

Sin embargo, publicar un título condenado por el Papa era arriesgado. Aún más si se tenía en cuenta que su autor, tras el anatema, había optado por la apostasía. La censura, en efecto, no tardó en prohibir la difusión de El dogma de los hombres libres. Mientras tanto, en círculos moderados, la traducción de Larra suscitó reacciones críticas. Una de ellas, la de Juan Nicasio Gallego, que tradujo a su vez la Respuesta de un cristiano a las Palabras de un creyente, del abate Bautain. Nicasio Gallego, destacado sacerdote liberal, había sido represaliado por sus ideas en 1814 y 1827. En la primera fecha, se le confinó en un monasterio. En la segunda, tuvo que salir del país. No obstante, su evolución lo condujo a posiciones más templadas. Pudo así regresar a España, donde se convertiría en académico de la Lengua.

«Los absolutistas utilizaban la religión para justificar el poder absoluto de los reyes».

El influjo de Lamennais en nuestro país, sin embargo, va más lejos. Tras un periodo de silencio, que coincide con el agotamiento del progresismo y la década moderada, Joaquín María López escribe Glosa a las palabras de un creyente, un texto inacabado, de 43 páginas, donde ensalza al sacerdote francés calificándole de apóstol y mártir. López era un político profesional: había llegado a ocupar la presidencia del Gobierno y, aunque en 1854 se hallaba retirado de la vida pública, conservaba su estatus de gran prohombre del partido progresista, donde se tenía en cuenta su opinión.

Busto de Mariano José de Larra (1809-1837) en Madrid. © shutterstock 784130719

Fue entonces cuando estalló la revolución. Nuestro hombre, ante la nueva coyuntura política, creyó oportuno acudir a las Palabras y desempolvar el sentido democrático que proporcionaban a la fe. Es por eso que su lectura incide tanto en el valor de la libertad, ese pan que los pueblos han de ganar con el sudor de su frente. No sin mesianismo, lo que se busca aquí es comunicar un mensaje de redención de la humanidad: el mundo puede estar en manos de los opresores, pero se acerca el día en que triunfará la justicia. Porque la sociedad antigua está herida de muerte aunque de aún sus últimos coletazos.

La religión que profesaba y amaba

No obstante, que López incida tanto en aspectos políticos no significa, ni mucho menos, que no posea un profundo sentimiento creyente. No en vano había declarado algunos años atrás que el catolicismo era la religión que profesaba y amaba. El problema no era la doctrina, sino el mal uso que hacían de ella los fanáticos, en abierta oposición al auténtico espíritu del Evangelio.

Desde esta convicción, que el cristianismo primitivo ha sido desfigurado, la figura de Jesús se interpreta con el fin de iluminar la convulsa situación que vive nuevamente el país. El propósito es, ante todo, práctico, por lo que López no intenta construir un gran edificio teórico sino alcanzar un objetivo muy concreto. Sabe perfectamente que los absolutistas utilizan la religión para justificar el poder absoluto de los reyes. Se trata, pues, de invertir esa interpretación bíblica y demostrar que Cristo, lejos de ser el aliado de los tiranos, fue el primer progresista. Larra ya había defendido la misma táctica al advertir que el liberalismo triunfaría más rápidamente si, en lugar de hacer bandera de la impiedad, utilizaba el arma de la religión contra sus enemigos.

No en vano, frente un sistema de esclavitud, el carpintero de Judea había predicado la igualdad y la libertad. Nos encontramos, pues, ante un intento de proporcionar un fundamento teológico a las teorías democráticas. Es voluntad de Dios que los gobiernos velen por el bienestar de sus pueblos, desde el respeto a las formas democráticas, las que disfrutó el pueblo judío en su mejor momento, antes de dejar inconscientemente que los reyes dispusieran a su antojo de la autoridad.

«Cristo, lejos de ser el aliado de los tiranos, fue el primer progresista».

Se ha dicho que la Glosa de Lamennais quedó inédita. La introducción, sin embargo, apareció en las páginas de El Faro Nacional, un “diario político-religioso” que defendía los valores del catolicismo pero también los de la tolerancia. Sus promotores, desde una sensibilidad liberal, creían que el mundo evolucionaba de tal forma que aquel que se detenía se veía condenado al aplastamiento. Existía, sin embargo, un límite al progreso, el de la religión. La Iglesia custodiaba una verdad que ya era perfecta. Apartarse de la misma solo podía significar un retroceso.

El Faro Nacional propugnaba el liberalismo católico como alternativa a la revolución violenta de socialistas y anarquistas, basada en la abierta ruptura con el pasado a través del uso de la violencia. De lo que se trataba, por el contrario, era de conciliar la libertad con el orden a la vez que se eliminaban unas desigualdades sociales contrarias a la dignidad humana. Desde esta óptica, el pensamiento de Lamennais era acogido con entusiasmo. Para Joaquín María López, el autor de Palabras de un creyente, era el “Moysés que muestra a su pueblo la tierra de promisión”.

«Larra advirtió que el liberalismo triunfaría más rápidamente si, en lugar de hacer bandera de la impiedad, utilizaba contra sus enemigos el arma de la religión.»

López murió al poco tiempo y con él se truncó una interesante vía de reflexión sobre el papel de la religión en la sociedad. En se momento, el clero había perdido todo interés por adecuar la Iglesia a las exigencias del siglo. Las voces que reclamaban una puesta al día corresponden, significativamente, a laicos: lo que eran López y Larra. Ambos representantes de una cultura progresista en la que se manifestaba, a juicio de Emilio La Parra, “un claro interés por cambiar el sentido que la ortodoxia católica imprimía a la religión”.

Doctor en Historia por la Universidad de Barcelona. Entre sus trabajos destaca la biografía "Francisco de Miranda, el eterno revolucionario" (Arpegio, 2012). Colabora como articulista y crítico en publicaciones como "Cultura/s" (suplemento cultural de "La Vanguardia") e "Historia y Vida".