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En dos artículos recientes de Nueva Revista, Belén Becerril y Gaspar Atienza han analizado con claridad poco frecuente la encrucijada en que se encuentra la Unión Europea. Estas líneas pretenden centrarse, más parcialmente, en el posible impacto del nuevo tratado ya en vigor sobre dos características políticas de la Unión: el peso de los Estados dentro de las instituciones comunitarias y la centralidad de Bruselas como capital europea.

¿NUEVA UNIÓN EUROPEA?

Aquel «la presente Constitución […] crea la Unión Europea» con que se abría el Tratado Constitucional naufragado tenía algo de chocante. En Europa nos cuesta aceptar que pueda revestirse de ropajes retóricos revolucionarios cualquier paso de un proceso que es esencialmente gradual por premonición y encargo de sus padres fundadores. Otro tanto ocurre tras haber roto amarras el Tratado de Lisboa (ciudad simbólica, por cierto, que invitará a hablar de Europa con términos marineros en los próximos años).

No obstante, llamar nueva a la Unión que surgirá del Tratado de Lisboa puede no resultar exagerado. Basta hacer girar, con algo de imaginación política, la matriz de los acuerdos logrados. Se han alterado los procesos de toma de decisión en muchos campos, y cabe preguntarse sobre el efecto del cambio en los equilibrios de poder. Y esto aclarando de antemano que la nueva figura del presidente del Consejo Europeo no tendrá iniciativa normativa ni poder político decisorio (ni siquiera voto, en la nueva institución que preside) y que el nuevo alto representante/vicepresidente de la Comisión deberá abrirse paso mediante su buen hacer. Entre las decisiones que deben ser tomadas en los próximos meses y que afectarán a las relaciones institucionales dentro de la Unión pueden mencionarse la aprobación de los nuevos reglamentos internos del Consejo Europeo y del Consejo (relaciones del presidente del Consejo Europeo con la Presidencia rotatoria), la presidencia de los grupos de trabajo preparatorios del Consejo y la creación de estas nuevas estructuras en materia de Justicia e Interior, la aprobación del marco en el que se articularán el procedimiento legislativo ordinario, los actos delegados o el procedimiento presupuestario, y, muy especialmente, el diseño del nuevo Servicio Europeo de Acción Exterior.

Hay poco garantizado en el futuro inmediato de la organización internacional de integración más avanzada del mundo. Algo seguro es que sus perfiles dependerán del genio de los que apliquen el nuevo tratado y de los usos que vayan surgiendo. El dominó de nombres y cargos de estas semanas es algo novedoso y constructivo. En cualquier caso, está contribuyendo a crear cierta conciencia política europea que no se había logrado con el sufragio directo del Parlamento. Parece que hay en juego muchos más de ambos, puestos y candidatos, de los que se están barajando, y ya han aparecido sorpresas previsibles.

Quizás se pueda orientar nuestra cábala pensando que a la postre una balanza de precisión se equilibra más fácilmente con pesas pequeñas, especialmente si hay alguien ya situado en uno de los platillos. Conviene también tener presente que una cartografía precisa de la distribución de poder incluye además entre otros el esquema del colegio de comisarios, los cargos en la Secretaría del Consejo o las jefaturas de delegación en países terceros y organizaciones internacionales, y una galaxia de puestos como las direcciones de Agencias, por citar algunos, o los rectorados del Colegio de Brujas o el Instituto Europeo de Florencia, que ocupan los españoles Méndez de Vigo y Borrell.

Otra certeza sobre el futuro, que puede gustar más o menos, pero que es respaldada por los juicios más autorizados, es que la UE seguirá siendo una organización internacional formada por Estados; incluso es muy probable que los Estados tengan tras Lisboa más peso del que hasta ahora demostraban, especialmente los grandes. ¿Resta esto potencial europeísta al nuevo tratado?

