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NOTAS DE LECTURA

Las restricciones a las importaciones decididas por el inefable secretario de Comercio de la República Argentina han obligado a estrategias alternativas en la adquisición de libros. Es así que me he vuelto un (relativamente) asiduo comprador de libros de supermercado.

No vayan a creer: a veces hay cosas realmente interesantes.

Junto con un texto sobre Maquiavelo para empresarios (¿haría falta?), compré el libro de Timothy W. Ryback, que en su momento despertó valoraciones dispares en los críticos. Con sentido comercial, su título se volcó al castellano como Los libros del gran dictador (Buenos Aires, Destino, 2010) pero el original se llama, con bastante menos ambición, Hitler’s Private Library.

No hay que esperar un estudio bibliográfico de carácter científico. Ese trabajo ya fue hecho de forma solvente y suficiente, como explica el propio autor, que reconoce sus débitos en ese sentido. En realidad se trata de un ensayo, de fuerte y explícita inspiración benjaminiana, sobre algunos libros que se encontraron en lo (poco) que quedó de la biblioteca de Hitler, y la lectura que su propietario pudo hacer de ellos, convenientemente relacionados con determinados momentos en su trayectoria personal y política, y también con sus ideas fundamentales.

El libro es ameno, de lectura rápida y provechosa. Ryback explota muy bien el material seleccionado y no se entretiene en comentarios eruditos ni en condenas o impugnaciones fáciles.

Un aspecto particularmente interesante, que aparece en varios pasajes del libro, es el de la importancia que Hitler asignaba a la personalidad del líder como factor decisivo de cualquier proyecto político.

El autor rastrea las posibles influencias bibliográficas en este sentido. Encuentra en los autores esotéricos y de espiritualismo de divulgación que frecuentó Hitler tesis relativas al genio individual, la personalidad destacada y el poder imaginativo de hombres preclaros, que poseen «cualidades demoníacas para determinar el curso del mundo» (p. 230). Es lo que puede verse en los libros de Ernest Schertel y Carl Ludwig Schleich, que se encuentran en los restos de su biblioteca.

Para Ryback, contra lo que se cree, «lo que proveyó la justificación de una mendacidad diluida, calculadora y matona no fue la destilación de las filosofías de Schopenhauer y Nietzsche, sino una teoría improvisada a partir de libros baratos y tendenciosos sobre esoterismo» (p. 232).

Es probable que la influencia de los grandes filósofos alemanes no haya sido directa ni sustancial, pero resulta claro que no es posible descartar en la Alemania de la primera posguerra un «voluntarismo ambiente» que podría haber influido en esos autores esotéricos.

En las reuniones preparatorias de la invasión a Polonia, Hitler declaró a su Estado Mayor que «lo que iba a decidir el resultado de la guerra no sería el equipamiento militar ni la estrategia, sino la personalidad». Afirmó que no solamente no encontraba ningún líder destacado ni en Inglaterra ni en Francia, sino que además, se consideraba a sí mismo una fuerza proteica capaz de torcer el curso de la historia a fuerza de voluntad y de personalidad.

«En esencia, todo depende de mí, de mi existencia, de mi actividad política —dijo—. Además hay que tener en cuenta la circunstancia de que probablemente nunca nadie vuelva a tener la confianza de todo el pueblo alemán como yo la tengo. Es probable que nadie vuelva a tener nunca tanta autoridad como yo. Mi vida, por tanto, constituye un factor de vital importancia» (Domarus, cit. por Ryback, pp. 232-233).

Ryback destaca la atenta y recurrente lectura del escocés Thomas Carlyle, biógrafo de Federico el Grande —un personaje muy admirado por Hitler y muy conocido por su teoría histórica del héroe.

Cuando los reveses en el frente comienzan a ser lo habitual y la pérdida de la iniciativa de las Fuerzas Armadas alemanas es un hecho incontrastable, Hitler se plantea, desde la perspectiva del líder providencial y predestinado, la capacidad del pueblo alemán para estar a la altura del desafío. En agosto de 1944, un par de meses después del desembarco aliado en Normandía, sostiene que si el pueblo alemán pierde esta guerra es porque se trata de un pueblo demasiado débil.

En marzo de 1945, a semanas del fin, le confía a Albert Speer la idea de que el pueblo alemán no ha superado la prueba de la historia y está destinado a su destrucción (p. 287). No hay, al parecer, ninguna responsabilidad del líder en llevarlo a esa encrucijada ni en estimar correctamente sus fuerzas o potencialidades.

