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El pasillo de entrada al National Democratic Institute1 en Washington no previene al osado visitante. Sorteada la recepcionista, girando a la derecha sin que ello suponga ningún pernicioso hábito, nos encontramos con un interrogante arrollador lleno de contenido alegórico: Veintitrés globos terráqueos de todos los tamaños, colores y materiales, colocados en otras tantas baldas a otras tantas distintas alturas. Una institución que intenta dar respuesta a las cuestiones globales nos informa que la humildad y la perspectiva son los elementos cardinales para entender este mundo.

Coexisten siempre explicaciones más pequeñas y detalladas junto a otras más genéricas y arriesgadas. Cuestión de ángulo y de tino. Pero ese mapamundi así representado exige en este siglo XXI acierto radical en las respuestas para beneficio de nuestros ciudadanos. No podemos equivocar los debates. Y por eso es más necesario que nunca viajar, leer, conversar y comprender.

No obstante reconozco mi osadía al desafiar a mi compañero de viaje que afirmaba en su Observations on the State of the Nation, publicado en 1760: «La mayoría de los hombres son excepcionales para analizar el pasado, pocos para entender el presente y escasos para proyectarse sobre el futuro».

Por eso les ofrezco unas enmendables reflexiones sobre mis viajes con los ojos bien abiertos en beneficio de mi patria y de aquel que quiera aprovecharlo. Como aquellas propuestas en forma de cartas y literatura de viajes en otra época de cambio profundo como fue la distorsionada Revolución francesa. Pero esta vez con el cuerpo de descripción de siete mentiras que ocultan siete realidades y conviven con ellas. A mi juicio, nos detallan el mundo que viene, el mundo que ya está aquí. No son unas nuevas Cartas Persas o Marruecas, que nos avisen, nos retraten o nos denuncien. Son postales de viaje sobre los temas significativos para nuestra política y economía, para nuestra sociedad y para nuestros ciudadanos. No son una proyección lineal sobre los próximos cien años como la archiconocida y recomendable obra de George Friedman.

La crisis de deuda y déficit pasarán y experimentamos un cambio de modelo económico profundo que denominamos globalización. Esta trae cosas buenas, malas y regulares, porque ya estamos cansados de hablar de oportunidades y amenazas. Esa globalización económica va a exigir una globalización política en sus fundamentos y en sus formas de gobierno. Nos ha mostrado su esplendor y su cara oscura y ya ha alterado los centros de poder financiero y político. Pocos se atreven a dudar de que el mundo se encuentre en uno de esos momentos centrales de transformación.

El cambio más profundo y al que todos se resisten a bautizar es político. Y aquí es donde reaparece el concepto central de la legitimidad. La Edad Moderna nos trae la nación y el Estado, pero los basa en una legitimidad de origen divino que es notoria en las luchas de religión, el monarca es sancionado por Dios. La Revolución francesa consigue permutar esa legitimidad de origen divino por una de soberanía nacional. Nadie puede resistirse. Todo por el pueblo. La intentona fascista y comunista impone un cambio en el concepto de legitimidad, pretendiendo que el «Fuhrer» o «el partido» fueran la perfecta síntesis de las legitimidades anteriores llevándonos al siglo perdido. Por eso la innovación más importante es la de la legitimidad y lo sabemos. Incluso lo comparten los indignados profesionales: la legitimidad es lo único que permite operar cambios duraderos en la política.

Las siete mentiras que esconden los siete cambios profundos están en boca de muchos políticos y analistas. De hecho, la mayor parte piensa genuinamente que esas siete mentiras son las realidades. Se convierten en el paradigma, en un presagio tan peligroso como era ese lugar común financiero antes de la gran crisis económica que hemos atravesado. Y seguro que a medida que vayan leyendo convendrán en lo que me decía un conocido exministro de Exteriores en relación a Irán: «Lo esencial siempre es evidente a los ojos», llevando la contraria a Saint-Exupéry. Y me recordaba sin querer la vieja frase de Bismarck de que a los diplomáticos siempre les decía la verdad porque era la única forma de engañarlos. Seguro que ustedes van a reconocer tanto estas piadosas mentiras como sus fenómenos. Huyo de la pretensión de acertar a toda costa.