UNA EUROPA DE ESTADOS. LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ALEMÁN

Pese a su origen no oculto en el Tratado Constitucional, es muy posible que la estructura institucional del nuevo tratado acabe reforzando el papel de los Estados en la guía del proyecto europeo. Esta afirmación no es un intento estratégico de quemar un terreno predilecto de los alarmismos populistas preocupados por la lejanía de Bruselas. Refleja una posibilidad contraria a intuiciones más difundidas, pero que se apoya en elementos hasta cierto punto lógicos, debido a la ampliación al Este. Una señal clara son las reacciones en la prensa de algunas personalidades de sensibilidad más federalista. Y un hecho indudable es el debilitamiento, aunque no exagerado, del poder de la Comisión, por el aumento de visibilidad de la Presidencia estable del Consejo Europeo y por el refuerzo del Parlamento, que será el colegislador ordinario y ha extendido sus atribuciones en materia presupuestaria, vía de entrada a todas las políticas, y también en los tratados internacionales de la Unión. Un presidente débil del Consejo europeo podría devolver algo de peso al presidente de la Comisión, pero sobre todo implicaría un mayor protagonismo de los tres grandes (quien tenga suficiente ilusión o ingenuidad puede hablar de cinco).

Otras señales son, en realidad, ambiguas: ¿Puede interpretarse que la creación del Servicio Europeo de Acción Exterior institucionalizado (una especie de servicio diplomático europeo) supondrá tarde o temprano la pérdida de alguna competencia por parte de la Comisión, en materia de cooperación o de ampliación, por ejemplo (sin atreverse a mencionar comercio)?, ¿o más bien que la Comisión podrá aprovechar el letargo de los Estados para asumir competencias en materia de política exterior no directamente derivadas de sus competencias internas?

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Esta última posibilidad podría, pese a la apariencia de avance europeísta, no jugar en favor del proceso de integración, si tenemos en cuenta la sensibilidad que para las opiniones públicas revisten algunos de los objetivos nacionales de política exterior. Baste pensar en el desgaste que comportaría para las instituciones de la Unión una política autónoma de la Comisión en las relaciones con Rusia (el ejemplo más fácil) o Israel, o en la aproximación al régimen cubano, el estatuto de Kosovo o el juicio sobre la evolución de Marruecos. El rechazo de algunas candidaturas brillantes puede leerse en esta clave: Carl Bildt, por ejemplo, podía ser juzgado como demasiado proturco por los chipriotas, los franceses o los alemanes, y demasiado antirruso por quienes pretenden un entendimiento más sosegado con la gran potencia energética, como es el caso de España en la actualidad. Sus posiciones de partida son demasiado evidentes.

En realidad, el nuevo Tratado quiere ser más claro en este aspecto que los anteriores. La actuación exterior de la Unión en las políticas comunitarias (las relaciones exteriores) está mejor delimitada, y se preserva la política exterior común de los procedimientos y alcance de aquélla, y no sólo en sentido contrario, como parecía indicar la base y práctica anterior. El alto representante es un mandatario del Consejo, de los Estados, aunque no sea ya su secretario general; y su sombrero de vicepresidente de la Comisión es un instrumento de coherencia. Aunque hay Estados miembros que prefieren no verlo así y juzgan que se ha dado a la Comisión un cierto papel de árbitro en la política exterior de la Unión.

Lo que parece cierto es que, delimitando bien los campos de los Estados y la Comisión, se puede mitigar la amenaza pigmaliónica de que una actuación exterior no basada en un consenso o acuerdo real acabe desgastando a la Unión ante su propia ciudadanía. No desarrollar mucho más el órgano que la función puede acabar dando resultados más armoniosos. Es un secreto a voces que Europa necesita definir mejor sus consensos en todas las agendas internacionales, y no sólo en las relaciones transatlánticas o las mantenidas con Rusia. El Servicio Europeo de Acción Exterior será un estímulo para ese diálogo, necesariamente previo a la comunitarización de cualquier ámbito la política exterior.