La lectura de Carlyle, o los recuerdos de ella en esos momentos finales, le sirven de consuelo. Mantiene la idea de un milagro, de una salvación en el último minuto, al recordar la oportuna muerte de la zarina Isabel, enemiga acérrima de Federico el Grande, que lo salva de la destrucción total, y se ilusiona con que la muerte de Roosevelt producirá un colapso en el frente aliado o forzará a los Estados Unidos a detener el avance de sus tropas (p. 288).

EL LIDER AYER Y HOY

Estas breves notas de lectura sirven para preguntarnos, en un caso extremo, por la verdadera importancia del líder en la acción política, de su protagonismo en la transformación o la conservación de un orden político. En otros lugares hemos sostenido la irrenunciable dimensión personal de la política. La formidable metáfora aristotélica del nomon arjein, el imperio de la ley, ha sido secularmente malinterpretada, al oponérsela o excluirla de lo que podríamos llamar el imperio o gobierno de los hombres.

En realidad, la humanidad hasta el momento no ha podido encontrar alternativas al político de carne y hueso. De hecho, toda la teoría política aristotélica puede ser considerada como un esfuerzo de solución práctica de la tesis platónica del gobernante filósofo.

Todo gobierno debe tener un rostro humano, una individualidad que representa y encarna el poder político. En este sentido, los humanos seguimos siendo esencialmente tribales, por no decir gregarios. Y por eso necesitamos un líder. Los experimentos políticos en los que se confía el gobierno a un cuerpo legislativo o a una asamblea son extremadamente fugaces y casi siempre responden a situaciones extraordinarias. Los sistemas políticos demandan para su funcionamiento normal una persona que sea a la vez la cara visible del poder y opere la síntesis que conduce a las decisiones políticas.

Pero ¿es que no se ha modificado la importancia o las funciones del líder a lo largo de la Historia? Es claro que en sociedades primitivas, la muerte del jefe sin sucesión podía llevar a la división o disolución del grupo. Otro tanto sucedía en tiempos más recientes, como las sociedades antiguas, sobre todo en ciertas condiciones como un conflicto armado. La pura presencia de un guerrero, convenientemente acompañado por un aura de invencibilidad en batalla, podía decidir la victoria, como aparece en los poemas épicos de La Ilíada o el Cantar de Mio Cid. Asimismo, la muerte del príncipe podía acarrear el desbande de las tropas y el colapso o la conquista del reino por parte de los enemigos. Es el caso de la derrota de Darío III a manos de Alejandro y también, casi dos milenios después, el de la captura y muerte de Moctezuma y el colapso del imperio azteca.

Es precisamente esa concepción del liderazgo la que encontramos en Hitler en las ilusiones que abrigaba en torno a la muerte de Roosevelt. Hitler proyecta en Roosevelt su propia idea de la conducción política y militar: al considerarse el Apolo que mantiene el mundo en su lugar, la irreemplazable columna que sostiene a la nación alemana, piensa que el deceso de su adversario provocará la desorganización total, el caos en el bando enemigo.

Hitler posee una visión del liderazgo propia de sociedades antiguas, tribales, que tienen poco que ver con las características y los desafíos de las sociedades modernas. Además se concibe como un conductor providencial carismático y portador de una misión histórica. Como bien observó Romano Guardini, en una tesis novedosa para su tiempo, la del nazismo es una concepción mesiánica, en la que el líder es a la vez salvador de la nación. Pero además, al modo del Arca de la Alianza, es objeto o presencia sagrada, cuya sola posesión consigue prevalecer en desafíos históricos u obtener victorias militares.

Lo cierto es que la creciente complejidad social, la articulación cada vez más sofisticada de las sociedades modernas, los avances tecnológicos y la influencia creciente de la técnica en la vida contemporánea, a pesar de no haber conseguido suprimir la dimensión personal del poder, sí la han transformado sustancialmente. El líder moderno exitoso es capaz constituir y coordinar equipos de especialistas, y realizar con su trabajo las grandes síntesis que requiere la deliberación para tomar acertadas decisiones políticas. Contra lo que piensa Hitler, no es la personalidad del líder la que prevalece sobre la tecnología, la organización o la estrategia (como una lucha entre factores de poder), sino la personalidad del líder que se sabe valer de ellas. En este sentido, es precisa la convergencia de la inteligencia con la voluntad, contra la idea puramente voluntarista con la que el Führer  explicaba su éxito y la consideraba como el factor decisivo de su poder personal.