La primera mentira que está presente en todo el mundo es el descrédito de la política y de los políticos. No quiero negar que no sea un síntoma cierto, pero solo los matasanos equivocan el síntoma con la enfermedad. Algunos piensan que la réplica a este descrédito es la antipolítica, esas manifestaciones de indignados alentadas por los medios que despiertan simpatía, excepto en aquellos sabedores de que se trata de los mismos lobos totalitarios de siempre disfrazados de corderitos políticos. Posee el conjunto de los componentes de atracción fatal que ya han mostrado su fracaso en la historia: apariencia de democracia, novedad, comunidad. El fenómeno que oculta es el cambio del concepto de legitimidad. Uno de los más profundos de la historia. La legitimidad se ha movido de la legitimidad de origen a la legitimidad de ejercicio. Ahora casi todo es democrático, elegimos casi todo, se confunde el ciudadano con el consumidor. Sin embargo, el ciudadano quiere que le resuelvan sus problemas ya. Y eso valida al político. El ciudadano tiene problemas y el político ofrece procedimientos. No quieren saber de las respuestas largas de un proceso democrático, quieren soluciones para navegar en esa complejidad y evitar el conflicto. Es una especie de globalización política que nos trae muchos retos, y los trae porque la comparación de los ejemplos a nivel internacional es muy fácil.

Parece que la incompetencia de los políticos y la corrupción solo abundasen en las democracias, mientras que las dictaduras, al conllevar su particular pecado original, se hacen olvidar sus incorrecciones mientras ofrecen soluciones que se parecen mucho a la de sus primos democráticos. Con el agravante de que ponemos de modelo a China que aunque tengan una realidad cultural diferente, no deja de ser lo que es. Ciudadanos y políticos pueden comparar y además olvidan o desconocen, otro de los rasgos fundamentales de esta época. La defensa de la civilización volverá a estar sobre el tablero, y de nuevo tendremos que exponer lo que consideramos nuestros históricos argumentos a favor de Pericles en su Oración fúnebre. So pena que prefiramos otro modelo. La rendición no va a ser una opción.

La segunda mentira es la de la simplicidad, y esconde la realidad de una complejidad nunca conocida antes en la humanidad y que estira las relaciones sociales más allá de lo deseable. El acceso a la información, Internet y redes sociales, los medios de comunicación de masas, junto a la ruptura del derecho a la intimidad, la transparencia, el derecho a criticar sin discriminar y a valorar con un simple click de un ratón, nos susurra que todo es simple. Sin embargo, el mundo actual exige mucha comprensión y mucha especialización. Coexiste con un manto de superflua inconsciencia en el que al final todo el mundo sabe de todo y los medios de comunicación nos lo explican, pero no es verdad. Y las personas en todas partes del planeta no saben qué les ocurre. No saben qué relaciones humanas y políticas tienen, no saben a quién pueden fiar sus ahorros, no saben si de verdad existe cambio climático, o es mejor abandonarse a las sectas milenaristas, o volverse a su pueblo. No entienden los porqués de las democracias. Las repercusiones sociales son obvias y los hay que creen que las redes sociales articulan la realidad, cuando no son lo suficientemente fanáticos para afirmar que la sustituyen. Y esto lleva a la huida del ciudadano de la complejidad y pide a gritos que alguien se la resuelva. Quiere resultados, reforzando la legitimidad de ejercicio.

La tercera mentira es la mentira de la paz universal duradera. Todo es pacífico, desde la ONU hasta las relaciones de vecinos. La OTAN es un pool de servicios. Pero el fenómeno que esconde es la incapacidad del ciudadano moderno de gestionar el conflicto en cualquiera de sus intensidades. Para una pelea matrimonial hace falta un mediador de parejas, para evitar una discusión de tráfico te haces un seguro. Preferimos soldados profesionales. Así conflicto y complejidad hacen que sea una sociedad que no quiera afrontar ningún riesgo y por lo tanto y por lo tanto prefieren que la protejan aun a costa de su libertad. Por eso el debate entre seguridad y libertad es falso  como veremos más adelante. Es el ciudadano que desea que le solucionen su percepción de inseguridad acrecentada por esa angustia hacia el futuro.

La cuarta mentira es que la globalización y el progreso ilimiatado son imparables. Es cierto que la globalización ha ensanchado mercados y ha abaratado el precio de los productos. Pero se ha desarrollado presionando sobre el único que tiene capacidad para adaptarse rápidamente al cambio, el individuo, y no sobre la política o las empresas, dejándolas expuestas a veces al ridículo. No obstante, no todo se ha globalizado ni lo hará. Algunos estudios cifran la economía globalizada en un 20% del planeta. No todo puede ser estándar, ni aceptaremos con alegría los bajos salarios que proporcionan unos productos que cada vez satisfacen menos las necesidades de sus consumidores. Además ya es visible en el país que anticipa cambios y tendencias sociales, Inglaterra, en donde cada vez veo a más jóvenes dedicados a la artesanía conviviendo con esa economía globalizada. En cuanto a uno no le guste una tarta envasada de grasas transgénicas, optará por el pastel de manzana que le van a vender en el mercado o que le llevarán a casa. Y sobre todo la agricultura. Un salario pequeño, pero propio, evidencia este fenomeno de una economía dual. Por eso no todos debemos aprender inglés para no saber qué decir en ningún idioma. Por eso no todos nos relacionaremos con el i-pad en nuestra mano. Algunos seguiremos estrechándolas. Pero el ciudadano querrá que se le deje espacio para vivir, y por eso no querrá que la globalización nos imponga lo peor y nos prive de lo mejor y por eso presionará para que se tomen decisiones al ritmo que se presenten los retos. El legislador tendrá que gobernar para el grande y para el pequeño.