Para apoyar la tesis de que existe una evolución hacia la estatalidad puede aducirse también un episodio teóricamente externo que se ha producido dentro del atribulado proceso de ratificación del Tratado de Lisboa. El Tribunal de Karlsruhe se pronunció el 30 de junio de este año sobre la constitucionalidad y la adaptación institucional alemana al nuevo tratado. Y no se limitó a señalar que era necesario un mayor control del sistema de pasarelas por parte de las cámaras germanas (en la jerga, las pasarelas son el paso al voto por mayoría cualificada en el Consejo de un asunto previamente sometido a la unanimidad, que equivale a su mayor comunitarización, pues excluye el veto de un solo Estado sin minoría de bloqueo).

AUS KARLSRUHE, MIT LIEBE

La sentencia del Verfassungsgericht entra en el fondo del problema constitucional europeo. Establece en realidad un marco interpretativo del Tratado. Define también los límites de la actual arquitectura y el fin de recorrido del sistema de avance en la comunitarización por modificación de los tratados y asunción progresiva de competencias funcionales. Vuelve a recordar que la única interpretación compatible con la Ley Fundamental (cuyos valores y arquitectura institucional son muy semejantes en otros Estados miembros) es la que considera a la Unión una federación estable de Estados que subsisten. El tribunal alemán, que parece ser bien consciente de su auctoritas, viene a afirmar que la legitimidad democrática sigue recayendo en los ciudadanos, y su espacio político natural son los partidos y los parlamentos (nacionales).

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Puesto que los ejecutivos son los protagonistas de la toma de decisión en la Unión, que implica adoptar actos legislativos, es necesario reforzar dentro de los Estados los mecanismos de control parlamentario de la actuación comunitaria. Este espacio político nacional es especialmente importante «en los ámbitos que afectan al ámbito privado de la responsabilidad individual y en los que conciernen a la seguridad personal y social, y tambiéna decisiones políticas que están especialmente basadas en las concepciones previas culturales, históricas y lingüísticas» y que se desarrollan en el discurso público organizado en la política de partidos y en el Parlamento (nacional). Ni que decir tiene que la preocupación especial del Parlamento europeo por estas materias obedece a la misma lógica de cercanía a los derechos fundamentales. Pero no es en este caso perspectiva de contrapeso en la que se sitúa el tribunal alemán. Dice el tribunal que «la unificación europea basada en un tratado de unión de Estados soberanos no puede realizarse de modo que no haya espacio suficiente en los Estados miembros para la configuración de los comportamientos económicos, culturales y sociales». Por esta vía existe, por tanto, un límite constitucional.

Hace falta contar con un demos europeo en sentido pleno, para que puedan existir una comunidad política comparable a los Estados. Es probable que la participación de los Parlamentos nacionales, como ya hemos dicho sobre el proceso público de selección de candidatos a las nuevas magistraturas, contribuya a estructurar esa comunidad política. El control de aplicación del principio de subsidiariedad por los Parlamentos nacionales cobra en este contexto un peso decisivo en el futuro de la legitimidad democrática de laUnión. Los protocolos primero y segundo al Tratado de Lisboa configuran un sistema de participación de los Parlamentos nacionales que prevé ocho semanas de espera para que éstos juzguen si un proyecto normativo debe ser perfeccionado en el nivel europeo. La intervención de los Parlamentos nacionales será además una oportunidad de visualizar el control democrático y de distribuir responsabilidades en la proliferación legislativa.

Otro límite a los posibles progresos en la comunitarización por vía de reforma de los tratados podría ser en el futuro la ley anunciada por el conservador británico Cameron, que obligaría a los próximos gobiernos del Reino Unido a someter a referéndum cualquier modificación sustantiva.

En cualquier caso, parece que la actitud de los grandes, en una Europa a 27, será inevitablemente la de recuperar el control del proceso.