Incluso la conducción militar moderna tiene estas características. La asunción del mando militar de Hitler, a partir de la seguidilla de reveses, en 1942, solo aceleró la derrota. Su conducción despótica, temerosa y rígida violentó la cadena de mandos profesionales y también el tradicional margen prudencial de maniobra que en la Wehrmacht se confiaba a los oficiales de campo. La idea del líder omnisciente, que conocía al detalle las fuerzas propias y enemigas, los datos técnicos sobre características y capacidades de los armamentos y las formaciones es eficazmente desmontada por Ryback, que señala una masiva presencia de libros y textos diversos de temática militar en la biblioteca de Hitler, y también un marcado interés por estos asuntos, pero ninguna formación sistemática al respecto. Hitler, como harán notar una y otra vez sus oficiales del Estado Mayor, nunca dejaría de ser un cabo aficionado.

AQUÍ EN EL SUR

En el ámbito europeo, los liderazgos fuertes de tipo autoritario o dictatorial se extinguieron, con alguna excepción, antes de la mitad del siglo pasado. Parece ser una etapa de desarrollo político institucional superada, aunque es difícil saber cómo puede evolucionar la actual situación de crisis en los países europeos, en la medida en que la democracia liberal siga perdiendo legitimidad.

Resulta imprescindible observar la evolución que puede verse actualmente en el plano político, en el sentido de la concentración del poder en manos de tecnócratas y especialistas. Una reacción a este proceso podría asumir, descartadas las desprestigiadas instituciones democráticoliberales, la forma de regímenes fuertes de tipo dictatorial autoritario.

En América Latina, en cambio, se experimenta desde hace más de una década un fuerte resurgimiento de las formas de conducción caudillistas, como respuesta al fracaso de las políticas neoliberales puestas en marcha durante los últimos años del siglo pasado. El nuevo nombre del gobierno unipersonal, de los regímenes de «hombre fuerte», es el populismo, que ha dado lugar a una interesante  teoría de la representación política, desarrollada desde los años sesenta.

Quien más ha hecho por definir esta nueva concepción del populismo es el conocido filósofo angloargentino Ernesto Laclau. Este autor formula una teoría, actualizada con marcos teóricos contemporáneos, del liderazgo tradicional, el ejercicio personal y excluyente del poder, a través de un sofisticado aparato de legitimación conceptual compuesto por elementos que provienen del marxismo en su versión gramsciana, la teoría política schmittiana y el psicoanálisis lacaniano.

El gobierno unipersonal, caudillista o carismático tiene su lógica interna propia. No deja crecer liderazgos alternativos, porque los percibe como una amenaza. Y cuando escribo sobre la obstaculización de liderazgos alternativos me estoy refiriendo, también, a la formación de equipos técnicos y de especialistas, que son imprescindibles para dar solidez, sustentabilidad y seguimiento a las transformaciones en materia de políticas públicas. En la medida en que el caudillo reconoce y da lugar a un expertise que no tiene, desde su perspectiva concentradora pierde poder.

En su entorno se desarrolla una estructura cortesana, un séquito de obsecuentes y genuflexos sin capacidad de decisión propia. En tanto el cúmulo de responsabilidades es inabarcable por una sola persona, la delegación se produce en las peores circunstancias posibles, a personas no capacitadas para la función que se les atribuyó o incapaces de sostener un punto de vista fundado pero opuesto a los designios del conductor.

Si el líder es una persona insegura o indolente se proporciona algún favorito o valido, que mantiene sus privilegios en la medida en que no levante sospechas relativas a apetencias personales.

La sucesión no procede al modo de las antiguas monarquías, por vía dinástica y preparación previa del heredero para las responsabilidades de gobierno, sino casi siempre al borde de la vida política o biológica del conductor, inarticulo mortis, cuando la lucha por el poder ya ha comenzado.

