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Por obra de su historia, España es una unidad de mercado, de cultura y de población. También es una unidad política, con sus espacios geográficos bien delimitados desde hace más de cinco siglos. España es lo que comúnmente en todo el mundo se entiende por una «nación». Desde la incorporación de Navarra en 1512 su territorio no ha experimentado cambios, salvo algunos que por su reducida extensión pueden considerarse menores. El Rosellón y parte de la Cerdaña fueron cedidos a Francia en la paz de los Pirineos (1659) y las ciudades de Ceuta y Melilla se incorporaron a la Corona española en el siglo XVI.

En casi ninguna otra nación de Europa, pertenezca o no a la Unión, salvo en Portugal, se ha conocido una continuidad territorial semejante. Ni siquiera en Francia o en el Reino Unido. Los españoles lo saben y por eso, incluso en los lugares con más presencia de los «nacionalismos» segregacionistas, los políticos y los partidos que alzan claramente esa bandera nunca obtienen un respaldo verdaderamente mayoritario. Así ha ocurrido desde 1977 en las nueve ocasiones en que se han celebrado elecciones generales. Algo muy parecido ha sucedido en las del Parlamento europeo, donde hay representantes de España desde nuestra incorporación a la Unión en 1986, e igual en las Asambleas de las Comunidades Autónomas. Actualmente, todos los presidentes de estas comunidades -menos uno- y los de las ciudades de Ceuta y Melilla pertenecen a partidos nacionales.

Por eso, como no coinciden los periodos parlamentarios de España y de la Unión, las elecciones europeas suelen ser leídas aquí por políticos y comentaristas como las norteamericanas de los midterm de los cuatrienios presidenciales. Ahora tienen poco más de un año el parlamento nacional del 2008 y el actual gobierno socialista. Y en las elecciones se llama a votar unas mismas candidaturas en todo el país. Los resultados son vistos por partidos y estudiosos como una especie de manifestación de la opinión nacional. Efectivamente lo son. Quizá más ahora con un gobierno cuyo apoyo en el Congreso de los Diputados se caracteriza por lo que se ha llamado una «geometría variable» que necesariamente da lugar a no pocas indefiniciones. Pero no sólo son eso. Se elige casi a la vez en toda Europa a la principal institución de la Unión.

En la mayor parte de las naciones que forman parte de la Unión Europea impera una u otra forma de bipartidismo. Sólo dos formaciones o coaliciones políticas pueden en la práctica formar gobierno estable, o porque cuentan con mayoría absoluta en el Parlamento o porque le apoyan otros partidos menores. Si los acuerdos están seriamente pactados con un programa básico, los gobiernos pueden ser tan firmes como los de mayoría absoluta. En los treinta años largos de la actual democracia parlamentaria española se han conocido repetidamente ambos casos, aunque no sea eso precisamente lo que ocurra ahora.

En el Parlamento europeo sucede casi lo mismo. Hay dos grupos más numerosos —-los «populares» y los «socialistas»- y otros menores como han sido y quizá vuelvan a serlo el conservador de los británicos y otros más de izquierda o no muy definidos. No se puede decir que haya una forma estricta de bipartidismo, pero sí una situación parecida.

En casi ninguna otra nación de Europa, pertenezca o no a la Unión, salvo en Portugal, se ha conocido una continuidad territorial como la de España.

El Parlamento Europeo es uno de los tres o cuatro órganos más importantes de la Unión. No es una asamblea legislativa, ni da o retira la confianza a un gobierno como ocurre habitualmente en las democracias parlamentarias. Pero es el lugar político en que están representados todos los Estados de la Unión y sus ciudadanos. Emite «directivas», aprueba o censura a la Comisión y sus «iniciativas» y a los miembros que la forman. Es la sede del debate político donde se analiza, en Pleno o en Comisiones, la gestión y los problemas de los órganos de la Unión y de las personas que los forman. Allí se escucha la voz de la ciudadanía europea, de sus dirigentes políticos y de sus partidos en relación con asuntos de la Unión, de las naciones que la forman y de todo el mundo.

Sería imprudente que los gobiernos nacionales no tuvieran en cuenta o no prestaran atención a los asuntos planteados en el Parlamento europeo o a los criterios que en él se aprueben o se recomienden a las naciones de la Unión.

Los diputados del Parlamento europeo, además de su principal carácter de representantes de sus respectivas naciones, pertenecen a sus propios partidos políticos y en el seno de la Asamblea de Bruselas se organizan en grupos parlamentarios en razón de sus ideologías y de sus compromisos con las organizaciones a que pertenecen o con las que están vinculados en sus naciones de origen. Cuando opinan, cuando proponen planes legislativos o de gestión o cuando votan, lo hacen habitualmente con esa doble significación.

Para los mayores partidos políticos de las naciones europeas, el Parlamento de Bruselas es, entre otras cosas, el lugar de encuentro y el foro de debate y relaciones personales con sus colegas de otros países que forman parte del mismo grupo parlamentario. Esas experiencias compartidas son fecundas en colaboraciones de interés nacional en cada país y en el mundo. Los socialistas europeos tenían una Internacional desde el siglo XIX, que ahora quizá no está en el mejor momento de su historia. Pero los populares españoles unidos a los democristianos, liberales de verdad que comparten unos principios de cultura cristiana, liberalismo político y sentido de la tradición y de la historia, han ganado mucho con su presencia en el Parlamento de Bruselas.

Las instituciones europeas tienen ya una historia de sesenta años, y unos precedentes políticos inmediatos un poco más largos que ha examinado con notable maestría y clara exposición el ilustre historiador británico J. M. Roberts (1928-2003) recientemente desaparecido, al que se debe una historia de Europa tan completa, rigurosa y legible por cualquier persona culta como la que publicó en Oxford en 1996.

La herencia más antigua es la grecoromana, a la que sigue la de la cristiandad, que sería el alma de Europa hasta el 1500, cuando empieza la Edad Moderna, que se cerraría en torno a principios del XIX, con la Europa presente con sus tradiciones en el continente americano y abierta al mundo por obra de las colonizaciones y los contactos y relaciones con Oriente. Fue la Europa de la revolución, de las aventuras napoleónicas y sus consecuencias.

El siglo XX es el de las penosas experiencias de la que Roberts llama «guerra civil europea» del 14-18, la mundial del 39-45 y finalmente la de la guerra fría and after, en cuyos tiempos se han aprendido tantas cosas y llega al siglo XXI.

La Unión Europea y sus instituciones han sido la respuesta política a la realidad multipolar del mundo después de la Gran Guerra y de la emergencia de las potencias políticas de Oriente, y de las repúblicas y los reinos del Medio Oriente y el mosaico de los nuevos estados en lo que eran espacios coloniales de África y del Pacífico.

Fundador de Nueva Revista