Y esto conlleva otro fenómeno tan central como el de la legitimidad, y es la presión sobre la dignidad de la persona. Y será un argumento fundamental para las democracias que sobrepasará el actual de la defensa de los derechos humanos. La presión se presenta en diversas formas desde la precariedad laboral, al concepto de «sustituibilidad» perfecta, como cualquier bien económico, por no hablar de la amenaza a la protección de la vida desde la concepción hasta su final. Es un cálculo utilitarista pero no realizado por el individuo. La mejor política debe de ser siempre la justicia. Solo conseguiremos salvar lo que protejamos y reformemos con inteligencia. Y como las grandes contiendas de la historia, no admite parcelación. Y la dignidad se defiende tanto en las condiciones de vivienda o trabajo (por eso auguro más eficientes sindicatos y partidos políticos) como en las leyes, como en su propio concepto; y por eso el aborto y la eutanasia serán temas mayores. Y coexistirán con desproporcionadas imposiciones tanto de grandes grupos que ejercerán su peso sobre las condiciones laborales, financieras o deslocalizaciones, medioambientales o fiscales como de los grupos que querrán cercenar el concepto de dignidad por estériles motivos ideológicos. Como el velo de la mentira es que todo trae mejoras, se compra el silencio social. Y se protesta buscando un político que aporte soluciones. Sin embargo, no podemos olvidar que el mayor tesoro que ha edificado Occidente en la democracia es la defensa del individuo.

La quinta de las mentiras es el archiconocido binomio seguridad-libertad. La realidad que esconde es una reordenación de los valores políticos, no tanto esa crisis de los valores que tanto gusta airear, sino una nueva asignación de prioridades. Hemos luchado por la libertad y la igualdad, pero ahora en este nuevo mundo la seguridad se instala como valor y no como mero instrumento. Es una seguridad frente a amenazas exteriores pero sobre todo frente a las interiores. Ya han oído hablar de lo que denomino hiperproblemas en el mundo de la globalización que adoptan el ropaje de nuevos jinetes del apocalipsis: pandemias, terrorismo, hambre, violación masiva de derechos humanos y la responsabilidad de proteger, ciberataques, inmigración, crisis demográfica, contaminación y dependencia energética, cambio climático, crimen organizado y amenazas asimétricas. Aunque se encuentren asustados, el miedo y el riesgo se pueden gestionar como los problemas anteriores. Los ciudadanos quieren que les protejan frente a todo, pero para ello deben ayudar al político a reordenar los valores con soluciones rápidas y eficaces. Por eso la igualdad y la libertad se están viendo alteradas. El ciudadano incluso renuncia a su capacidad para ciertos negocios jurídicos con tal de que le aseguren su vivienda y sus ahorros. Pero al primar la seguridad esto conlleva aparejado un horror democrático. Trae un cambio en el cual la jerarquía se convierte en norma a la vez que se denosta el privilegio. Los que saben o tienen capacidad de enfrentarse y responder a los retos frente a los que no. Y así se cuela el virus antidemocrático y la tentación totalitaria de los que prometen seguridad máxima (ya sabrán a estas alturas que es una ficción). Esto, junto a la exaltación del sentimiento y el dolor como criterios de decisión subjetivan todas las relaciones sociales quebrando la objetividad, el valor del incentivo y del castigo, y debilita las instituciones. El ciudadano necesita sentir, sentir que el político se deja la vida por él, ya sea a través de la propaganda o de ver que es un ser humano como él, que llora en los funerales o salta cuando gana la selección de su país. De lo contrario su falta de empatía hace que no tenga carisma y sus soluciones sean frías y alejadas de lo que quieren y necesitan los ciudadanos y aparece el fantasma del populismo por todo el globo.

La sexta mentira tiene que ver con que el Estado de bienestar es el mejor escudo contra los males de la globalización. Todos estamos orgullosos de esta gran conquista social y política, pero si la utilizamos como escudo, nos la cargamos. El fenómeno que esconde es la falta de fortaleza de nuestras instituciones y sobre todo de la ley. Preferimos creer que un moderno Estado se basa en el contenido económico del Estado, así algunos consideran el cumplimiento de la ley o las reformas constitucionales como menores, pero su descuido debilita la propia democracia. Los gastos son grandes y los ingresos disponibles para el Estado pueden disminuir. Los ciudadanos pedirán pagar menos impuestos como consecuencia de una renta disponible que empieza a ser muy heterogénea, y por lo tanto están dispuestos a aceptar una menor estructura de gasto que empieza con los «privilegios» de los políticos. Está claro que un Estado del bienestar no es solo la educación, la sanidad y las pensiones o la discapacidad, que ayudan a paliar la presión sobre la dignidad personal. Son las estructuras de administrativos, de juristas, economistas y políticos necesarios para implementarlas. Las leyes no funcionan en piloto automático. Gracias a la mucha vocación y dedicación, lo público marcha razonablemente bien.

Las nuevas tendencias tendrán mucho de colaboración público-privada por varios motivos, y principalmente por una nueva coordenada, la transparencia. La mala asignación de recursos será el pecado capital, casi tan dañina como la corrupción, que ya sabemos que, como para el amor, necesita al menos dos. Habrá que incentivar al político económicamente para atraer talento. El despilfarro no puede formar parte de la cultura política. Pero la tentación de suplir la necesaria gestión con un nuevo intervencionismo del que vamos teniendo avisos en nocivas formas homeopáticas de política monetaria, fiscal o legislaciones ad hoc agrava el problema. La economía necesita instituciones, es decir un mercado en el que ponerse de acuerdo y un sistema de resolución de controversias y seguridad jurídica; cuando esto tome categoría, la globalización económica estará más en cintura; de momento es demasiado pronto. Por ahí están ahogándose muchos con los cantos de sirena de la Unión Europea y de Basilea y Naciones Unidas. Solo tiene sentido lo que se haga desde dentro y con la finalidad de que sea útil y válido para el resto del mundo después, para legitimarlo por su eficiencia y ejercicio.

La séptima mentira y última es la globalización de las soluciones.Todos hemos equivocado las preguntas para el viaje. Preguntamos cuándo llegaremos, cómo vamos o qué encontraré en el destino. Un político de antaño preguntaba a qué voy y para qué. La Iglesia católica con la elección de un Papa polaco en plena guerra fría, un alemán en pleno proceso de pérdida de vigencia cultural occidental o un argentino en plena redefinición del centro-periferia interpreta perfectamente la sinfonía de la globalización, como recuerda Carlos Aragonés. Y la realidad que esconde es la redefinición de proyectos nacionales. Muchos políticos comparten la literatura soft de soluciones internacionales basadas en un concepto margarina de la soberanía. Los Estados deben de ser viables. Por eso los políticos aprenderemos que con la soberanía no se juega y necesitaremos un teórico que actualice a Bodino. Tal vez el próximo libro de Fukuyama. Entonces siempre desde la izquierda mundial se nos propone un salto mortal para evitar los problemas: federémonos, la federación lo salva todo. La federación es una respuesta de consenso ante la imposibilidad. No es una solución, es más bien una descripción de un problema. La complejidad no debe atenazarnos en nuestras respuestas, que deben de ser propositivas y etnocéntricas.

Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, México, China, Brasil y Colombia han decidido que las propuestas las darán sus naciones factibles, utilizando los foros internacionales claro está, pero son respuestas muy nacionales de cómo se ven y qué papel van a desempeñar en este mundo. Lean así el nuevo escepticismo de los británicos en la redefinición de la UE. Aprovecharán lo mejor de la globalización sin pagar lo peor de la burocracia de Bruselas. Esto aumenta las tensiones globales, junto a los nacionalismos y los extremismos religiosos, que como identidades cerradas ofrecen píldoras frente a la confusión. No es de extra-ñar que surjan nuevos y equívocos proyectos nacionales a la luz de estas coordenadas.

Cuando la lepra atenazaba Tebas, el oráculo advierte a Edipo de que solo si descubre al asesino del rey de Tebas podrá acabar con ese mal. Esto le puso en la difícil tesitura de haber asesinado a su padre y haberse casado con su madre, de ahí el consabido complejo. Por eso prefiere no ver, y sacarse los ojos. Esos inteligentes griegos de hace dos mil quinientos años nos advierten de muchas de las opciones que manejamos sin citar la productividad ni la guerra. Pero sopesar estas mentiras y tratarlas como impostoras nos ayudarán a entender mejor este mundo que nos han entregado.

NOTA

Instituto Nacional Demócrata para Asuntos Internacionales (NDI) es una organización internacional, con sede en Washington y oficinas en 50 países, para

contribuir a promover y fortalecer la democracia. Mantiene una relación fluida con el partido demócrata norteamericano.

Diputado por Ávila. Portavoz de Exteriores en el Congreso de los Diputados. Secretario de Internacional del PP