LA EUROPA QUE VUELVE A ESTRASBURGO

La ubicación geográfica de los procesos de decisión relevantes para la UE es otra de las posibles transformaciones colaterales producidas por Lisboa a que nos referíamos. La tendencia centralizadora hacia Bruselas ha sido constante en los últimos decenios. La multiplicación de agencias diseminadas por el territorio comunitario (que tiene capítulos de éxito indudable dentro de una diversificación excesivamente compleja) no ha modulado esa orientación. Al menos para la percepción pública. La dispersión geográfica de las instituciones entre Bruselas, Luxemburgo y Estrasburgo (Fráncfort, etc.) puede seguir recogiéndose en las historias de las Comunidades Europeas o en el recuento de los lamentos de quienes la sufren. Pero el hecho cierto es que Bruselas se ha ido consolidando como baricentro indiscutido del proceso comunitario.

La Europa posible tras Lisboa podría matizar esta tendencia. De una parte, el Tratado prevé de modo imperativo que la Unión se adhiera al Convenio Europeo de Derechos Humanos y quede, por tanto, bajo la jurisdicción del Tribunal de Estrasburgo. Aunque la jurisdicción del tribunal esté circunscrita a los derechos fundamentales, en realidad se trata de una aceptación casi general de una nueva instancia. Baste pensar que el artículo 6 del Convenio, que recoge el derecho a un proceso equitativo, es el más invocado ante la Corte. Esta firma será técnicamente complejísima, pero someterá coherentemente a las instituciones comunitarias al mismo control al que están sometidos todos los Estados miembros. La relación entre los tribunales de Luxemburgo y Estrasburgo no tiene precedentes conocidos en la historia del Derecho. Cabe preguntarse, por ejemplo, qué estatus jurisprudencial tendrán las sentencias pronunciadas por Luxemburgo en aplicación del Convenio. Debe superarse además previamente el bloqueo total por sobrecarga de trabajo de la Corte de Estrasburgo, necesitada de una urgente reforma pendiente de la aprobación por la Duma rusa del Protocolo 14 que agilizará su funcionamiento. Tampoco está clara cuál será la relación de la UE con los países no miembros que sí integran en cambio el Consejo de Europa (hasta 47, entre ellos Suiza, Turquía Ucrania y Rusia). Todo un desafío, muy al estilo del proceso de integración europea.

Pero la óptica desde la que interesa aquí esa adhesión es que las decisiones tomadas por el Consejo de Europa en Estrasburgo tendrán peso propio en la actualidad comunitaria. Serán un foco de noticias comunitarias fuera de Bruselas, con la aureola además de ser la última instancia.

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El incremento de las competencias del Parlamento europeo lleva también hacia Estrasburgo. Es cierto que los trabajos ordinarios se desarrollan en Bruselas. Pero la visibilidad mediática de los plenos en la capital alsaciana cobrará ahora mayor importancia cuando la aprobación de muchos proyectos normativos dependa de los eurodiputados. Será el edificio generosamente construido por las autoridades francesas el que servirá de marco para los grandes momentos del Parlamento europeo.

Actúa en esta misma dirección el creciente trabajo del Defensor del Pueblo europeo, actualmente Nikiforos Diamandouros, que, a través de los proyectos de difusión de buenas prácticas administrativas o de casos especialmente mediáticos, va ganando relevancia en la escena comunitaria.

Estrasburgo será quizás, en un inmediato futuro, la Europa parlamentaria y judicial, Bruselas la burocrática e interestatal, sede del renovado Consejo Europeo. Estrasburgo es también la sede del cuartel general del Eurocuerpo. De confirmarse la voluntad política que quedó manifestada en la cumbre de la OTAN en Estrasburgo-Kehl de este año, los siempre lentos progresos hacia una defensa europea pivotarán también en torno a la tierra que vio nacer a Robert Schumann. La reciente iniciativa franco-polaca, con una explícita valoración del vínculo transatlántico, es reveladora del interés de Francia en la materia. Y en este campo, los avances han sido tan modestos que no pueden sino crecer.

Bajo tantos aspectos, el contexto en que tendrá que desarrollarse la Presidencia española del Consejo de Ministros de la Unión Europea es manifiestamente mejorable. Pero parece en cambio indudable que la trascendencia del momento ofrece una oportunidad única, por la pervivencia que las instituciones conservan en un mundo en que casi todo lo demás parece ser más efímero que nunca.