Antes se pudo ver, en el caso de Hitler, el autoconcepto que suelen tener los líderes absolutos en contextos altamente complejos como son los de la era moderna. Esta concepción de ser el factótum del nuevo orden, el sostén exclusivo del régimen o el único intérprete y conductor posible del pueblo se convierte en una profecía autocumplida, al concentrar el mayor poder posible en sus manos y establecer un estrecho control sobre instituciones, políticas, organizaciones y personas. Finalmente, el líder realmente deviene el único sostén de todo el sistema, y se niega a institucionalizar las transformaciones, a permitir la autonomización de las nuevas estructuras o a repartir poder entre especialistas y funcionarios capaces. Al final, todo depende de él: él es el único garante, el apoyo exclusivo del nuevo orden. Y por eso se convierte en un orden efímero, débil, que no resiste a la desaparición biológica del líder o a su defenestración. Junto con el líder cae la estructura que se empeñó en construir.

En un contexto de fuerte enfrentamiento interno, sin otro líder igual o más poderoso que el anterior, es difícil mantener las conquistas o los cambios operados por el fundador. El éxito de toda revolución consiste en su institucionalización, y es ahí donde la dialéctica de Laclau entre populismo («transformador») e institucionalismo («conservador») se desvanece, por impostada.

Los gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana comienzan a enfrentarse a este horizonte. Laclau puede entusiasmarse si prescinde de la perspectiva dinámica de la situación. Nadie sabe lo que sucederá en Cuba cuando los Castro dejen el poder por razones biológicas. Chávez no se ha permitido la alternativa de dejar el gobierno de Venezuela a su adversario político y monitorear desde su poderoso movimiento social la transición, vigilando la preservación de las conquistas. Su sucesión no ha hecho más que agregar sombras a una transición que se adivina traumática y que parece desembocar en una fractura violenta. Evo Morales, Rafael Correa y Ollanta Humala no parecen dispuestos a dejar el poder. En otros países con cláusula constitucional restrictiva respecto de reelecciones o iteración de mandato se esfuerzan por mover una reforma o interpretar el texto en función de su proyecto unipersonal. ¿Qué va a pasar después?

Adicionalmente, en la medida en que estos líderes devienen en el sostén único de la revolución en marcha, en pilar indelegable de las transformaciones en curso, tanto colaboradores estrechos como adversarios políticos, adeptos y simpatizantes como disidentes, militantes a favor y en contra, es decir, todos, se convierten en amenazas potenciales, en enemigos próximos o remotos, puesto que ninguno de ellos está a la altura de la empresa política que encabezan y lo único que podrían hacer es corromperla o traicionarla. Esos fervientes militantes de los liderazgos fuertes en el poder harían bien en preguntarse qué concepto tienen de ellos en las altas esferas que rigen sus destinos.

A partir de esta lógica, el líder saca la conclusión inevitable, como se puede ver en el Führer ya abrumado por lo inevitable: ninguno de sus colaboradores más estrechos y en consecuencia tampoco el pueblo en general, del que no cabe esperar mayor adhesión o identificación que los primeros, está a la altura del desafío histórico que él ha comprendido y afrontado. «No se os puede dejar solos», diría Francisco Franco en las postrimerías de su gobierno.

UN HORIZONTE SOMBRIO

Mientras que en América Latina unos se ilusionan con lo que llaman «la segunda independencia», la emancipación definitiva del continente y la marcha segura de un porvenir de progreso, bienestar y protagonismo mundial, otros se horrorizan con un futuro que tiene los contornos de un castrismo practicado a nivel continental, con un poder político sectario, fuertemente ideologizado, potencialmente totalitario, invasivo y destructor de las libertades individuales.

La realidad puede no ser tan ominosa como lo ven los segundos, pero evidentemente el discurso de la América Latina definitivamente redimida y encaminada hacia un futuro de grandeza no parece tener en cuenta la debilidad estructural de la situación actual.

La recurrencia de los liderazgos fuertes en el continente no es en absoluto signo de fortaleza política o cultural, sino todo lo contrario. Expresa una endeblez institucional que no podrá sobreponerse a la desaparición (por diversas razones) del actual elenco presidencial latinoamericano. El continente se mueve, aun sin advertirlo, dentro de una situación pendular, que llevará, cuando los grandes personajes dejen el poder, a una fase de relevo institucional que seguramente no estará en condiciones de estabilizar el movimiento. Hombres fuertes, instituciones débiles. No hay (casi) nada nuevo bajo el sol, por más que muchos se empeñen, a un lado y otro, en decir lo contrario. _

Profesor en la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina)